PRIMERA PARTE
NOVIEMBRE
A última hora de aquella noche la lluvia golpeaba mi ventana. Atravesé la habitación a oscuras hacia la luz de la lámpara. Creí ver allá abajo, en la calle, El espíritu del siglo. Diciéndonos que todos estamos al borde del límite.
AL STEWART
20 de noviembre de 1973
Siguió haciendo cosas sin permitirse pensar en ellas. Era más seguro de ese modo. Era como tener un interruptor automático en su cabeza que se activaba cada vez que una parte de él intentaba preguntarse:
«Pero ¿por qué haces esto?». Entonces una parte de su mente quedaba a oscuras. ¡Eh, Georgie! ¿Quién ha apagado las luces? Yo. Supongo que algo anda mal en las conexiones. Espera un segundo. Reajustaré el interruptor. Las luces vuelven de pronto. Pero el pensamiento inoportuno ha desaparecido. Todo está bien otra vez. Continuemos, Freddy… ¿dónde estábamos?
Se dirigía hacia la parada del autobús cuando vio el letrero que anunciaba: «ARMERÍA DE HARVEY. Remington, Winchester, Cok, Smith & Wesson. LOS CAZADORES SON BIENVENIDOS».
Del cielo gris caían unos ligeros copos. Era la primera nieve del año y se posaban en el pavimento como blancas burbujas de soda, deshaciéndose luego. Vio pasar a un chico con un gorro rojo de punto, la boca abierta y la lengua fuera para cazar un copo, elevando la cabeza hacia el cielo.
Se detuvo frente a la armería de Harvey, vacilante. Junto a la puerta, en el exterior, había un montón de periódicos de la última edición. Los titulares rezaban: SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO.
En la parte inferior del estante, un letrero blanco deslucido advertía: ¡LE ROGAMOS PAGUE SU PERIÓDICO! ÉSTA ES UNA VENTA DE CONFIANZA. EL COMERCIANTE DEBE PAGARLOS TODOS.
Hacía calor en el interior. La tienda era alargada y no muy ancha. Sólo había un pasillo. En una estantería situada a la izquierda había expositores de cristal llenos de cajas de municiones. Reconoció inmediatamente los cartuchos del calibre 22 porque cuando era un niño, allá en Connecticut, tuvo un rifle del 22 de un solo disparo. Había deseado aquel rifle durante tres años, y cuando se lo compraron no se le ocurrió qué hacer con él. Tiró durante algún tiempo contra latas vacías, hasta que mató un arrendajo azul. No había sido un disparo limpio. El pájaro cayó sobre la nieve, rodeado de una mancha de color rojo, abriendo y cerrando lentamente el pico. Después de aquello colgó el rifle en un gancho, y allí permaneció durante otros tres años, hasta que se lo vendió a un muchacho de su calle por nueve dólares y una caja llena de tebeos.
Las otras municiones le resultaban menos familiares. Treinta y tres. Treinta y seis, y algo que parecía como el modelo a escala de un casco de obús. ¿Qué clase de animales se pueden matar con estas municiones?, ¿tigres?, ¿dinosaurios?, se preguntó. Sin embargo le fascinaban, metidas en el expositor como golosinas en una tienda de ultramarinos.
El empleado o propietario hablaba con un hombre grueso que llevaba pantalones y camisa de trabajo verde con bolsillos laterales. Hablaba de una pistola que estaba en otro expositor de cristal, desmontada. El hombre grueso echó el cerrojo hacia atrás y ambos miraron la recámara bien engrasada. El hombre grueso dijo algo y el empleado o propietario se echó a reír.
—¿Que los cerrojos se atascan siempre? Eso lo has aprendido de tu padre, Mac. Admítelo.
—Harry, estás lleno de mierda hasta las cejas.
Estás lleno de mierda, Fred, pensó. Hasta las cejas. ¿Lo sabías, Fred?
Fred dijo que lo sabía.
A la derecha había un mostrador de cristal que se extendía a todo lo largo de la tienda. Reconoció las escopetas de cañón doble, pero el resto era un misterio para él. Y, no obstante, algunas personas —como las dos que conversaban en un extremo del mostrador—, lo habían aprendido todo sobre las armas de fuego, con la misma facilidad con que él había aprendido contabilidad general en la escuela mercantil.
Penetró aún más hacia el fondo de la tienda y contempló un armario lleno de pistolas. Vio algunas de aire comprimido, unas pocas del calibre 22, una del 38 con culata de madera, una del calibre 45 y otra que reconoció como una Magnum 44, la misma que llevaba Harry el Sucio en aquella película. Había oído a Ron Stone y a Vinnie Mason hablar de aquel filme en la lavandería, y Vinnie había dicho: «Nunca permiten que un policía lleve un arma así en la ciudad. Con una de ésas puedes abrir un agujero en el cuerpo de un tipo a más de un kilómetro de distancia».
El hombre grueso, Mac, y el empleado o propietario, Harry (como en Harry el Sucio), habían vuelto a montar el arma.
—Llámame cuando recibas ese Menschler —dijo Mac.
—Lo haré… pero tus prejuicios contra los coches son irracionales —repuso Harry. (Decidió que Harry debía de ser el propietario, pues un empleado nunca llamaría «irracional» a un cliente.)— ¿Te gustaría ver el Cobra la semana que viene?
—Me gustaría —dijo Mac.
—No te lo aseguro.
—Nunca lo haces… pero eres el mejor armero en toda la ciudad, y tú lo sabes.
—Pues claro que lo sé.
Mac palmoteó el arma que había dejado sobre el mostrador y se volvió, dispuesto a marcharse. Mac casi tropezó con él. «Ten cuidado, Mac. Sonríe cuando hagas eso» y se dirigió hacia la puerta. Llevaba el periódico doblado bajo el brazo y él pudo leer: SE MANTIENE EL INESTABLE…
Harry se volvió hacia él, aún sonriente, sacudió la cabeza y preguntó:
—¿Puedo servirle en algo?
—Espero que sí. Pero le advierto por adelantado que lo ignoro todo sobre las armas de fuego.
Harry se encogió de hombros.
—¿Acaso la ley le obliga a saber algo? ¿Es para alguna otra persona? ¿Un regalo de Navidad?
—Sí, eso es —dijo él, aprovechando la oportunidad—. Tengo un primo… Nick. Se llama Nick Adams. Vive en Michigan y tiene muchas armas. Ya sabe. Le gusta la caza, pero es algo más que eso. Es como una especie de… bueno, como una…
—¿Afición? —preguntó Harry, sonriendo.
—Sí, eso es.
Había estado a punto de decir «fetichismo». Bajó la mirada hacia la caja registradora, en cuya parte posterior había una pegatina que advertía: SI LAS ARMAS DE FUEGO SON DECLARADAS FUERA DE LA LEY, SÓLO LOS FUERA DE LA LEY TENDRÁN ARMAS DE FUEGO.
Le sonrió a Harry y dijo:
—Eso es muy cierto.
—Desde luego —asintió Harry—. En cuanto a ese primo suyo…
—Se trata de una especie de compromiso. Él sabe lo mucho que me gusta salir en bote, y que me condenen si las Navidades pasadas no me envió un motor Evinrude de sesenta caballos. Me lo mandó por transporte exprés. Yo le regalé una cazadora… y me sentí en ridículo.
Harry asintió con un gesto, comprensivo.
—Bien, el caso es que recibí carta suya hace unas seis semanas y parece más contento que un chaval con una invitación para el circo. Al parecer, él y otros seis amigos suyos han comprado los billetes para ir a ese lugar de México, que es como una especie de coto abierto…
—¿Un coto de caza sin limitación de piezas?
—Sí, eso es. Uno dispara a todo lo que quiere. Hay animales más que suficientes… Venados, antílopes, osos, bisontes. De todo.
—¿En Boca Río?
—Pues no lo recuerdo; pero me parece que el nombre era más largo.
Los ojos de Harry adquirieron una expresión soñadora.
—El hombre que acaba de marcharse, yo y otros dos tipos más, fuimos a Boca Río en 1965. Yo cacé una cebra. ¡Una condenada cebra! Hice que disecaran la cabeza y la instalé en mi sala de trofeos. Fue la mejor temporada que he pasado en mi vida, se lo aseguro. Envidio a su primo.
—El caso es que se lo comenté a mi esposa, y ella me dijo que adelante. Hemos tenido un año muy bueno en la lavandería. Trabajo en la lavandería La Cinta Azul, en Western.
—Sí, ya sé dónde está.
Tuvo la sensación de que podía seguir hablando con Harry todo el día, incluso durante el resto del año, entretejiendo la verdad y la mentira para configurar una hermosa y brillante alfombra. Que el mundo siguiera su curso. Al diablo con la escasez de gasolina, el alto precio de la carne y el condenado e inestable alto el fuego. Hablemos de primos que nunca han existido, ¿eh, Fred? Muy bien, Georgie…
—Este año hemos conseguido el hospital Central como cliente, así como la institución mental, y también tres moteles nuevos.
—¿También el motel Quality Motor Court de la avenida Franklin?
—Sí, en efecto.
—He estado allí en un par de ocasiones —dijo Harry—. Las sábanas siempre estaban muy limpias. Cuando está en un motel, a uno nunca se le ocurre pensar en quién lava la sábanas.
—El caso es que hemos tenido un buen año. Así pues, he pensado que quizá pueda regalarle a Nick un rifle y una pistola. Sé que siempre ha querido tener una Magnum 44. En cierta ocasión le oí mencionarlo…
Harry cogió la Magnum y la dejó cuidadosamente sobre el cristal del mostrador. Él la cogió. Y le gustó al sopesarla. Daba la impresión de algo sólido.
La depositó de nuevo sobre el mostrador.
—La recámara de esta pistola… —empezó a decir Harry.
—No tiene que vendérmela —lo interrumpió él con una sonrisa, levantando una mano—. Ya la he comprado. Un ignorante siempre se vende a sí mismo. ¿Cuánta munición debería llevarme?
Harry se encogió de hombros.
—¿Diez cajas, quizá? Él siempre podrá comprar más si quiere. El precio de esa pistola es de doscientos ochenta y nueve más impuestos, pero se la dejaré en doscientos ochenta, munición incluida. ¿Qué le parece?
—Estupendo. —Y, a continuación, como le pareciera necesario añadir algo más, dijo—: Es un arma muy elegante.
—Si va a Boca Río, le aseguro que hará buen uso de ella.
—Y en cuanto al rifle…
—¿Qué clase de armas tiene él?
—Lo siento —repuso, encogiéndose de hombros y extendiendo las manos—. Realmente, no lo sé. Tiene dos o tres escopetas, y algo que llama «de carga automática»…
—¿Una Remington?
Harry se lo preguntó tan rápidamente que él sintió miedo. Aquello era como haber estado caminando con el agua hasta el pecho para verse de pronto fuera de ella.
—Creo que sí. Pero podría equivocarme.
—La Remington es la mejor —dijo Harry con un gesto de asentimiento, lo que le permitió sentirse cómodo de nuevo—. ¿Hasta cuánto está usted dispuesto a gastar?
—Bien, le seré franco. El motor le costaría unos cuatrocientos. A mí me gustaría llegar por lo menos a quinientos. Seiscientos como máximo.
—Usted y ese primo suyo se llevan muy bien, ¿verdad?
—Crecimos juntos —contestó con sinceridad—. Creo que daría mi brazo derecho a Nick si él lo quisiera.
—Bien, permítame enseñarle algo —dijo Harry. Eligió una llave del montón que colgaba de su llavero y se volvió hacia una de las vitrinas. La abrió, se subió a una silla y cogió un rifle largo y pesado con la culata taraceada—. Puede que ésta valga algo más de lo que usted está dispuesto a gastar, pero es un arma maravillosa. —Harry se lo tendió.
—¿Qué marca es?
—Es una Weatherbee cuatro sesenta. Dispara una munición muy pesada, que yo no tengo ahora mismo en la tienda. Tendría que pedir a Chicago las cajas que usted desee. Tardarían una semana. Es una escopeta perfectamente equilibrada. La energía de la boca de este bebé es superior a los cuatro mil kilos… algo así como golpear a alguien con una limusina lanzada a toda velocidad. Si acierta con esto a un venado macho en la cabeza, tendrá que disecar el rabo como trofeo.
—No sé —dijo él con tono dubitativo, aunque ya había decidido que quería aquella escopeta—. Sé que a Nick le gustan los trofeos, eso forma parte de…
—Por supuesto que sí —admitió Harry, que cogió el Weatherbee y le abrió la recámara. El agujero parecía lo bastante grande como para contener una paloma mensajera—. Nadie va a Boca Río para conseguir carne, y su primo tampoco. Con esta arma no necesitará rastrear al maldito animal herido durante quince kilómetros por un terreno agreste, permitiendo que el animal sufra durante todo ese tiempo, y haciendo que usted se pierda la cena. Este bebé esparcirá sus restos en siete metros a la redonda.
—¿Cuánto?
—Bien, ya se lo he dicho. Es imposible utilizarlo en este lugar. ¿Quién quiere una especie de arma antitanque donde no se puede cazar nada mayor que un faisán? Y cuando se sirve la caza en la mesa, parece como si uno estuviera comiendo carne con olor a gases de escape. Vale novecientos cincuenta al por menor, y seiscientos treinta al por mayor. Se lo dejaría por setecientos.
—Eso hace… casi mil dólares.
—Ofrecemos un diez por ciento de descuento en compras superiores a trescientos dólares. Lo cual deja el total en novecientos. —Se encogió de hombros y añadió—: Regale esta escopeta a su primo, le garantizo que él no tiene otra igual. Si la tiene, me comprometo a comprársela por setecientos cincuenta. Estoy tan seguro de ello, que hasta se lo pondría por escrito.
—¿No bromea usted?
—De ningún modo. Claro que, si el precio resulta excesivo, no hay más que hablar. Le enseñaré otras armas. Pero si él es un verdadero experto en la materia, no dispongo de ninguna otra cosa que él no posea ya.
—Comprendo —dijo, con expresión reflexiva—. ¿Tiene usted teléfono?
—Claro. Al fondo. ¿Quiere llamar a su esposa y comentarlo con ella?
—Creo que sería lo mejor.
—Desde luego. Venga.
Harry lo condujo a una abarrotada habitación. Había un banco y una destartalada mesa de madera cubierta de pistolas, ballestas, líquidos de limpieza, folletos y botellas etiquetadas que contenían postas de plomo.
—Ahí está el teléfono —le indicó Harry. Él se sentó, cogió el auricular y marcó mientras Harry regresaba para recoger la Magnum y meterla en una caja.
«Gracias por llamar al servicio de información meteorológica de la WDST —dijo la voz metálica de la grabación—. Esta tarde se espera una suave nevisca que tenderá a convertirse en nevada ligera a última hora…».
—¿Mary? —dijo él en voz alta—. Escucha, estoy en la armería Harvey… Sí, por lo de Nick. Tengo la pistola de la que hablamos. No hay ningún problema. Había una en el escaparate. El hombre de la tienda me ha enseñado una escopeta…
«… que aclarará hacia el mediodía de mañana. Para esta noche se esperan temperaturas de un grado bajo cero. Mañana ascenderán a cinco grados. Las posibilidades de precipitación para esta noche…».
—¿Qué te parece que debería hacer?
Harry estaba ahora junto a la puerta, detrás de él; podía ver la sombra que proyectaba.
—Sí —dijo—, ya lo sé.
«Gracias por haber marcado el número del servicio de información meteorológica de la WDST. Para estar al corriente de cualquier cambio, sintonice con el programa de noticias de Bob Reynolds, a las seis de la tarde en días laborables. Adiós».
—No estoy bromeando. Sé que es mucho.
«Gracias por llamar al servicio de información meteorológica de la WDST. Esta tarde se espera una suave nevisca que tenderá a convertirse en…».
—¿Estás segura, cariño?
«Las posibilidades de precipitación para esta noche son del ocho por ciento; para mañana…».
—De acuerdo. —Se volvió en el banco y sonrió hacia Harry al tiempo que formaba un círculo con los dedos pulgar e índice—. Es un hombre muy amable. Me ha asegurado que Nick no la tiene.
«… mediodía de mañana. Para esta noche se esperan temperaturas de…».
—Yo también te quiero, cariño, hasta luego. —Colgó. Santo Dios, Freddy, ésta sí que ha sido una jugada limpia. Desde luego, George. Desde luego.
Se levantó del banco.
—Ha dicho que adelante si yo estoy de acuerdo. Y lo estoy.
—¿Qué haría usted si su primo le enviara un Thunderbird? —preguntó Harry sonriendo.
—Devolvérselo sin abrirlo —replicó él con otra sonrisa.
—¿Lo pagará con cheque o con tarjeta? —preguntó Harry mientras regresaban hacia el mostrador.
—American Express, si le parece bien.
—Es como dinero contante y sonante.
Extrajo su tarjeta del bolsillo. En el reverso, sobre la cinta especial, se leía: BARTON GEORGE DAWES.
—¿Está seguro de que la munición llegará a tiempo para enviársela toda a Fred?
Harry levantó bruscamente la mirada de la tarjeta de crédito.
—¿Fred?
—Nick es Fred, y Fred es Nick —dijo él con una amplia sonrisa—. Se llama Nicholas Frederic Adams. Se trata de una especie de juego con el nombre. Algo que ya hacíamos cuando éramos niños.
—Oh. —Su sonrisa fue la de quien no ha comprendido gran cosa—. ¿Quiere firmar aquí?
Él firmó.
Harry extrajo otro libro de debajo del mostrador. Era un libro pesado, con una cadena de acero atravesando la esquina superior izquierda.
—Anote aquí su nombre y dirección, para los federales.
Sintió que sus dedos apretaban el bolígrafo con fuerza.
—Desde luego —dijo—. Fíjese, nunca he comprado un arma en mi vida y debo de estar loco. —Escribió su nombre y dirección en el libro: «Barton George Dawes, 1241 Crestallen Street West».
—Han pensado en todo —comentó.
—Y esto no es nada en comparación con lo que les gustaría hacer —dijo Harry.
—Lo sé. ¿Sabe lo que oí decir el otro día en las noticias? Quieren que aprueben una ley por la que cualquiera que vaya montado en motocicleta debe llevar un protector bucal. ¡Un protector bucal, santo Dios! ¿Acaso es asunto del gobierno si alguien quiere correr el riesgo de destrozarse el empaste de una muela?
—A mi modo de ver, no —admitió Harry, volviendo a dejar el libro bajo el mostrador.
—O fíjese, por ejemplo, en esa ampliación de la autopista que están construyendo en Western. Algún supervisor obtuso ha dicho: «Tiene que pasar por aquí», y el estado envía un montón de cartas y más cartas diciendo: «Lo siento, pero la ampliación de la 784 pasará por ahí. Dispone usted de un año para buscar otra casa».
—Es una condenada vergüenza.
—Sí que lo es. ¿Qué significa «de interés público» para alguien que vive en la misma casa desde hace más de veinte años? ¿Que ha hecho allí el amor con su esposa, ha criado a sus hijos y ha regresado siempre a ella de vuelta de sus viajes? Sólo se trata de una ley que aprobaron para poder estafarnos mejor.
Cuidado. Cuidado. Pero el interruptor del circuito actuó con cierta lentitud, y algo debió reflejarse en su expresión.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Harry.
—Sí. Hoy he almorzado uno de esos emparedados de pescado. Debería haberlo pensado mejor. Me producen una condenada cantidad de gases.
—Pruebe una de éstas —dijo Harry, sacándose un tubo de pastillas Rolaids del bolsillo de la camisa.
—Gracias. —Cogió una de las pastillas y se la introdujo en la boca, sin importarle una pelusilla que había en ella. «Mírame, estoy en un anuncio de televisión. Consume cuatrocientas siete veces su propio peso en ácido de estómago».
—A mí siempre me ayudan —dijo Harry.
—En cuanto a la munición…
—No se preocupe. Una semana. Seguro que no más de dos. Le pediré setenta.
—Bien. Otra cosa, ¿por qué no guarda usted estas armas aquí? Envuélvalas y póngales mi nombre o algo así. Supongo que es una tontería, pero no quisiera tenerlas en casa. Es una tontería, ¿verdad?
—Cada uno con lo suyo —dijo Harry, imparcial.
—De acuerdo. ¿Quiere tomar nota del número de mi oficina? Cuando lleguen esas balas…
—Cartuchos —lo interrumpió Harry—. Son cartuchos.
—Bueno, cartuchos —dijo él sonriendo—. Cuando los reciba, deme un telefonazo. Recogeré las armas y lo arreglaré todo para que las envíen. Supongo que el servicio REA lo hará, ¿verdad?
—Desde luego. Su primo sólo tendrá que firmarles el recibo de entrega, eso es todo.
Escribió su nombre en una de las tarjetas de Harry, que rezaba: «Harold Swinnerton. Telef. 849-6330 - ARMERÍA DE HARVEY. Munición. Armas antiguas».
—Dígame —preguntó él—. Si usted es Harold, ¿quién es Harvey?
—Harvey era mi hermano. Murió hace ocho años.
—Lo siento.
—Todos lo sentimos. Aquel día llegó aquí, abrió la tienda, ordenó la caja registradora y cayó muerto de un ataque al corazón. Fue uno de los hombres más dulces que uno haya conocido jamás. Era capaz de tumbar un venado a setenta metros de distancia. —Le tendió la mano por encima del mostrador y él se la estrechó—. Ya lo llamaré —prometió Harry.
—Eso espero.
Salió de nuevo a la nieve y pasó junto al titular de SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO. Nevaba con un poco más de intensidad, y se había olvidado los guantes en casa.
¿Qué estabas haciendo ahí dentro, George?
Bum, el interruptor del circuito.
Cuando llegó a la parada del autobús, todo podría haber sido un incidente sobre el que había leído algo en alguna parte. Nada más.
Crestallen Street West era una larga calle curvada hacia abajo desde la que se había disfrutado una bonita vista del parque y el río hasta que el progreso intervino en forma de un programa de construcción de altos edificios residenciales. El programa había continuado por la avenida Westfield dos años antes, terminando por bloquear la mayor parte de aquella vista.
El número 1241 era una casa de dos plantas con un garaje de un solo coche al lado. Había un largo patio frontal, ahora desnudo, en espera de que lo cubriera la nieve —la verdadera nieve— que no tardaría en caer. El camino de entrada estaba asfaltado, arreglado recientemente en espera de la primavera.
Entró en la casa y vio el televisor, el nuevo Zenith que habían comprado en el verano. Sobre el tejado había una antena motorizada, instalada por él mismo. Ella no quería, a causa de lo que esperaban que ocurriera, pero él había insistido. Si era capaz de instalarla, había argumentado, también podría desmontarla cuando se cambiaran. «Bart, no seas tonto. No es más que un gasto extra… y también un trabajo extra para ti». Pero él había terminado por convencerla, y finalmente ella comentó que se «reiría» de él. Eso era lo que decía en las raras ocasiones en que algo le importaba a él lo suficiente como para imponerlo, por encima de los débiles argumentos de ella. «Muy bien, Bart. Esta vez me "reiré" de ti».
En aquellos momentos veía la entrevista de Merv Griffin a una celebridad. El personaje era Lorne Green, que hablaba sobre una nueva serie de policía para la televisión. Lorne estaba diciendo a Merv lo mucho que le agradaba actuar en la serie. Poco después, una cantante negra de la que nadie había oído hablar nunca, aparecería en la pantalla y cantaría una canción. Quizá Dejé mi corazón en San Francisco.
—Hola, Mary —saludó él.
—Hola, Bart.
Había correo sobre la mesa. Le echó un vistazo. Una carta para Mary de su hermana de Baltimore, algo psicópata. Una cuenta de la tarjeta de crédito Gulf… treinta y ocho dólares. Un estado de cuenta: 49 dólares en el debe, 9 en el haber y 954,47 en el saldo. No había sido mala idea utilizar la tarjeta de la American Express en la armería.
—El café está caliente —dijo Mary—. ¿O quieres tomar una copa?
—Prefiero una copa —respondió—. Ya me la preparo yo.
Había otras tres cartas. Una de la biblioteca, advirtiéndole que había pasado el plazo de devolución de Frente a los leones, de Tom Wicker. Wicker había pronunciado una conferencia hacía un mes en el club Rotary, y fue el mejor orador que habían escuchado en varios años.
Una nota personal de Stephan Ordner, uno de los peces gordos de Amroco, la gran empresa propietaria de La Cinta Azul. Ordner quería hablar con él sobre el asunto de Waterford… ¿Podría pasar a verle el viernes, o había planeado salir fuera el día de Acción de Gracias? En tal caso, que le llamara por teléfono. Si no, que acudiera Mary. A Carla siempre le gustaba ver a Mary, y bla-bla-bla y mierda y más mierda, etcétera, y todo lo demás.
Y otra carta del departamento de autopistas.
Se la quedó mirando durante largo rato a la luz grisácea del atardecer que entraba por las ventanas y después dejó toda la correspondencia sobre el aparador. Se preparó un whisky con hielo y se lo llevó a la sala de estar.
Merv seguía charlando con Lorne. El color del nuevo Zenith no era demasiado bueno; algo casi oculto. «Si nuestros proyectiles intercontinentales son tan buenos como nuestros aparatos de televisión en color, algún día se producirá una gran explosión que se lo llevará todo al diablo», pensó. El pelo de Lorne era blanco, pero con la tonalidad plateada más inconcebible. Muchacho, te dejaría calvo, pensó, y rió entre dientes. Aquélla había sido una de las canciones favoritas de su madre. No comprendía por qué le parecía tan divertida la imagen de un Lorne Green calvo. Quizá no era más que un ataque de histeria retrasada por el asunto de la armería.
Mary lo miró y le sonrió.
—¿Algo divertido? —preguntó.
—Nada —contestó él—. Cosas mías.
Se sentó junto a ella y la besó en la mejilla. Era una mujer alta, de treinta y ocho años, y pasando esa crisis de aspecto en que la belleza anterior está a punto de decidir cómo será en la madurez. Tenía una hermosa piel y unos senos pequeños, no aptos para descolgarse demasiado. Comía bastante, pero su activo metabolismo la mantenía delgada. No temblaría ante la idea de ponerse un traje de baño en una playa pública dentro de diez años, sin importar lo que los dioses decidieran con respecto al resto de sí misma. Eso hacía que él fuera consciente de su ligera barriga. Demonios, Freddy, todo ejecutivo tiene un poco de barriga. Es símbolo de éxito, como un Delta 88. Está bien, George. Vigila ese viejo corazón y el cáncer y todavía verás los ochenta.
—¿Qué tal el día? —preguntó ella.
—Bien.
—¿Has ido a ver la nueva fábrica de Waterford?
—Hoy no.
No había ido a Waterford desde finales de octubre. Ordner lo sabía —un pajarito debía de habérselo dicho—, y por eso había recibido aquella nota. El local de la nueva planta para la lavandería era una fábrica textil, ahora abandonada, y el astuto corredor de fincas que llevaba el asunto seguía llamándole con insistencia: «Tenemos que cerrar el trato —le decía el otro—. Ustedes no son los únicos del Westside que se han pillado los dedos con la crisis». «Voy todo lo rápido que puedo —le dijo al astuto corredor de fincas—. Tendrá usted que ser paciente».
—¿Qué hay acerca de aquel lugar en Crescent? —preguntó ella—. Me refiero a la casa de ladrillo.
—Está fuera de nuestras posibilidades —replicó él—. Piden cuarenta y ocho mil.
—¿Por aquella casa? —preguntó ella con indignación—. ¡Es una estafa!
—Desde luego que sí. —Tomó un gran sorbo de su bebida—. ¿Qué ha dicho la vieja Bea de Baltimore?
—Lo de siempre. Ahora acude a un grupo de elevación de la conciencia por medio de la hidroterapia. ¿No te parece gracioso? Bart…
—Claro que sí —admitió él rápidamente.
—Bart, tenemos que arreglar esto. El veinte de enero está casi encima, nos encontraremos en la calle.
—Hago todo lo que puedo —dijo él—. Tenemos que ser pacientes.
—Y aquella casita colonial en Union Street…
—… está vendida —terminó él la frase y el resto de su vaso.
—Pues a eso me refiero precisamente —continuó ella, exasperada—. Habría sido perfecta para nosotros dos. Con el dinero que el ayuntamiento nos paga por la expropiación de esta casa y el terreno habríamos salido adelante.
—A mí no me gustaba.
—Creo que nada te gusta mucho en estos últimos tiempos —replicó ella con sorprendente amargura—. No le gusta —dijo mirando hacia el aparato de televisión, donde la cantante negra interpretaba en ese momento su canción—. ¿Qué te parece?
—Mary, hago todo lo que puedo.
Ella se volvió y lo miró con expresión seria.
—Bart, sé lo que sientes por esta casa y…
—No, no lo sabes —la interrumpió—. No tienes ni idea.
21 de noviembre de 1973
Una ligera capa de nieve había caído sobre el mundo durante la noche y cuando las puertas del autobús se abrieron y bajó a la acera, pudo ver las pisadas de la gente que había estado allí antes que él. Bajó por Fir Street desde la esquina, escuchando al autobús que se alejaba a su espalda con su ronroneo de tigre. En ese momento, Johnny Walker pasó junto a él, camino de su segundo turno de la mañana. Johnny lo saludó desde la cabina de su camioneta azul y blanca de la lavandería, y él le devolvió el saludo. Pasaban unos minutos de las ocho.
El trabajo en la lavandería empezaba a las siete, cuando llegaban Ron Stone, el capataz, y Dave Radner, el encargado de la sección de lavado, y daban presión a la caldera. Las chicas de las camisas entraban a las siete y media y las planchadoras, a las ocho. Él odiaba la planta baja de la lavandería donde se hacía el trabajo sucio, donde se llevaba a cabo la explotación, pero por alguna razón perversa, él agradaba a los hombres y mujeres que trabajaban allí. Lo llamaban por su nombre de pila. Y, con unas pocas excepciones, ellos también le gustaban a él.
Atravesó la entrada de descarga de los conductores y se abrió paso por entre las canastas de sábanas de la noche anterior que las planchadoras no habían terminado aún. Cada canasta estaba muy bien cubierta con plástico, para impedir la entrada de polvo. Al fondo, Ron Stone estaba apretando la correa de transmisión de la vieja máquina Milnor, mientras Dave y su ayudante, Steve Pollack, un muchacho que acababa de salir del instituto, se dedicaban a cargar las máquinas industriales Washex con sábanas de motel.
—¡Bart! —lo saludó Ron Stone. Vociferaba para todo; después de treinta años de hablar con la gente por encima de la combinación de ruidos producida por secadoras, planchadoras, prensadoras y lavadoras, los gritos habían pasado a formar parte de su personalidad—. Esta condenada Milnor sigue agarrotándose. El programa de blanqueo está ya tan avanzado que Dave tiene que hacerla funcionar manualmente. Y el motor sigue parándose.
—Hemos conseguido el contrato de Kilgallon —dijo él—. Dos meses más y…
—¿Estaremos en la fábrica de Waterford?
—Pues claro —replicó, algo a la ligera.
—Dos meses más y me hallaré listo para el manicomio —dijo Stone con aire sombrío—. Y el traslado… será peor que un desfile del ejército polaco.
—Supongo que las entregas se harán con más lentitud.
—¡Más aún! No terminaremos todo lo que tenemos ni en tres meses. Y después llegará el verano.
Él asintió con un gesto, pero no quería seguir hablando del tema.
—¿A quién le estás trabajando primero?
—A Holiday Inn.
—Incluye cincuenta kilos de toallas en cada carga. Ya sabes que siempre nos piden toallas a gritos.
—Sí, piden de todo a gritos.
—¿Qué tienes pendiente?
—Hay una entrega de trescientos kilos. La mayor parte de los Shriner. Pero nos entregaron casi todo el lunes. Son las peores sábanas que he visto jamás. Algunas ya no lo resisten.
—¿Qué tal trabaja? —preguntó, haciendo un gesto hacia el muchacho nuevo, Pollack.
Por La Cinta Azul pasaban con rapidez los aprendices de lavandería. Dave les hacía trabajar duro y los gritos de Ron hacían que se pusieran nerviosos y luego se ofendieran.
—Bastante bien, por el momento —dijo Stone—. ¿Recuerdas al último?
Lo recordaba. El pobre muchacho había aguantado tres horas tan sólo.
—Sí. ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo —admitió Ron Stone enarcando una ceja gris—. ¿Baker? ¿Barker? Algo así. El viernes pasado lo vi en Stop and Shop, repartiendo hojas de propaganda sobre un boicot contra las lechugas o algo parecido. Ésa sí que es buena, ¿no te parece? Un tipo incapaz de conservar un trabajo y ahora empieza a decirle a la gente lo jodido que es que Estados Unidos no pueda ser como Rusia. Me parte el corazón.
—¿Te pondrás a trabajar a continuación con lo de Howard Johnson?
—Es lo que hacemos siempre —dijo Stone con expresión dolida.
—¿A las nueve?
—Puedes apostarlo.
Dave lo saludó con un gesto y él devolvió el saludo. Subió a la planta de arriba, cruzó las secciones de limpieza en seco y de contabilidad y entró en su despacho. Se sentó en su silla giratoria, y sacó todo lo que había en la canasta, listo para leer. Sobre su escritorio había una placa que rezaba: «¡PIENSE! Puede ser una nueva experiencia».
No le importaba mucho la presencia de aquel cartel, pero lo mantenía en su despacho porque Mary se lo había regalado… ¿cuándo? ¿Hacía cinco años? Suspiró. Los vendedores que acudían a visitarle pensaban que era divertido. Se echaban a reír al leerlo. Pero un vendedor se reiría también al ver una fotografía de niños muriéndose de hambre, o a Hitler copulando con la Virgen María.
Vinnie Mason, el pajarito que indudablemente había estado pasando información a Steve Ordner, tenía otro cartel en su despacho: PIEMSE.
¿Qué sentido tenía aquello de «piemse»? Ni siquiera un vendedor se reiría de aquello, ¿no, Fred? Muy bien, George, como quieras. Afuera se escuchaba el pesado sonido de los Diesel, y él giró su silla para mirar. Los trabajadores de la autopista se preparaban para iniciar un nuevo día. Un enorme tráiler, con dos bulldozers sobre él, pasaba en ese momento por delante de la lavandería, seguido por una impaciente hilera de coches.
Desde la tercera planta, por encima de la sección de lavado en seco, se veía muy bien el progreso de las obras. Avanzaban a través de las zonas residenciales y de negocios de Western como una larga incisión parda, igual que la cicatriz de una operación, salpicada de barro. Ya estaba cruzando la calle Guilder, y había enterrado el parque de la avenida Hebner, adonde él solía llevar a Charlie a jugar cuando era pequeño… sólo un bebé, en realidad. ¿Cómo se llamaba aquel parque? No lo sabía. Supongo, Fred, que sólo era el parque de la avenida Hebner. Había una pequeña pista de baloncesto donde a veces jugaba un puñado de chiquillos, unos cuantos balancines y un pequeño estanque con una casita para los patos en el centro. En verano, el tejado de la casita aparecía siempre cubierto por las cagadas de los pájaros. También había habido columpios. Charlie subió por primera vez a uno de ellos en el parque de la avenida Hebner. ¿Qué te parece eso, viejo Freddy? Al principio se asustó y gritó, pero después le gustó, y cuando llegó la hora de regresar a casa se echó a llorar porque me lo llevé de allí. Mientras regresábamos a casa se mojó los pantalones, en el asiento del coche. Todo eso ¿ocurrió realmente hace catorce años?
Otro camión pasó por delante, transportando un tractor pequeño.
La manzana Garson había sido demolida hacía unos cuatro meses; eso quedaba tres o cuatro calles al oeste de la avenida Hebner. Un par de edificios de oficinas llenos de empresas financieras, un banco o dos, y el resto estaba compuesto por dentistas, quiromasajistas y podólogos. Eso no importó mucho, pero le había dolido ver cómo desaparecía el viejo Gran Teatro. Había visto allí algunas de sus películas favoritas, a principios de los años cincuenta. Marca la A de asesino, con Ray Milland. Y El día en que la Tierra se paralizó, con Michael Rennie[*]. Aquella última la habían pasado por televisión la noche anterior, y él había querido verla de nuevo, pero se quedó dormido frente al condenado aparato y no se despertó hasta el final del programa. Además, había derramado una copa sobre la alfombra, y Mary se enojó por eso.
El Gran Teatro… Eso sí que había sido algo. Y no esos cines nuevos en los suburbios, con pequeños edificios en el centro de un aparcamiento de seis kilómetros. Cinema I, Cinema II, Cinema III, Sala de Pantallas, Cinema MCMXLVII. Había llevado a Mary a uno de ellos, en Waterford, para ver El Padrino y la entrada valía dos dólares con cincuenta. El interior parecía una jodida pista de bolos. No había paraíso. El Gran Teatro, en cambio, tenía un vestíbulo con suelo de mármol, un paraíso, y una antigua y encantadora máquina expendedora de palomitas de maíz, en que se conseguía un paquete por diez centavos. El tipo que le cortaba a uno la entrada (que sólo había costado sesenta centavos) llevaba un uniforme rojo, como un portero, y siempre murmuraba lo mismo: «Que disfrute con la película». Dentro había una enorme araña de cristal que colgaba del techo. Uno nunca quería sentarse debajo porque si alguna vez se caía, tendrían que sacarle rascando los restos. El Gran Teatro era…
Miró su reloj de pulsera, sintiéndose culpable. Habían pasado casi cuarenta minutos. Cielo santo, eso no estaba nada bien. Acababa de perder cuarenta minutos y ni siquiera había estado pensando. Sólo recordando el parque y el Gran Teatro.
¿Ocurre algo malo contigo, Georgie?
Puede que sí, Fred. Es posible que sí.
Se pasó los dedos por la mejilla bajo uno de los ojos y, por la humedad que notó allí, se dio cuenta de que había estado llorando.
Bajó para hablar con Peter, el encargado de las entregas. La lavandería estaba funcionando a tope, con las pesadas máquinas planchadoras golpeando sordamente y siseando a medida que las primeras sábanas de Howard Johnson iban entrando en sus rodillos; las lavadoras giraban, haciendo vibrar el suelo, y las prensas de camisas emitían su característico siseo cuando Ethel y Rhonda pasaban las camisas a toda prisa.
Peter le informó que el material estaba en el camión número cuatro, ¿deseaba echarle un vistazo antes de enviarlo a la tienda? Él dijo que no. Luego preguntó a Peter si habían enviado ya la ropa al Holiday Inn. El encargado le contestó que la estaban cargando, pero que el tonto del culo que dirigía el establecimiento había llamado ya dos veces preguntando si tenían listas las toallas.
Asintió con un gesto y volvió al piso de arriba para buscar a Vinnie Mason, pero Phyllis le informó que Vinnie y Tom Granger habían ido a aquel nuevo restaurante alemán para hacerles una oferta sobre la limpieza de los manteles.
—¿Puede decirle a Vinnie que pase a verme cuando regrese?
—Así lo haré, señor Dawes. El señor Ordner ha llamado, dejando recado de que lo llame usted.
—Gracias, Phyllis.
Volvió a su despacho, recogió las cartas que habían llegado mientras tanto y les echó un vistazo.
Un vendedor le solicitaba una entrevista para hablarle de un nuevo blanqueador industrial. Dejó la carta a un lado para pasársela a Ron Stone. A Ron le encantaba imponer nuevos productos a Dave, sobre todo si podía arreglárselas para conseguir doscientos kilos gratuitos del producto para hacer pruebas.
Una carta de agradecimiento del United Fund. La dejó también a un lado para clavarla en el tablón de anuncios que había abajo, junto al reloj de marcar.
Un folleto ofreciendo muebles de oficina en pino estilo ejecutivo. La tiró a la papelera.
Una circular sobre un sistema telefónico de emitir un mensaje y de registrar las llamadas cuando uno estaba fuera, hasta en treinta segundos. «Yo no estoy aquí, estúpido. Déjame en paz». También fue a parar a la papelera.
Una carta de una señora que había enviado a la lavandería seis camisas de su esposo y las había recibido con los cuellos quemados. Con un suspiro la dejó a un lado dispuesto a hacer algo al respecto más tarde. Seguro que Ethel había estado bebiendo durante el almuerzo.
Un formulario de análisis del agua procedente de la universidad. Lo dejó a un lado para tratar del asunto con Ron y Tom Granger después del almuerzo.
Un folleto de una compañía de seguros en que Art Linkletter le decía a uno cómo conseguir ochenta mil dólares. Sólo había que morirse. A la papelera.
Una carta del corredor de fincas que trataba de venderle la fábrica de Waterford, diciéndole que una empresa de zapatos estaba muy interesada por el local, la Tom McAn, que no era precisamente pequeña. Le recordaba que la opción de compra de noventa días con que contaba La Cinta Azul expiraba el 26 de noviembre. A la papelera.
Otro vendedor para Ron. Éste pretendía vender una limpiadora en seco. La puso con el otro folleto.
Se volvía de nuevo hacia la ventana cuando el intercomunicador zumbó. Vinnie había regresado del restaurante alemán.
—Dígale que venga.
Vinnie acudió de inmediato. Era un joven alto, de veinticinco años de edad y tez olivácea. Se peinaba el moreno cabello de un modo elaboradamente descuidado. Vestía chaqueta deportiva de color rojo oscuro y pantalones marrones. Corbata de lazo. Muy elegante, ¿no te parece, Fred? Sí, George, me lo parece.
—¿Cómo estás, Bart? —preguntó Vinnie.
—Estupendo —contestó—. ¿Qué historia del restaurante alemán es ésa?
Vinnie sonrió.
—Tendrías que haber estado allí. Ese viejo alemán se alegró tanto de vernos que estuvo a punto de arrodillarse. Realmente vamos a acabar con la Universal cuando nos instalemos en la nueva fábrica, Bart. Ellos ni siquiera han enviado una circular, por no hablar de su servicio de entregas. En cuanto a ese alemán, creo que pensaba que terminaría lavándose los manteles en la cocina del restaurante. El local es algo como no te puedes imaginar. Una verdadera cervecería. Va a acabar con la competencia. Y el aroma… ¡Dios! —Agitó las manos para indicar el aroma y luego sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de su chaqueta—. Voy a decirle a Sharon que acuda allí cuando el restaurante se ponga en marcha. Nos ofrece un diez por ciento de descuento.
Como en una extraña superposición, escuchó a Harry, el propietario de la armería, diciendo: «Hacemos un diez por ciento de descuento en compras superiores a los trescientos dólares».
Cielo santo, pensó. ¿Compré verdaderamente aquellas armas ayer? ¿Lo hice de verdad?
En su mente, aquel espacio quedó a oscuras. Eh, Georgie, ¿qué estás…?
—¿De qué volumen es el pedido? —preguntó con voz un poco ronca, y se aclaró la garganta.
—De cuatrocientos a seiscientos manteles a la semana una vez que se ponga en marcha. Más las servilletas. Todo de lino genuino. Quiere que se lo hagamos en nieve marfil. Le dije que eso no era ningún problema.
Estaba sacando un cigarrillo de la cajetilla, y como lo hacía lentamente, él pudo leer la etiqueta: PLAYER'S NAVY CUT CIGARRETTES MEDIUM. Había algo en Vinnie Mason que casi le disgustaba realmente: sus cigarrillos.
¿A quién se le ocurriría fumar Player's Navy Cut excepto a Vinnie? ¿O King Sano? ¿O English Ovals? ¿O Marvels o Murads o Twists? Si a alguien se le ocurría diseñar una etiqueta que rezara «Mierda en un cilindrín» o «Pulmón Negro», Vinnie lo fumaría.
—Le dije que probablemente tendríamos que darle un servicio cada dos días hasta que nos hubiéramos trasladado —siguió informando Vinnie, mientras se guardaba la cajetilla—. Cuando vayamos a Waterford.
—De eso quería hablar contigo —dijo él. ¿Lo destruyo, Fred? Pues claro, George. Hazle saltar del agua.
—¿De veras?
Encendió el cigarrillo con un estilizado Zippo y enarcó las cejas a través del humo, como un actor de comedia británica.
—Ayer recibí una nota de Steve Ordner, diciéndome que vaya a verle el viernes por la noche para hablar de la fábrica de Waterford.
—¿Sí?
—Esta mañana he recibido una llamada telefónica de Steve Ordner mientras yo estaba abajo, hablando con Peter Wasserman. El señor Ordner quiere que lo llame. Todo parece indicar que se siente tremendamente angustiado por saber algo, ¿no te parece?
—Supongo que sí —dijo Vinnie con su sonrisa número dos, la que decía: «Pavimento deslizante, proceda con precaución».
—Lo que deseo saber es quién ha hecho que Steve Ordner esté tan jodidamente angustiado de un modo tan repentino. Es lo que deseo saber.
—Bien…
—Vamos, Vinnie. No representes ahora el papel de doncella tímida. Son las diez y tengo que hablar con Ordner, tengo que hablar también con Ron Stone, y tengo que hablar con Ethel Gibbs a causa de unos cuellos de camisa quemados. ¿Has ido diciendo cosas por ahí mientras yo no miraba?
—Sharon y yo estuvimos en… bien, en casa del señor Ordner el domingo por la noche porque nos habían invitado a cenar…
—Y por lo visto se te ocurrió mencionar que Bart Dawes ha estado dando largas al asunto de Waterford mientras la ampliación de la autopista 784 se acerca más y más, ¿no es cierto?
—¡Bart! —protestó Vinnie—. Todo fue muy amistoso. Fue muy…
—Seguro que sí. Tanto como su notita invitándome a rendir cuentas. Supongo que nuestra pequeña conversación telefónica también será muy amistosa. Pero la cuestión no es ésa. La cuestión es que él os invitó a ti y a tu esposa a cenar con la esperanza de que te fueras de la lengua, y al parecer no tuvo motivos para sentirse desilusionado.
—Bart…
—Escúchame, Vinnie —lo interrumpió, elevando la voz y señalándole con un dedo—. Si me pones delante más mierda como ésta para que yo la pise, te encontrarás buscando un nuevo trabajo. Puedes estar seguro.
Vinnie estaba conmocionado. El cigarrillo se le había olvidado entre los dedos.
—Déjame decirte algo más, Vinnie —añadió, volviendo a su tono de voz normal—. Sé que un joven como tú ha escuchado seis mil conferencias sobre cómo los tipos como yo conquistaron el mundo cuando tenían tu misma edad. Pero ésta te la has ganado.
Vinnie abrió la boca para protestar.
—No creo que me acuchillaras adrede por la espalda —siguió diciendo, levantando una mano para detener las protestas de Vinnie—. Si lo pensase así, te habría entregado la notificación de despido en cuanto llegaste. Sólo creo que te has comportado como un estúpido. Llegaste a aquella enorme mansión y tomaste tres copas antes de cenar; a continuación, un consomé, una ensalada con thousand Island[1] y después un plato de surf and turf como plato fuerte, todo ello servido por una doncella con uniforme negro, mientras Carla representaba su papel de esposa del potentado (pero sin ser menos condescendiente por ello). Después te presentaron un pastel de frambuesa con nata como postre y a continuación un café y un par de copas de coñac o de Tía María, y se te desató la lengua. ¿Fue así como ocurrió?
—Algo parecido —susurró Vinnie. Su expresión estaba compuesta por tres partes de vergüenza y dos de odio.
—Empezó por preguntarte cómo estaba Bart. Tú le dijiste que muy bien. Él dijo que Bart era un tipo condenadamente bueno, pero que sería estupendo que pusiera más interés en el contrato de compra de esa fábrica de Waterford. Tú le dijiste que seguramente lo haría. Y entonces él te preguntó: «Y a propósito, ¿cómo marcha ese asunto?». Respondiste: «Bien… en realidad, ése no es mi departamento». Él recalcó: «No me digas, Vincent, que no sabes lo que ocurre». Y tú le dijiste: «Todo lo que sé es que Bart no ha cerrado el trato aún. He oído decir que la gente de Thom McAn se ha interesado por el local, pero eso quizá sólo sea un rumor». Sí, seguro que dijiste algo así. Y después te tomaste otro coñac y entonces él te preguntó si creías que los Mustangs iban a ganar el campeonato, y poco más tarde tú y Sharon regresasteis a casa, convencidos de que no tardaríais en volver allí, ¿no fue así, Vinnie?
Vinnie no respondió.
—Volverás a ser invitado cuando Steve Ordner necesite saber algo. Sólo entonces te invitará.
—Lo siento —dijo Vinnie de mala gana, y empezó a levantarse.
—No he terminado.
Vinnie volvió a sentarse y miró hacia un rincón del despacho con ojos que ardían.
—Yo hacía tu trabajo hace doce años. ¿Lo sabías? Doce años, que probablemente te parezcan muchos. En cuanto a mí, apenas sé cómo gasté ese tiempo. Pero recuerdo el trabajo lo bastante bien como para saber que te gusta. Y que estás haciéndolo bien. Esa reorganización de la limpieza en seco, con el nuevo sistema de numeración… eso ha sido una obra maestra.
Vinnie le miró fijamente, desconcertado.
—Empecé a trabajar en la lavandería hace veinte años —prosiguió él—. Eso fue en 1953. Yo tenía veinte años entonces. Acababa de casarme. Había terminado dos cursos de empresariales, y queríamos esperar a casarnos, pero decidimos utilizar mientras tanto el método de la «marcha atrás», ya sabes. Teníamos la intención de encontrar algo bueno en la ciudad. En una ocasión, alguien cerró una puerta de golpe, yo me sobresalté y tuve un orgasmo. Mary se quedó embarazada. Por eso, en estos últimos tiempos, cuando me siento astuto, me recuerdo a mí mismo que un portazo es el responsable de que hoy esté donde estoy. Resulta humillante. En aquellos tiempos no existía la ley del aborto. Cuando uno dejaba embarazada a una chica, se casaba con ella o echaba a correr. Fin de las alternativas. Me casé con ella y acepté el primer trabajo que encontré, y eso fue aquí. Ayudante en la sección de lavandería, exactamente el mismo trabajo que hace ese muchacho, Pollack, en el piso de abajo. En aquella época todo era manual, y había que sacar la ropa mojada de las lavadoras y trasladarla a una gran escurridera Stonington capaz para doscientos cincuenta kilos de ropa empapada. Si uno la cargaba mal, ya podía despedirse de lo que había metido allí. Mary perdió el bebé en el séptimo mes de embarazo y el médico dijo que nunca más volvería a tener hijos. Trabajé como ayudante durante tres años, y por cincuenta y cinco horas de trabajo llevaba a casa cincuenta y cinco dólares. Ralph Albertson, que en aquellos tiempos era el jefe de la lavandería, tuvo un pequeño accidente de tráfico un día de juerga y murió en la calle de un ataque al corazón mientras él y el otro tipo intercambiaban los partes para las compañías de seguros. Era un hombre bueno. La lavandería cerró aquel día en señal de duelo. Después de haber sido decentemente enterrado, fui a ver a Ray Tarkington y le pedí aquel puesto de trabajo. Estaba convencido de que lo conseguiría. Sabía cuanto había que saber sobre él porque Ralph me lo había enseñado.
»En aquella época esto era un negocio familiar. Ray y su padre, Don Tarkington, lo dirigían. Don, a su vez, lo había heredado de su padre, que montó La Cinta Azul en 1926. El negocio no estaba inscrito en ningún sindicato y supongo que los sindicalistas dirían de los tres Tarkington que eran unos explotadores paternalistas de las mujeres y los hombres sin educación que trabajaban aquí. Y lo eran, en efecto. Pero cuando Betty Keeson resbaló en el suelo húmedo y se rompió un brazo, los Tarkington pagaron la cuenta del hospital, y le pasaron diez dólares a la semana hasta que ella pudo regresar al trabajo. Y cada Navidad organizaban un gran almuerzo en la sección de mareaje… donde comíamos los mejores pasteles de pollo que haya probado jamás, y gelatina de arándanos y pastelitos, y podías elegir pudín de chocolate o macedonia de frutas como postre. Don y Ray regalaban a cada mujer un par de pendientes y a cada hombre una flamante corbata. Todavía conservo en casa las nueve corbatas que me regalaron. Cuando Don Tarkington murió en 1959, me puse una de ellas, para asistir a su funeral. Estaba pasada de moda, y Mary se enfadó mucho conmigo por eso, pero de todos modos me la puse. El lugar era oscuro, las horas transcurrían con lentitud y el trabajo resultaba penoso y monótono, pero la gente se preocupaba por uno. Si la escurridera se estropeaba, Don y Ray acudían de inmediato con el resto de nosotros, se enrollaban las mangas de sus blancas camisas y escurrían las sábanas a mano. Era un verdadero negocio familiar, Vinnie. Más o menos.
»Por eso, cuando Ralph murió y Ray Tarkington me dijo que ya había contratado a un tipo de la calle para dirigir la sección de lavado, no comprendí qué ocurría allí. Y entonces, Ray me dijo: «Mi padre y yo queremos que vuelvas a la universidad». Y yo le respondí: «Estupendo. Pero ¿cómo lo hago?, ¿con fichas de autobús?». Entonces me entregó un cheque de dos mil dólares. Lo miré y no pude creer lo que estaba viendo. «¿Qué es esto?», le pregunté. Y me contestó: «No es suficiente, pero bastará para pagar la matrícula, la estancia y los libros. En cuanto al resto, tendrás que trabajar aquí durante el verano. ¿De acuerdo?». «¿En qué forma puedo agradecérselo?». Y él me dijo: «Hay tres formas. Primera: devuelve el préstamo. Segunda: paga los intereses. Tercera: vuelve a La Cinta Azul con todo lo que hayas aprendido». Me llevé el cheque a casa y se lo enseñé a Mary, y ella se echó a llorar. Se llevó las manos al rostro y se echó a llorar.
Vinnie le miraba con franca extrañeza.
—De modo que en 1955 regresé a la facultad y me gradué en 1957. Volví a la lavandería y Ray me puso a trabajar como jefe de la sección de secado. Noventa dólares a la semana. Cuando pagué el primer plazo del préstamo, pregunté a Ray qué intereses pensaba cobrarme. «Un uno por ciento». «¿Cómo?», repliqué yo. «Ya me has oído, ¿no tienes nada más que hacer?». «Sí. Creo que será mejor que baje y busque a un médico para que le examine la cabeza», le respondí. Ray se echó a reír como un diablo y me dijo que me largara de su despacho. El último plazo de aquel dinero lo devolví en 1960, y ¿sabes una cosa, Vinnie?, Ray me regaló un reloj. Este reloj.
Se desabrochó el puño de la camisa y mostró a Vinnie el Bulova con la cadena de oro.
—Él lo llamó un regalo retrasado por mi graduación. Así pues, sólo pagué veinte dólares de intereses por mi educación, y encima aquel condenado me regaló un reloj que valía ochenta pavos. En el reverso había hecho grabar: «Con los mejores deseos de Don y Ray. Lavandería La Cinta Azul». Don había muerto un año antes.
»En 1963, Ray me puso a hacer el trabajo que tú realizas ahora, sin por ello dejar de vigilar la sección de lavado en seco, pero dedicándome sobre todo a conseguir clientes nuevos y a dirigir los establecimientos de lavado automático… aunque por aquel entonces sólo había cinco, en lugar de once. Estuve haciendo eso hasta 1967 y entonces Ray me dio el trabajo que desarrollo en la actualidad. Más tarde, hace ahora cuatro años, tuvo que vender. Ya sabes algo de cómo lo estrujaron esos bastardos. Eso hizo que él se convirtiera en un viejo. Por ello pasamos a formar parte de una gran empresa con otras dos docenas de negocios en marcha… desde comidas rápidas, hasta el complejo de golf de La Ponderosa, los tres grandes almacenes de ventas de saldo, las gasolineras y toda esa mierda. Y Steve Ordner no es nada más que un capataz glorificado. En alguna parte, en Chicago o en Gary, hay un consejo de administración que quizá emplea quince minutos a la semana para hablar de la marcha de La Cinta Azul. Les importa una mierda cómo se lleva una lavandería. Tampoco saben una mierda de cómo funciona esto. Pero interpretan a la perfección un informe de costos, eso sí. Y el informe de costos dice que se está ampliando la autopista 784 a través de Westside, y que La Cinta Azul se interpone en su camino, junto con la mitad de este barrio residencial. De modo que los consejeros se dicen: "¿Qué os parece? ¿Cuánto nos van a dar por esa propiedad?" Y eso es todo. Cielo santo, si Don y Ray Tarkington estuviesen vivos, habrían llevado a juicio a esos jodidos tipos del departamento de autopistas, haciendo que cayeran sobre ellos tantas órdenes de detener las obras que no podrían reanudarlas ni hasta después del año 2000. Los perseguirían con un buen garrote. Quizá no fueran más que un par de bastardos paternalistas, pero poseían el sentido del lugar, Vinnie. Y eso es algo que no se obtiene a través de un informe de costos. Si estuviesen vivos y alguien les dijera que el departamento de autopistas se dispone a enterrar la lavandería bajo una capa de alquitrán para formar ocho carriles de autopista, te aseguro que se habrían oído sus gritos hasta en el ayuntamiento.
—Pero están muertos —dijo Vinnie.
—Sí, están muertos, de acuerdo. —De pronto, sintió su débil y trastornada mente como la guitarra de un aficionado. Ya no recordaba qué deseaba decirle a Vinnie, y en lugar de ello se había enfrascado en toda una serie de cuestiones personales. Mírale, Freddy, no tiene la menor idea de qué estoy hablando. No conoce la clave—. Gracias a Dios que no están aquí para verlo.
Vinnie no dijo nada.
Con un esfuerzo, él recuperó su buen sentido.
—Lo que trato de decirte, Vinnie, es que en este asunto hay implicados dos grupos de personas. Ellos y nosotros. Nosotros somos gente de la lavandería. Éste es nuestro negocio. Ellos, en cambio, no son más que contables. Ése es su negocio. Nos envían órdenes de arriba, y tenemos que seguirlas. Pero eso es todo lo que tenemos que hacer. ¿Has comprendido?
—Desde luego, Bart —respondió Vinnie. Pero observó que Vinnie no comprendía nada en absoluto. Ni siquiera él mismo estaba seguro de comprenderlo.
—Está bien —dijo finalmente—. Hablaré con Ordner. Pero sólo para tu información, Vinnie, la fábrica de Waterford ya está en el bote. El próximo martes cerraremos el trato.
—Cielo santo, eso es algo estupendo —exclamó Vinnie con expresión de alivio.
—Sí, todo está controlado.
Cuando Vinnie ya se marchaba, él lo llamó.
—Me informarás de cómo va lo de ese restaurante alemán, ¿verdad?
Vinnie Mason le dedicó su sonrisa número uno, brillante y amplia, mostrando todos los dientes, como cuando funcionan perfectamente todos los sistemas.
—Desde luego, Bart.
Cuando Vinnie hubo salido, él se quedó contemplando la puerta cerrada. Me he hecho un lío, Fred. Pues yo creo que no lo has hecho tan mal, George. Quizá perdiste un poco el hilo al final, pero sólo en los libros la gente dice lo que quiere decir a la primera. No, me he armado un taco. Se ha marchado de aquí pensando que Bart Dawes ha perdido un poco la chaveta. Que Dios le ayude, pero tiene razón. George, necesito preguntarte algo, de hombre a hombre. No, no me detengas. ¿Por qué compraste esas armas, George? ¿Por qué lo hiciste?
Bump, el interruptor del circuito.
Bajó al piso de abajo, entregó a Ron Stone los folletos de los vendedores. Cuando ya se marchaba, Ron gritó a Dave que acudiera a ver el material por si había algo interesante. Dave puso los ojos en blanco. Había algo, en efecto. Y se llamaba trabajo.
Volvió a subir y llamó al despacho de Ordner, confiando en que ya hubiera salido a almorzar. Pero hoy no había interrupción alguna. La secretaria le pasó la comunicación de inmediato.
—¡Bart! —exclamó Steve Ordner—. Qué agradable hablar contigo.
—Lo mismo digo. Hace un rato he estado hablando con Vinnie Mason, y cree que estás un poco preocupado por la fábrica de Waterford.
—Santo Dios, no. Aunque había pensado que quizá el viernes por la noche pudiéramos aclarar unas cuantas cosas…
—Sí, te llamo sobre todo para decirte que Mary no puede ir.
—¿De veras?
—Tiene un virus. Así pues, por el momento no se atreve a salir de casa.
—Lo siento mucho.
No mientas, maldito embustero, pensó.
—El médico le ha recetado unas pastillas y parece que va sintiéndose mejor. Pero es muy posible que no vaya.
—¿A qué hora podrías venir tú, Bart? —preguntó Ordner—. ¿A las ocho?
—Sí, a las ocho está bien.
Eso es, jódeme la película del viernes por la noche, ¿Qué hay de nuevo?
—¿Cómo avanza el asunto de Waterford, Bart?
—Será mejor que lo hablemos personalmente, Steve.
—Muy bien. —Otra pausa—. Carla os envía saludos. Y dile a Mary que tanto Carla como yo… Claro. Sí. Bla, bla, bla.
22 de noviembre de 1973
Se despertó con tal sobresalto que arrojó la almohada al suelo, temeroso de haber gritado. Pero Mary seguía dormida en la cama de al lado, formando un bulto silencioso. El reloj digital de la mesilla indicaba: 4.23 A.M.
En ese instante marcó el minuto siguiente con un clic. La vieja Bea de Baltimore, la que seguía un tratamiento de hidroterapia para elevar la conciencia, se lo había regalado para Navidad. A él no le molestaba el reloj, pero nunca había podido acostumbrarse al clic cada vez que los números cambiaban: 4.23 clic, 4.24 clic… Eso volvía loco a cualquiera.
Bajó al cuarto de baño, encendió la luz y orinó. Notaba cómo le palpitaba el corazón en el pecho. Últimamente, cuando orinaba, el corazón le palpitaba como un condenado tambor bajo. ¿Estás tratando de decirme algo, Dios?
Regresó a la cama y se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Había estado dando vueltas en la cama mientras dormía, transformándola en territorio enemigo. Y el sueño no llegaba. Sus brazos y piernas también parecían haber olvidado qué posición solían adoptar para dormirse.
La pesadilla era lo bastante fácil como para imaginársela. No es un trabajo pesado, Fred. Una persona podía poner fácilmente en funcionamiento aquel interruptor de circuito cuando estaba despierta; ir coloreando una imagen pieza a pieza, aparentando que no veía la totalidad. Uno puede enterrar toda la imagen bajo el suelo de la mente. Pero hay una trampilla. Cuando uno se queda dormido, a veces la trampilla se abre y algo surge de la oscuridad. Clic.
4.42 A.M.
En el sueño había estado en Pierce Beach con Charlie. (Qué extraño, cuando contó a Vinnie Mason aquella pequeña autobiografía suya, se olvidó de mencionar a Charlie… ¿No te parece extraño, Fred? No, no creo que sea tan extraño, George. Yo tampoco, Fred. Pero es tarde. O pronto. O algo).
Él y Charlie se hallaban en aquella larga playa de arena blanca y hacía un día estupendo para estar allí… con el cielo de un azul brillante y el sol resplandeciente como el rostro de uno de esos idiotas botones de sonrisa permanente de los hoteles. Había gente tumbada en mantas de colores vivos y bajo parasoles de colores muy variados, niños pequeños jugueteando junto a la orilla con palas de plástico. Un salvavidas en su blanca torre de vigilancia, con la piel profundamente bronceada y en la entrepierna de su bañador Latex blanco un enorme abultamiento, como si el tamaño del pene y los testículos fuera de algún modo requisito indispensable para el trabajo, y quisiera demostrar a todos los presentes que no se llevarían un chasco con él. La radio de alguien emitía estrepitosamente un rock and roll, e incluso ahora recordaba la canción: Pero me encanta esa agua sucia, Oooh, Boston, eres mi hogar.
Dos chicas en biquini pasaron por delante de él, seguras y sanas en sus hermosos cuerpos apretados —no son para ti, sino para amigos que nadie conoció nunca—, levantando con los dedos de los pies pequeños abanicos de arena.
Sin embargo, todo era extraño, Fred: la marea subía y no había marea en Pierce Beach porque el océano más próximo está a mil quinientos kilómetros de distancia.
Él y Charlie estaban construyendo un castillo de arena. Pero lo habían empezado demasiado cerca del agua, y las olas se acercaban cada vez más y más.
«Tenemos que hacerlo más lejos, papá», dijo Charlie, pero él se mostró tozudo y siguió con ello. Cuando la marea hizo que el agua llegara al primer muro, él excavó un foso con los dedos, diseminando la arena húmeda como la vagina de una mujer. El agua siguió acercándose.
«¡Maldita seas!», le gritó al agua.
Volvió a reconstruir el muro. Una ola lo derrumbó. La gente empezó a gritar por algo. Algunos corrían. El silbato del salvavidas sonó como una flecha de plata. Él no levantó la mirada. Tenía que salvar el castillo. Pero el agua llegaba hasta él una y otra vez, lamiéndole los tobillos, derrumbando una torre, un techo, la parte posterior del castillo, todo. La última ola se retiró, dejando sólo arena blanda, suave, plana, parda y brillante.
Hubo más gritos. Alguien gritaba con fuerza. Levantó la mirada y vio que el salvavidas practicaba el boca a boca a Charlie. Éste estaba mojado y blanco, a excepción de labios y párpados, que parecían azules. Su pecho no se elevaba ni descendía. El salvavidas dejó de intentarlo. Levantó la mirada. Sonreía.
«El agua le cubrió la cabeza», dijo a través de su sonrisa. «¿No era hora de que se fueran ustedes?».
«¡Charlie!», gritó él, y entonces fue cuando se despertó, temeroso de haber gritado en sueños.
Permaneció tumbado en la oscuridad durante largo rato, escuchando el clic del reloj digital, y tratando de no pensar en la pesadilla. Por fin se levantó, fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche, y hasta que no vio el pavo descongelándose sobre el mostrador no recordó que era el día de Acción de Gracias y que la lavandería permanecería cerrada. Bebió la leche de pie, contemplando pensativo el cuerpo desplumado. El color de su piel era el mismo que el color de la piel de su hijo durante el sueño. Pero Charlie no se había ahogado, por supuesto.
Cuando regresó a la cama, Mary murmuró algo con tono interrogativo, algo indescifrable pronunciado casi en sueños.
—Nada —dijo él—. Sigue durmiendo.
Ella murmuró algo más.
—Está bien —replicó él en la oscuridad.
Y ella siguió durmiendo.
Clic.
A las cinco de la mañana, cuando al final se quedó medio adormilado, la débil luz del amanecer penetraba en la habitación como un ladrón. Su último pensamiento fue para el pavo de Acción de Gracias, inmóvil sobre el mostrador de la cocina, bajo la fría luz del fluorescente, como carne muerta esperando descuidadamente ser devorada.
23 de noviembre de 1973
A las ocho menos cinco llegó con su ranchera[2], que ya tenía dos años, al camino de entrada a la mansión de Stephan Ordner, y aparcó detrás del Delta 88 de color verde botella de Ordner. La casa era una laberíntica mansión de piedra, discretamente apartada de Henreid Drive y casi oculta por un alto ligustro cuyas ramas aparecían casi esqueléticas en las últimas boqueadas del otoño. Ya había estado allí antes y la conocía bastante bien. En la planta baja había una chimenea de roca maciza, y otras más modestas en cada habitación de arriba. Todas funcionaban. En la planta baja había una mesa de billar Brunswick, una pantalla para ver películas en casa, un sistema de sonido KLH que Ordner había ampliado el año anterior, fotografías de la época en que Ordner jugaba al baloncesto en la universidad… Medía casi los dos metros de estatura y aún se mantenía en forma. Ordner tenía que agachar la cabeza cuando cruzaba los umbrales de las puertas, y él sospechaba que se sentía orgulloso de ello. Quizá había hecho bajar los dinteles para tener que agachar la cabeza. La mesa del comedor era una plancha de roble pulido de más de dos metros y medio de largo. Un carcomido aparador, también de roble, que hacía juego con la mesa, brillaba bajo siete u ocho capas de barniz. Había un alto armario de China en el otro extremo de la sala; tenía una altura de… oh, unos dos metros, ¿no te parece, Fred? Sí, más o menos. En el exterior, detrás de la casa, había una enorme barbacoa, lo bastante grande como para asar un dinosaurio, y un campo de minigolf. No había piscina en forma de riñón. En esos tiempos, las piscinas de ese tipo eran consideradas como sosas. Sólo aptas para la clase medía de Carolina del Sur. Los Ordner no tenían hijos, pero mantenían a un niño coreano, a otro sudvietnamita y ayudaban a otro ugandés en sus estudios de ingeniería para que pudiera regresar a casa y construir presas hidroeléctricas. Eran demócratas, y habían sido demócratas con Nixon.
Sus pies se arrastraron con un susurro sobre el pavimento y tocó el timbre. La doncella le abrió la puerta.
—Soy el señor Dawes —dijo.
—Desde luego, señor. Permítame su abrigo. El señor Ordner está en el despacho.
—Gracias.
Le entregó el abrigo y cruzó el vestíbulo, pasando por delante de la cocina y el comedor. Sólo echó un vistazo hacia la gran mesa de roble y el gran centro de mesa en memoria de Stephen Ordner. La alfombra se terminó y avanzó sobre un suelo de cuadros negros y blancos de linóleo encerado. Sus pasos resonaron secamente.
Se detuvo ante la puerta del despacho y Ordner la abrió en el instante en que él tendía la mano hacia el pomo, como él supuso que Ordner haría.
—¡Bart! —exclamó el dueño de la casa. Se estrecharon las manos. Ordner llevaba una chaqueta marrón con coderas de cuero, pantalones verde oliva y zapatillas color borgoña. Iba sin corbata.
—Hola, Steve. ¿Cómo andan las finanzas?
—Horribles —contestó Ordner con un gemido teatral—. ¿Has visto últimamente la información bursátil?
Le hizo pasar y cerró la puerta tras él. Las paredes aparecían cubiertas de libros. A la izquierda había una pequeña chimenea con un tronco eléctrico. En el centro, una gran mesa de despacho con algunos papeles encima. Sabía que en alguna parte de aquella mesa se ocultaba una máquina de escribir eléctrica IBM; si uno apretaba el botón correcto, inmediatamente quedaba situada encima, como un brillante torpedo negro.
—Parece que está cayendo —dijo él.
—Eso es una forma suave de decirlo —replicó Ordner con una mueca—. Se lo debemos a Nixon, Bart. Ése encuentra utilidad para todo. Cuando enviaron al infierno la teoría del dominó para el Sudeste asiático, él se la apropió y la puso en práctica con la economía norteamericana. No funcionó muy bien allí. Pero aquí va a las mil maravillas. ¿Qué quieres tomar?
—Me vendría bien un whisky con hielo.
—Enseguida te lo preparo.
Se dirigió hacia un pequeño mueble-bar y sirvió la bebida sobre dos cubitos de hielo en un vaso alto. Se lo entregó y dijo:
—Sentémonos.
Se acomodaron en sendas butacas de orejas frente al fuego eléctrico. «Si arrojase mi bebida ahí, enviaría al infierno toda esa jodida instalación», pensó él. Y estuvo a punto de hacerlo.
—Carla tampoco ha podido quedarse —dijo Ordner—. Uno de los grupos en que participa patrocina una presentación de modelos. Y por ello ha tenido que ir a no sé qué cafetería en Norton.
—¿Organizan allí la presentación de modelos?
—¿En Norton? —preguntó Ordner, sorprendido—. Diablos, no. Lo hacen en Russell. No permitiría que Carla fuera allí con sólo dos guardaespaldas y un perro policía. Hay un sacerdote… Drake, creo que se llama. Bebe bastante, pero esas pequeñas bobas lo quieren mucho. Es una especie de enlace. Un sacerdote de calle.
—Oh.
—Sí.
Ambos se quedaron contemplando el fuego por un rato. Él se bebió la mitad de su whisky.
—La cuestión de la fábrica de Waterford surgió en la reunión del último consejo —dijo Ordner—. A mediados de noviembre. Debo admitir que no me había preocupado mucho del asunto. Se me confió… bien, delegaron en mí para que descubriera cuál es exactamente la situación. No hay crítica alguna en cuanto a tu dirección, Bart…
—No he recibido ninguna —dijo él, y bebió otro trago. Ya no le quedaba mucho, pero unas gotas de alcohol se deslizaron por entre los cubitos de hielo—. Siempre es agradable que nuestros trabajos coincidan, Steve.
Ordner pareció complacido.
—Así pues, ¿cuál es la historia? Vin Mason me dijo que aún no se había cerrado el trato.
—Vinnie Mason debe de haber experimentado un cortocircuito justo entre sus pies y su boca.
—Entonces, ¿está cerrado ya?
—Casi. Espero firmar el contrato el próximo viernes, a menos que surja algún imprevisto.
—Se me ha dado a entender que el corredor de fincas te hizo una proposición bastante razonable, y que tú la rechazaste.
Miró a Ordner, se levantó y se refrescó las ideas.
—Esa información no te la ha dado Vinnie Mason.
—No.
Regresó a la butaca y al fuego eléctrico.
—Supongo que no te importará decirme quién te la dio.
—Así son los negocios, Bart —dijo Ordner abriendo las manos—. Cuando oigo algo, tengo que comprobarlo… aun cuando todo mi conocimiento personal y profesional de un hombre como tú me indique que carece de sentido. Es algo asqueroso, pero no hay razón para dramatizar.
Freddy, nadie sabía nada de mi rechazo excepto el corredor de fincas y yo. Al parecer, el viejo señor Sólo Negocios se limitó a hacer una pequeña comprobación personal. Pero ésa no es razón para dramatizar, ¿verdad? De acuerdo, George. ¿Le hago una escena, Freddy? Es mejor que te muestres frío, George. Y yo me encargaré de bajar la presión.
—La cifra que rechacé fue la de cuatrocientos cincuenta dólares —dijo él—. Sólo por curiosidad, ¿fue eso lo que oíste decir?
—En efecto.
—¿Y te parece una cifra razonable?
—Bien… —dijo Ordner, cruzando las piernas—, en realidad, sí. El ayuntamiento valoró la vieja fábrica en seiscientos veinte dólares y concedió permiso para que la caldera cruzara por la ciudad. Claro que no queda mucho espacio para futuras ampliaciones, pero los chicos de la parte alta de la ciudad aseguran que como la fábrica ha alcanzado ya su tamaño óptimo, no hay necesidad de disponer de espacio extra. A mí me pareció que si hiciésemos el cambio, sin perder nada, quizá obtendríamos un pequeño beneficio… aunque ésa no fue la consideración principal. Tenemos que cambiar de local, Bart. Y con la mayor prontitud.
—Quizá oíste comentar algo más.
Ordner cruzó las piernas en sentido contrario y suspiró.
—En efecto, así fue. Al parecer rechazaste cuatrocientos cincuenta y entonces surgió Thom McAn y ofreció quinientos.
—Una oferta que el corredor no puede aceptar, si es honesto.
—Todavía no. Pero tu opción de compra caduca el martes. Eso lo sabes.
—Sí, lo sé. Steve, permíteme aclarar tres o cuatro puntos, ¿de acuerdo?
—Eres mi invitado.
—En primer lugar, en Waterford estaremos a cinco kilómetros de nuestros contratos industriales… y eso por término medio. Lo cual lanzará a nuestro servicio de recogida y entrega por las nubes. Todos los moteles se encuentran cerca de la interestatal. Y, lo peor de todo, nuestro servicio será más lento. Si ahora Holiday Inn y Hojo se nos echan encima cuando llegamos quince minutos tarde con las toallas, ¿qué ocurrirá cuando nuestros camiones tengan que abrirse paso a través de cinco kilómetros de tráfico urbano?
—Bart —dijo Ordner sacudiendo la cabeza—, están ampliando la interestatal. Por esa razón tenemos que cambiar de sitio, ¿lo recuerdas? Nuestros chicos aseguran que no se perderá tiempo en las entregas. Incluso es posible que, utilizando la ampliación, las hagan más rápido. Y también dicen que las corporaciones de los moteles han comprado ya terrenos en Waterford y en Russell, cerca de donde se hallará el nuevo enlace de autopistas. Al trasladarnos a Waterford nuestra posición mejorará, no empeorará.
He dado un tropezón, Freddy. Me está mirando como si hubiese perdido el valor. De acuerdo, George. Ve al grano.
—Muy bien —dijo, sonriendo—. Te acepto ese argumento. Pero esos moteles nuevos no estarán construidos hasta dentro de un año, quizá dos. Y si el tema energético empieza a ir tan mal como parece…
—Ésa es una decisión política, Bart —dijo Ordner limpiamente—. Nosotros sólo somos un par de soldados de infantería. Ejecutamos las órdenes.
Le pareció que había un indicio de reproche en aquella última frase.
—Sólo pretendía que mi punto de vista quedara registrado.
—De acuerdo. Ya ha quedado. Pero tú no haces la política, Bart. Quiero que eso quede perfectamente claro. Si el suministro de gasolina escasea y todos los moteles quedan vacíos, lo asumiremos, junto con todo lo demás. Mientras tanto, será mejor que dejemos a los chicos de arriba ocuparse de eso, y nosotros hagamos nuestro trabajo.
He sido reprendido, Fred. Sí, lo has sido, George.
—Muy bien. He aquí el resto. Calculo que la fábrica de Waterford necesitará una inversión de doscientos cincuenta mil dólares en trabajos de renovación antes de que esté lista para su uso.
—¿Qué? —Ordner dejó con fuerza su vaso sobre la mesita. Ajá, Freddy. Acabas de pinchar en nervio.
—Tiene los muros llenos de óxido. La manpostería de las alas este y norte está prácticamente reducida a polvo. Y los suelos se hallan en tan mal estado que la primera lavadora pesada que instalemos allí terminará en los sótanos.
—¿Es firme? Esa cifra de doscientos cincuenta mil, quiero decir.
—Por supuesto. Vamos a necesitar un nuevo pabellón exterior, así como suelos nuevos, tanto abajo como arriba. Y a cinco electricistas (que tardarán dos semanas completas de trabajo) para dejar lista toda la instalación. El lugar está dotado sólo con circuitos para doscientos cuarenta voltios, y nosotros necesitamos una red de quinientos cincuenta. Y como nos encontraremos instalados en el extremo más alejado de los conductos de servicios de la ciudad, te aseguro que nuestras facturas de electricidad y de agua subirán un veinte por ciento por lo menos. Soportaremos los aumentos en el gasto de electricidad, pero no necesito decirte lo que significa para una lavandería un incremento del veinte por ciento en su factura de consumo de agua.
Ordner lo miraba, conmocionado.
—Pero no importa lo que acabo de decir sobre los aumentos en el coste de los servicios. Eso pertenece al apartado de operación, y no al de renovación. Así pues, ¿dónde estaba? El lugar tiene que ser reacondicionado para una instalación eléctrica de quinientos cincuenta voltios. Vamos a necesitar una buena alarma contra ladrones y un circuito cerrado de televisión. Y un nuevo aislamiento. Y techos nuevos. Y… ah, sí, un sistema de desagüe. Donde estamos ahora, en Fir Street, nos encontramos sobre una elevación, pero Douglas Street se halla situada en el fondo de una cuenca natural. Sólo la construcción del sistema de desagüe costará entre cuarenta y setenta mil dólares.
—Santo Dios, ¿cómo es que Tom Granger no me ha hablado de todo esto?
—Porque él no vino conmigo a inspeccionar el lugar.
—¿Y por qué no?
—Porque le dije que se quedara en la fábrica.
—¿Que le dijiste qué?
—Fue el día que se apagó el horno —respondió, paciente—. Los pedidos se acumulaban y no disponíamos de agua caliente. Tom tuvo que quedarse. Es el único capaz de poner en marcha ese horno.
—En ese caso, Bart, ¿por qué no te acompañó otro día?
Apuró el contenido de su vaso y replicó:
—No creí que fuera necesario.
—¡Que no creíste…! —Ordner no pudo terminar la frase. Sacudió la cabeza como un hombre a quien acaban de golpear—. Bart, ¿sabes qué sucederá si tus estimaciones están equivocadas y perdemos esa fábrica? Pues que perderás tu trabajo, eso es lo que va a suceder. Dios santo, ¿acaso quieres llevarle a Mary tu trasero cortado en un cesto? ¿Es eso lo que quieres?
«No lo entenderías —pensó— porque no harías un solo movimiento a menos que estuvieras a cubierto de seis formas distintas, y con otros tres tipos por delante para asegurarte. Así es como se actúa cuando uno tiene cuatrocientos mil dólares en acciones y efectivo, un Delta 88 y una máquina de escribir eléctrica que aparece apretando un botón. ¡Estúpido de mierda! Podría timarte durante diez años seguidos. Y es posible que lo lleve a cabo».
Hizo una mueca ante el adusto rostro de Ordner.
—Pero he aquí mi último argumento, Steve. Ahora comprenderás por qué no estoy preocupado.
—¿Qué quieres decir?
Y entonces mintió alegremente:
—Thom McAn ya ha notificado al corredor de fincas que no le interesa la fábrica. Envió a sus chicos a inspeccionarla y ellos pusieron el grito en el cielo. Así pues, eso confirma mi palabra de que aquel lugar es una mierda por cuatrocientos cincuenta. Tenemos una opción de noventa días que caduca el martes. Y también un astuto corredor de fincas llamado Monohan que ha estado fanfarroneando delante de nuestras narices. Y casi ha triunfado.
—¿Qué sugieres?
—Que dejemos pasar la opción. Que nos mantengamos firmes hasta el jueves, más o menos. Comenta con tus muchachos de contabilidad ese aumento del veinte por ciento en los costes de producción. Yo hablaré con Monohan. Cuando haya terminado con él, se pondrá de rodillas por doscientos mil dólares.
—Bart, ¿estás seguro?
—Claro que sí —contestó, con una suave sonrisa—. No pondría mi cuello debajo de la cuchilla si creyera que ésta pudiera caer.
George, ¿¿¿qué estás haciendo???
Cállate, cállate, no me molestes ahora.
—Tenemos delante de nosotros un astuto corredor de fincas sin ningún comprador —prosiguió—. Eso nos permite tomarnos nuestro tiempo. A cada día que le dejemos bailando al viento, el precio irá bajando.
—Está bien —dijo Ordner lentamente—. Pero aclaremos una cosa, Bart. Si perdemos nuestra opción de compra y después alguien se mete ahí, me veré obligado a fundirte. No es…
—Lo sé —dijo, sintiéndose repentinamente cansado—. No es nada personal.
—Bart, ¿estás seguro de que Mary no te ha pegado su virus? Esta noche pareces un poco desmejorado.
«Tú sí que pareces un poco desmejorado, gilipollas».
—Me sentiré bien cuando esto se haya arreglado. Está siendo una situación muy tensa.
—Sí, desde luego. —Ordner recompuso la expresión de su rostro en un gesto de simpatía—. Casi se me había olvidado… tu casa también se encuentra en la línea de fuego.
—Sí.
—¿Y has encontrado ya otro lugar?
—Bueno, le hemos echado un vistazo a una o dos casas. No me sorprendería cerrar el trato de la lavandería y el mío personal en el mismo día.
—Tal vez sea la primera vez en tu vida que hayas cerrado un trato de entre trescientos y quinientos mil dólares en un solo día.
—Sí, y ése será un buen día.
Durante el viaje de regreso a casa, Freddy siguió tratando de hablarle —gritándole, en realidad—, y él tuvo que poner en marcha el interruptor de circuito continuamente. Acababa de entrar en Crestallen Street West cuando todas las preguntas se desparramaron y tuvo que frenar con los dos pies. Con un chirrido, la ranchera se detuvo en medio de la calle, y él se vio lanzado contra el cinturón de seguridad con tanta fuerza como para sentir un gruñido en el estómago.
Cuando se hubo controlado soltó el freno y dejó que el vehículo se deslizara lentamente hacia el bordillo. Apagó el motor y las luces, se desabrochó el cinturón de seguridad y permaneció allí sentado, con las manos temblorosas agarradas al volante.
Desde donde estaba, la calle trazaba una suave curva, y el alumbrado público formaba una bella hoz de luz. Era una calle bonita. La mayor parte de las casas que la configuraban habían sido construidas en el período de la posguerra, entre 1946 y 1958; pero de algún modo, milagrosamente, habían escapado al síndrome de reconstrucción de finales de los años cincuenta y las enfermedades que lo acompañaron: cimientos agrietados, céspedes pelados, proliferación de juguetes, envejecimiento prematuro de los coches, pintura escamosa, ventanas de plástico dobles.
Él conocía a sus vecinos… ¿Por qué no iba a conocerlos? Hacía casi catorce años que él y Mary vivían en Crestallen Street. Era mucho tiempo. Los Upslinger en la casa más arriba de la suya; su hijo Kenny repartía el periódico de la mañana. Los Lang, al otro lado de la calle; los Hobart, dos casas más abajo (Linda Hobart había sido canguro de Charlie, y ahora hacía el doctorado en la universidad local); los Stauffer; Hank Albert, cuya esposa había muerto de enfisema cuatro años antes; los Darby, y justo cuatro casas más arriba de donde estaba aparcado y tembloroso, los Quinn. Y otra docena de familias que él y Mary conocían sólo de vista, la mayoría de ellas con niños pequeños.
Es una calle bonita, Fred. Un buen vecindario. Oh, ya sé cómo resoplan los intelectuales en los suburbios… No es tan romántico como las viviendas infestadas de ratas o las casas del campo sanas y fuertes. No existen grandes museos en los suburbios, ni grandes bosques, ni grandes desafíos.
Pero ha habido buenos tiempos. Sé lo que estás pensando, Fred. Buenos tiempos, ¿qué son los buenos tiempos? No hay grandes alegrías en los buenos tiempos, ni grandes penas, ni gran nada. Sólo parloteo. Las barbacoas encendidas en el atardecer del verano, con todo el mundo un poco achispado, pero sin que nadie llegara nunca a emborracharse o a comportarse mal. Íbamos en caravana a ver tocar a los Mustangs. A los jodidos Musties. ¿Quién podía derrotar a los Pat aquel año en que los Pat estaban 1 a 12? Invitar a gente a cenar a casa, o ir a cenar a casa de otros. Jugar al golf en el campo de Westside, o llevar a las mujeres a Ponderosa Pines y conducir aquellos pequeños karts. ¿Recuerdas aquella vez en que Bill Stauffer se salió de la pista, atravesó la valla de protección y se metió en la piscina de alguien? Sí, lo recuerdo George, todos reímos como demonios. Pero George…
Así pues, van a traer los bulldozers, ¿eh, Fred? Dispuestos a enterrar todo eso. No tardará en levantarse otro suburbio, allá en Waterford, donde hasta este mismo año no había nada, excepto un montón de parcelas vacías. La Marcha del Tiempo. El Progreso a Examen. Niños de miles de millones de dólares. ¿Qué aspecto tendrá todo aquello cuando vayas a echarle un vistazo? Un montón de cajas de hojalata pintadas de diferentes colores. Tuberías de plástico que se helarán en invierno. Madera plastificada. Plástico por todas partes. Porque Moe, del departamento de autopistas, se lo dijo a Joe, de Construcciones Joe, y a Sue, que trabaja frente al despacho de Joe, y ésta se lo comentó a Lou, de Construcciones Lou, y poco después se produjo el gran estallido constructor en Waterford, y empezaron a aparecer edificios nuevos en las parcelas vacías, y también rascacielos. Uno compra una casa en Lilac Lane, que atraviesa Spain Lane hacia el norte y Dain Lane hacia el sur. Puede uno elegir la calle del Olmo, del Roble, del Ciprés, del Pino blanco. Cada casa dispone de un cuarto de baño en la planta baja y un servicio en la planta superior, y de una chimenea simulada en cada lado. Y si uno llega borracho a casa no será capaz de encontrar su jodido hogar.
Pero George…
Cállate, Fred. Estoy hablando. ¿Y dónde se encuentran los vecinos de uno? Quizá los de antes no eran muchos, pero uno los conocía. Sabía a quién debía prestar una taza de azúcar cuando llamaban a casa. ¿Dónde están ahora? Tony y Alicia Lang en Minnesota, porque él pidió el traslado a un nuevo territorio y lo consiguió. Los Hobart se marcharon a la zona norte. Hank Albert ha logrado un sitio en Waterford, cierto, pero cuando regresó, después de haber firmado los papeles, parecía un hombre que se hubiera puesto una máscara de felicidad. Vi sus ojos, Freddy. Tenían la expresión de alguien a quien acaban de cortarle las piernas y trata de engañar a todos aparentando que está contento con las nuevas piernas de plástico porque ya no tendrán cicatrices si se golpea con ellas contra la puerta. Así que nos mudamos, ¿y dónde nos encontramos? ¿Quiénes somos? Sólo dos extraños sentados en una casa situada en medio de un montón de casas pertenecientes a extraños. Eso es lo que somos. La Marcha del Tiempo, Freddy. De eso se trata. Los cuarenta años en espera de los cincuenta en espera de los sesenta. En espera de una bonita cama de hospital y de una bonita enfermera que le introduzca a uno un bonito catéter. Freddy, a los cuarenta se deja de ser joven. Bien, en realidad se deja de ser joven a los treinta, pero a los cuarenta es cuando uno deja de engañarse a sí mismo. Y yo no quiero envejecer en un lugar extraño.
Se echó a llorar de nuevo; se hallaba sentado en el coche, oscuro y frío, llorando como un niño.
George, se trata de algo más que la autopista, más que un traslado. Sé lo que te ocurre, George.
Cállate, Fred, te lo advierto.
Pero Fred no se callaría, y eso no era bueno. Si ya no controlaba a Fred, ¿cómo lograría alcanzar la paz alguna vez?
Se trata de Charlie, ¿verdad, George? No quieres enterrarle por segunda vez.
—Sí, se trata de Charlie —dijo en voz alta, una voz ronca y extraña llena de sollozos—. Y de mí. No puedo. Realmente, no puedo…
Agachó la cabeza y permitió que las lágrimas surgieran libremente, con el rostro contorsionado y los puños apretados contra los ojos como un niño pequeño que acaba de perder por un agujero de los pantalones la moneda que pensaba gastar en golosinas.
Cuando finalmente llegó a su casa estaba agotado. Se sentía seco. Vacío, pero seco. Y perfectamente sereno. Incluso contempló las oscuras casas que había a ambos lados de la calle, y que la gente había abandonado ya sin ningún temblor.
Ahora estamos viviendo en un cementerio, pensó. Mary y yo vivimos en un cementerio. Como Richard Boone en Yo enterré la vida. Las luces estaban encendidas en el hogar de los Arlin, pero ellos lo abandonarían el cinco de diciembre. Y los Hobart se habían marchado el fin de semana anterior. Sólo quedaban casas vacías.
Y al detenerse frente al caminito que conducía a la suya (Mary estaba arriba: desde abajo vio la débil luz de su lámpara de lectura) se encontró de repente pensando en algo que Tom Granger había dicho un par de semanas antes. Hablaría con Tom sobre ello. El lunes.
25 de noviembre de 1973
Estaba viendo el partido entre los Mustangs y los Chargers en el televisor en color y tomando su bebida privada, Southern Comfort y Seven-Up. Lo llamaba su bebida privada porque la gente se reía cuando la tomaba en público. Los Chargers ganaban por 27 a 3 en el tercer cuarto. Rucker había sido interceptado tres veces. Es un gran partido, ¿eh, Fred? Por supuesto, George. No sé cómo eres capaz de soportar la tensión.
Mary estaba durmiendo arriba. Hacía un poco más de calor ese fin de semana y sólo lloviznaba. Se quedó adormilado. Ya se había tomado tres copas.
Hubo un descanso, con los correspondientes anuncios. En uno de ellos, Bud Wilkenson decía que esa crisis de energía era algo serio y que todo el mundo debía aislar sus áticos, y cerrar muy bien la trampilla de la chimenea cuando no se hacían champiñones a la brasa o se quemaban brujas o algo así. El logotipo de la compañía que pagaba el anuncio apareció al final: un tigre feliz contemplando al telespectador por encima de un cartel que rezaba: EXXON.
Pensó que todo el mundo debería haberse dado cuenta de los malos tiempos que se avecinaban cuando la Esso cambiaba su nombre por el de Exxon. Esso surgía con facilidad de la boca, como el sonido de un hombre que se relaja en una hamaca. Exxon, en cambió, sonaba como el nombre de un señor de la guerra del planeta Yurir.
—Exxon solicita que todos los débiles terrícolas arrojen sus armas —dijo—. Al infierno, cerdos terrícolas.
Se rió con disimulo y se preparó otra copa. Ni siquiera tuvo que levantarse; el Southern Comfort, una botella de Seven-Up y un cuenco de plástico con cubitos de hielo estaban sobre una mesita redonda que había junto a su sillón.
Vuelta al partido. Los Chargers lanzaron. Hugh Fednach, el zaguero de los Mustangs, recogió el balón y avanzó hasta la línea 31 de los Mustangs. Después, tras la dirección general de un Hank Rucker de ojos acerados, que quizá había visto alguna vez el trofeo Heisman en un noticiario, los Mustangs prepararon un ataque de seis yardas. Gene Voreman lanzó. Andy Cocker, de los Chargers, volvió a llevar la pelota a la línea de 46 de los Mustangs. Y así van las cosas, como había señalado Kurt Vonnegut con gran sagacidad. Había leído todo lo escrito por Kurt Vonnegut. Le gustaba la mayor parte de lo que decía porque era divertido. La semana anterior habían dicho en el telediario que el consejo de dirección de una escuela situada en una ciudad llamada Drake, en Dakota del Norte, había quemado copias de la novela de Vonnegut Matadero cinco, que hacía referencia a los bombardeos sobre Dresden. Cuando uno piensa en eso, descubre una divertida conexión.
Fred, ¿por qué esos jodidos idiotas del departamento de autopistas no construyen la ampliación de la 784 a través de Drake? Apuesto a que estarían encantados. George, ésa es una idea estupenda. ¿Por qué no escribes al The Blade proponiéndola? Jódete, Fred.
Los Chargers ganaban ya por 34 a 3. Unas animadoras hacían cabriolas y movían el culo. Se quedó medio dormido y cuando Fred empezó a importunarle, no pudo sacudírselo de encima.
George, como parece que no sabes lo que estás haciendo, permíteme hablarte de ello. Déjame que te lo diga con todas las palabras, viejo. (Olvídame, Fred). En primer lugar, vas a perder la opción sobre la planta de Waterford. Eso ocurrirá la medianoche del martes. El miércoles, Thom McAn cerrará su trato con esa pequeña pieza esclava de mierda surgida del día de San Patricio llamada Patrick J. Monohan. El mismo miércoles por la tarde, o el jueves por la mañana, aparecerá un gran cartel donde se leerá: «¡VENDIDO!». Y si alguien de la lavandería lo ve, quizá puedas retrasar algo más lo inevitable, diciendo: «Pues claro, nos lo han vendido a nosotros». Pero si es Ordner quien lo lee, estás acabado. Probablemente no lo comprobará. Pero (Freddy, déjame solo) el viernes aparecerá un nuevo cartel. Y ése rezará: «EMPLAZAMIENTO DE NUESTRA NUEVA FÁBRICA EN WATERFORD. ZAPATOS TOM MCAN». ¡¡Volvemos a progresar aquí!!
El lunes, a primera hora de la mañana, perderás tu trabajo. Sí, tal como lo veo, te quedarás sin empleo antes del descanso de las diez de la mañana para tomar café. Y entonces podrás regresar a casa y decírselo a Mary. No sé cuándo ocurrirá eso. Sólo se tardan quince minutos en hacer el trayecto en autobús, de modo que es probable que acabes, en media hora aproximadamente, con veinte años de matrimonio y con veinte años de lucrativo empleo. No obstante, después de que se lo hayas dicho a Mary, vendrá la escena de las explicaciones. Puedes retrasarlo emborrachándote, pero antes o después…
Fred, cierra tu maldita boca.
… antes o después tendrás que explicarle cómo has perdido tu trabajo. Deberás hacer frente a esa situación. Mira, Mary, resulta que el departamento de autopistas va a echar abajo la fábrica de Fir Street dentro de un mes, más o menos, y yo me he descuidado en la cuestión de conseguir un nuevo lugar al que mudarnos. Yo pensaba que ese asunto de la ampliación de la 784 era una especie de pesadilla de la que alguna vez despertaría. Sí, Mary, sí. Localicé otra fábrica para nosotros… En Waterford, así es… Pero, de algún modo, no pude llevar adelante el trato. ¿Que cuánto le costará eso a la Amroco? Oh, yo diría que un millón, o millón y medio; eso dependerá del tiempo que tarden en encontrar una fábrica nueva, y de la cantidad de relaciones comerciales que pierdan por ello.
Te lo advierto, Fred.
O puedes decirle lo que nadie sabe mejor que tú, George. Que el margen de beneficios de La Cinta Azul es tan pequeño que los contables se echarán las manos a la cabeza y dirán algo así como: «Enterremos todo el asunto, chicos. Nos limitaremos a aceptar el dinero de la expropiación y compraremos algo nuevo en Norton, o en Russell o en Crescent. Hay demasiados números rojos potenciales en este asunto después del azúcar que el hijo de puta de Dawes nos echó en el tanque de gasolina». Puedes contarle eso.
Oh, vete al infierno.
Pero eso sólo es la primera película, y éste es un programa doble, ¿verdad? La segunda parte aparecerá cuando le digas a Mary que no tenéis casa adonde ir, y que no va a haber ninguna. ¿Y cómo diablos piensas explicarle eso?
No voy a hacer nada.
Muy bien. Sólo eres un buen chico que se quedó dormido en su bote de remos. Pero cuando llegue el martes por la noche, tu bote se precipitará por la catarata, George. Por todos los santos, ve a ver a Monohan el lunes y hazle desgraciado. Firma en la línea de puntos. De todos modos tendrás problemas, después de todas las mentiras que le contaste a Ordner el viernes por la noche. Pero eso es algo de lo que puedes salir. Dios sabe que ya has salido de bastantes problemas antes de éste.
Déjame solo. Estoy casi dormido.
Se trata de Charlie, ¿verdad? Ésta es una forma de suicidio. Pero no es justo para Mary, George. No es justo para nadie. Eres…
Se incorporó de repente en el sillón, derramando el contenido del vaso sobre la alfombra.
—Para nadie, excepto quizá para mí.
Entonces, ¿qué me dices de las armas, George? ¿Qué me dices de las armas?
Tembloroso, recogió el vaso y se preparó otro trago.
26 de noviembre de 1973
Estaba almorzando con Tom Granger en Nicky's, un restaurante a tres manzanas de la lavandería. Se hallaban sentados en un reservado, bebiendo cerveza mientras esperaban que les sirvieran la comida. En una máquina de discos sonaba la canción Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John.
Tom hablaba del partido entre los Mustangs y los Chargers, que estos últimos habían ganado por 37 a 6. A Tom le gustaban todos los equipos locales, y cuando perdían se ponía frenético. Mientras le escuchaba hablar mal de cada uno de los jugadores de los Mustangs, pensó que algún día Tom Granger se cortaría una oreja con una de las pinzas de la lavandería y se la enviaría al director general. Un loco se la enviaría al entrenador, quien se echaría a reír y la clavaría en el tablón de anuncios del vestuario, pero Tom se la enviaría al director general, quien meditaría tristemente sobre el hecho.
El almuerzo llegó, servido por una camarera vestida con traje y panties blancos. Calculó su edad en trescientos años, posiblemente trescientos cuatro. Y lo mismo podía decirse de su peso. Una pequeña tarjeta colgaba sobre su seno izquierdo: «GAYLE. Gracias por su visita al restaurante de Nicky».
A Tom le sirvió un filete de buey que flotaba en un plato lleno de salsa. Él había pedido dos hamburguesas de queso, algo poco frecuente, con patatas fritas. Sabía que las hamburguesas estarían bien hechas. Ya había comido en Nicky's en otras ocasiones. La ampliación de la 784 no afectaría al restaurante por media manzana de distancia.
Comieron. Tom terminó de hablar sobre el partido del día anterior y le preguntó sobre el asunto de la planta de Waterford y su entrevista con Ordner.
—Firmaré el contrato el jueves o el viernes —dijo él.
—Creía que la opción caducaba el martes.
Volvió a contar su historia de cómo Thom McAn había decidido que la fábrica de Waterford no le interesaba. No le resultó divertido mentir a Tom Granger. Lo conocía desde hacía diecisiete años. No era un hombre muy brillante. Y por ello no experimentaba satisfacción alguna al mentirle.
—Oh —dijo Tom cuando él hubo terminado. Y el tema quedó cerrado en ese punto. Se llevó un trozo de carne a la boca e hizo una mueca—. ¿Por qué almorzamos aquí? La comida es muy mala. Incluso el café lo es. Hasta mi mujer lo hace mejor.
—No lo sé —replicó él, aprovechando el nuevo giro de la conversación—. ¿Recuerdas cuando se inauguró aquel restaurante italiano? Llevamos allí a Mary y a Verna.
—Sí, eso fue en agosto. Verna aún sueña con la ricotta… no, con los rigatoni. Así es como lo llaman, rigatoni.
—¿Y te acuerdas de aquel tipo que se sentó cerca de nosotros? ¿Aquel tipo alto y grueso?
—Alto, grueso… —Tom masticó, tratando de recordar. Luego sacudió la cabeza.
—Dijiste que era un criminal.
—Ah. —Abrió mucho los ojos. Apartó el plato con un gesto, encendió un Herbert Tareyton y arrojó la cerilla al interior del plato, donde flotó sobre la salsa—. Sí, ahora me acuerdo. Era Sally Magliore.
—¿Se llamaba así?
—Sí, en efecto. Un tipo enorme con gafas de cristales gruesos y una barbilla prominente. Sí, era Salvatore Magliore. Su nombre suena como la especialidad de un prostíbulo italiano, ¿no te parece? Le llaman Sally Ojo Único debido a que tenía una catarata en un ojo. Se la hizo quitar en la clínica Mayo hace tres o cuatro años… la catarata, no el ojo. Sí, es un pez gordo del hampa.
—¿En qué anda metido?
—¿En qué andan metidos todos ellos? —preguntó Tom echando la ceniza de su cigarrillo en el plato—. Drogas, prostitución, juego, inversiones fraudulentas, extorsión. Y asesinato de otros criminales. ¿Lo has visto en el periódico? Justo la semana pasada. Encontraron a un tipo en el maletero de su coche, aparcado detrás de una gasolinera. Tenía el cuello cortado y seis tiros en la cabeza. Es algo realmente ridículo. ¿Por qué le cortaron el cuello después de haberle metido seis balas en la cabeza? El crimen organizado. En eso anda metido Sally Ojo Único.
—¿Tiene negocios legales?
—Sí, creo que sí. Por Landing Strip, más allá de Norton. Vende coches. Coches Usados y Garantizados Magliore. Con un cadáver en cada maletero.
Tom se echó a reír y echó más ceniza en el plato. Gayle se les acercó y les preguntó si querían más café. Ellos pidieron sendas tazas.
—Hoy he recibido esos pasadores de aletas para la puerta de la caldera —dijo Tom—. Me han hecho pensar en mi verga.
—¿Y eso por qué?
—Deberías ver esos hijos de puta. Tienen veintitrés centímetros de largo por tres y medio de diámetro.
—¿Has mencionado mi verga? —preguntó él. Ambos se echaron a reír y siguieron charlando hasta que llegó el momento de regresar al trabajo.
Aquella tarde se apeó del autobús en Barker Street y se dirigió al bar de Duncan, el más tranquilo del barrio. Pidió una cerveza y escuchó a Duncan maldecir durante un rato a causa del partido entre los Mustangs y los Chargers. Un hombre que estaba sentado al fondo se levantó, acudió a la barra y le dijo a Duncan que la máquina del millón no funcionaba bien. Duncan lo acompañó a echar un vistazo a la máquina y él se quedó solo ante la barra, bebiendo la cerveza y viendo la televisión. Emitían un serial en que dos mujeres hablaban con tonos lentos y apocalípticos de un hombre llamado Hank. Hank estaba a punto de regresar a casa, procedente de la universidad, y una de las mujeres acababa de descubrir que Hank era su hijo, el resultado de una desastrosa relación que había tenido inmediatamente después de haber terminado sus estudios en el instituto, veinte años antes.
Freddy trató de decir algo, y George le hizo callar. El interruptor del circuito funcionaba a la perfección. Llevaba así todo el día.
¡Está bien, jodido esquizofrénico!, gritó Fred, y George se le montó encima. Vete a hacer gárgaras, Freddy. Eres una persona non grata aquí.
«Por supuesto que no voy a decírselo —exclamó una de las mujeres en el televisor—. ¿Cómo crees que puedo hacer una cosa así?».
«Simplemente… díselo».
«¿Y por qué? ¿De qué me servirá conmocionar toda su vida contándole algo que ocurrió hace veinte años?».
«¿Acaso piensas mentirle?».
«No voy a decirle nada».
«Pero debes hacerlo, Betty».
«Sharon, no soportaría contarle la verdad».
«Yo se lo diré».
—Esa jodida máquina está llena de mierda —dijo Duncan, regresando a la barra—. Siempre ha tenido una cosa u otra desde que la trajeron. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Llamar a la jodida Automatic Industries Company. Esperar veinte minutos hasta que una secretaria necia me ponga en comunicación con el departamento correcto. Escuchar cómo un tipo me dice que están muy ocupados, y que tratarán de enviarme un mecánico el miércoles. ¡El miércoles! Finalmente, el viernes aparecerá un tipo con el cerebro en el culo, se beberá cuatro jarras de cerveza gratis, arreglará lo que está estropeado, que probablemente volverá a estropearse un par de semanas después, y me dirá que no debo permitir que la gente zarandee la máquina. Antes tenía máquinas de bolas. Esas sí que eran buenas. Apenas se estropeaban. Pero con eso del progreso… Si continúo aquí en 1980 se habrán llevado ésta y me habrán traído otra automática de peor calidad. ¿Quieres otra cerveza?
—Claro —dijo él.
Duncan fue a servírsela. Él dejó cincuenta centavos sobre el mostrador y se dirigió hacia la cabina telefónica, situada junto a la máquina estropeada.
Encontró lo que andaba buscando en las páginas amarillas, bajo el epígrafe de Automóviles. Nuevos y usados. «COCHES USADOS MAGLIORE, Rt 16, Norton. 892-4576».
La carretera 16 se convertía en avenida Venner a medida que uno penetraba en Norton. La avenida Venner también era conocida como Landing Strip, donde uno podía conseguir todas las cosas que las páginas amarillas no anunciaban.
Introdujo una moneda de diez centavos en el teléfono y marcó el número de Coches Usados Magliore. Alguien contestó al segundo timbrazo.
—Coches Usados Magliore —dijo una voz masculina.
—Aquí Dawes —dijo él—. Barton Dawes. ¿Puedo hablar con el señor Magliore?
—Sal está ocupado. Pero me encantaría ayudarle si puedo. Soy Peter Mansey.
—No, tengo que hablar con el señor Magliore, señor Mansey. Se trata de esos dos Eldorados.
—No tiene usted suerte —dijo Mansey—. No compraremos ni un coche grande durante el resto del año a causa de la crisis energética. Nadie los quiere. De modo que…
—El caso es que quiero comprarlos —lo interrumpió él.
—¿Cómo ha dicho?
—Quiero dos Eldorados. Uno de 1970 y otro de 1972. Uno dorado y otro de color crema. Hablé de ellos con el señor Magliore la semana pasada. Se trata de una cuestión de negocios.
—Oh, ya entiendo. Bien… el caso es que no está aquí ahora, señor Dawes. A decir verdad, se encuentra en Chicago. Y no regresará hasta esta noche, a las once.
Junto a la máquina estropeada, Duncan estaba colocando un cartel que advertía: NO FUNCIONA.
—¿Estará ahí mañana?
—Sí, seguro que sí. ¿Habían llegado ya a un acuerdo?
—No, pero quería comprarlos directamente.
—¿Uno de los especiales?
Dudó un instante, y luego contestó:
—Sí, eso es. ¿Le parece bien que llame a las cuatro?
—Por supuesto.
—Gracias, señor Mansey.
—Le diré que ha llamado usted.
—Hágalo —dijo y colgó cuidadosamente el receptor. Le sudaban las palmas de las manos.
Cuando llegó a casa, Merv Griffin charlaba con otra celebridad. No había correo, y eso supuso un alivio. Entró en la sala de estar.
Mary bebía un ponche de ron caliente en una taza de té. Había una caja de pañuelos junto a ella, y la estancia olía a Vicks.
—¿Te encuentras bien? —preguntó a su esposa.
—No me beses —pidió ella con voz distante y neblinosa—. Estoy muy resfriada.
—Pobre muchachita —dijo él después de besarla en la frente.
—Odio tener que pedírtelo, Bart, pero ¿te importaría hacer tú la compra esta noche? Iba a ir con Meg Carder, pero he tenido que llamarla y anular la cita.
—Claro. ¿Tienes fiebre?
—No. Bueno, tal vez un poco.
—¿Quieres que te pida hora para el doctor Fontaine?
—No. Ya iré mañana si no me encuentro mejor.
—Estás muy cargada.
—Sí. El Vicks me ha ayudado un poco, pero ahora… —Se encogió de hombros y esbozó una débil sonrisa—. Debo parecer el pato Donald hablando.
Él vaciló un momento antes de hablar.
—Mañana llegaré un poco tarde a casa.
—¿Oh?
—Voy a Northside para ver una casa. Tengo la impresión de que es buena. Con seis habitaciones. Un pequeño patio trasero. No muy lejos de donde se han mudado los Hobart.
Freddy le dijo con toda claridad: pero ¿por qué esto, sucio y asqueroso hijo de puta?
La expresión de Mary se iluminó.
—¡Es maravilloso! ¿Puedo acompañarte?
—Será mejor que no, con ese resfriado.
—Me abrigaré bien.
—La próxima vez —dijo él con firmeza.
—De acuerdo. —Lo miró—. Menos mal que por fin te has movido en ese asunto —dijo—. Empezaba a preocuparme.
—Pues no lo hagas.
—Ya no.
Ella bebió un sorbo del ponche de ron caliente y se acurrucó a su lado. Él oyó su ronca respiración. Merv Griffin charlaba con James Brolin, hablando de su nueva película, Westworld. No tardaría en estrenarse en todos los cines del país.
Al cabo de un rato, Mary se levantó y dijo que prepararía una cena precocinada. Él también se levantó y buscó otro programa, tratando de no escuchar a Freddy. Al cabo de un rato, sin embargo, Freddy cambió de tema.
¿Recuerdas cómo conseguiste el primer aparato de televisión, Georgie?
Él esbozó una ligera sonrisa mirando a Forrest Tucker en la pantalla pero sin verlo. Claro que me acuerdo, Fred.
Habían llegado a casa una noche, unos dos años después de haberse casado. Volvían de visitar a los Upshaw, con quienes habían estado viendo el programa Su Hit Parade y La rueda de la fortuna, y Mary le preguntó si no le parecía que Donna Upshaw se había mostrado un poco… como ausente. Ahora, allí sentado, recordó a Mary, delgada y extrañamente más alta llevando un par de sandalias blancas que se había comprado para el verano. También se había puesto unos pantalones cortos blancos; tenía las piernas largas y juguetonas, como si pudieran contorsionarse hasta alcanzarle la barbilla. En realidad, no le interesaba en absoluto si Donna Upshaw se había mostrado ausente o no; sólo se había interesado por los pantalones cortos de Mary. Hacia ellos había dirigido toda su atención.
—Quizá empieza a cansarse de servir cacahuetes españoles a medio barrio, simplemente porque son los únicos vecinos de la calle que tienen televisor —dijo él.
Creyó ver un ligero fruncimiento del entrecejo de Mary… lo que siempre indicaba que estaba maquinando algo, pero cuando lo pensó ya empezaba a subir la escalera, y él recorría con la mano la parte trasera de aquellos pantaloncitos, y no fue hasta bastante más tarde que ella dijo:
—¿Cuánto nos costaría un aparato, Bart?
—Supongo que podríamos conseguir un Motorola por veintiocho, quizá treinta pavos —contestó él medio dormido ya—. Pero el Philco…
—No hablo de una radio, sino de un aparato de televisión.
Él se sentó en la cama, encendió la luz y se volvió para mirar a su mujer. Allí estaba, desnuda, con la sábana cubriéndola hasta las caderas, y aunque le sonreía, él pensó que había hablado en serio. Era la sonrisa característica de Mary cuando se atrevía a decir algo.
—Mary, no podemos comprar un aparato de televisión.
—¿Cuánto crees que puede costar uno? ¿Un GE o un Philco o algo así?
—¿Nuevo?
—Nuevo.
Consideró la cuestión, mientras observaba el jugueteo de la luz de la lámpara sobre las curvas hermosamente redondas de sus senos. En aquella época estaba muy delgada (Aunque ahora apenas si está un poco más rellenita, George, se reprochó a sí mismo; nunca dije que lo estuviera, Freddy, muchacho), pero de algún modo parecía mucho más viva. Hasta su pelo emitía su propio mensaje: vivo, despierto, despierto…
—Unos setecientos cincuenta dólares —respondió él, pensando que aquello sería suficiente para apagar su sonrisa… pero no lo fue.
—Bien, mira —dijo ella, sentándose en la cama al estilo indio, con las piernas cubiertas con la sábana.
—Ya lo veo —repuso él sonriendo.
—No me refiero a eso, tonto —dijo ella, y se echó a reír mientras el rubor se extendía rápidamente por sus mejillas y nuca (aunque, ahora recordaba, no se había subido la sábana).
—¿En qué estás pensando?
—¿Para qué quieren los hombres un televisor? —preguntó ella—. Para ver todos los partidos los fines de semana. ¿Y para qué lo quieren las mujeres? Para ver esos culebrones que emiten por la tarde. Una puede escucharlos mientras plancha o cuando ya ha terminado de hacer su trabajo. Y ahora suponte que ambos encontramos algo que hacer… algo que nos dé dinero; durante ese tiempo en que, de todas formas, estamos sin hacer nada.
—¿Como leer un libro o incluso hacer el amor? —sugirió él.
—Para eso siempre encontramos tiempo —replicó ella y se echó a reír, ruborizándose de nuevo.
Sus ojos se oscurecieron a la luz de lámpara y una sombra cálida y semicircular apareció entre sus senos, y él supo que aceptaría la idea de su mujer, que incluso habría sido capaz de prometerle un modelo consola de la marca Zenith, que valía mil quinientos dólares, con tal que ella le permitiera hacerle el amor, y sólo de pensarlo sintió que su serpiente se endurecía convirtiéndose en piedra, como Mary le había dicho una vez en que ella se pasó bastante con la bebida en la fiesta de fin de año en casa de los Ridpath (y ahora, dieciocho años más tarde, él volvía a sentir la serpiente convirtiéndose de nuevo en piedra… con sólo recordarlo).
—Está bien —dijo él—. Buscaré un empleo para los fines de semana, y tú para las tardes. Pero ¿qué vamos a hacer, querida María, o ya no tan virgen María?
Ella se precipitó contra él, riendo, y él sintió sus senos como un peso blando sobre su estómago (plano en aquellos tiempos, Freddy, sin el menor asomo de barriga).
—¡Ahí está el truco! —dijo ella—. ¿Qué día es hoy? ¿Dieciocho de junio?
—En efecto.
—Pues bien, tú trabajarás los fines de semana, y yo por las tardes, y el dieciocho de diciembre juntaremos los dos nuestro dinero…
—Y nos compramos una tostadora —la interrumpió él con una sonrisa.
—Y compramos un aparato de televisión —repuso ella, solemne—. Estoy segura de que podemos hacerlo, Bart. —Y volvió a estallar en risitas—. Pero lo más divertido de todo será que no nos diremos nada de lo que estamos haciendo hasta que llegue el momento.
—Siempre y cuando no vea una luz roja encima de la puerta cuando regrese a casa del trabajo —dijo él, capitulando.
Ella lo abrazó, se puso sobre él y empezó a hacerle cosquillas. Y las cosquillas se convirtieron en caricias.
—Dámelo —susurró ella contra su cuello, cogiéndole con una presión suave pero deliciosamente insoportable, guiándole e incitándole al mismo tiempo—. Métemela, Bart.
Más tarde, de nuevo a oscuras, con las manos cruzadas bajo la cabeza, él preguntó:
—Nunca nos engañamos el uno al otro, ¿verdad?
—No.
—Mary, ¿de dónde ha surgido esa idea? ¿Ha sido porque he dicho que Donna Upshaw no quería servir cacahuetes españoles a medio barrio?
No hubo risitas en su voz cuando ella contestó. El tono fue uniforme, austero, con un ligero matiz de temor; fue como un débil viento invernal en el aire cálido de junio de su apartamento de la tercera planta.
—No me gusta ser una gorrona, Bart. Y no lo seré. Nunca.
Durante una semana y media le dio vueltas a aquel pequeño capricho de su esposa, preguntándose qué diablos podía hacer él para aportar su parte de los setecientos cincuenta dólares (y, tal como estaban las cosas, probablemente tendría que ser de tres cuartos, y no sólo de la mitad), trabajando durante los siguientes veinte fines de semana. Ya no tenía edad para dedicarse a cortar el césped de los vecinos. Y Mary tenía un aspecto —una mirada de presunción— que le hizo pensar que ella había encontrado ya algo que hacer. Será mejor que te espabiles, Bart, pensó, y se echó a reír de sí mismo.
Aquellos sí que fueron buenos tiempos, ¿eh, Freddy?, se preguntó a sí mismo cuando Forrest Tucker dio paso a un anuncio de cereales en que un conejo animado aseguraba que «Los copos son para los chavales». Lo fueron, Georgie. Fueron tiempos muy buenos.
Un día en que se disponía a coger el coche después del trabajo, se le ocurrió mirar hacia la gran chimenea industrial que se elevaba por encima de la lavandería, y entonces se le ocurrió.
Volvió a meterse las llaves en el bolsillo y fue a hablar con Don Tarkington. Don se reclinó en su silla, lo miró por debajo de aquellas espesas y velludas cejas suyas que iban haciéndose blancas (como le ocurría con los pelos que le salían de las orejas y de las ventanas de la nariz), y cruzó las manos delante del pecho.
—Pintar la chimenea —dijo Don. Él asintió con un gesto.
—Los fines de semana.
Don asintió de nuevo.
—Por… trescientos dólares.
Nuevo gesto de asentimiento.
—Estás loco.
Y él se echó a reír. Don esbozó una ligera sonrisa.
—¿Eres adicto a las drogas, Bart? —preguntó.
—No —contestó—. Pero tengo un pequeño asunto que resolver con Mary.
—¿Una apuesta? —Las velludas cejas se elevaron con sorpresa.
—Algo más caballeroso que eso: un desafío, creo que lo llamarías tú. En cualquier caso, Don, esa chimenea necesita una buena mano de pintura, y yo necesito los trescientos dólares. ¿Qué me dices? Cualquier pintor te cobraría cuatrocientos veinticinco.
—¿Lo has comprobado?
—Lo he comprobado.
—Eres un loco hijoputa —dijo Don, y se echó a reír—. Probablemente te matarás.
—Sí, es posible —admitió él, y empezó a reírse de sí mismo (y ahora, dieciocho años más tarde, mientras el conejo de la tele daba paso al telediario de la noche, estaba allí sentado, sonriendo como un tonto).
Y así fue como un fin de semana después de la fiesta nacional del 4 de julio, se encontró en un tembloroso andamio, a veinticinco metros de altura, con una brocha en la mano y el culo bailando al aire. Una tarde se desató una repentina tormenta de verano, y una de las cuerdas que sujetaban el andamio se rompió con la misma facilidad con que uno rompe el hilo de un paquete. Estuvo a punto de caer. La cuerda de seguridad con que se rodeaba la cintura le sostuvo, y fue descendiendo hasta el tejado, con el corazón latiéndole como un tambor, convencido de que ningún poder del mundo conseguiría que subiera de nuevo hasta allí… ni siquiera por un condenado aparato de televisión. Pero volvió a subir. No por el televisor sino por Mary. Por la mirada que le había dirigido, bajo la luz de la lámpara, por sus pequeños senos enhiestos, por la sonrisa de «atrévete si puedes» que hubo en sus labios y en sus ojos… aquellos ojos oscuros que a veces se aclaraban o se oscurecían aún más en el verano.
A principios de septiembre ya había terminado de pintar la chimenea; allí estaba, alta, de un blanco reluciente, recortándose contra el cielo, como un signo hecho con tiza sobre una pizarra azul, delgada y brillante. La contempló con cierto orgullo mientras se limpiaba de pintura los brazos.
Don Tarkington le pagó con un cheque.
—No ha sido mal trabajo —fue su único comentario—, considerando el burro que lo hizo.
Consiguió otros cincuenta dólares empapelando las paredes del nuevo cuarto de estar de Henry Chalmer —en aquellos tiempos, Henry era el capataz de la lavandería—, y pintando el coche de Ralph Tremont. Cuando llegó el 18 de diciembre, él y Mary se sentaron ante su pequeña mesa de comedor, como dos adversarios pero amigos desde tiempo atrás, y él puso delante de ella trescientos noventa dólares en efectivo, puesto que había ingresado el dinero en un banco, obteniendo algunos intereses.
Ella dejó cuatrocientos dieciséis dólares que sacó del bolsillo de su delantal. Abultaban más que el dinero de su marido porque la mayor parte eran billetes de uno y cinco dólares.
Él abrió la boca, lleno de asombro.
—¿Cómo lo has hecho, Mary? —preguntó.
—He confeccionado veintiséis vestidos —contestó ella sonriendo—, arreglado otros cuarenta y nueve, y descosido sesenta y cuatro; he hecho treinta y una faldas y tres muestrarios de ganchillo; he tejido cuatro alfombras de nudo (una de ellas de esas que van sujetas al suelo); he tricotado cinco jerséis, dos colchas y una mantelería completa; he bordado sesenta y tres pañuelos, doce juegos de toallas y otros doce juegos de fundas de almohada, y aún sueño con todos esos monogramas.
Riendo, ella tendió las manos y, por primera vez, él observó las espesas callosidades que habían aparecido en las puntas de sus dedos, como los callos que se le forman a un guitarrista.
—¡Oh, santo cielo, Mary! —exclamó con voz ronca—. Santo cielo, mira cómo tienes las manos.
—Las tengo muy bien —replicó ella, y sus ojos se oscurecieron y bailotearon—. Y tú estabas muy mono en aquella chimenea, Bart. Una vez pensé en comprar un tirachinas e intentar darte una buena pedrada en el trasero…
Con un rugido, se abalanzó sobre Mary, la persiguió por la sala de estar y por su dormitorio. Donde pasamos el resto de la tarde, ahora lo recuerdo, Freddy, muchacho.
Descubrieron que no sólo tenían dinero para comprar el televisor, sino que por otros cuarenta dólares más podían comprar el modelo con mueble incorporado. El propietario de John's Televisión (que ya hacía tiempo había quedado enterrado por la ampliación de la 784, junto con el Gran Teatro y todo lo demás) les dijo que la RCA acababa de lanzar el modelo del año, y que él estaría muy satisfecho si se lo llevaban; además, podían pagar la diferencia en plazos semanales de diez dólares…
—No —dijo Mary.
Jonh la miró con expresión dolorida.
—Señora, sólo son cuatro semanas, y le aseguro que este crédito no le representará problema alguno.
—Espere un momento —dijo Mary.
Llevó a su marido al exterior, donde ya se notaba el frío precursor de la Navidad y sonaban los villancicos por toda la calle.
—Mary —dijo él—, tiene razón. No es como si…
—Lo primero que compremos a plazos será nuestra propia casa, Bart —lo interrumpió ella. Y entre sus ojos apareció la débil línea característica—. Y ahora, escúchame…
Volvieron a la tienda.
—¿Nos lo puede reservar? —le preguntó a John.
—Supongo que sí… por un tiempo. Pero estamos en plena temporada de ventas, señor Dawes. ¿Durante cuánto tiempo?
—Sólo este fin de semana —contestó—. Vendré el lunes por la noche.
Pasaron aquel fin de semana en el campo, arrebujados contra el frío y temiendo la nieve que amenazaba pero que no llegó a caer.
Condujeron lentamente por los caminos, riendo como chicos. En el asiento posterior llevaban un envase de seis botellas de cerveza para él y una de vino para Mary. Recogieron botellas de cerveza y de soda vacías; por cada una de las pequeñas les daban dos centavos, y cinco por cada una de las grandes. Fue un condenado fin de semana, pensó Bart ahora… Mary tenía el pelo largo entonces, cayéndole en cascada por la espalda sobre aquel abrigo de imitación a piel que llevaba, con el color flameando en sus mejillas. Aún podía verla, subiendo por un terraplén lleno de las hojas caídas del otoño, dándoles patadas con sus botas, produciendo un sonido parecido al de un pequeño incendio en el bosque… Se escuchó el clic de una botella al ser golpeada y ella se agachó, la levantó en triunfo y la lanzó hacia él, al otro lado del camino, riendo como una chiquilla.
Ahora ya no hay botellas cuyos cascos se tengan que devolver, Georgie. Lo que manda en estos tiempos es: nada en depósito, nada retornable. Utilícelo y tírelo.
Aquel lunes, después del trabajo, recorrieron cuatro supermercados distintos para vender en ellos todas las botellas vacías que habían recogido, por valor de treinta y un dólares. Llegaron a John's diez minutos antes del cierre.
—Me faltan nueve dólares —dijo él a John. John estampó el sello de PAGADO en la factura de venta que estaba sobre el televisor RCA modelo consola.
—Feliz Navidad, señor Dawes —dijo—. Permítame coger mis llaves y le ayudaré a llevárselo.
Llegaron a casa con el aparato, y un excitado Dick Keller, del primer piso, les ayudó a subirlo. Aquella noche estuvieron viendo la televisión hasta el cierre del programa nacional, y después hicieron el amor, con el aparato aún encendido y la carta de ajuste en la pantalla, ambos con dolor de cabeza por el cansancio de los ojos.
Desde entonces, raras veces la televisión les pareció tan buena.
Mary entró y le vio contemplando la pantalla, con el vaso de whisky vacío en la mano.
—Tienes la cena preparada, Bart —le dijo—. ¿La quieres aquí?
Él la miró, preguntándose cuándo había visto exactamente por última vez aquel gesto de «atrévete si puedes» en sus labios… cuándo había empezado a mostrar de un modo continuo aquella pequeña línea entre los ojos, como una arruga, una cicatriz, un tatuaje que proclamara su edad.
Te preguntas unas cosas que en el fondo no deseas saber, pensó. ¿Qué demonios significaba eso?
—¿Bart?
—Cenemos en el comedor —respondió él. Se levantó y apagó el televisor.
—De acuerdo.
Se sentaron. Él miró la cena, servida en bandeja de aluminio con seis pequeños compartimientos y algo que parecía prensado en cada uno de ellos. Sobre la carne había una salsa. Tenía la impresión de que las carnes que aparecían en las comidas de la televisión siempre tenían salsa, pues en caso contrario, pensó, parecería desnuda, y entonces recordó, sin ninguna razón aparente, lo que había pensado sobre Lorne Green: Muchacho, voy a dejarte calvo.
Pero en ese momento no le pareció divertido. De algún modo, el pensamiento lo asustó.
—¿Qué murmurabas en la sala de estar, Bart? —preguntó Mary.
Tenía los ojos enrojecidos y agrietada la piel de la nariz a causa del resfriado.
—No lo recuerdo —contestó.
Y entonces pensó: Creo que estoy a punto de ponerme a gritar. Por las cosas perdidas. Por tu sonrisa, Mary. Perdóname si echo la cabeza hacia atrás y me pongo a gritar por la sonrisa que ya nunca aparece en tu rostro. ¿De acuerdo?
—Parecías muy ausente —dijo ella.
En contra de su voluntad —era un secreto, y esa noche necesitaba guardar sus secretos; esa noche, sus sentimientos se hallaban tan agrietados como la nariz de Mary— repuso:
—Estaba recordando el día que fuimos a recoger botellas vacías para terminar de pagar aquel televisor. El modelo de la RCA con mueble incorporado.
—Oh, eso —dijo Mary, y estornudó sobre su bandeja de cena precocinada.
Se encontró con Jack Hobart en los grandes almacenes Stop and Shop. El carrito de Jack estaba lleno de alimentos congelados, platos precocinados y numerosas botellas de cerveza.
—¡Jack! —exclamó—. ¿Qué haces por estos andurriales?
—Aún no me he acostumbrado a la otra tienda —contestó Jack sonriendo ligeramente—. Así pues… pensé…
—¿Dónde está Ellen?
—Se ha marchado a Cleveland. Su madre ha muerto.
—Vaya. Lo siento, Jack. ¿Algo repentino?
Los compradores se movían a su alrededor bajo las frías luces que los iluminaban desde arriba. Unos altavoces ocultos emitían anuncios que uno nunca entendía por completo. Una mujer, empujando un carrito repleto, pasó junto a ellos, arrastrando a un niño de tres años que llevaba un anorak azul con mocos secos en las mangas.
—Sí, fue repentino —dijo Jack Hobart. Esbozó una inexpresiva sonrisa y bajó la mirada hacia el contenido de su carro. Había allí un gran paquete amarillo que decía: «ENVASES VACÍOS. ¡Utilícelo y tírelo! ¡Higiénico!».
—Sí, lo fue. Se había sentido algo mal, pero pensó que sólo se trataba de, ya sabes, las secuelas por el cambio de vida. Resultó que era cáncer. La abrieron, echaron un vistazo y volvieron a cerrarla sin hacerle nada. Murió tres semanas más tarde. Ha sido muy duro para Ellen. Quiero decir que ella sólo tiene veinte años menos que su madre.
—Sí —dijo él.
—De modo que se ha marchado a Cleveland para el funeral.
—Sí.
—Sí.
Se miraron el uno al otro y sonrieron, avergonzados, ante el hecho de la muerte.
—¿Cómo es aquello? —preguntó él—. Me refiero a Northside.
—Si quieres que te diga la verdad. Bart, nadie parece muy amistoso con nadie.
—¿No?
—Sabes que Ellen trabaja en el banco, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Pues bien, unas cuantas chicas habían llegado a un acuerdo para utilizar el coche. Yo solía dejárselo a Ellen cada jueves. Era el día que le tocaba a ella. En Northside también hay un grupo que hace lo mismo para ir a la ciudad, pero las mujeres que lo forman son miembros de una especie de club en que Ellen no puede entrar hasta que no viva allí un año al menos.
—Eso me suena a discriminación, Jack.
—Que se jodan —exclamó Jack enfadado—. Ellen no entrará a formar parte de su condenado club aunque ellas se lo pidan de rodillas. Así pues le he comprado un coche. Un Buick de segunda mano. A ella le encanta. Debería haberlo hecho hace dos años.
—¿Cómo es la casa?
—No está mal —contestó Jack, suspirando—. Aunque el recibo de la electricidad es muy alto. Deberías ver cuánto pagamos. Eso no es bueno para gente con un hijo en la universidad.
Caminaron arrastrando los pies. Ahora que ya había pasado el malhumor de Jack, la avergonzada sonrisa había vuelto a su rostro. Se dio cuenta de que Jack se sentía casi patéticamente contento de haber visto a alguien conocido de su antiguo barrio, y que prolongaba el momento. Tuvo una visión repentina de Jack deambulando por la nueva casa, el sonido de la televisión llenando las habitaciones, los fantasmas por toda compañía, su esposa a miles de kilómetros de distancia, imaginándose a su suegra enterrada.
—Escucha, ¿por qué no te vienes conmigo a casa? —le preguntó—. Nos tomaremos unas cuantas cervezas y escucharemos a Howard Cosell explicando todo lo que anda mal.
—Eh, eso me parece estupendo.
—Llamaré antes a Mary por teléfono para decírselo.
Mary estuvo de acuerdo. Dijo que pondría a descongelar unas pastas y que después se acostaría para no contagiarle su resfriado a Jack.
—¿Le gusta su nuevo barrio? —preguntó ella.
—Sí, supongo que sí. Mary, la madre de Ellen ha muerto. Ella está en Cleveland para el funeral. Fue cáncer.
—Oh, no.
—Así que he pensado que quizá le gustaría tener compañía, ya sabes…
—Claro, desde luego. —Hizo una pausa—. ¿Le has dicho que quizá seamos vecinos dentro de poco?
—No —contestó él—, eso no se lo he dicho.
—Deberías hacerlo. Puede que se anime un poco.
—Claro. Hasta luego, Mary.
—Hasta luego.
—Tómate una aspirina antes de acostarte.
—Lo haré.
—Hasta luego.
—Adiós, George. —Mary cortó la comunicación.
Él se quedó mirando el teléfono, helado. Sólo lo llamaba así cuando estaba muy contenta con él. Originalmente, Fred-y-George había sido un juego de Charlie.
Él y Jack Hobart fueron a casa y vieron el partido. Bebieron mucha cerveza. Pero no fue tan bien como en otras ocasiones.
Cuando Jack subió al coche para regresar a su casa, a las doce y media, levantó la mirada con expresión de enojo.
—Esa maldita autopista —estalló—. Eso lo ha jodido todo.
—Así ha sido, en efecto.
Le dio la impresión de que Jack tenía aspecto de viejo, y eso le asustó: ambos eran de la misma edad.
—Mantente en contacto, Bart.
—Lo haré.
Se sonrieron el uno al otro con expresiones vacías, un poco bebidos, un poco deprimidos. Él se quedó mirando el coche de Jack hasta que las luces traseras desaparecieron en la curva, colina abajo.
27 de noviembre de 1973
Se sentía algo cansado y adormilado por haberse quedado hasta tan tarde la noche anterior. El ruido de las lavadoras girando durante el ciclo del escurrido parecía resonar en sus oídos, y el continuo golpeteo y siseo de las planchadoras de camisas le obligaban a hacer muecas de dolor.
Freddy fue aún peor. Freddy le arruinó el día.
Escucha, le decía Fred. Ésta es tu última oportunidad, muchacho. Aún dispones de toda la tarde para ir al despacho de Monohan. Si no haces algo antes de las cinco, será demasiado tarde.
«La opción no caduca hasta la medianoche».
Desde luego que no. Pero seguro que, justo después del trabajo, Monohan va a sentir la urgente necesidad de visitar a unos parientes. En Alaska. Para él representa la diferencia entre la comisión producida por cuatrocientos cincuenta mil dólares o por quinientos mil… justo el precio de un coche nuevo. Ni siquiera necesitas calculadora de bolsillo para saber cuánto dinero es. Por esa cantidad uno puede encontrar parientes hasta en las alcantarillas de Bombay.
Pero no importó. Las cosas habían ido ya demasiado lejos. Había permitido que la máquina siguiera rodando sin él durante demasiado tiempo. Estaba como hipnotizado ante la previsible explosión, y casi ansiaba que se produjera. Su estómago gruñía por sus propios jugos.
Se pasó la mayor parte de la tarde en la sección de lavado, observando cómo Rod Stone y Dave cargaban las lavadoras junto con los nuevos productos de lavado. Había mucho ruido en aquella sección. Y el ruido hacía que le doliera su delicada cabeza, pero con ello evitaba escuchar sus propios pensamientos.
Terminada la jornada sacó la ranchera del aparcamiento —Mary se mostró encantada de que se lo llevara, ya que iba a ver la nueva casa—. Atravesó el centro de la ciudad y, más tarde, Norton.
En Norton había negros en las esquinas de las calles y a las puertas de los bares. Los restaurantes anunciaban diversas clases de comida. Los niños saltaban y bailaban sobre cuadrados dibujados con tiza en las aceras. Vio un coche enorme —un Cadillac Eldorado de color rosa— que se detenía delante de un anónimo edificio de apartamentos. El hombre que descendió de él era un negro atlético con un traje blanco con botones de perlas, sombrero también blanco, zapatos negros y grandes bucles dorados que le caían a los lados. Llevaba un bastón con una gran bola de marfil en la empuñadura. Caminó con lenta majestuosidad, dirigiéndose hacia el capó del coche, donde había montada una serie de cornamentas de caribú. Una diminuta cucharilla de plata, pendiente de una cadena también de plata colgaba de su cuello, despidiendo reflejos bajo el sol otoñal. Observó al hombre por el espejo retrovisor, mientras los niños corrían hacia él para pedirle golosinas.
Nueve manzanas después los bloques de apartamentos empezaron a escasear y aparecieron los campos abiertos y mal cuidados, todavía blandos y húmedos. En los charcos de agua aceitosa, de superficie plana, el reflejo del sol formaba mortecinos arco iris. A la izquierda, cerca del horizonte, vio un avión que descendía hacia el aeropuerto de la ciudad.
Se encontraba en la carretera 16, atravesando la zona que se extendía entre la ciudad y los límites municipales. Pasó junto a un McDonald's, un Shakey's y un Nino's Steak Pit. Dejó atrás dos moteles, ambos cerrados porque no era la temporada. Cuando pasó por delante del Norton Drive-In, leyó un cartel que anunciaba: VIERNES - SÁBADO - DOMINGO. ESPOSAS INQUIETAS. ALGUNAS TIENEN PRISA. PRECIO X. BAILE A LAS OCHO.
Pasó por delante de una bolera y una galería de tiro, ambas cerradas por fuera de temporada. También vio dos gasolineras, con sendos carteles: LO SENTIMOS. NO HAY GASOLINA.
Aún faltaban cuatro días para que recibieran sus cupos de gasolina para diciembre. Ni siquiera fue capaz de experimentar compasión por el país como un todo, a medida que éste se introducía en aquella crisis al estilo de una novela de ciencia ficción —el país había despilfarrado demasiado petróleo durante excesivo tiempo como para que mereciera su simpatía—, pero sí sentía compasión por los hombrecillos con su polla atrapada en los goznes de una gran puerta.
Un kilómetro y medio después llegó ante la tienda de Coches Usados Magliore. No sabía qué había esperado encontrar, pero se sintió desilusionado. Parecía una tienda de rebajas poco de fiar. Había coches estacionados en el aparcamiento situado frente a la carretera, bajo hileras de banderolas de colores —rojo, amarillo, azul, verde— atadas entre luces destinadas a iluminar el producto durante la noche. Sobre los parabrisas de los coches se veían los precios y los anuncios: 795 DÓLARES. ¡FUNCIONA BIEN!, Y 550 DÓLARES. ¡BUEN MEDIO DE TRANSPORTE! Y sobre un viejo y polvoriento Valiant con los neumáticos gastados y el parabrisas astillado se leía: 75 DÓLARES. ¡MECÁNICA ESPECIAL!
Un vendedor con un abrigo de color gris verdoso asentía y sonreía sin compromiso a un joven con una chaqueta de seda roja que hablaba con él. Ambos estaban de pie junto a un Mustang azul con cáncer en los ejes. El joven dijo algo con vehemencia y cerró la portezuela del lado del conductor con un movimiento brusco de la palma de la mano. Del coche se desprendió una pequeña ráfaga de óxido. El vendedor se encogió de hombros y siguió sonriendo. El Mustang se quedaría allí y se haría un poco más viejo.
En el centro del aparcamiento había una combinación de despacho y garaje. Aparcó y descendió del coche. Había un elevador en el garaje, sobre el que descansaba un viejo Dodge. Un mecánico surgió de debajo, sosteniendo un silenciador en sus manos embutidas en unos guantes grasientos, como si fuera un cáliz.
—Oiga, no puede usted aparcar ahí, señor. Está en medio del paso.
—¿Dónde aparco, entonces?
—Llévelo a la parte de atrás si va a la oficina.
Rodeó el edificio, conduciendo cuidadosamente por el estrecho pasillo que quedaba entre el arrugado lateral metálico del garaje y la hilera de vehículos aparcados. Dejó el coche detrás del garaje y se apeó. El viento, fuerte y cortante, le obligó a hacer una mueca de dolor. Tuvo que entrecerrar los ojos para evitar que lloraran.
En aquella parte había una sección de desguace bastante grande. A casi todos los coches les faltaba alguna parte y ahora permanecían sobre las llantas o los ejes, como las víctimas de una terrible plaga, demasiado contagiosa como para ser llevados al horno. Se quedó mirando, ensimismado, las rejillas en que el lugar ocupado antes por los faros aparecía vacío.
Caminó hacia la parte delantera. El mecánico estaba instalando el silenciador. A su derecha, una botella de coca abierta se balanceaba por encima de un montón de neumáticos.
—¿Está el señor Magliore? —preguntó al mecánico. Hablar con los mecánicos siempre hacía que se sintiera ridículo. Había comprado su primer coche veinticuatro años antes, y seguía sintiéndose como un muchacho inexperto cuando hablaba con ellos.
El hombre lo miró por encima del hombro y siguió trabajando con la llave inglesa.
—Sí, él y Mansey. Están en la oficina.
—Gracias.
—De nada.
Entró en la oficina. Las paredes eran de imitación a pino; el suelo, de embarrados cuadrados de linóleo rojos y blancos. Había dos sillas viejas, con un montón de revistas andrajosas entre ellas… Vida al aire libre, Campo y Playa. No vio a nadie sentado en las sillas. Había una puerta, que probablemente conducía al despacho interior, y un pequeño cubículo a la izquierda, como el camerino de un teatro. Allí, una mujer trabajaba ante una calculadora. Entre el cabello se había insertado un lápiz amarillo. Un par de gafas colgaban sobre sus escasos senos, sostenidas por una cinta negra. Se dirigió hacia ella, sintiéndose nervioso. Se humedeció los labios antes de hablar.
—Disculpe.
Ella levantó la mirada.
—¿Sí?
Experimentó el loco impulso de gritar: «Estoy aquí para ver a Sally Ojo Único, bruja. Mueve el culo». Pero en lugar de eso dijo:
—Tengo una cita con el señor Magliore.
—¿De veras? —Ella lo observó un instante con mirada cautelosa, consultó un montón de papeles que había sobre la mesa, junto a la calculadora y extrajo uno—. ¿Es usted el señor Dawes? ¿Barton Dawes?
—Sí.
—Puede pasar.
Le sonrió ligeramente y volvió a teclear en la calculadora.
Él estaba muy nervioso. Sin duda alguna, ya debían de saber que los había engañado. Parecían llevar una especie de negocio de venta de coches a medianoche, o así se lo había parecido por la forma en que Mansey le habló el día anterior. Y ellos sabían que él lo sabía. Quizá sería mejor dirigirse a la puerta de salida, conducir a toda velocidad hasta el despacho de Monohan y cogerle allí antes de que se largara a Alaska o a Tombuctú o al lugar donde se dispusiera a huir.
Por fin, dijo Freddy, muestras un poco de sentido común.
Pero, a pesar de Freddy, anduvo hacia la puerta, la abrió y entró en el despacho interior. Allí había dos hombres. El que estaba sentado detrás de la mesa era gordo y con gafas de cristales gruesos. El otro, más delgado, llevaba una chaqueta de color salmón rosado que le hizo pensar en Vinnie. Estaba inclinado sobre la mesa. Ambos revisaban el catálogo de J. C. Whitney.
Levantaron la mirada hacia él. Magliore sonrió desde detrás del escritorio. Los cristales de las gafas hacían que sus ojos pareciesen desvaídos y enormes, como la clara de los huevos escalfados.
—¿El señor Dawes?
—En efecto.
—Me alegro de que haya venido. ¿Quiere cerrar la puerta?
—Muy bien.
La cerró. Cuando se volvió, Magliore ya no sonreía. Tampoco Mansey. Se limitaron a mirarle, y le dio la impresión de que la temperatura de la habitación había descendido cinco grados.
—Muy bien —dijo por fin Magliore—. ¿Qué significa esta mierda?
—Quería hablar con usted.
—Eso no cuesta nada. Pero no me gusta hablar con pájaros de mierda como usted. Llamó por teléfono a Pete y le contó no sé qué tonterías sobre dos Eldorados —dijo, pronunciando «Eldoraydos»—. Háblelo conmigo. Dígame a qué se debe este embrollo.
—He oído decir que usted vende cosas —dijo él, todavía junto a la puerta.
—Sí, en efecto. Coches. Vendo coches.
—No. Me refiero a otro material. Un material como… —Miró alrededor de él, contemplando por un instante las paredes revestidas de falso pino. Sólo Dios sabía cuántos micrófonos ocultos habría en aquel lugar—. Justo material de ése —terminó por decir a trompicones.
—¿Se refiere usted a material como droga, putas y apuestas ilegales? ¿O acaso quiere comprar algo para cargarse a su esposa o a su jefe? —Magliore observó la mueca de su rostro y se echó a reír con aspereza—. Eso no está nada mal, señor, nada mal para un pájaro de mierda como usted. Sólo es cuestión de: «¿Qué ocurriría si hubiera micrófonos ocultos?». Esa es la primera lección en la academia de policía, ¿verdad?
—Mire, yo no soy un…
—Cierre el pico —le ordenó Mansey. Sostenía el catálogo J. C. Whitney entre las manos. Llevaba las uñas manicuradas. Él nunca las había visto, excepto en los anuncios de televisión en que el anunciante tenía que mostrar una caja de aspirina o algo parecido—. Cuando Sal quiera que hable ya se lo dirá.
Él parpadeó y cerró la boca. Aquello era como una pesadilla.
—Cada vez sois más estúpidos —dijo Magliore—. Muy bien. Me gusta tratar con estúpidos. Estoy acostumbrado a hacerlo. Y soy muy bueno en eso. Usted no lo sabrá, pero este negocio es tan limpio como el agua de un riachuelo. Lo limpiamos cada semana. En casa tengo una caja de puros llena de pequeños artilugios. Micrófonos de contacto, de botón, de presión, grabadoras Sony del tamaño de su mano. Pero eso ya no se estila al parecer. Ahora envían pájaros de mierda como usted.
—No soy un pájaro de mierda —se oyó decir.
Una expresión de exagerada sorpresa apareció en el rostro de Magliore. Se volvió hacia Mansey y preguntó:
—¿Has oído eso? Ha dicho que no es un pájaro de mierda.
—Sí, lo he oído —respondió Mansey.
—¿A ti te parece un pájaro de mierda?
—Sí, me lo parece —contestó Mansey.
—Hasta habla como un pájaro de mierda, ¿no crees?
—Sí.
—De modo que, si no es un pájaro de mierda —dijo Magliore, volviéndose hacia él—, ¿qué es usted?
—Soy… —empezó a decir, sin estar muy seguro de qué iba a decir.
¿Qué era él? Fred, ¿dónde estás cuando te necesito?
—Vamos, vamos —dijo Magliore—. ¿Policía estatal? ¿Municipal? ¿Del FBI? Parece un novato del FBI, ¿no crees, Pete?
—Sí —contestó Pete.
—Ni la policía municipal nos enviaría a un pájaro de mierda como usted, señor. Tiene que ser uno del FBI o un detective privado. ¿Cuál de los dos?
Él empezó a enfadarse.
—Échalo a la calle, Pete —dijo Magliore, perdiendo interés.
Mansey empezó a acercarse, sosteniendo aún el catálogo de J. C. Whitney.
—¡Escúcheme, estúpido escarabajo pelotero! —gritó de repente a Magliore—. Probablemente ve policías hasta debajo de la cama. ¡Es así de estúpido! ¡Seguro que se imagina que están en su casa, tirándose a su mujer cuando usted está aquí!
Magliore lo miró, abriendo mucho los ojos. Mansey se quedó helado, con una expresión de incredulidad en el rostro.
—¿Escarabajo pelotero? —dijo Magliore, repitiendo las palabras con lentitud, como un carpintero sosteniendo en las manos una herramienta desconocida—. ¿Me ha llamado escarabajo pelotero?
Él mismo estaba asombrado por lo que acababa de decir.
—Me lo llevaré a la parte de atrás —intervino Mansey, avanzando de nuevo hacia él.
—Espera —dijo Magliore con voz ronca. Lo miró entonces con verdadera curiosidad—. ¿Me ha llamado escarabajo pelotero?
—No soy policía —repuso él—. Tampoco un maleante. Soy sólo un tipo que ha oído decir que vende usted cierto material a la gente que tiene el dinero suficiente para pagarlo. Bien, yo tengo el dinero. No sabía que uno tenía que decir alguna contraseña, ni descodificar una clave, ni toda esa mierda de cosas. Sí, le he llamado escarabajo pelotero. Lo siento, si con eso evito que este hombre me pegue. Soy…
Se humedeció los labios y no se le ocurrió cómo continuar. Magliore y Mansey lo miraban fascinados, como si se hubiera transformado en una estatua de mármol griega ante sus ojos.
—Escarabajo pelotero —repitió Magliore—. Regístralo, Pete.
Las manos de Pete lo agarraron por los hombros y le hicieron volverse de espaldas a él.
—Ponga las manos contra la pared —ordenó Mansey con la boca cerca de su oreja. Olía a colonia barata—. Abra las piernas, como en las películas de policías.
—Yo no veo películas de policías —dijo él, aunque sabía qué pretendía Mansey.
Adoptó la posición de cacheo. Mansey le recorrió las piernas con las manos, le palmeó la entrepierna del pantalón con la impersonalidad de un médico, introdujo una mano en su cinturón, le palmeó los costados y le deslizó un dedo por debajo del cuello de la camisa.
—Limpio —dijo finalmente Mansey.
—Vuélvase —ordenó Magliore. Él obedeció. Magliore seguía observándole con fascinación.
—Acérquese.
Se acercó.
Magliore dio unos golpecitos contra el cristal de la mesa. Bajo éste había varias fotografías. Una mujer de tez oscura que sonreía hacia la cámara, con gafas de sol sobre la cabeza, sujetando su ensortijado cabello; unos muchachos de piel olivácea chapoteando en una piscina; el propio Magliore caminando por la playa con un traje de baño negro, con el aspecto del rey Faruk, seguido por un gran perro pastor escocés.
—Vacíelo todo —ordenó.
—¿Cómo dice?
—Todo lo que lleva en los bolsillos. Déjelo sobre la mesa.
Pensó en protestar, pero de inmediato recordó la presencia de Mansey, ligeramente inclinado por detrás de su hombro. Y obedeció.
De los bolsillos del abrigo sacó las entradas de la última película que él y Mary habían visto juntos. Algo musical. No recordaba el título. Se quitó el abrigo.
De la chaqueta extrajo un encendedor Zippo con sus iniciales —BGD— grabadas. Un tubito con piedras de mechero. Una cajita de pastillas de leche de magnesia. Un recibo de A & S Tires, el taller donde le habían instalado los neumáticos para nieve. Mansey lo miró.
—¡Cielos, lo han clavado! —exclamó con cierta satisfacción.
Se quitó la chaqueta. En el bolsillo de la camisa no llevaba más que un bolígrafo. Del bolsillo derecho del pantalón sacó las llaves del coche y cuarenta centavos en monedas de cinco. Por alguna razón, nunca lograba otro cambio; las monedas de cinco centavos parecían perseguirle. Nunca tenía monedas de diez centavos para las máquinas automáticas de los aparcamientos. Puso la cartera sobre el cristal de la mesa, junto con el resto de sus cosas.
Magliore cogió la cartera y contempló el gastado monograma que había en ella. Mary se la había regalado por el aniversario de boda, cuatro años antes.
—¿Qué significa la «G»? —preguntó Magliore.
—George.
Abrió la cartera y extrajo su contenido, dejándolo delante de él, como si estuviese haciendo un solitario.
Había cuarenta y tres dólares en billetes de veinte y de uno.
Las tarjetas de crédito: Shell, Sunoco, Arco, Grant's, Sears, Almacenes Carey, American Express.
El permiso de conducir. La tarjeta de la seguridad social. Un carné de donante de sangre, tipo A positivo. Una tarjeta de la biblioteca. Un portafotos de plástico de varios compartimientos. Una fotocopia del certificado de nacimiento. Varias facturas viejas, algunas de las cuales se deshacían a causa del tiempo y de los dobleces. Recibos de depósitos bancarios, de varios meses de antigüedad algunos de ellos.
—¿Qué pasa con usted? —preguntó Magliore irritado—. ¿Es que nunca limpia la cartera? Carga con una cartera como ésta y la lleva encima todo el año, cuando no necesita la mitad de las cosas.
—No me gusta tirar los papeles —dijo él, encogiéndose de hombros.
Pensó en lo extraño que le pareció el hecho de haberse enojado cuando Magliore le llamó pájaro de mierda, y de no importarle ahora su crítica sobre la cartera.
Magliore abrió el portafotos, que estaba lleno de fotografías. La de arriba era de Mary, bizqueando y sacándole la lengua a la cámara. Era una foto antigua. En aquella época estaba más delgada.
—¿Su esposa?
—Sí.
—Apuesto a que es guapa cuando no tiene una cámara delante.
Pasó a la siguiente y sonrió.
—¿Su hijo pequeño? Yo tengo uno, más o menos de esta misma edad. ¿Sabe jugar al béisbol? Seguro que sí.
—Era mi hijo, sí. Está muerto.
—Malo. ¿Un accidente?
—Tumor cerebral.
Magliore asintió con un gesto y contempló las otras fotografías. Instantáneas de una vida: la casa de Crestallen Street West, él y Tom Granger de pie en la sección de lavado, una fotografía suya en el estrado de la convención de lavanderías el año en que se celebró en la ciudad (había presentado al orador que pronunció el discurso de apertura), la barbacoa del patio trasero con él de pie, con gorro de cocinero y un delantal que rezaba: «PAPÁ COCINA, MAMÁ MIRA».
Magliore dejó el portafotos, recogió las tarjetas de crédito y se las tendió a Mansey.
—Saca fotocopias —le dijo—. Y también de uno de esos recibos de depósito. Su esposa guarda el talonario de cheques bajo llave, como la mía.
Magliore se echó a reír. Mansey lo miró con escepticismo.
—¿Va usted a hacer tratos con este pájaro de mierda?
—No vuelvas a llamarlo así, y quizá él no me llame escarabajo pelotero —se echó a reír con una carcajada que terminó abruptamente—. Ocúpate de tus asuntos, Petie. No me digas lo que debo hacer con los míos.
Mansey rió, pero con un talante diferente. Magliore lo miró cuando la puerta se cerró. Sonrió y sacudió la cabeza.
—Escarabajo pelotero —dijo—. Cielo santo, creía que ya me habían llamado de todo.
—¿Por qué va sacar fotocopias de mis tarjetas de crédito?
—Somos propietarios parciales de una computadora. Nadie es su dueño por completo. La gente comparte su utilización. Si una persona conoce los códigos correctos, puede pinchar los bancos de memoria de más de cincuenta empresas que tienen negocios locales. De modo que voy a comprobar si es usted quien aparenta ser. Si es un policía, lo descubriremos. Si esas tarjetas de crédito son falsas, lo descubriremos. Si son reales, pero no le pertenecen, también lo descubriremos. Pero usted me ha convencido. Creo que es sincero. Escarabajo pelotero. —Sacudió la cabeza y se echó a reír—. ¿Ayer fue lunes? Ha tenido suerte de no llamármelo el lunes.
—¿Puedo decirle ahora lo que quiero comprar?
—Hágalo, y aunque usted fuese un policía con seis magnetofones ocultos, no podría tocarme. Eso sería una trampa. Pero no quiero saberlo ahora. Vuelva usted mañana, a la misma hora, al mismo lugar, y entonces le diré si quiero escucharle. Aunque usted sea sincero, es posible que no le venda nada. ¿Y sabe por qué?
—¿Por qué?
Magliore se echó a reír de nuevo.
—Porque creo que es usted un tipo duro. Conduce sobre tres ruedas. Vuela a ciegas.
—¿Por qué? ¿Sólo porque le he insultado?
—No —contestó Magliore—. Porque usted me recuerda algo que me sucedió cuando era un chico de la edad de mi hijo. En el barrio donde yo crecí (la «cocina del infierno», en Nueva York), había una perra mestiza. Era antes de la Segunda Guerra Mundial, en plena depresión. Un tipo llamado Piazzi tenía una perra mestiza negra llamada Andrea, aunque todo el mundo la llamaba la perra del señor Piazzi. Él la tenía atada todo el tiempo, pero eso no parecía importarle a la perra, al menos hasta aquel caluroso día de agosto. Creo que fue en 1937. Se lanzó sobre un chico que se acercó para acariciarla y lo envió al hospital por un mes. Le dieron treinta y siete puntos en el cuello. Yo sabía que algún día ocurriría algo así. La perra se pasaba todo el día bajo el sol, cada día, durante todo el verano. A mediados de junio dejó de mover el rabo cuando los chicos se acercaban a acariciarla. Después, empezó a mirar mal. A finales de julio gruñía cada vez que un chico la acariciaba. Cuando empezó a hacer eso, dejé de acariciar a la perra del señor Piazzi. Entonces los chicos me preguntaron: «¿Qué pasa, Sally? ¿Te has vuelto un gallina?». Y yo respondí: «No, no soy un gallina, pero tampoco un estúpido. Esa perra dará un disgusto cualquier día de éstos». Y todos me dijeron: «No digas tonterías, la perra del señor Piazzi no muerde, nunca ha mordido a nadie, ni siquiera mordería a un bebé que le metiera la cabeza en la boca». Y yo repliqué: «Seguid acariciándola y veréis. No hay una ley que lo prohíba, pero yo no lo haré». Y todos empezaron a decir: «Sally le tiene miedo a los perros, Sally es un gallina, Sally es una chica, Sally quiere ir con su mamá cuando pase por delante de la perra del señor Piazzi». Ya sabe usted cómo son los chicos.
—Lo sé —dijo él.
Mansey, que ya había regresado con las tarjetas de crédito, permanecía de pie junto a la puerta, escuchando.
—Y uno de los chicos que más gritaba fue quien finalmente se la cargó. Luigi Bronticelli se llamaba. Un buen judío como yo, ¿sabe? —Magliore se echó a reír—. Un día de agosto se acercó a la perra del señor Piazzi para acariciarla. Hacía tanto calor que se podría haber frito un huevo sobre la acera, y no había soplado ni una pizca de aire en todo el día. Ahora tiene una barbería en Manhattan y todos le llaman el Susurros. —Magliore le dirigió una sonrisa—. Usted me recuerda a la perra del señor Piazzi. Todavía no gruñe, pero estoy seguro de que si alguien le acariciara lo miraría de mala manera. Y hace ya tiempo que dejó usted de mover el rabo. Pete, dale sus cosas.
Mansey se lo entregó todo.
—Venga mañana y seguiremos esta conversación —dijo Magliore. Lo observó mientras él se guardaba todo en la cartera y añadió—: Y debería limpiar todo eso; enviar a la mierda la mayor parte de las cosas que lleva en esa cartera.
—Quizá lo haga —repuso él.
—Pete, acompáñalo hasta su coche.
—Desde luego.
Ya había abierto la puerta y se disponía a salir cuando Magliore dijo tras él:
—¿Sabe qué hicieron con la perra del señor Piazzi? La llevaron a la perrera y la gasearon.
Después de la cena, mientras John Chancellor hablaba acerca de que el menor índice de accidentes en la autopista de Jersey era achacable quizá a la reducción del límite de velocidad, Mary le preguntó por la casa.
—Hay termitas —respondió. La expresión del rostro femenino se derrumbó como un ascensor rápido.
—Oh. No es buena, ¿eh?
—Mañana volveré allí. Si Tom Granger conoce a un buen exterminador de termitas, le diré que me acompañe. Quiero la opinión de un experto. Quizá no esté tan mal como parece.
—Esperémoslo. Con patio trasero y todo… —dijo ella melancólicamente.
Oh, eres un príncipe, dijo Freddy de pronto. Un verdadero príncipe. ¿Cómo eres tan bueno con tu esposa, George? ¿Se trata de un talento natural o has tomado lecciones?
—¡Cierra el pico! —exclamó él en voz alta.
Mary le miró, asombrada.
—¿Qué has dicho?
—Oh… Me refiero a Chancellor —dijo él—. Locutores como John Chancellor, Walter Cronkite y todos los demás me dan náuseas.
—No deberías odiar al mensajero a causa del mensaje —observó ella mirando a John Chancellor en la pantalla, con expresión dubitativa y preocupada.
—Supongo que no —admitió, y pensó: Freddy, eres un hijo de puta.
Freddy le dijo lo mismo que su esposa: que no odiara al mensajero a causa del mensaje.
Contemplaron el telediario en silencio durante un rato. Después emitieron el anuncio de un medicamento contra el resfriado… En la pantalla aparecieron dos hombres cuyas cabezas se habían convertido en bloques de mocos. Cuando uno de ellos se tomaba la pastilla, el cubo de color gris verdoso que cubría su cabeza se deshacía en grandes jirones.
—Parece que esta noche estás mejor del resfriado —observó él.
—Sí, lo estoy, Bart, ¿cómo se llama el corredor?
—Monohan —contestó él de manera automática.
—No, no me refiero al que vende esa fábrica para la lavandería. Me refiero al de la casa.
—Olsen —contestó rápidamente, extrayendo el nombre del fondo de sus recuerdos.
Siguieron dando noticias. Hubo un informe sobre David Ben Gurion, que estaba a punto de reunirse con Harry Truman en aquel gran Secretariado que debía de haber en el cielo.
—¿Le gusta a Jack su nuevo barrio? —preguntó su esposa.
Iba a decirle que a Jack no le gustaba en absoluto, pero en lugar de ello se oyó contestar.
—Supongo que sí.
John Chancellor cerró el telediario con un comentario humorístico acerca de platillos volantes sobre Ohio.
Se fue a la cama a las diez y media y por lo visto tuvo aquella pesadilla nada más acostarse, porque cuando se despertó el reloj digital marcaba las 11.22 P.M.
En la pesadilla había estado de pie en la esquina de las calles Venner y Rice, en Norton. Estaba justo debajo del cartel anunciador del nombre de la calle. Más abajo, delante de una pastelería, acababa de detenerse un enorme coche de color rosa con cornamentas de caribú montadas sobre el capó. De escaleras y porches empezaron a surgir niños que se acercaron al automóvil.
Al otro lado de la calle había un gran perro negro encadenado a la barandilla de la escalera que conducía a un elegante edificio de apartamentos de ladrillo. Un niño pequeño se aproximaba confiadamente al animal.
Él intentó gritar: «¡No acaricies a ese perro! ¡Ve a recoger tu golosina!». Pero las palabras no le salieron. El hombre del coche, vestido con traje blanco y sombrero, se volvió a mirar como a cámara lenta. Tenía las manos llenas de golosinas. Los niños que lo rodeaban también se volvieron a mirar. Todos los niños que rodeaban el coche eran negros, pero el pequeño que se aproximaba al perro era blanco.
El perro saltó, catapultándose sobre sus patas traseras como una flecha. El niño gritó y se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos al cuello. Cuando se volvió, la sangre se escapaba a borbotones entre sus dedos. Era Charlie.
Y entonces se despertó.
Las pesadillas. Las malditas pesadillas.
Hacía tres años que su hijo había muerto.
28 de noviembre de 1973
Estaba nevando cuando se levantó, pero ya casi había parado cuando llegó a la lavandería. Tom Granger salió corriendo de la planta, en mangas de camisa, con la respiración entrecortada, exhalando una nube de vapor en el aire frío. Al ver la expresión de su rostro, él supo que iba a ser un día muy agitado.
—Tenemos problemas, Bart.
—¿Malos?
—Bastante malos. Johnny Walker ha sufrido un accidente cuando regresaba de Holiday Inn con su primera carga. Un tipo que conducía un Pontiac se saltó un semáforo en rojo en Deakman y chocó de lleno contra él. —Se detuvo y miró sin propósito fijo hacia las puertas de la sección de carga. No había nadie allí—. Los policías han dicho que Johnny está malherido.
—Santo cielo.
—Llegué allí quince o veinte minutos después de que ocurriera el accidente. Ya sabes, el cruce…
—Sí, sí, aquello es una putada.
—Si no fuese tan terrible, me echaría a reír —dijo Tom, sacudiendo la cabeza—. Parecía como si alguien hubiera arrojado una granada contra una lavandera. Había sábanas y toallas de Holiday Inn desperdigadas por todas partes. Algunas personas se dedicaban a robarlas, ¡los muy imbéciles! Es increíble lo que la gente es capaz de hacer. Y la furgoneta… Bart, no queda nada de la puerta del conductor. Sólo chatarra. Johnny recibió todo el impacto.
—¿Está en el hospital Central?
—No, en el St. Mary. Johnny es católico, ¿no lo sabías?
—¿Quieres venir conmigo?
—Será mejor que no. Ron no hace más que gritar pidiendo presión en la caldera. —Se encogió de hombros, sintiéndose incómodo, y añadió—: Ya conoces a Ron. El espectáculo debe continuar.
—Está bien.
Subió de nuevo a su coche y se dirigió hacia el St. Mary. Santo cielo, tenía que haberle ocurrido precisamente a Johnny Walker, la única persona de la lavandería, además de él mismo, que trabajaba en La Cinta Azul desde 1953… En realidad, Johnny había empezado en 1946. Aquel pensamiento se le atragantó en el cuello como una espina. Sabía por los periódicos que la ampliación de la 784 iba a dejar anticuado el peligroso cruce Deakman.
En realidad no se llamaba Johnny. Su nombre era Corey Everett Walker… lo había visto en suficientes tarjetas como para saberlo bien. Pero hacía veinte años que lo conocían como Johnny. Su esposa había muerto en 1956, durante un viaje de vacaciones a Vermont. Desde entonces vivía con su hermano, que conducía una furgoneta de servicios sanitarios municipales. En La Cinta Azul había docenas de trabajadores que llamaban a Ron Pelotas de Piedra a sus espaldas, pero Johnny había sido el único en decírselo a la cara y salir bien librado de ello.
Si Johnny muere, pensó, seré el empleado más antiguo de la lavandería. Nadie podrá superar entonces mi récord de veinte años. ¿No te parece gracioso, Fred?
Fred no lo creía así.
El hermano de Johnny estaba sentado en la sala de espera de urgencias. Era un hombre alto, de facciones parecidas a las de Johnny y de fuerte complexión. Iba vestido con un mono verde oliva y una chaqueta negra. Le daba vueltas a una gorra verdosa entre las rodillas, con la mirada clavada en el suelo. Levantó los ojos cuando oyó pasos.
—¿Es usted de la lavandería? —preguntó.
—Sí. Usted es… —No confiaba en recordar el nombre, pero lo recordó—. Arnie, ¿verdad?
—Sí, Arnie Walker. —Sacudió la cabeza con lentitud—. No lo conozco, señor…
—Dawes. ¿Cómo está?
—No lo sé, señor Dawes. Le he visto en una de esas salas de reconocimiento. Parecía destrozado. Ya no es un niño, ¿sabe? Tenía muy mal aspecto.
—Lo siento mucho.
—Ése es un cruce muy malo. No fue culpa del otro tipo. Patinó en la nieve y se saltó el semáforo. No le culpo. Han dicho que se ha roto la nariz, pero eso es todo. Resulta curioso cómo suceden estas cosas, ¿no le parece?
—Sí.
—Recuerdo una vez que yo conducía un camión con un gran aparejo naval para Hemingway. Era a principios de los años sesenta. Yo estaba en la carretera de Indiana y vi…
La puerta exterior se abrió hacia dentro y un sacerdote entró por ella. Golpeó el suelo con los pies para quitarse la nieve de las botas y avanzó por el pasillo, casi corriendo. Arnie Walker lo vio y sus ojos se abrieron mucho, con expresión conmocionada. Su garganta produjo un sonido agudo, como un gemido, y trató de incorporarse. Pero él le pasó un brazo por los hombros y se lo impidió.
—¡Jesús! —lloró Arnie—. Llevaba la píxide, ¿se ha dado cuenta? Va a administrarle los últimos sacramentos… Quizá ya esté muerto. Johnny…
Había otras personas en la sala de espera: un joven con un brazo roto, una anciana con una venda elástica en una pierna, un hombre con el pulgar aparatosamente vendado. Levantaron la mirada, observando a Arnie, y después la bajaron de nuevo dedicando su atención a la revista que leían.
—Tómeselo con serenidad. —No sabía qué otra cosa decirle.
—Déjeme ir —pidió Arnie—. Tengo que verle.
—Escuche…
—¡Déjeme!
Se lo permitió. Arnie Walker recorrió el pasillo y dobló la esquina del fondo, desapareciendo de su vista, tal y como había hecho el sacerdote. Se sentó en uno de los asientos de plástico y se quedó mirando el suelo, cubierto de pisadas negras y barro. Miró hacia el control de enfermería, donde una mujer atendía una centralita de teléfonos. Después se volvió hacia la ventana y vio que había dejado de nevar.
Desde el fondo del pasillo, donde se hallaban los cubículos de reconocimiento llegó un grito sollozante.
Todos levantaron la mirada, y en cada rostro había la misma expresión horrorizada.
Otro grito, seguido de un sollozo de pena, duro y desgarrador.
Todos volvieron a mirar las revistas. El joven del brazo roto tragó saliva audiblemente, produciendo un pequeño clic en el silencio.
Él se levantó y se marchó rápidamente, sin mirar hacia atrás.
En la lavandería, todos los presentes en la planta baja se le acercaron, y Ron Stone lo permitió.
—No lo sé —les dijo—. No he podido enterarme de si está vivo o muerto. Ya lo sabremos. Simplemente, lo ignoro.
Subió corriendo la escalera, sintiéndose raro y como desconectado del mundo.
—¿Cómo está Johnny, señor Dawes? —le preguntó Phyllis.
Por primera vez se dio cuenta de que Phyllis, cuyo garboso cabello ensortijado de antaño no había resistido el paso del tiempo, parecía vieja.
—Está mal —contestó—. Ha ido un sacerdote a administrarle los últimos sacramentos.
—Oh, qué condenada mala suerte. Y tan cerca de Navidad.
—¿Ha ido alguien a Deakman para recoger su carga? —Ella lo miró con una ligera expresión de reproche.
—Tom envió a Harry Jones. La ha traído hace apenas cinco minutos.
—Bien.
Pero nada estaba bien. Todo estaba mal. Por un momento, pensó en bajar a la sección de lavado y arrojar en las lavadoras suficiente Hexlite como para desintegrarlo todo… cuando el ruido de las secadoras cesara y Pollack abriera las máquinas sólo encontraría un montón de grises hilachas. Eso sí que estaría bien.
Phyllis había dicho algo y él no la había escuchado.
—¿Sí? Lo siento.
—Le he dicho que el señor Ordner ha llamado. Quiere que le telefonee de inmediato. Y un tal Harold Swinnerton, también. Ha dicho que los cartuchos ya han llegado.
—¿Harold…? —Y entonces lo recordó. La armería de Harvey. Sólo que Harvey, como Marley, estaba más muerto que un cadáver—. Ah, sí, muy bien.
Entró en su despacho y cerró la puerta. En el cartel que había sobre la mesa se seguía leyendo: «¡PIENSE! Puede ser una nueva experiencia».
Lo cogió y lo tiró a la papelera. Clunc.
Se sentó detrás del escritorio, sacó lo que había en la cesta de asuntos pendientes y lo arrojó a la papelera sin revisarlo siquiera. Hizo una pausa y miró por todo el despacho. Las paredes estaban revestidas de madera. En la izquierda había colgados dos diplomas enmarcados. Uno de la universidad, y el otro del Instituto de Lavandería, a cuyos cursillos había asistido los veranos de 1969 y 1970. Detrás de él, había una gran fotografía en que él y Ray Tarkington se estrechaban las manos en el aparcamiento de La Cinta Azul, poco después de haber terminado sus estudios. Él y Ray sonreían. Aparecía la lavandería al fondo y tres camiones estacionados en la zona de carga y descarga. La chimenea aún se veía muy blanca.
Ocupaba aquel despacho desde 1967, hacía más de seis años. Antes de Woodstock, de Kent State, de los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, incluso antes que el mandato de Nixon. Se había pasado años de su vida entre aquellas cuatro paredes. Millones de respiraciones, millones de latidos de su corazón. Miró alrededor de él, tratando de sentir algo. Y sólo sintió una ligera tristeza. Eso fue todo.
Se levantó, cogió de la pared los dos diplomas enmarcados y los tiró también a la papelera. El vidrio que cubría el diploma del Instituto de Lavandería se rompió. Los lugares donde habían estado colgados durante aquellos años aparecían de un color más brillante que el resto de la pared, y eso era todo.
Sonó el teléfono y descolgó el auricular, pensando que sería Ordner. Pero se trataba de Ron Stone, que llamaba desde la planta baja.
—¿Bart?
—Sí.
—Johnny ha muerto hace media hora. Creo que, en realidad, no tenía ninguna posibilidad.
—Lo siento mucho. Quiero cerrar durante el resto del día, Ron.
—Supongo que es lo mejor —dijo Ron, con un suspiro—. Pero ¿no temes una bronca de los jefazos?
—Ya no trabajo para los jetazos. Acabo de firmar mi dimisión.
Ya lo había dicho. Eso hacía que las cosas parecieran reales.
En el otro extremo de la línea se produjo un mortal silencio. Hasta él llegó el ruido producido por las lavaderas y las planchadoras. El «rodillo», decían para referirse a estas últimas, teniendo en cuenta qué le sucedería a uno si lo atraparan.
—Creo que te he oído mal —dijo Ron finalmente—. Creo haberte entendido…
—Me has oído bien, Ron. Estoy harto. Ha sido un placer trabajar contigo y con Tom e incluso con Vinnie, cuando es capaz de mantener la boca cerrada. Pero esto se ha terminado.
—Escucha, Bart. Tómatelo con calma. Sé que lo del accidente te ha afectado…
—No se trata de Johnny —dijo, sin saber si era cierto o no.
Quizá hubiera estado dispuesto a hacer un esfuerzo para salvarse a sí mismo, para salvar la vida que había existido bajo la cúpula protectora de la rutina durante los últimos veinte años. Pero cuando el sacerdote pasó junto a él y Ernie, en el hospital, casi corriendo, para dirigirse hacia la habitación donde Johnny se debatía entre la vida y la muerte, y cuando Arnie Walker emitió aquel gemido agudo, lo abandonó todo. Había sido como conducir un coche en un derrape, o engañarse a sí mismo pensando que lo conducía, para, justo antes del choque, levantar las manos del volante y llevárselas a los ojos.
—No se trata de Johnny —repitió.
—Bueno, escucha… escúchame… —pidió Ron con voz trastornada.
—Mira, hablaré contigo después, Ron. —Aunque no sabía si lo haría o no—. Di a todos que paren.
—De acuerdo, de acuerdo, pero…
Depositó el auricular con suavidad.
Cogió el listín telefónico de la estantería y buscó en las páginas amarillas, en el epígrafe de ARMAS. Marcó el número de la armería Harvey.
—Hola, aquí Harvey.
—Soy Barton Dawes —dijo.
—Ah, muy bien. Recibí los cartuchos ayer por la tarde. Ya le dije que llegarían bastante antes de Navidad. Son doscientos.
—Estupendo. Escuche, esta tarde voy a estar muy ocupado. ¿Hasta qué hora tiene usted abierto?
—Cierro a las nueve hasta que llegue Navidad.
—Entonces trataré de pasar por allí a las ocho. Si no pudiese, iría con toda seguridad mañana por la tarde.
—De acuerdo. Oiga, ¿ha descubierto ya si fue en Boca Río?
—Boca… —Oh, sí. Boca Río, donde se suponía que iría a cazar su primo Nick Adams—. Boca Río. Sí, creo que ése es el lugar.
—¡Cielos, cómo lo envidio! Allí pasé la mejor época de caza de mi vida.
—Se mantiene el inestable alto el fuego —dijo. De repente, a su mente acudió la imagen de la cabeza muerta de Johnny Walker disecada sobre la chimenea de troncos eléctricos de Stephen Ordner, con una pequeña y brillante placa de bronce debajo donde se leía:
«HOMO LAVANDERUS. 28 de noviembre de 1973. Destrozado en el cruce de Deakman».
—¿Qué ha dicho? —preguntó Harry Swinnerton, extrañado.
—He dicho que yo también lo envidio —dijo, cerrando los ojos. Una oleada de náuseas le recorrió el cuerpo. Estoy sufriendo un colapso nervioso, pensó. Esto es un colapso nervioso.
—Oh, sí. Bueno, lo veré más tarde.
—Desde luego. Gracias de nuevo, señor Swinnerton. —Colgó, abrió los ojos y contempló las paredes, ahora desnudas, de su despacho. Apretó el botón del intercomunicador.
—¿Phyllis?
—Sí, señor Dawes.
—Johnny ha muerto. Vamos a cerrar hoy.
—Al ver que la gente se marchaba he pensado que había ocurrido algo así.
Phyllis hablaba como si hubiese estado llorando.
—¿Quiere ponerme al habla con el señor Ordner antes de irse, por favor?
—Desde luego.
Se balanceó en la silla giratoria y miró por la ventana. En ese momento una niveladora de carreteras, de brillante color naranja, avanzaba pesadamente con sus cadenas sobre las enormes ruedas, azotando el pavimento. Ellos tienen la culpa, Freddy. Toda la culpa. Yo estaba haciendo las cosas bien hasta que esos tipos del ayuntamiento decidieron arruinar mi vida. Me las iba arreglando bien, ¿verdad, Freddy?
¿Freddy?
¿Fred?
El timbre del teléfono sonó y él contestó.
—Dawes.
—Te has vuelto loco —dijo Steve Ordner sin más—. Has perdido la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que he llamado personalmente al señor Monohan esta mañana, a las nueve y media. A las nueve, la gente de McAn ha firmado los documentos de compra de la fábrica de Waterford. ¿Qué diablos ha ocurrido, Barton?
—Creo que sería mejor que esto lo discutiéramos personalmente.
—Yo también lo pienso así. Debes saber que tu explicación tendrá que ser muy convincente si quieres conservar tu empleo.
—Deja de jugar conmigo, Steve.
—¿Cómo?
—No tengo la menor intención de quedarme, ni siquiera como barrendero. Ya he escrito mi dimisión. El sobre está cerrado, pero te la recitaré de memoria: «Renuncio. Firmado, Barton George Dawes».
—Pero ¿por qué? —El tono de su voz sonó como si hubiese sido físicamente herido.
Pero no lloraba, como Arnie Walker. Dudaba mucho que Steve Ordner hubiera llorado alguna vez después de haber cumplido los once años. El llanto era el último recurso de los hombres débiles.
—¿A las dos? —preguntó él.
—Me parece muy bien —respondió Ordner.
—Adiós, Steve.
—Bart…
Colgó el auricular y se quedó mirando la pared sin verla. Al cabo de un rato, Phyllis asomó la cabeza. Parecía cansada, nerviosa y aturdida bajo aquel peinado anticuado. El ver a su jefe tranquilamente sentado en aquel despacho de paredes vacías no contribuyó a mejorar su estado de ánimo.
—Señor Dawes, ¿debo marcharme? Me gustaría quedarme si…
—No, váyase, Phyllis. Váyase a casa.
Ella pareció hacer un esfuerzo por decir algo más, pero él giró el sillón y se quedó mirando por la ventana, confiando en evitar así una escena incómoda. Al cabo de un momento, la puerta se cerró con mucha suavidad.
En la planta baja, la caldera lanzó un silbido y se apagó. Los motores de los coches empezaron a arrancar en el aparcamiento.
Él permaneció sentado en su despacho vacío, en la lavandería vacía, hasta que llegó la hora de entrevistarse con Ordner. Estaba despidiéndose de muchas cosas.
El despacho de Ordner se hallaba en uno de los rascacielos nuevos del centro de la ciudad que la crisis energética dejaría obsoletos en poco tiempo. Tenía setenta plantas y era todo de cristal, casi imposible de calentar en invierno, y mucho más difícil de refrescar en verano. Los despachos de la Amroco estaban en la planta cincuenta y cuatro.
Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo, subió en la escalera mecánica hasta el vestíbulo, atravesó una puerta giratoria y encontró la hilera de ascensores. Tomó uno de ellos acompañado de una mujer negra con un gran pelo a lo afro. Llevaba un suéter y sostenía entre las manos un bloc de taquigrafía.
—Me gusta su peinado —dijo él abruptamente, sin ninguna razón.
Ella lo miró fríamente y no dijo nada. Nada en absoluto.
La sala de recepción de la oficina de Stephen Ordner había sido amueblada con sillas de diseño moderno. Una secretaria de cabellos rojos se encontraba sentada bajo una reproducción del cuadro de Van Gogh Los girasoles. El suelo estaba cubierto por una alfombra de color ostra. La iluminación era indirecta. Y sonaba música de Mantovani.
La pelirroja le sonrió. Llevaba un suéter negro y el cabello recogido y sujeto con un pañuelo de hilo dorado.
—¿El señor Dawes?
—Sí.
—Pase directamente, por favor.
Abrió una puerta y entró. Ordner estaba escribiendo algo sentado ante su mesa de despacho, la cual tenía un tablero de caoba impresionante. Detrás de él, una ventana enorme permitía una excelente vista del oeste de la ciudad. Levantó la mirada y, al verle, dejó la pluma.
—Hola, Bart —saludó Ordner muy tranquilo.
—Hola.
—Siéntate.
—¿Crees que esto durará mucho? —Ordner le miró fijamente.
—Me gustaría abofetearte, ¿sabes? —dijo—. Me gustaría arrojarte de este despacho a bofetadas. Nada de golpearte o patearte. Sólo abofetearte.
—Lo sé —repuso él, y lo sabía.
—Creo que no tienes idea de lo que has perdido —continuó Ordner—. Supongo que los de McAn te han sobornado. Confío en que te hayan pagado mucho, porque yo te había recomendado para una vicepresidencia ejecutiva en esta empresa. Eso habría representado treinta y cinco mil dólares al año para empezar. Espero que ellos te paguen más.
—No me han dado un centavo.
—¿Es cierto eso?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué, Bart? ¿Por qué, en el nombre del cielo?
—¿Y por qué voy a decírtelo, Steve?
Miró la silla en que le había invitado a sentarse. Era la silla del suplicante, situada al otro lado de la enorme mesa con tablero de caoba.
Por un momento, Ordner pareció sentirse perdido. Sacudió la cabeza como hace un boxeador cuando le han golpeado, pero no muy fuerte.
—Porque eres mi empleado. ¿Qué te parece eso para empezar?
—No es suficiente.
—¿Qué quieres decir?
—Steve, yo fui empleado de Ray Tarkington. Él sí que era una persona real. Quizá él no te importara, pero debes admitir que era una persona real. A veces, cuando hablabas con él, eructaba, se tiraba un pedo o se hurgaba en una oreja. Tenía verdaderos problemas. Yo fui uno de ellos. En cierta ocasión, cuando tomé una decisión errónea sobre la factura de un motel en la plaza Crager, me empujó contra la puerta. Tú no eres como él. A ti no te importa ni un comino lo que suceda con La Cinta Azul, Steve. Y yo tampoco te importo. Sólo te interesa tu capacidad para subir más. De modo que no me vengas con esa mierda de que soy empleado tuyo. No finjas que me has metido la polla en la boca y te la he mordido.
Si la expresión de Ordner no era más que fachada, no se resquebrajó. Los rasgos de su cara siguieron registrando un disgusto bien controlado, nada más.
—¿Crees realmente lo que dices? —preguntó Ordner.
—Sí. A ti La Cinta Azul sólo te interesa en la medida en que afecte a tu posición en la corporación. Así pues, dejemos a un lado esa mierda. Aquí tienes. —Dejó el sobre con su dimisión sobre la mesa. Ordner volvió a sacudir ligeramente la cabeza.
—¿Y qué me dices de la gente a quien has hecho tanto daño, Bart? A la gente humilde. Dejando al margen cualquier otra consideración, tú tenías un puesto importante. —Pareció paladear aquella última frase—. ¿Qué me dices de la gente de la lavandería que va a perder su puesto de trabajo por el mero hecho de que no hay un edificio al que trasladarse?
Él se echó a reír duramente.
—Eres un cerdo hijo de puta. Quieres apostar alto para joderme, ¿verdad? —Ordner se ruborizó.
—Será mejor que expliques eso, Bart —dijo con tono contenido.
—Cualquier empleado de la lavandería, desde Tom Granger hasta Pollack en la sección de lavado, tiene un seguro de desempleo. Es algo suyo. Lo pagan. Si tienes algún problema con ese asunto, piensa en él como si se tratara de una deducción por negocios. Como un almuerzo para cuatro en Benjamin's.
—Ese dinero pertenece a la seguridad social, y tú lo sabes —dijo Ordner, asombrado.
—Eres un cerdo hijo de puta —repitió él. Las manos de Ordner se unieron y formaron un puño doble. Se unieron como las manos de un niño a quien se le ha enseñado a rezar antes de acostarse.
—Te estás excediendo, Bart.
—No, en absoluto. Tú me has hecho venir aquí. Tú me has pedido explicaciones. ¿Qué querías oírme decir? ¿Lo siento, estoy entre la espada y la pared, lo devolveré todo? No puedo, porque no lo siento así. No voy a devolver nada. Y si estoy entre la espada y la pared, es algo que sólo nos concierne a Mary y a mí. Y ella ni siquiera se enterará. ¿Vas a decirme acaso que daño a la corporación? No creo que ni siquiera tú seas capaz de mentir de esa manera. Cuando una corporación alcanza cierto tamaño, nada puede dañarla. Todo cuanto hace se convierte en un acto divino. Si las cosas van bien, obtiene beneficios enormes; si van mal, sólo logra un ligero beneficio, y si las cosas se van al diablo, lo deduce de los impuestos. Pero eso ya lo sabes.
—¿Y qué me dices de tu propio futuro? —preguntó Ordner con cautela—. ¿Qué me dices de Mary?
—No te preocupes por eso. Sólo es una palanca que crees que podrás utilizar. Déjame preguntarte algo, Steve. Lo que ha ocurrido, ¿te hará daño, a ti? ¿Representará un recorte en tu salario, en tus dividendos anuales o en tu fondo de jubilación?
—Vete a casa, Bart —dijo Ordner sacudiendo la cabeza—. No estás en tus cabales.
—¿Por qué? ¿Sólo porque hablo de ti y no del dinero?
—Estás perturbado, Bart.
—Tú no sabes nada de nada —dijo él, acercándose a la mesa y apoyando los puños sobre el suntuoso tablero de caoba—. Estás furioso conmigo, pero ignoras por qué. Alguien te dijo que si esta situación se producía alguna vez te volverías loco. Pero no sabes por qué.
—Estás perturbado —repitió Ordner.
—En eso tienes toda la razón. Y a ti, ¿qué te ocurre?
—Vete a casa, Bart.
—No, pero voy a dejarte solo, y eso es lo que quieres. Pero contéstame una pregunta. Deja de ser un miembro de la corporación, aunque sólo sea por un instante, y respóndeme a esto: ¿Te importa lo que ha ocurrido? ¿Tiene alguna importancia para ti?
Ordner lo miró durante lo que pareció un largo rato. La ciudad se extendía a su espalda como un reino formado de torres, envuelta en una neblina gris.
—No —contestó.
—Muy bien —dijo él suavemente, mirando a Ordner sin animadversión—. No lo hice para hacer daño ni a ti ni a la corporación.
—Entonces ¿por qué? Yo he contestado tu pregunta. Contesta tú ahora la mía. Podrías haber firmado el contrato de adquisición de la fábrica de Waterford. Después de eso, todo habría sido preocupación de otro. ¿Por qué no lo hiciste?
—No puedo explicarlo —contestó—. Me escuché a mí mismo. Pero hay alguien en mi interior que habla un lenguaje distinto. Cuando trato de hablar de eso, suena a la peor clase de mierda. Pero hice lo correcto.
—¿Y Mary? —preguntó Ordner, mirándole impávido.
Él guardó silencio.
—Vete a casa, Bart —repitió Ordner.
—¿Qué quieres, Steve?
—Hemos terminado, Bart —dijo Ordner, sacudiendo la cabeza con impaciencia—. Si te apetece charlar con alguien, entra en un bar.
—¿Qué quieres de mí?
—Sólo que salgas de aquí y te marches a casa.
—¿Qué quieres de la vida, entonces? ¿Dónde te agazapas dentro de las cosas?
—Vete a casa, Bart.
—¡Contéstame! ¿Qué quieres? —Miró a Ordner abiertamente. Éste contestó con tono sereno:
—Quiero lo mismo que todos. Vete a casa, Bart. —Él salió de allí sin mirar atrás. Y nunca volvió a aquel despacho.
Cuando llegó a Coches Usados Magliore volvía a nevar con fuerza y casi todos los coches que se cruzaron con él llevaban los faros encendidos. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado a otro, y en los rincones donde no llegaban, la nieve se derretía formando una masa que se deslizaba hacia abajo como lágrimas.
Aparcó en la parte trasera, y se apeó y anduvo hacia el despacho. Antes de entrar, contempló su fantasmagórico reflejo en un cristal y se limpió una fina película rosada de los labios. La entrevista con Ordner lo había soliviantado mucho más de cuanto habría creído posible. Había comprado una botella de Pepto-Bismol y se había bebido la mitad mientras acudía allí. Es probable que no trabajen durante una semana, Fred. Pero Freddy no respondió. Quizá se había marchado a ver a los parientes de Monohan en Bombay.
La mujer que estaba tras la calculadora le dirigió una extraña sonrisa especulativa y le indicó que pasara.
Encontró a Magliore solo. Leía el Wall Street Journal, y cuando él entró, lo arrojó por encima de la mesa hacia la papelera. Cayó en ella, produciendo un golpe sordo.
—Que se vayan todos al jodido infierno —exclamó Magliore, como si continuase un monólogo interior que hubiese empezado un rato antes—. Todos esos corredores de bolsa son ancianitas, tal y como dice Paul Harvey. ¿Dimitirá el presidente? ¿Lo hará? ¿No lo hará? ¿Lo hará? ¿Quebrará la General Electric a causa de la crisis energética? Es como si me pegaran una patada en el culo.
—Sí —dijo él, aunque no estaba muy seguro de en qué se mostraba de acuerdo.
Se sintió incómodo, sin tener la seguridad de que Magliore recordara quién era él. ¿Cómo empezar la conversación? «Soy el tipo que le llamó escarabajo pelotero, ¿recuerda?». Cielos, aquélla no era forma de comenzar.
—Nieva con más fuerza, ¿verdad?
—Sí.
—Odio la nieve. Mi hermano se marcha a Puerto Rico a primeros de noviembre de cada año, y se queda en la isla hasta el quince de abril. Es propietario del cuarenta por ciento de un hotel de allí. Dice que tiene que cuidar su inversión. Mierda. No sabría ni cuidar de su culo aunque le dieras un rollo de papel de seda. ¿Qué quiere usted?
—¿Eh? —se sobresaltó, sintiéndose culpable.
—Acudió a mí para conseguir algo. ¿Cómo piensa que se lo facilitaré si no sé de qué se trata?
Cuando se enfrentaba con aquella franqueza, le resultaba difícil hablar. La palabra que indicaba lo que quería tenía demasiados rincones oscuros como para salir fácilmente de su boca. Recordó algo que hacía de niño y sonrió un poco.
—¿Qué le parece divertido? —preguntó Magliore con ruda amabilidad—. Con los negocios como están, no me vendría mal un buen chiste.
—Una vez, de pequeño, me metí un yo-yo en la boca —dijo él.
—¿Y eso le parece divertido?
—No. El caso es que no podía sacármelo. Eso es lo divertido. Mi madre me llevó al médico y él me lo sacó. Me dio un pinchazo en el culo y cuando abrí la boca para gritar, me lo arrancó de un tirón.
—Yo no pienso pincharle en el culo —dijo Magliore—. ¿Qué quiere usted, Dawes?
—Explosivos —contestó.
Magliore lo miró. Luego puso los ojos en blanco. Empezó a decir algo, pero se interrumpió y se llevó la mano a una de sus caídas mejillas.
—Explosivos —repitió al cabo de un instante.
—Sí.
—Ya sabía yo que éste era un tipo duro —murmuró Magliore a sí mismo—. Se lo dije a Pete cuando usted se marchó: «Ahí va un tipo que está buscando que ocurra un accidente». Con estas mismas palabras.
Él no replicó. Hablar de accidentes le hizo pensar en Johnny Walker.
—Muy bien, de acuerdo, morderé el anzuelo. ¿Para qué quiere los explosivos? ¿Va a volar la exposición comercial egipcia? ¿Piensa sabotear un avión? ¿O sólo quiere enviar al infierno a su suegra?
—No malgastaría explosivos con ella —dijo él con frialdad, y eso hizo que ambos se echaran a reír, aunque no por ello desapareció la tensión.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿A quién se la tiene jurada?
—No se la tengo jurada a nadie —replicó él—. Si quisiese matar a alguien, compraría un arma de fuego.
Entonces recordó que la había comprado, no una, sino dos, y su estómago, adormecido con el Pepto-Bismol, comenzó a producirle molestias de nuevo.
—En ese caso, ¿para qué necesita los explosivos?
—Quiero volar una carretera. —Magliore lo miró con una controlada incredulidad. Sus emociones parecían más amplias que la vida misma; era como si hubiese adoptado su papel para que encajara en las propiedades de aumento de sus gafas.
—¿Que quiere volar una carretera? ¿Qué carretera?
—Aún no ha sido construida.
Él empezaba a experimentar una especie de placer perverso con aquella situación. Y, desde luego, le ayudaba a posponer el inevitable enfrentamiento con Mary.
—De modo que quiere volar una carretera que no ha sido construida aún. Lo había juzgado mal, señor. No es usted un tipo duro, sino un psicópata. ¿Puede explicarme de qué se trata?
Él contestó, eligiendo las palabras con sumo cuidado.
—Están construyendo una carretera que se conoce como la ampliación de la 784. Una vez terminada, la autopista estatal atravesará la ciudad. Por ciertas razones en las cuales no voy a entrar, porque no puedo, esa carretera ha destrozado veinte años de mi vida. Es…
—¿Porque van a derribar la lavandería en que usted trabaja, y su casa también?
—¿Cómo sabe eso?
—Ya le dije que lo investigaría. ¿Acaso creyó que bromeaba? Hasta sabía que perdería su trabajo. Y quizá antes que usted mismo.
—No, eso lo sabía yo hace un mes —replicó él, sin pensar lo que decía.
—¿Y cómo piensa hacerlo? ¿Ha planeado conducir por esa carretera en construcción, encender mechas con su cigarro puro e ir arrojando cartuchos de dinamita por la ventanilla del coche a medida que avanza?
—No. Cuando es fiesta, dejan las máquinas allí. Quiero volarlas todas. Y los tres nuevos pasos elevados; ésos, también.
Magliore lo miró con ojos desorbitados. Estuvo así largo rato, hasta que de repente echó la cabeza hacia atrás y estalló en una risa que le sacudía todo el cuerpo; su cinturón se elevaba y descendía como una astilla de madera a merced de la marea. Era una risa pictórica, sincera y rica. Rió hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas; entonces, de algún bolsillo interior extrajo un enorme pañuelo de ópera cómica y se las enjugó. Él observó a Magliore mientras éste reía y, de pronto, tuvo la seguridad de que aquel hombre gordo, con los gruesos cristales, le vendería los explosivos. Miró a Magliore con una ligera sonrisa en el rostro. No le importaba su risa. Aquel día, la risa le sonaba bien.
—Vamos, hombre, usted está loco —dijo Magliore cuando pudo contener las carcajadas lo suficiente para hablar—. Me hubiera gustado que Pete estuviera aquí para escucharle. No se lo va a creer cuando se lo cuente. Ayer me llamó usted escarabajo pelotero y hoy… hoy…
Se echó a reír de nuevo, secándose luego los ojos con el pañuelo.
Cuando la risa remitió, preguntó:
—¿Cómo piensa financiar esa pequeña aventura, señor Dawes, ahora que ya no tiene un empleo remunerado?
Aquélla le pareció una extraña forma de decirlo: «ahora que ya no tiene un empleo remunerado». Dicho así, parecía cierto. Se había quedado sin trabajo. Aquello no era un sueño.
—Cobré mi seguro de vida el mes pasado —dijo—. He estado pagando una póliza de diez dólares durante diez años. He recuperado unos tres mil dólares.
—¿Hace mucho tiempo que había planeado esto?
—No —contestó con sinceridad—. Cuando cobré la póliza no sabía en qué utilizaría el dinero.
—Por entonces, aún mantenía usted sus opciones abiertas, ¿no? Pensó que podía incendiar la carretera, o ametrallarla, o estrangularla, o…
—No. Simplemente, no sabía qué hacer. Ahora lo sé.
—Pues no cuente conmigo.
—¿Qué?
Parpadeó, mirando a Magliore, verdaderamente sorprendido. Aquello no estaba escrito en el guión. Había supuesto que Magliore se lo pondría difícil, al menos de un modo paternalista. Pero confiaba en que finalmente le vendiera el explosivo. Suponía que, cuando se lo entregara, diría algo como: «Si lo cogen, negaré que lo conozco».
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho no. N-o. Eso suena a no.
Se inclinó hacia adelante. Todo el buen humor había desaparecido de sus ojos. Ahora tenía una mirada llana y repentinamente diminuta, a pesar de los cristales de aumento que utilizaba. No eran, en absoluto, los ojos de un alegre Santa Claus napolitano.
—Escuche —dijo a Magliore—. Si me cogen, negaré conocerle. Ni siquiera mencionaré su nombre.
—Y una mierda. Usted contará su vida y milagros a la poli, y después argumentará locura temporal. Y a mí podría caerme una condena a cadena perpetua.
—No, escuche…
—Escúcheme usted a mí —lo interrumpió Magliore—. Ha resultado usted divertido hasta cierto punto, y ya hemos llegado a ese punto. He dicho que no, y eso significa no. Nada de armas, nada de explosivos, nada de dinamita, nada de nada. ¿Que por qué? Porque usted es un loco y yo soy un hombre de negocios. Alguien le dijo que yo podía «conseguir» cosas. Y así es, en efecto. He logrado un montón de cosas para mucha gente; incluso unas pocas para mí mismo. En 1946 me cayeron de dos a cinco años por llevar un arma sin licencia. Cumplí diez meses de condena. En 1952 fui acusado de conspiración criminal, y salí bien librado. En 1955 me acusaron de evadir impuestos, y también logré salir de ésa. En 1959 me acusaron de vender mercancía robada, y de eso no me libré. Me cayeron dieciocho meses en Castleton, pero el tipo que declaró ante el gran jurado se llevó como premio un agujero en el suelo. Desde 1959 me han llevado tres veces ante los tribunales; los casos fueron archivados en dos ocasiones, y fui juzgado una sola vez. Les gustaría pillarme otra vez porque si logran echarme encima una buena, tengo para veinte años, sin reducción de condena por buen comportamiento. Y a un hombre en mis condiciones, la única parte que quedará de él después de cumplir veinte años serán los riñones, que entregarán a algún negro de Norton de la beneficencia. Eso es una especie de juego para usted. Una locura, pero juego al fin y al cabo. Para mí, no. Cree que dice la verdad cuando asegura que mantendrá la boca cerrada. Pero miente. Y no a mí, sino a usted mismo. De modo que la respuesta es un rotundo no. —Elevó las manos y añadió—: Si se hubiese tratado de fulanas, yo le habría entregado dos, y gratis, sólo por el espectáculo que me ofreció ayer. Pero no estoy dispuesto a hacer por usted nada de lo que me pide.
—Muy bien —dijo él.
El malestar del estómago empeoraba. Se sintió como si estuviese a punto de vomitar.
—Este lugar está limpio —prosiguió Magliore—, y sé que lo está. Es más, también sé que usted está limpio, aunque Dios sabe que no seguirá así si continúa con eso. Pero le diré algo. Hace un par de años, un negro vino a verme y me dijo que quería explosivos. Él no se disponía a volar nada tan inofensivo como una carretera. Pretendía volar nada menos que un jodido palacio de justicia.
No siga, pensó él. Creo que voy a vomitar. Parecía tener el estómago lleno de plumas, y todas le hacían cosquillas al mismo tiempo.
—Le vendí la mercancía —dijo Magliore—. Algo de aquí, algo de allá. Negociamos. Él habló con sus amigos y yo con los míos. El dinero cambió de manos. Mucho dinero. La mercancía cambió de manos. Cogieron al tipo y a dos de sus compinches antes de que hicieran algún daño, gracias a Dios. Pero no perdí el sueño ni un minuto pensando en que se iría de la lengua ante la policía o el fiscal del distrito o los del FBI. ¿Y sabe por qué? Porque él estaba con un montón de tipos duros, negros por más señas, que son los de la peor clase, y un grupo de tipos duros configura una imagen muy diferente. Un loco solitario como usted, sin embargo, no importa una mierda. Se consume como una vela. Pero si hay treinta tipos y cogen a tres de ellos, se cierran la cremallera en los labios y aguantan lo que les echen.
—Está bien —volvió a decir él. Sentía los ojos pequeños y calientes.
—Escuche —dijo Magliore, un poco más tranquilo—. De todos modos, con tres mil dólares no podrá comprar lo que quiere. Esto es como el mercado negro, ¿comprende lo que quiero decir? No es un simple juego de palabras. Necesitaría tres o cuatro veces esa cantidad para comprar la mercancía que necesita.
Él no dijo nada. No podía marcharse hasta que Magliore no lo despidiera. Aquello parecía una pesadilla, sólo que no lo era. Debía repetirse continuamente que no haría nada estúpido en presencia de Magliore; algo como pellizcarse para saber si estaba despierto.
—¿Dawes?
—¿Si?
—De todos modos, de nada serviría. ¿Es que no lo sabe? Uno hará volar a una persona por los aires o a un mojón de señalización o destruirá una obra de arte, como aquel loco de mierda que atacó la Pietà con un martillo. Pero no puede volar edificios o carreteras o cosas así. Eso es lo que esos negros locos no acaban de comprender. Si uno vuela un palacio de justicia federal, los federales construyen otros dos en su lugar… uno para sustituir al que ha sido destruido y otro para ajustarle las cuentas a cada culo negro que logren hacer pasar por la puerta principal. Si uno va por ahí matando policías, ellos contratan seis más por cada uno que les hayan matado… y el mayor deseo de cada uno de los nuevos es cazar carne negra. No puede ganar, Dawes. Blanco o negro. Si se interpone en el camino de esa carretera, pasarán por encima de usted y lo aplastarán, junto con su casa y su trabajo.
—Ahora he de marcharme —se oyó decir a sí mismo con voz ronca.
—Sí, tiene usted mal aspecto. Necesita sacarse esa mierda de su sistema. Le conseguiré una vieja furcia si lo desea. Vieja y estúpida. Puede golpearla hasta sacarse de encima toda esa mierda, si es que quiere hacerlo así. Líbrese del veneno. Usted me agrada, y…
Echó a correr. Corrió ciegamente, salió del despacho, atravesó la oficina principal y salió a la nieve. Allí, permaneció de pie, temblando, aspirando a grandes bocanadas el aire helado y nevoso. De repente, estuvo seguro de que Magliore lo seguiría, lo cogería por los hombros y lo llevaría de nuevo al despacho para hablar con él hasta el fin de los tiempos. Cuando el arcángel Gabriel hiciera sonar las trompetas del Apocalipsis, Sally Ojo Único aún seguiría explicándole pacientemente la invulnerabilidad de todos los sistemas en todas partes, incitándole a acostarse con la vieja furcia.
Cuando llegó a casa, la capa de nieve tenía casi quince centímetros de espesor. Las máquinas quitanieves habían pasado y tuvo que meter el coche a través de una costra de nieve acumulada en el camino de su casa. El automóvil pasó sin grandes problemas, era bueno y pesado.
La casa estaba a oscuras. Cuando abrió la puerta y entró, sacudiéndose la nieve de los zapatos en la esterilla, no oyó nada. Merv Griffin no charlaba con ningún personaje famoso.
—¿Mary? —llamó. No hubo respuesta—. ¿Mary? —Pensó que no se encontraba en casa hasta que oyó su llanto, en la sala de estar. Se quitó el abrigo y lo colgó en la percha, dentro del armario. En el suelo había una caja pequeña. La caja estaba vacía. Mary la dejaba allí cada invierno, para recoger el agua de las goteras. A veces se había preguntado: ¿A quién le importan las gotas de agua que caigan en un armario? Ahora se le ocurrió la respuesta, perfecta por su simplicidad. A Mary le importaban. Por eso lo hacía.
Entró en la sala de estar. Se la encontró sentada en el sofá, enfrente de un aparato de televisión Zenith que permanecía apagado. Lloraba. No utilizaba pañuelo. Y tenía los brazos caídos a los costados. Siempre había llorado en privado. Solía subir al dormitorio para desahogarse o, si él la sorprendía, ocultaba el rostro entre las manos o en un pañuelo. Por ello, al verla así, su rostro le pareció desnudo y obsceno. Era como el rostro de una víctima de una catástrofe aérea. Se le retorció el corazón.
—Mary —dijo con suavidad.
Ella siguió llorando, sin mirarle. Se sentó a su lado.
—Mary —repitió—. Las cosas no están tan mal como parece.
Aunque ni él mismo se lo creía.
—Es el fin de todo —dijo ella, y las palabras surgieron entrecortadas por los sollozos.
Extrañamente, la belleza que ella no había tenido, o que había perdido, brillaba en su rostro en esos momentos. Le pareció una mujer encantadora en aquella crisis final.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¡Todo el mundo! —gritó ella. Seguía sin mirarle, pero una mano se levantó y trazó un arco, como si golpeara el aire, antes de caer contra uno de sus muslos—. Primero me llamó Tom Granger. Después, la esposa de Ron Stone. A continuación Vincent Mason. Querían saber qué te ocurría. ¡Y yo no lo sabía! ¡Ignoraba que te pasara nada!
—Mary —dijo, intentando cogerle la mano.
Ella se apartó bruscamente, como si fuera a golpearla.
—¿Estás castigándome? —preguntó ella, y entonces lo miró—. ¿Es eso?
—No —se apresuró él a contestar—. Oh, Mary, no. —Él tenía ganas de llorar, pero eso sería un error. Un error muy grave.
—¿Porque te di un bebé muerto y después otro con una enfermedad mortal? ¿Acaso crees que yo asesiné a tu hijo? ¿Es por eso?
—Mary, era nuestro hijo…
—¡Era tuyo! —gritó ella.
—No, Mary, no, por favor.
Trató de abrazarla, pero ella se apartó de su lado.
—No me toques.
Se miraron mutuamente, asombrados, como si hubieran descubierto por primera vez que el otro era mucho más de todo lo que hubieran imaginado jamás… como amplios espacios en blanco en un mapa.
—Mary, no he podido evitarlo. Créelo, por favor. —Pero eso casi sonaba a mentira. A pesar de todo, él prosiguió—: Si ha tenido algo que ver con Charlie, me ha sido imposible evitarlo. He hecho algunas cosas que no logro comprender. Yo… cobré mi seguro de vida en octubre. Eso fue lo primero, la primera cosa real que hice, aunque todo empezó a ocurrir en mi cabeza mucho antes. Pero era más fácil hacer cosas que hablar de ellas. ¿Puedes comprenderlo? ¿O al menos intentarlo?
—¿Qué será de mí, Barton? No sé hacer otra cosa que ser tu esposa. ¿Qué ocurrirá conmigo?
—No lo sé.
—Es como si me hubieses violado —dijo ella, y se echó a llorar de nuevo.
—Mary, por favor, no llores más. No… trata de calmarte.
—Cuando estabas haciendo todas esas cosas, ¿pensaste en mí alguna vez? ¿No se te pasó por la cabeza que yo dependo de ti?
No pudo contestar. De una forma extraña, inconexa, fue como si intentara hablar con Magliore de nuevo; como si Magliore le hubiese golpeado para que regresara a casa, y se hubiera puesto las ropas de Mary y la máscara de Mary. ¿Qué vendría a continuación? ¿Le ofrecería una vieja furcia?
Ella se levantó del sofá.
—Me voy arriba, a echarme un rato.
—Mary…
Ella no lo rechazó, pero él descubrió que ya no había palabras después de su nombre.
Mary abandonó la sala, y él oyó sus pasos subiendo por la escalera; después, hasta él llegó el crujido de la cama al acostarse; luego, su llanto otra vez. Se levantó, encendió la televisión y aumentó el volumen, para no escucharla. Merv Griffín charlaba con un personaje famoso.