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A Gabrielle le dolía el cuello. Le dolían los brazos. Le dolía todo. Pero un sueño no debería doler, ¿verdad?

Luchó a través de capas de somnolencia, esforzándose por abrir los ojos. El sueño la empujaba, pero un molesto sonido continuaba atizándola para que se despertara.

… cucú, cucú, cucú.

El reloj. ¿Cuántas veces habría gorjeado ese pájaro?

Su cerebro volvió a la vida. Levantó la cabeza del escritorio. Tragó saliva al sentir un gusto desagradable en la boca y se frotó los ojos irritados, parpadeando para enfocarlos. Por la pantalla de su portátil pasaban peces nadando. La vida debería ser así de feliz y así de libre.

La sonrisa que comenzaba a permitirse se desvaneció.

El ordenador. El tablón de anuncios. ¡Mandy!

Alcanzó el ratón, lo movió y apareció el mensaje del tablón. Lo leyó rápidamente. Gracias a Dios.

Quienquiera que hubiera recibido su primera advertencia acerca de Mandy le había pedido más ayuda la pasada noche, específicamente información acerca del castillo y de Anguis. Ella no pudo añadir nada nuevo acerca del castillo, pero después de convencerse a sí misma de que la vida de Mandy merecía el riesgo, compartió un poco más de lo que sabía de Durand y pensaba que podía ayudar. El mensaje que había sido colgado esa misma mañana, justo un poco antes de las diez, y que ahora ella estaba leyendo decía: «La criatura está a salvo en buenas manos».

Hubiera estado bien recibirlo antes de las seis de la mañana, que fue la hora en que cayó rendida frente al ordenador. Hubiera podido dormir en una cama.

Gabrielle entrecerró los ojos para enfocar el reloj de cuco. «¿Casi las cuatro en punto?». La luz se colaba en la habitación a través de los huecos de las persianas. ¿Así que serían las cuatro de la tarde? Lunes. No era de extrañar que le dolieran todos los músculos. Tan solo había dormido un puñado de horas durante los últimos tres días, y además doblada sobre el escritorio.

Un baño, algo de comer y se metería un rato en la cama.

Primero algo de comida o sería incapaz de darse un baño. Rebuscó por la cocina, considerando la posibilidad de pedir una entrega a domicilio. Cambió de idea al encontrar unas sobras de comida tailandesa y un bollo de postre.

El baño fue casi tan refrescante como cepillarse los dientes. Había pasado todo el día vestida con una camiseta y un pantalón de chándal, lo que ella consideraba comodidad desaliñada. Pero para dormir se puso un camisón de seda y ropa interior de encaje. No tener que preocuparse nunca por su aspecto era una de las ventajas de vivir aislada. Se le escapó una risita triste ante aquel razonamiento sarcástico.

Gabrielle levantó las sábanas de la cama, se acurrucó debajo de ellas y cayó profundamente dormida. Un ruido muy molesto se coló a través de sus sueños.

Trató de ignorarlo. Su cuerpo le suplicó que lo ignorase, pero el estúpido sonido no la dejaba en paz.

Tenía que haber desconectado el reloj.

Ding, ding. Silencio.

Ding, ding. Silencio.

Gabrielle abrió de golpe los ojos. No era el reloj.

Era la alarma de seguridad.

•• • ••

Carlos agarró su bolsa del maletero de portaequipajes que había sobre su asiento, se colocó en la fila para salir del avión y se dirigió a la aduana en el Aeropuerto Internacional Hartsfield-Jackson de Atlanta.

Comprobó la hora local en su teléfono móvil, las 16.00 horas, y luego envió un mensaje de texto a su cuartel, informando al director de que ya había llegado y se dirigiría hacia Nashville después de hacer una parada en su hogar.

Llamar «hogar» a la cara cabaña de cuatro habitaciones al norte de las montañas de Georgia no era muy exacto, ya que no la había comprado ni alquilado, pero era todo lo que tenía. Contar mentiras acerca de su pasado, como por ejemplo que se había criado en Bolivia en lugar de en Venezuela, no había protegido su identidad. Una vez incluso había tenido un apartamento en Nashville, hasta que un soldado de Anguis los había reconocido hacía tres años. Después de eso, metió sus pocas pertenencias en la cabaña, que le servía como una vivienda segura. La única posesión que de verdad le importaba, una foto de él con su hermano pequeño cuando eran niños, estaba a salvo en la cabaña. Un rival de los Anguis había disparado a su hermano como represalia por un insulto recibido por Durand el día antes de que el chico se graduara en la universidad, con todos los honores.

La cabaña servía también como una de las muchas residencias seguras donde un agente podía pasar una temporada o un prisionero podía ser retenido temporalmente.

Todo lo que Carlos necesitaba como hogar.

Todo lo que podía arriesgarse a tener.

Se pasó una mano por la mejilla, notando la aspereza de la barba, demasiado cansado para molestarse en afeitarse teniendo en cuenta que se había duchado hacía once horas. Y si no se cortaba el pelo pronto tendría que empezar a recogérselo en una coleta. El bostezo lo sorprendió fuera de guardia.

Había dado una cabezadita en el vuelo de regreso desde el aeropuerto Charles de Gaulle, en Francia, pero no le había servido de nada. Su mente se había negado a permitirle olvidar la sensación del cuerpo sin vida de Mandy al subirlo al helicóptero, o la espantosa imagen que contempló al quitarle el traje de nieve. El fuerte aroma a sangre había impregnado el aire helado. Contuvo la respiración al ver su piel descolorida y sus labios azules, y la venda improvisada completamente empapada por la sangre que salía de su cuerpo.

Una horrible sensación de fracaso creció en su estómago.

Pero milagrosamente todavía tenía pulso. Los médicos realizaron inmediatamente una transfusión y la mantuvieron viva hasta que llegaron al recinto de seguridad de las afueras de París donde la dejaron.

El pronóstico de Mandy era reservado, pero no había muerto en sus brazos.

Tendría una oportunidad.

Gotthard enviaría noticias de Mandy tan pronto como aterrizara en Nashville. Korbin y Rae estarían llegando a Washington y Nueva York justo en ese momento. Todos regresaban en vuelos separados por razones de seguridad.

Carlos avanzó hasta el mostrador de la aduana y dio todas las respuestas habituales a los oficiales de ojos desconfiados. ¿Ensayarían miradas suspicaces frente al espejo?

«Bienvenido a Estados Unidos. Ni se te ocurra pensar en masticar chicle de un modo inadecuado».

Maniobró para abrirse paso entre una perezosa corriente de pasajeros que circulaban hacia la salida y ya había alcanzado las escaleras principales de la terminal cuando su teléfono empezó a sonar.

Al abrirlo, apareció un mensaje.

«Llama a la oficina inmediatamente».

Traducción: urgente.

Carlos usó la marcación rápida.

—¿Estás pasando la aduana? —preguntó Joe, ahorrándose cualquier tipo de saludo.

—Sí. —Carlos cruzó las puertas de cristal de salida de la terminal. Los fumadores inundaban el aire húmedo de Atlanta con nicotina mientras consumían su primer o su último cigarrillo.

—Encontramos la fuente.

Espejismo.

Lo último que Carlos había oído antes de coger el vuelo a casa era que BAD había rastreado la dirección IP de un ordenador en Rusia, donde Joe tenía extensos contactos. Lo cual podía significar cualquier persona o cualquier cosa. Un equipo de BAD de Reino Unido había estado cerca de una localización en Londres, justo antes de que saliera su avión. ¿Cuál de los dos habría encontrado a Espejismo?

Carlos prestó atención. Comprobó su reloj, calculando la posibilidad de coger un vuelo internacional a aquella hora del día.

—Estupendo. ¿Vuelo hacia Gatwick? —Carlos se dirigió a pasos rápidos hacia una carretera al otro lado del aeropuerto, donde fluía el tráfico entre el aparcamiento de coches y la terminal. Podía ser enviado a cualquier lugar del mundo, puesto que el correo había sido rebotado a un sistema de ordenadores intervenido de Rumanía y después de Rusia. Pero en el momento en que BAD había precisado la dirección IP de Rusia y conseguido una autorización para seguir el rastro desde allí, un equipo de agentes sobre el terreno y en los cuarteles de BAD esperaban que Espejismo cometiera un error.

—No —le dijo Joe—. Por eso te envié un mensaje urgente. El grueso de nuestros recursos inmediatos han sido enviados en barco al Reino Unido como punto de partida, puesto que los programas de datos que nos han llegado indican que nuestra fuente podría estar allí, pero tal vez sea simplemente un intento de despistarnos. —Joe estaba sugiriendo que el informante o bien no estaba en el Reino Unido, o bien no era británico.

—¿Dónde? —Carlos se sacudió de encima el resto de su agotamiento con esas palabras, preparado para localizar al bastardo.

—Georgia. Peachtree City.

—¿Estás hablando en serio? —Carlos dio un giro y se dirigió a toda prisa hacia la rampa de entrada al aparcamiento.

—Sí. Por eso te he llamado. Solo tengo un recurso local y va de camino hacia la ubicación. —Joe hizo una pausa y se lo oyó suspirar—. He enviado al auxiliar Lee.

Carlos metió su tique del aparcamiento en la cabina de pagos y luego usó su tarjeta de crédito, deseando que todo funcionara con rapidez.

—¿Un auxiliar? ¿Cuándo fue eso? «Auxiliar» era la palabra en clave para referirse a un «agente de campo» cuando no se usaba una línea segura. Lee no podía estar preparado todavía para una misión principal.

—Ha sido hoy. No tuve elección. No había nadie cerca aparte de ti.

—¿Dónde está ahora? —Carlos sacó el tique de pago justo en el mismo segundo en que la máquina lo expulsó y recuperó el paso, buscando con la mirada su BMW 750i azul metalizado.

—Está a diez minutos del lugar de encuentro.

—Envíale un mensaje para que me espere, no importa…

—Lo envié sin guía. Recibirás un mensaje de texto con el punto de encuentro. Él tiene el resto.

—Estamos en contacto. —Carlos cerró el teléfono y encontró su coche. Justo a tiempo para arrojar su bolsa en el maletero, sentarse al volante y lanzar un violento insulto.

Bienvenido a casa. Renunció a cualquier esperanza de que el día acabara bien y se concentró en una situación que parecía estar tan bien organizada como un tren descarrilado.

¿Cuál era el único punto a favor?

Lo primero que haría sería interrogar a aquel chivato de Durand Anguis. Averiguar desde qué ángulo estaba trabajando Espejismo. Los informantes siempre querían algo, siempre tenían un motivo oculto.

Y todavía no se había topado con ninguno que no fuera un criminal.

Sin pensarlo demasiado podía —enumerar cuatro países que estarían encantados con la posibilidad de atraparle. Lo podrían tener en cuanto Carlos consiguiera lo que quería.

•• • ••

Gabrielle se levantó de un salto, se puso una holgada camiseta gris de manga larga y unos pantalones de chándal, y luego unas zapatillas deportivas con cierres de velcro. El calzado perfecto para salir corriendo. Miró el reloj de su mesilla de noche y comprobó que había dormido media hora.

¿Cuánto tiempo llevaría sonando la alarma de seguridad?

Le dio al botón de la pared para detener el insistente doble timbre, y luego corrió al armario y cogió una mochila que contenía ropa, dinero, un pasaporte y otras cosas necesarias. Siempre.

De camino al salón, se recogió el pelo en la nuca y se puso una gorra para cubrirlo. Le costaba tragar saliva. El miedo le agarrotaba los músculos de la garganta y amenazaba con ahogarla al llegar al escritorio. Alcanzó su ordenador y manejó el teclado mientras se ponía una bufanda alrededor del cuello y se enfundaba un impermeable color caqui que le llegaba por las rodillas. Doble clic al ratón y su pantalla se dividió en seis partes donde se veían las zonas de alrededor de la casa vigiladas por cámaras digitales.

Cinco de ellas no revelaban nada inusual.

La número seis, que cubría el camino hacia la puerta principal, mostraba un hombre enorme con un traje que no era de su talla que se dirigía hacia las escaleras del porche.

Pasos lentos y pesados golpearon los tablones de madera.

Gabrielle cerró su ordenador y lo metió en un bolso con una correa, junto a todos los accesorios. ¿Adónde iba a ir? Siempre había contado con tener tiempo suficiente para llegar a su todoterreno con tracción en las cuatro ruedas y meterse por un camino a través del bosque; una de las ventajas de vivir en una comunidad con cien kilómetros de senderos para los cochecitos de golf. Dirigió la mirada hacia el ventanal de la parte trasera de la casa, a través del cual se veía una serena imagen del lago Peachtree y un muelle con un solitario bote atado. Con el depósito de gasolina lleno.

Sería un blanco perfecto sola en el lago.

Toc. Toc. Toc.

No podía tratarse de un vendedor. La señal que había junto al buzón al comienzo del camino de entrada indicaba claramente:

NO PASAR, QUIENES DESOBEDEZCAN SERÁN ARRESTADOS.

Toc. Toc. Toc.

Gabrielle cogió las llaves del coche por si tenía la oportunidad de llegar hasta el todoterreno. Lo cual habría sido posible si no hubiera estado tan cansada como para que la alarma no la despertara enseguida.

Desde el otro lado de la puerta, una voz profunda dijo:

—Agentes de la ley. Abra.

Eso la dejó helada. ¿El FBI? Si habían logrado seguir su rastro electrónico, bien podía tratarse de la CIA, ya que había enviado todos los mensajes rebotados desde diferentes direcciones IP de Londres.

—La casa está rodeada.

El corazón le dio un vuelco.

Maldita fuera. Las alternativas surcaron su mente a toda velocidad, puesto que solo tenía dos.

La opción número uno era huir, lo cual no tenía sentido.

Gabrielle aceptó la opción número dos, se dio la vuelta y se dirigió hacia el vestíbulo, con la esperanza de poder engañarlos. Se encajó una sonrisa en la cara y abrió la puerta.

—¿Puedo ayudarle? Estaba a punto de salir… —Se interrumpió para mirar un rostro que estaba al menos a dos metros del suelo y era capaz de provocar un millón de pesadillas. Piel marcada por el acné, corpulento y de cuello grueso. Pelo negro canoso.

—No parece que sea usted Harry Beaker —dijo él.

—No lo soy. Harry no está aquí, pero me encantará trasmitirle un mensaje. —Más sonrisas. ¿Podía tener la suerte de que solo estuvieran buscando a Harry? Agarró la puerta con una mano y apoyó la otra en el marco para tratar de disimular su temblor.

—¿Y usted quién es?

—Gabrielle Parker. Solo soy una inquilina. Me aseguraré de que Harry reciba su mensaje, pero ahora tengo que irme o llegaré tarde. —Llamaría a Harry en cuanto tuviera un momento libre si es que aquel tipo realmente lo buscaba.

Harry pesaba unos noventa kilos, era exmarine y luchador. Ella dudaba de que la CIA pudiera intimidarlo.

—No estoy buscando a Harry. La busco a usted —dijo él.

Sintió un picor por todo el cuerpo ante el tono amenazante de su voz.

—¿Y quién es usted? —No había sonado con el tono exigente que ella pretendía, pero hizo lo más que pudo con su garganta seca y contemplando a alguien que podría estar a las órdenes de Durand Anguis.

Él buscó en su chaqueta.

A ella el corazón le latió con pánico.

—Agente especial Curt Morton, de la Brigada Antidroga —dijo él, sacando su chapa durante un par de segundos para volver a guardarla de nuevo en su estuche y luego en la chaqueta. Le ofreció una sonrisa que ella hubiera preferido no ver. Esos dientes grandes y nariz torcida eran casi tan aterradores como sus inexpresivos ojos grises—. Lo siento si le he dado un sobresalto, pero quería estar seguro antes de decir nada más.

—¿Seguro de qué? —preguntó ella, respirando como alguien que acabara de terminar una carrera de ocho kilómetros. Estaba a punto de hiperventilarse.

—Seguro de que es usted quien ha estado enviando a los servicios de espionaje mensajes electrónicos relacionados con Durand Anguis.

Atrapada. Y desprotegida. Ahora era seguro que Durand la encontraría.

•• • ••

Después de cerrar la puerta de su Suburban de color azul oscuro, Carlos hizo un gesto para que Lee lo siguiera. El vehículo estaba aparcado muy cerca del camino de entrada a una propiedad privada de Peachtree City y oculto de la carretera por un bosquecillo de árboles. Con un conductor inconsciente.

Tenía las manos y los pies atados con cadenas flexibles, que se quedarían ahí hasta que Carlos tuviera tiempo de someterlo a un interrogatorio completo. El conductor llevaba una insignia de la Brigada Antidroga, pero las credenciales eran falsas.

A Carlos no le venía a la cabeza el nombre real de aquel matón, pero había visto antes esa cara y esas orejas deformadas por los golpes. El conductor había formado parte de una redada informática el año pasado. Músculos alquilados a precio de ganga. Era como comer sushi barato. Un riesgo para la salud.

Unas ramas crujieron. Carlos dirigió una mirada a Lee, que hizo una mueca al oír el ruido. Los novatos eran también un riesgo, pero Joe no habría enviado a nadie excesivamente bisoño. Y Lee tenía ojos viejos en un rostro joven. Ojos duros, aunque debía de venir de las calles y le faltaría experiencia en un terreno boscoso.

Sacudiendo una mano, Carlos restó importancia al suceso y siguió adelante, revisando sus alternativas.

Estaba claro que alguien se les había adelantado encontrando al informante. ¿Quién? ¿Y el compañero del conductor estaría allí para capturar al informante… o encontrarse con él? Al menos debía de haber involucradas dos personas. El tipo del coche era probablemente un vigilante, un desgraciado, y su compañero podía estar en la casa ahora mismo.

Carlos avanzó rápidamente a través del bosque, en paralelo al camino de entrada. La luz disminuía con cada paso, lanzando sombras en aquel bosque poco frondoso.

¿Quién se le habría anticipado?

Se detuvo ante una curva en el camino de entrada, desde donde se veía aparecer una zona abierta, el patio principal, a unos veinte pasos.

Se volvió hacia Lee. Los astutos ojos del chico, de color avellana, ardían con determinación. No alcanzaba la estatura de Carlos ni era corpulento. Lee mediría alrededor de un metro ochenta y era esbelto y musculoso. Iba vestido con un pantalón de camuflaje y una camisa verde oscura.

A pesar de todo eso, el chico era demasiado pulcro para el gusto de Carlos. ¿En qué estarían pensando Joe y su codirector, Tee, cuando lo contrataron?

Joe había dado a Lee órdenes estrictas acerca de obedecer todo lo que dijera Carlos, sin cuestionarlo. Y Carlos había añadido a eso una orden muy simple: si las cosas se ponían feas, quería que Lee volviera atrás y contactará con Joe.

«Sobre todo no te hagas el héroe, bajo ninguna circunstancia».

Desde la zona abierta que tenían ante ellos llegaban unas voces, en un volumen demasiado bajo como para que Carlos pudiera entender lo que decían.

Hizo a Lee una señal con la mano para que se detuviera y fuera tras él, pero sin ser visto. Lee tocó su arma y asintió. Carlos sacó de su espalda su nueve milímetros, y silenciosamente avanzó hacia la pareja que sostenía la conversación.

—No sé de qué está usted hablando. —Gabrielle trató de soltar una risita, pero el ruido que le salió sonó muy cercano a la histeria.

El agente especial Morton no sonreía.

—Es usted quien envía información sobre Durand firmada con el nombre «Espejismo». Nos gustaría hablar con usted.

—Yo en realidad…

—Señorita Parker. Hasta ahora usted está considerada una aliada de Estados Unidos, pero si se niega a colaborar, su estatus podría cambiar y pasar a ser considerada cómplice de los crímenes de Anguis. Obviamente hemos seguido hasta aquí su rastro electrónico como Espejismo. —Dejó de hablar, hizo una sabia pausa para dar tiempo a que la amenaza surtiera efecto.

«¿Cómplice?». Ella tragó saliva, sintiendo el pánico que se agitaba bajo su aparente calma. Al menos ese hombre obedecía a las autoridades, y no a Durand, pero estar allí con él no podía acabar bien.

C’est des conneries!

—¿Qué es lo que ha dicho? —Él alzó las espesas cejas confundido.

Ella agarró con fuerza la correa de su bolso.

—Esto es una tontería. Yo no he hecho nada malo. —Después de tantos años ocultando su identidad de Anguis, perdería su anonimato en el momento en que la Brigada Antidroga la procesara. Los atentados de Roberto contra su vida palidecerían comparado con lo que Durand podría hacerle—. ¿Podemos hablar aquí?

Él negó con la cabeza.

—¿No necesito la presencia de un abogado? —No es que lo tuviera, pero ganaría tiempo si tenía que buscar uno.

—No. Queremos mantener esto en secreto, tal como ha hecho usted, y proteger su anonimato.

¿Qué podía objetar a eso?

Miró por encima de él.

—¿Dónde está su coche?

—Justo a la entrada del camino. Vi la advertencia. No quería arriesgarme a un pinchazo en un neumático por seguir con el coche.

—¿Es verdad que la casa está rodeada por agentes de policía?

—No, pero tengo refuerzos. —La sonrisa horripilante apareció de nuevo. ¿Por qué sonreiría?

Ella miró alrededor y avanzó hacia una puerta cerrada.

—No sé de qué está usted hablando, pero cooperaré. Le seguiré en mi coche.

El agente especial Morton volvió a negar con la cabeza.

—Iremos en el mío. Yo la traeré de vuelta a casa. —Movió un brazo para señalar el camino de entrada, como si el trayecto hacia el coche no estuviera claro. Cuando lo hizo, la chaqueta se le abrió y dejó expuesta una funda que contenía un revólver sujeta al hombro.

Si ponía demasiados problemas, él podría simplemente arrestarla.

Manejó la llave con torpeza, y por fin logró cerrar la cerradura desconectada después de dos intentos. Como decían en Estados Unidos, sería mejor seguirle la corriente, al menos por ahora.

Esperó a que ella bajara los escalones delante de él. Cada paso que la alejaba de la casa le dolía. Aquel había sido el mejor lugar donde había vivido. No podría regresar. La casa de alquiler de Harry era una de las propiedades originales de aquella comunidad, con un camino pavimentado de quinientos metros y oculta por árboles a ambos lados. Avanzó con dificultad a través de una capa reciente de hojas que cubrían el patio principal y que había rastrillado justo ayer.

Caminando a su lado, el agente de la Brigada Antidroga abrió su teléfono, marcó una tecla y esperó.

—¿Por qué creen que yo soy Espejismo? —preguntó ella. ¿En qué se habría equivocado, y quién más se habría percatado de su error? Al ver que no respondía, ella miró por encima del hombro. Había disminuido el paso, pero dio dos zancadas con sus largas piernas y avanzó para detenerse a su lado.

Tocó de nuevo unos botones de su teléfono, y puesto que lo usaba en modo manos libres ella pudo oír el timbre sonando al otro lado de la línea. No hubo respuesta.

La expresión de desconfianza que apareció ahora en su rostro afeó sus facciones hasta el punto de hacerlas parecer diabólicas.

A ella se le puso la piel de gallina.

•• • ••

Carlos esperaba silenciosamente mientras los dos hombres avanzaban lado a lado por el camino de entrada. El alto habría podido interpretar el papel de Lurch en La familia Adams. El más bajo mediría poco más de uno setenta. Llevaba un impermeable color caqui, un bolso de ordenador y una mochila a la espalda.

Y su voz había sonado aguda y nada masculina cuando dijo: «¿Por qué creen que yo soy Espejismo?».

Maldita sea. ¿Sería aquel el informante que todos los servicios de espionaje estaban buscando?

Carlos respiró muy despacio, guardando un completo silencio para poder oír la conversación. Lee estaba completamente inmóvil.

La desigual pareja se detuvo a tres metros de donde estaba parado Carlos, sin mover ningún músculo. Lurch había usado su teléfono móvil y estaba esperando. Al no obtener respuesta, algún razonamiento lo hizo enfurecer.

Dos revelaciones sorprendieron a Carlos en el momento en que Lurch se dirigió gruñendo al tipo pequeño:

—¿A quién has avisado de que yo estaba aquí?

Lurch era Baby Face Jones, un tipo experto en informática contratado para trabajos especiales, tales como secuestros y torturas, cuando los fondos eran escasos.

Y el tipo bajito… el posible informante… era una mujer.

Su rostro palideció. Murmuró:

—A nadie.

Desde luego no era como Carlos había imaginado.

Baby Face la cogió del brazo.

—Vamos. —Levantó el teléfono con la otra mano para marcar un número con el pulgar.

Ahora llegaba el momento de desmantelar la operación, puesto que Carlos no podía arriesgarse a que Baby Face encontrara más hombres.

—Deteneos ahí. —Carlos salió de un arbusto, apuntando con su arma.

Baby Face volvió la cabeza hacia Carlos. Con un solo movimiento, soltó a la mujer y el teléfono y sacó un arma, con el dedo ya en el gatillo. Disparó.

Carlos disparó primero, dándole a Baby Face en un hombro, la única opción que tenía para desviar la trayectoria de la bala y no matar a Baby Face ni herir a la mujer. Pero la bala le pasó lo bastante cerca como para sentir una ráfaga de calor junto al oído.

La mujer gritó, mirando con ojos completamente horrorizados a Baby Face, que cayó al suelo, aullando.

Lee apareció de repente.

Carlos se volvió hacia él.

—Le he dado en el hombro. Detén la hemorragia y…

—¡Ha salido corriendo!

Carlos se dio la vuelta para ver a la mujer corriendo a toda velocidad, ya hacia el extremo de una casa de ladrillo de una planta.

—Hija de puta. —Salió corriendo tras ella.

Era más rápida de lo que él imaginaba. Llegó hasta una esquina y desapareció.

Cuando él llegó al patio trasero, ella ya había alcanzado el muelle y se apresuraba por el paseo de madera, donde patinó para detenerse junto a un banco que había al final. Metió la bolsa del ordenador y su mochila en un pequeño bote y saltó dentro. Ahora Carlos podía verla, pero en unos quince minutos se pondría del todo el sol y sería de noche.

Sin disminuir el paso, Carlos empujó hacia su espalda el arma atada a su cinturón, dejando las manos al descubierto para que pareciera que no iba armado. Llegó al lugar donde había estado atada la barca justo cuando el motor que ella estaba encendiendo se puso en marcha con un gruñido grave. La mujer desatracó la embarcación y se puso de pie, para dirigirse hacia el timón mientras el bote flotaba en punto muerto.

Cuando él alcanzó el último tramo del muelle y ya estaba cerca de ella, usó la última zancada para darse impulso y saltar por el aire. Superó los casi dos metros que lo separaban del bote y la agarró, arrastrándola con él.

Ella chilló «¡no!» mientras caían al agua al otro lado de la embarcación.

Carlos asomó la cabeza, todavía sujetando con una mano la chaqueta de ella.

Ella giró alrededor, tosiendo, luchando y pateándole las costillas con sus zapatos. Él gruñó, gritó y la atrapó mientras ella se hundía. La atrapó por la espalda, haciéndola subir, pero ella conseguía que se hundieran de nuevo los dos.

—¡Estate quieta! —le ordenó.

Ella continuaba agitando los brazos y luchando por respirar.

—¡Ayuda!

Le puso un brazo alrededor de la cintura para dejar libre el otro brazo. El bote estaba ahora más cerca que la orilla, pero ninguna de las dos opciones sería buena hasta que ella no dejara de luchar contra él.

—Cálmate o nos ahogaremos.

Ella luchaba por respirar y lanzaba gritos aterrorizados por miedo a morir ahogada.

—Yo… no sé… nadar.

Oh, mierda.

—Yo sí puedo nadar… si dejas de luchar conmigo. —Estaba dando patadas con tanta fuerza para lograr mantenerse a flote que le dolían los músculos.

Dejó de moverse, aunque continuó respirando profundamente y con mucha dificultad.

Carlos miró alrededor, esperando que Lee pudiera manejarse con Baby Face y a la vez comprobando que no hubiera cerca ningún peligro. La informante se apretaba tan fuerte contra él que era posible que tuviera otro ataque de histeria en cualquier momento. Él todavía no sabía cuál era su historia, así que tendría que mantenerla con vida el tiempo suficiente para descubrirla.

—Relájate —le dijo con voz calmada—. Te llevaré al bote.

—¿Quién…? —Respiró con dificultad un par de veces—. ¿Quién… eres tú?

—Haz lo que te diga y no resultarás herida.

Ella se tensó al oír aquello, luego pareció darse cuenta de que entorpecía su progreso y se relajó un poco.

Carlos tiraba de ella mientras nadaba para alcanzar el bote. Ella saltó para agarrarse al borde como si aquella embarcación fuera la única balsa en pleno mar abierto.

Él había oído decir que aquel era un lago poco profundo. ¿Cuánta profundidad podría haber? ¿Dos metros?

Pero si ella creía que aquello era una honda laguna, él no iba a convencerla de lo contrario.

Carlos la agarró por la cintura y acercó sus labios a su oído antes de levantarla.

—Cuando te suba a este bote no hagas ningún movimiento brusco. No trates de huir o poner en marcha el motor porque te tiraré por la borda. ¿Me has entendido?

Ella asintió. Los nudillos se le estaban quedando blancos de la fuerza con la que se aferraba al borde del bote.

Amenazarla con volver a tirarla al agua no la ayudaría a tranquilizarse, pero podía evitar que tratara de hacer algo realmente estúpido, como usar el remo contra él.

Él mantuvo su voz calmada.

—Cuando te dé un empujón, tírate hacia el bote.

Ella volvió a asentir en silencio.

La levantó y ella se lanzó hacia el bote, pateando de manera que él tuvo que apartarse para no perder la cabeza. En cuanto ella estuvo casi arriba del todo, él se alzó y subió por un lado.

Ella se acurrucó en un extremo, echa un ovillo. Sin el gorro, el pelo húmedo le colgaba en mechones.

—Ponte donde pueda verte. —Él señaló con la mano el asiento de pasajeros.

Pero no se movió.

—Ahora.

Ella alzó unos ojos beligerantes encendidos de furia.

Carlos se apartó un mechón de pelo mojado de la cara. La mujer seguía aterrorizada. Tendría que ir a buscarla. Jamás permitía que nadie se sentara detrás de él, definitivamente nadie.

Avanzó hacia ella, pero esta levantó una mano para detenerlo. El gesto fue casi majestuoso y elegante a pesar de que llevara un impermeable empapado y zapatillas de deporte. Se puso de pie y avanzó tambaleándose para sentarse en el asiento de pasajeros de plástico, sin dejar de mirarlo un momento, con los ojos bien abiertos.

Era justo. Él tampoco le quitaba los ojos de encima. Se sentó en el borde del asiento del conductor y encendió el motor para volver hacia el muelle. El aire frío se filtraba a través de sus ropas húmedas. Le lanzó una mirada y al verla encogida temblando de frío pensó en la manta que había en el maletero del coche. Resistiría hasta entonces.

Cuando llegaron hasta la plataforma de madera, apagó el motor, ató el bote y se bajó, ofreciéndole una mano.

Ella la rechazó.

Cogió su mochila y el bolso con el ordenador, y luego salió del bote procurando no acercarse a él.

—Vamos. —Carlos la esperó antes de avanzar.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —Tenía un claro deje francés, con un toque de sofisticación aportado por el acento británico. Pero esos exóticos ojos azules y los pómulos marcados eran decididamente franceses.

—Eso todavía no lo he decidido.

—Tú has matado a…

—No está muerto —dijo él antes de que ella pudiera acusarlo de haber asesinado a Baby Pace—. Para matarlo haría falta mucho más que una bala en el hombro. —Carlos le señaló el camino que quería que siguiera y ella por fin empezó a moverse.

Temblaba con cada paso.

Carlos tuvo que reprimir la urgencia de consolarla. Ella estaba relacionada con Baby Face Jones, un conocido ingeniero electrónico que se dedicaba a la piratería cibernética y las estafas financieras.

¿Habría ido Baby Face a secuestrarla o tendrían un trato entre ellos?

Parecía haber salido de la casa de manera voluntaria.

Baby Face era un genio de la informática, pero Carlos dudaba de que hubiera sido capaz de encontrar a la informante sin la ayuda de alguien con mucho dinero en los bolsillos. Alguien que pudiera proporcionarle acceso a megaordenadores a la altura del Monstruo, el ordenador de BAD, con un supersistema que, según juraba Joe, no se igualaba con ningún otro en el campo del espionaje. Esa era tan solo una de las numerosas preguntas que Baby Pace tendría que responder cuando Carlos y Lee lo llevaran a sus cuarteles.

¿Aquella mujer sería realmente Espejismo?

¿Los servicios de espionaje del mundo entero habían pasado por alto algo evidente que en cambio Baby Face por su cuenta había sido capaz de descubrir?

Era difícil aceptar esa posibilidad, lo cual quería decir que había tenido ayuda.

Cuando Carlos llegó hasta la casa no vio a Lee por ningún lado. ¿Qué demonios habría hecho?

Carlos dio instrucciones a la mujer para que siguiera avanzando un paso por delante de él hacia Baby Face, que yacía en el suelo. No había ningún rastro de Lee y tampoco había nada colocado en el hombro de Baby Face para detener la hemorragia.

Ella llegó primero hasta Baby Face y retrocedió, susurrando «Mon Dieu».

Carlos la adelantó. Baby Face sangraba copiosamente por un tajo en la garganta.

Algo se había puesto muy feo.

Ella se alejó un poco, haciendo el tipo de ruido que normalmente precede a una crisis de vómitos.

Él no tenía tiempo de permitir que enfermara. De hecho, se jugaba la cabeza a que tenían suerte de estar vivos y que Lee no había salido tan bien parado.

Quienquiera que hubiera encontrado a Lee, probablemente no se había dado cuenta de que Carlos se había dirigido hacia la parte posterior de la casa persiguiendo a esa mujer hasta el lago.

La idea de que Lee pudiera estar muerto lo impactó, pero si Carlos se detenía a pensar sobre la vida desperdiciada de un joven, habría dos próximas víctimas.

Agarró a su cautiva por la parte delantera del abrigo empapado, obligándola a clavar sus ojos aterrados en los de él, y le habló en voz baja.

—Escucha. Tenemos que irnos. Quienquiera que lo haya matado podría volver.

Su rostro palideció incluso más y sus ojos le miraron con ira.

—¿Me estás diciendo que no es tu colega quien ha hecho esto?

—No, probablemente él también está muerto.

Eso la dejó de piedra.

—¿Y quién los ha matado a los dos?

—Podemos seguir hablando o tratar de salir de aquí con vida. —Cuando registró en su expresión que lo había entendido, le preguntó—: ¿Tienes las llaves del todoterreno?

—No pienso ayudarte. —Susurró las palabras, subrayándolas y arrastrando las últimas sílabas.

—Oh, sí, lo harás, a menos que quieras acabar con un tajo en la garganta, o algo peor.

Ese golpe surtió efecto. Ella tembló como un perro mojado y retrocedió otro paso. Cobró protagonismo el blanco de sus ojos: era el perfecto retrato de una mujer aterrorizada.

Lo siguiente fue el llanto, histérico, como si no fuese a terminar.

«¡Mierda!». Él no tenía tiempo para eso ni para calmarla. Carlos la agarró por las solapas del abrigo y la acercó tanto a él que pudo ver sus lágrimas colgando de sus sedosas pestañas.

—Puedes elegir entre darme las llaves o hacer que te las quite. —Odiaba hacerle esa amenaza, pero no tuvo más remedio.

Ella dejó de llorar.

La mirada que le dirigió hubiera hecho retroceder a un perro rabioso. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y produjo un pequeño sonido con el roce de dos llaves. Una era la de encendido automático y la otra parecía de una casa.

Carlos cogió las llaves, luego la agarró del brazo y la condujo a través del patio hasta donde estaba aparcado un sucio todoterreno blanco de unos diez años. Era un viejo trasto, pero al menos tenía las pequeñas puertas a cada lado. De no haber tenido que cargar con ella, le habría convenido ir a pie, pero llevar a aquella informante hasta el cuartel sin que sufriera ningún daño era su única prioridad en aquel momento.

Ella era la única conexión que BAD tenía con los Fratelli.

Y él tenía que descubrir cuánto sabía acerca de Anguis.

La apresuró para que entrara en el todoterreno y la observó para asegurarse de que se quedara quieta mientras daba la vuelta al coche para sentarse en el asiento del conductor. Cuando estuvo al volante, le dijo:

—Agáchate y ponte en el suelo.

—¿Por qué?

—Porque así no serás un blanco fácil. No tengo tiempo para responderte preguntas y mantenerte con vida, así que haz lo que te diga cuando te lo diga.

—¿Por qué?

Él encendió el motor.

—¿Tienes problemas de oído?

—No, oigo perfectamente. —Se sentó en el borde del asiento, con una actitud de puro desafío que contrastaba con el miedo que latía en sus venas.

—Entonces es que debes de ser cortita —murmuró él, dirigiéndose hacia el camino de entrada y observándolo todo al mismo tiempo.

—No, no soy cortita.

—Entonces ¿qué es lo que te cuesta tanto entender?

—¿Por qué no me matas directamente ahora?

Le lanzó varias miradas rápidas mientras dejaba que el todoterreno saliera del césped y se adentrara por la carretera, con las luces apagadas. Tenía luz suficiente para ver el camino.

—¿Qué te hace pensar que quiero matarte? —preguntó él, con la mirada atenta a posibles amenazas por cualquier parte.

—Tú eres Anguis, ¿verdad?