SEGUNDA PARTE
DICIEMBRE
Ah, amor, ¡seamos sinceros el uno con el otro!, para el mundo, que parece mentir ante nosotros como en un país de ensueños, tan diverso, tan hermoso, tan nuevo, en el cual no hay alegría, ni amor, ni luz, ni certidumbre, ni paz, ni ayuda ante el dolor; y estamos aquí como en una llanura oscurecida arrastrados con confusos ejércitos de conflicto y lucha, donde los ejércitos ignorantes se baten por la noche.
MATTHEW ARNOLD, Dover Beach
5 de diciembre de 1973
Estaba tomando su bebida privada, Southern Comfort con Seven-Up, y viendo un programa de televisión cuyo nombre desconocía. El héroe era un policía de paisano o un detective privado, y alguien le había golpeado en la cabeza. Eso hizo que el policía de paisano (o el detective privado) pensara que estaba a punto de descubrir algo importante. Antes de que él tuviera la posibilidad de saber de qué se trataba, pasaron un anuncio de Gravy Train. El hombre del anuncio dijo que Gravy Train, cuando se mezclaba con agua caliente, producía su propia salsa. Y preguntó a los televidentes si aquello no tenía el aspecto de un asado de buey. A Barton George Dawes le pareció el vómito de alguien en el plato rojo del perro. Cuando reanudaron el programa, el detective privado (o el policía de paisano) interrogaba al dueño (negro) de un bar que estaba fichado por la policía. El negro del bar hizo alusiones indirectas y expresó sus dudas. Era un tipo muy astuto, desde luego, pero Barton George Dawes pensó que el policía de paisano (o el investigador privado) lo había calado.
Estaba bastante borracho, y miraba la televisión vestido sólo con los calzoncillos. La casa estaba caliente.
Había puesto el termostato a veintiséis grados, dejándolo así desde que Mary se marchara. ¿Qué crisis energética? Que te den por el culo, Dick. Y también al caballo que montabas. Y que también den por el culo a Checkers. Cuando conducía por la autopista de peaje, iba a ciento treinta, enviando a tomar por el culo con el dedo a los motoristas que le pitaban para que aminorara la velocidad. La experta en consumo del presidente —una mujer con aspecto de haber sido una niña estrella en la década de los treinta, antes de que pasara el tiempo y se convirtiera en una hermafrodita política—, había aparecido dos noches antes en un programa de servicio público, hablando de cómo ahorrar electricidad en la casa. Se llamaba Virginia Knauer, y se mostró muy grandilocuente sobre las diversas formas en que «usted y yo» podemos ahorrar energía, porque aquella situación era realmente grave y todos estábamos metidos en ella. Una vez el programa hubo acabado, él fue a la cocina y puso en marcha la batidora eléctrica. La señora Knauer había dicho que esos aparatos en concreto eran los que más gastaban en cuanto a pequeños utensilios domésticos. Dejó la batidora enchufada durante toda la noche, y cuando se levantó a la mañana siguiente —la del día anterior—, el motor se había quemado. Pero, según la señora Knauer, los utensilios domésticos que más electricidad gastaban eran los calentadores. Él no tenía, pero había jugado con la idea de adquirir uno, simplemente para dejarlo en funcionamiento día y noche hasta que se quemara. Posiblemente, si estaba borracho e inconsciente, también se quemaría él. Y eso representaría el fin de toda aquella enfermiza mierda de autocompasión.
Se sirvió otra copa y siguió mirando los viejos programas de televisión, los que habían sido emitidos cuando él y Mary eran aún unos recién casados y se compraron un televisor nuevo, de la RCA —su modelo en blanco y negro, con mueble incorporado—, ante el que se pasaban el tiempo contemplando la pantalla como bobos. En aquella época se emitía el Programa de Jack Benny, así como Amos y Andy, un programa de baile hecho por negros. También se emitía Dragnet, el Dragnet, original, con Ben Alexander en el papel de socio de Joe Friday, en lugar de aquel tipo nuevo, Harry no sé qué. Otra era Patrulla de carreteras, con Broderick Crawford gritando por el micrófono de la radio, y todo el mundo conduciendo aquellos antiguos Buicks que todavía tenían portillas en los lados. Y El espectáculo del espectáculo, y Hit Parade, con Gisele MacKenzie cantando cosas como Puerta verde y Extraños en el paraíso. El rock and roll había terminado con aquel programa. ¿Y qué decir de los concursos? Había el Tic-Tac-Dough y el Veintiuno, cada lunes por la noche, con Jack Barry como estrella. Metían a los concursantes en compartimientos aislados, les ponían en la cabeza unos auriculares, al estilo de la ONU, y a través de ellos les hacían preguntas increíbles que debían contestar con la mayor rapidez posible. La pregunta de los 64.000 dólares, con Hal March. Los participantes aparecían en el escenario con los brazos llenos de libros de referencia. Y Dotto, con Jack Narz. Y los programas del sábado por la mañana, como Annie Oakley, que siempre salvaba a su medio hermano Tag de algún follón inaudito. Él siempre se había preguntado si, efectivamente, aquel muchacho era un hijo de puta. También estaba Rin Tin Tin, que actuaba cerca de Fort Apache. El sargento Prestan, que actuaba en el Yukón, en lo que podría ser una especie de misión ambulante. Y Range Rider, con Jock Mahoney. Y Wild Bill Hickok, con Guy Madison y Andy Devine en el papel de los Jingle. Mary solía decir: «Bart, si la gente supiese que te tragas todos esos programas, pensarían que eres un retrasado mental. ¡Un hombre de tu edad!». Y él siempre le contestaba: «Quiero estar preparado para hablar con mis hijos». Pero nunca hubo hijos. El primero no fue más que un amasijo de carne muerta —¿que decía aquel viejo chiste sobre ponerles ruedas a los abortos?—, y el segundo había sido Charlie, en quien era mejor no pensar. Te veré en mis sueños, Charlie. Todas las noches, él y su hijo se reunían de una u otra forma en sus sueños. Barton George Dawes y Charles Frederick Dawes, reunidos gracias a los milagros de la mente subconsciente. Y aquí estamos de nuevo, muchachos, en el viaje más reciente del mundo de Disney hacia el país de la Autocompasión, donde uno puede dar un paseo en góndola por el canal de las Lágrimas, visitar el museo de las Viejas Fotos, y hacer una excursión en el Maravilloso Móvil de la Nostalgia, conducido por Fred MacMurray. La última parada se hará en la maravillosa réplica de lo que antes fue la Crestallen Street West. En su interior encontrarán la gigantesca botella de Southern Comfort, conservada para la eternidad. En efecto, señora, encoja la cabeza a medida que camina. No tardará en ampliarse. Y éste es el hogar de Barton George Dawes, el último residente vivo de Crestallen Street West. Miren justo por esta ventana… espera un instante, hijo, te levantaré en brazos. Ése es George, en efecto, sentado en calzoncillos frente a su televisor en color marca Zenith, tomándose una copa y llorando. ¿Llorando? Pues claro que está llorando. ¿Qué quieres que haga en el país de la Autocompasión? Se pasa llorando todo el tiempo. Y el flujo de sus lágrimas se halla regulado por nuestro MUNDIALMENTE FAMOSO EQUIPO DE INGENIEROS. Los lunes tiene los ojos velados por las lágrimas, porque es una noche lenta. Pero los otros días llora mucho más. El fin de semana es algo desbordante y tal vez en Navidad podamos ponerle a flote en otro lugar. Admito que es un poco repugnante, pero, a pesar de todo, se trata de uno de los habitantes más populares del país de la Autocompasión, justo ahí, junto con nuestra recreación de King Kong en lo más alto del Empire State. Él…
Arrojó el vaso contra el televisor.
Falló por poco. El cristal chocó contra la pared, cayó al suelo y se hizo añicos. Entonces estalló en sollozos.
Estoy llorando, pensó. Mírame, mírame Jesús. Soy repugnante. Me he convertido en un jodido revoltijo, más allá de lo creíble. He echado a perder toda mi vida, y la de Mary, y me quedo aquí sentado, haciendo bromas al respecto. Soy una jodida basura. Jesús, Jesús, Jesús…
Había andado medio camino hacia el teléfono, antes de que fuera capaz de detenerse. La noche anterior, borracho y llorando, había telefoneado a Mary para rogarle que regresara a su lado. Se lo había suplicado, hasta que ella se echó a llorar y cortó la comunicación. Al pensar en ello se avergonzaba y sonreía por haber hecho algo tan terriblemente desconcertante.
Se dirigió hacia la cocina en busca del cogedor y la escoba, y regresó a la sala de estar. Apagó el televisor y barrió los cristales rotos. Regresó a la cocina, tambaleándose, y echó los trozos en el cubo de la basura. Después se quedó allí, preguntándose qué debía hacer a continuación.
Entonces oyó el zumbido del refrigerador, como un insecto, y eso lo asustó. Se marchó a la cama. Y soñó.
6 de diciembre de 1973
Eran las tres y media y conducía por la autopista a ciento veinte kilómetros por hora en dirección a su casa. El día era claro, duro y brillante, y la temperatura de cero grados. Todos los días, desde la marcha de Mary, se dirigía a la autopista para dar un largo paseo… En cierto sentido, aquello se había convertido en una especie de tarea sustitutoria. Contribuía a calmarle. Cuando la carretera se desplegaba delante de él, con los bordes claramente marcados a ambos lados por los pequeños montones de nieve, los primeros del invierno, no tenía pensamientos extraños y se sentía en paz. A veces cantaba, con voz fuerte y ronca, al compás de la radio. Durante aquellas salidas, a menudo pensaba que debería seguir avanzando, dejar que el camino lo llevara a alguna parte, aprovechando su tarjeta de crédito. Viajaría hacia el sur y no se detendría hasta que las carreteras o el terreno se acabaran. ¿Podría uno conducir todo el camino hasta América del Sur? No lo sabía.
Pero siempre regresaba. Abandonaba la autopista, comía una hamburguesa con patatas fritas en algún restaurante del camino, y después regresaba a la ciudad, llegando a su casa a la puesta del sol o poco después.
Siempre conducía por Stanton Street, aparcaba y se apeaba del coche para contemplar el progreso diario de la ampliación de la 784. La compañía constructora había montado una plataforma especial para los curiosos —la mayoría de ellos ancianos y compradores que disponían de algo de tiempo—, y permanecía llena de gente durante el día. Se alineaban ante la barandilla, como patitos de arcilla en una galería de tiro, y con el vaho saliéndoles de la boca, observaban a los bulldozers, los tractores y los topógrafos, con sus sextantes y trípodes. Los hubiera matado a tiros.
Pero por la noche, cuando la temperatura bajaba a seis grados bajo cero, con la puesta de sol formando una amarga línea naranja en el oeste, y miles de frías estrellas empezaban a brillar en el firmamento, podía comprobar a solas el proceso de la carretera, sin que nadie le molestara. Los momentos que estaba allí se convirtieron en algo importante para él. Sospechaba que, de alguna oscura forma, el tiempo que pasaba en la plataforma de observación servía para recargar sus baterías, manteniéndole sujeto a un mundo de cierta cordura al menos. Antes de que se iniciara el gran salto nocturno hacia la bebida, antes de que experimentara la inevitable urgencia de llamar a Mary por teléfono, antes de que iniciara las actividades nocturnas en el país de la Autocompasión, seguía siendo él mismo, fría y ciegamente sobrio. Se agarraba con fuerza a la tubería de hierro que servía de barandilla y miraba abajo, hacia la construcción, hasta que sus dedos se volvían tan insensibles como el hierro mismo y resultaba imposible saber dónde terminaba su mundo —el mundo de las cosas humanas— y dónde empezaba el mundo de los tractores, las grúas y las plataformas de observación. En aquellos momentos no sentía la necesidad de llorar, ni de recordar el pasado que se agolpaba en su memoria. Sólo sentía su propia y cálida pulsación, expuesto a la fría indiferencia de la noche de principios de invierno, como si fuese una persona real y, quizá, todavía entera.
Ahora, mientras recorría la autopista a ciento veinte kilómetros por hora, cuando todavía se encontraba a más de sesenta kilómetros del peaje de Westgate, vio una figura de pie en el arcén, justo después de la salida 16, embozada en una cazadora y una bufanda, y con un gorro de punto negro. La figura sostenía un cartel en que (extrañamente, a causa de la nieve) se leía LAS VEGAS. Y debajo, de un modo desafiante, añadía: ¡o REVIENTE!
Apretó el pedal del freno y sintió el cinturón de seguridad sujetándole el torso a causa de la rápida desaceleración, sintiendo algo de júbilo al oír el chirriar de los neumáticos. Se detuvo unos metros más allá de la figura, que se colocó el cartel bajo el brazo y echó a correr hacia él. Hubo algo en su carrera que le indicó que se trataba de una chica.
La portezuela del pasajero se abrió y ella subió al coche.
—Hola, gracias.
—De nada. —Vigiló por el espejo retrovisor y volvió al carril de la autopista, acelerando hasta los ciento veinte kilómetros por hora. Y la carretera volvió a desplegarse ante él—. Largo camino hasta Las Vegas.
—Sí, lo es. —Ella le sonrió, con la sonrisa que dirigía a quienes le decían la misma frase, y se quitó los guantes—. ¿Le importa si fumo?
—No, adelante.
Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció.
—¿Quiere uno?
—No, gracias.
Se puso un cigarrillo entre los labios, buscó una caja de cerillas en el bolsillo y lo encendió. Aspiró el humo profundamente y lo expulsó, velando en parte el parabrisas. Se guardó el paquete y las cerillas y se soltó la bufanda de color azul oscuro que le rodeaba el cuello.
—Le agradezco mucho que se haya parado. Hace mucho frío ahí fuera.
—¿Hacía mucho tiempo que esperaba?
—Casi una hora. El último tipo que me recogió iba medio borracho. Yo estaba deseando que se detuviera para librarme de él.
—La llevaré hasta el final de la autopista —dijo él.
—¿Hasta el final? —preguntó ella, mirándole—. ¿Va usted a Chicago?
—¿Qué? Oh, no. —Y le dijo el nombre de su ciudad.
—Pero la autopista la cruza. —Ella sacó del otro bolsillo de la cazadora un mapa de carreteras muy manoseado—. El mapa lo indica así.
—Despliéguelo y mírelo otra vez.
Ella lo desplegó.
—¿De qué color es la parte de la autopista en que nos encontramos ahora?
—Verde.
—¿De qué color es la parte que atraviesa la ciudad?
—Es de un verde punteado. Es… ¡oh, cielo santo! ¡Está en construcción!
—En efecto. Se trata de la mundialmente famosa ampliación de la 784. Muchacha, nunca llegará a Las Vegas si no se fija en las indicaciones.
Ella se inclinó sobre el mapa, casi tocando el papel con la nariz. El color de su piel era claro, quizá normalmente lechoso, pero el frío había hecho que sus mejillas y su frente adquirieran un tono rosado. Tenía enrojecida la punta de la nariz, y de la ventana izquierda le colgaba una pequeña gota de agua. Se había cortado el cabello, aunque no muy bien. Un trabajo casero. Lo tenía de un bonito color castaño. Era una pena que se lo hubiera cortado, y además tan mal. ¿Cómo era aquella historia de Navidad de O. Henry? Se titulaba El regalo de Maggi. ¿Para quién has comprado una cadena de reloj, pequeña vagabunda?
—La línea verde continua se detiene en un lugar llamado Landy —dijo ella—. ¿A qué distancia está eso de donde termina esta parte de la autopista?
—A unos cuarenta y cinco kilómetros.
—¡Cielo santo!
Se inclinó de nuevo sobre el mapa. Pasaron por delante de la salida 15.
—¿Cuál es la carretera de circunvalación? —preguntó ella finalmente—. Esto es un galimatías para mí.
—La mejor es la carretera siete —contestó él—. Está en la última salida, la que ellos denominan Westgate. —Tras dudarlo un momento, añadió—: Pero sería mejor que se quedara en algún sitio a pasar la noche. Está el Holiday Inn. Ya habrá oscurecido cuando lleguemos allí, y no debería hacer autostop en la carretera siete después del anochecer.
—¿Por qué no? —preguntó ella, mirándole.
Sus ojos eran verdes y desconcertantes; un color de ojos que aparecía con frecuencia en los relatos, pero que era difícil de encontrar.
—Es una carretera de circunvalación local —dijo él cambiando de carril y adelantando a una hilera de vehículos que circulaban a ochenta. Algunos le dedicaron enojados bocinazos—. Cuatro carriles, con una pequeña divisoria de hormigón entre ellos. Dos carriles van en dirección oeste, hacia Landy; los otros dos en dirección este, hacia la ciudad. Hay muchos centros comerciales, puestos de hamburguesas, boleras… Todo el mundo recorre trayectos cortos. Y nadie para.
—Ya entiendo. —Lanzó un hondo suspiro—. ¿Puedo tomar un autobús hasta Landy?
—Había uno municipal, pero la empresa quebró. Supongo que ahora debe de haber uno de la compañía Greyhound…
—Oh, a la mierda. —Plegó el mapa y se lo metió en el bolsillo. Se quedó mirando la carretera, con expresión de enfado y preocupación.
—¿Por qué no alquila una habitación en un motel?
—Señor, sólo tengo trece dólares. Ni siquiera me llegaría para alquilar una habitación en una perrera.
—Puede quedarse en mi casa si quiere —le ofreció amablemente él.
—Sí, y quizá sea mejor que me deje aquí mismo.
—No importa. Retiro la invitación.
—Además, ¿qué pensaría su esposa?
Miró con descaro el anillo de casado que él llevaba en el dedo. Su expresión parecía sugerir que a él le gustaba rondar los patios de las escuelas cuando el monitor se había marchado a casa.
—Mi esposa y yo estamos separados.
—¿Hace poco tiempo?
—Sí. Desde el primero de diciembre.
—Y ahora ha acumulado todos esos días de retraso para los cuales quizá necesite alguna ayuda —dijo ella. Había desprecio en su voz, pero se trataba de un desprecio muy viejo, que no iba dirigido contra él en especial—. Sobre todo, la ayuda de una jovencita.
—No quiero tirarme a nadie —repuso él honestamente—. Ni siquiera creo que se me levante.
Se dio cuenta que acababa de utilizar dos términos que nunca había empleado antes en presencia de una mujer, pero le parecieron correctos. Ni malos ni buenos, sólo correctos, como si hubiese hablado del tiempo.
—¿Está desafiándome? —preguntó la joven. Después aspiró profundamente el humo de su cigarrillo y lo exhaló.
—No —contestó él—. Supongo que suena como si yo buscase un ligue, si usted quiere interpretarlo así. Aunque una muchacha sola se encontrará en situaciones como ésta muchas veces.
—Ésta debe de ser la tercera parte del guión —dijo ella. Seguían el desprecio y la hostilidad en su tono de voz, pero en sus palabras hubo también una cierta y cansada extrañeza—. Y ahora vendrá eso de: «¿Cómo se ha metido una chica tan guapa como tú en un coche como éste?».
—Oh, al diablo con todo —espetó él—. Es usted imposible.
—En efecto, lo soy. —Intentó apagar el cigarrillo en el cenicero lleno e hizo un mohín con la nariz—. Mire esto. Envolturas y celofanes de dulces y otras mierdas por el estilo. ¿Por qué no lo vacía todo en una bolsa?
—Porque no fumo. Si hubiese avisado antes y me hubiese dicho: «Barton, muchacho, tengo la intención de hacer autostop en la autopista, ¿querrías recogerme? A propósito, vacía tu condenado cenicero porque voy a fumar», yo lo habría vaciado. ¿Por qué no se limita a tirarlo por la ventanilla?
—Tiene un agradable sentido de la ironía —dijo ella, sonriendo.
—Es la parte triste de mi vida.
—¿Sabe cuánto tiempo tardan en biodegradarse los filtros de los cigarrillos? Doscientos años. Todo ese tiempo. Para entonces, sus nietos habrán muerto.
—A usted no le importa que yo respire sus carcinógenos —dijo él, encogiéndose de hombros—, y penetren hasta mis pulmones. Pero no quiere arrojar un filtro a la autopista. Muy bien.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada.
—Escuche, ¿quiere que me baje? ¿Se trata de eso?
—No —contestó él—. ¿Por qué no hablamos de algo neutral? La situación del dólar. El estado de la Unión. El estado de Arkansas…
—Creo que preferiría dar una cabezadita si no le importa. Al parecer, me pasaré en vela la mayor parte de la noche.
—Estupendo.
Ella se echó el gorro sobre los ojos, cruzó los brazos y se quedó inmóvil. Al cabo de unos minutos, su respiración era más profunda. Él la miró a breves intervalos, haciéndose una imagen de ella. Llevaba vaqueros azules, ajustados, descoloridos, delgados. Le moldeaban las piernas lo suficiente como para permitirle saber que no llevaba un segundo par debajo. Eran piernas largas, dobladas bajo el salpicadero para mayor comodidad, y probablemente las tendría enrojeciendo y picándole como el diablo. Estuvo a punto de preguntarle si no sentía picor en las piernas, pero pensó en cómo sonaría aquella pregunta, y no la hizo. Se sintió incómodo al imaginársela toda la noche en la carretera siete, haciendo autostop, no consiguiendo más que la recogieran para hacer trayectos cortos, o que no la recogieran en absoluto. Noche, pantalones delgados y con una temperatura de varios grados bajo cero. Bueno, eso era asunto de ella. Cuando tuviera demasiado frío entraría en algún lugar a calentarse. No había problema.
Pasaron ante las salidas 14 y 13. Dejó de mirarla y se concentró en la conducción. El cuentakilómetros se mantenía alrededor de los ciento veinte, y él avanzaba por el carril de adelantamiento. Otros vehículos hicieron sonar sus bocinas. Cuando pasaron ante la salida 12, un hombre que conducía una furgoneta y que llevaba una pegatina en que se leía CONDUZCA A 80, tocó el claxon tres veces y le hizo señales con las luces, indignado. Él levantó un dedo hacia el tipo.
—Va usted demasiado deprisa —dijo ella, con los ojos todavía cerrados—. Por eso le dan bocinazos.
—Sé por qué lo hacen.
—Pero no le importa.
—No.
—He aquí a otro ciudadano preocupado —dijo ella, burlona—, que contribuye a aliviar la crisis energética en Estados Unidos.
—Me importa un pimiento la crisis energética.
—Eso es lo que decimos todos.
—Antes solía conducir a noventa por hora en la autopista. Ni más, ni menos. A esa velocidad mi coche obtiene la mejor media. Ahora protesto contra la ética del perro entrenado. Seguramente habrá leído algo de eso en sus cursos de sociología. ¿O me equivoco? Estaba seguro de que es universitaria.
—Por un tiempo estudié sociología como asignatura optativa —dijo, irguiéndose en el asiento—. Pero nunca oí hablar de la ética del perro entrenado.
—Porque yo soy su creador.
—Oh, qué tontería. —Hubo disgusto en su expresión. Volvió a reclinarse en el asiento y de nuevo se tapó los ojos con el gorro.
—La ética del perro entrenado, creada por Barton George Dawes a finales de 1973, explica perfectamente misterios tales como la crisis económica, la inflación, la guerra de Vietnam y la actual crisis energética. Tomemos esta última como ejemplo. Los norteamericanos son los perros entrenados; entrenados en este caso para adorar sus juguetes consumidores de gasolina: automóviles, vehículos para la nieve, grandes barcos, vehículos para el desierto, motocicletas, minibuses, furgonetas, y muchos, muchos más. Entre los años 1973 y 1980 se nos entrenará para que odiemos los vehículos que gastan energía. A los norteamericanos les encanta ser entrenados. El entrenamiento les hace mover la cola. Utilice energía. No utilice energía. Vaya y méese en el periódico. No me parece mal el ahorro de energía, pero sí el entrenamiento.
Se encontró pensando en la perra del señor Piazzi, que primero dejó de mover la cola, después empezó a desorbitar los ojos, y finalmente desgarró el cuello a Luigi Bronticelli.
—Son como los perros de Pavlov —dijo—. Fueron entrenados para segregar saliva al oír un timbre. Nosotros hemos sido entrenados para segregar saliva cuando alguien nos muestra un coche con quinta velocidad, o un televisor en color con antena motorizada. Yo he comprado uno de esos aparatos. Tiene un artilugio a distancia. Uno permanece sentado en el sillón mientras cambia de canal, aumenta o disminuye el volumen, apaga o enciende el aparato… En cierta ocasión me metí el trasto ése en la boca, apreté el botón y la televisión se encendió. La señal atravesó mi cerebro, y aún sigue funcionando. La tecnología es maravillosa.
—Está usted loco —dijo ella.
—Supongo que sí. —Pasaron ante la salida 11.
—Creo que voy a dormir. Avíseme cuando lleguemos al final.
—De acuerdo.
Ella cruzó los brazos y cerró los ojos de nuevo.
Pasaron ante la salida 10.
—De todos modos, nada tengo en contra de la ética del perro entrenado —dijo él—. Pero sucede que quienes controlan el cotarro son unos idiotas mentales, morales y espirituales.
—Acaso trata de contentar su conciencia con una buena dosis de retórica —dijo ella sin abrir los ojos—. ¿Por qué no se limita a disminuir la velocidad a noventa? Se sentirá mejor.
—¡No me sentiré mejor! —exclamó él con tal vehemencia que ella se incorporó en el asiento y lo miró.
—¿Está usted bien?
—Muy bien —contestó él—. He perdido esposa y trabajo porque el mundo se ha vuelto loco, o me he vuelto yo. Después recojo a una autostopista, una muchacha de diecinueve años, la clase de persona que se supone piensa que, en efecto, el mundo está loco… y ella me dice que el loco soy yo, que el mundo lo está haciendo bastante bien. No hay mucho petróleo pero, al margen de eso, lo demás anda bien.
—Tengo veintiún años.
—Mejor para usted —replicó él con tono de amargura—. Si el mundo está tan cuerdo, ¿qué demonios hace una joven como usted yendo a Las Vegas en autostop en pleno invierno? ¿Tiene la intención de pasarse toda la noche haciendo autostop en la carretera siete, quedándose probablemente congelada en el intento, puesto que no lleva nada debajo de esos pantalones?
—¡Por supuesto que llevo algo debajo! ¿Quién se ha creído que soy?
—¡Una estúpida! —gritó él—. ¡Se le helará el culo!
—Y entonces usted no podrá hacer nada con él, ¿no es eso? —preguntó ella dulcemente.
—Oh, qué chica —murmuró él—, qué chica.
Adelantaron a un sedán que iba a noventa. El conductor tocó el claxon.
—¡Cómetelo! —gritó él—. ¡Crudo!
—Será mejor que me deje bajar ahora mismo —dijo ella tranquilamente.
—No se preocupe. No provocaré un accidente. Siga durmiendo.
Ella lo miró con desconfianza por un largo segundo y finalmente se cruzó de brazos y cerró los ojos. Pasaron la salida 9.
Pasaron ante la salida 2 a las cuatro y cinco. Las sombras que se extendían sobre la carretera habían adquirido ese peculiar tono azulado que es la única propiedad de las sombras invernales. Venus ya se veía hacia el este. El tráfico se había hecho más denso mientras se acercaban a la ciudad.
Él la miró y vio que se había incorporado en su asiento y contemplaba los automóviles que avanzaban indiferentes. El coche que los precedía llevaba un árbol de Navidad atado a la baca. Los verdes ojos de la muchacha estaban muy abiertos y, por un momento, él conectó con ellos y vio lo que había en su interior, con esa perfecta empatía que aparece entre los seres humanos a intervalos misericordiosamente infrecuentes. Vio que todos los coches se dirigían hacia algún lugar cálido, algún lugar donde había negocios que tratar o amigos que saludar o una vida familiar a la que integrarse. Vio su indiferencia para con los extraños. Y en un breve y frío instante de comprensión, entendió lo que Thomas Carlyle había llamado la gran locomotora muerta del mundo que avanzaba y avanzaba.
—Casi hemos llegado, ¿no? —preguntó ella.
—En quince minutos.
—Escuche, si he sido dura con usted…
—No, yo lo he sido. Mire, no tengo nada que hacer en particular. La llevaré hasta Landy.
—No…
—O le pagaré una habitación en el Holiday Inn para esta noche. Sin ningún compromiso. Felices Navidades y todo eso.
—¿De verdad está separado de su esposa?
—Sí.
—¿Y hace tan poco tiempo?
—Sí.
—¿Se ha llevado ella a sus hijos?
—No tenemos hijos.
Estaban acercándose al control del peaje. Sus luces verdes parpadeaban indiferentes a la luz del crepúsculo.
—En ese caso, lléveme a su casa.
—No tengo por qué hacerlo. Quiero decir, usted no tiene por qué…
—Prefiero estar con alguien esta noche —lo interrumpió ella—. Y no me gusta hacer autostop por la noche. Me asusta.
Hizo avanzar el coche hasta la cabina y bajó la ventanilla, dejando entrar el aire frío. Entregó su tarjeta y un dólar noventa. Reanudó la marcha lentamente. Pasaron junto a un cartel luminoso que rezaba: ¡GRACIAS POR CONDUCIR CON PRECAUCIÓN!
—Está bien —dijo él. Sabía que quizá cometería un error si trataba de darle seguridades, consiguiendo más bien el efecto contrario, pero no pudo evitarlo—. Escuche, lo que sucede es que la casa me resulta muy vacía. Podemos cenar y después ver la televisión y comer palomitas de maíz. Usted se acostará en el dormitorio del primer piso, y yo…
Ella se echó a reír y él la miró de reojo al tiempo que entraban en el cruce en forma de trébol. Pero le resultaba difícil verla, le parecía difusa. Quizá ella era algo en lo que él había soñado. Y esa idea lo desconcertó.
—Mire —dijo ella—, será mejor que se lo diga ahora mismo. ¿Recuerda el borracho de quien le he hablado? Pasé toda la noche con él. Se dirigía a Stilson, donde usted me recogió. Y ése fue su precio.
Él se detuvo al final del trébol, ante el semáforo en rojo.
—Mi compañera de habitación me dijo que ocurriría así, pero no quise creerla. No estaba dispuesta a abrirme paso por el país a base de acostarme con desconocidos. —Lo miró fugazmente, pero él no podía leer la expresión de su rostro en la penumbra—. Aunque no es como si la gente le hiciera algo a una. Parece muy desconectado de todo, como caminar por el espacio. Cuando una llega a una gran ciudad y piensa en toda la gente que hay en ella, le dan a una ganas de llorar. No sé por qué, pero siento esas ganas. Tal vez me recoja alguien y me vea obligada a escucharle respirar y hablar durante toda la noche.
—No me importa con quién se haya acostado —dijo él, al tiempo que se introducía en el tráfico.
Automáticamente giró hacia Grand Street, camino de su casa a través de la 784.
—Era vendedor —dijo ella—. Llevaba catorce años casado. No cesaba de repetirlo al tiempo que me jodía. «Catorce años, Sharon», decía una y otra vez. «Catorce años, catorce años». Se corrió en unos catorce segundos.
Emitió una risita breve, renuente y triste.
—¿Es ése su nombre? ¿Sharon?
—No, supongo que era el nombre de su esposa.
Él detuvo el coche y puso el freno de mano.
—¿Qué hace? —preguntó ella, instantáneamente desconfiada.
—No es gran cosa —contestó él—. Esto forma parte del regreso a casa. Salga si quiere. Le enseñaré algo.
Descendieron del coche y caminaron hacia la plataforma de observación, entonces desierta. Él rodeó el frío tubo de hierro con las manos desnudas y miró hacia abajo. Vio que habían extendido ya la primera capa de alquitrán. Durante los tres últimos días de trabajo habían echado gravilla. Nada de alquitrán. Las máquinas abandonadas —camiones, bulldozers y tractores— permanecían silenciosas, envueltas en las sombras del crepúsculo, como una exhibición de dinosaurios en un museo. Aquí tenemos al estegosaurus vegetariano, al triceráptos carnívoro, una terrible trituradora Diesel. Bon appétit.
—¿Qué le parece todo esto?
—¿Debe parecerme algo? —replicó la muchacha, tratando de evadir la cuestión.
—Sin duda alguna, algo pensará —insistió él.
—Son trabajos públicos —dijo ella encogiéndose de hombros—. Están construyendo una carretera en una ciudad que probablemente nunca vea otra vez. ¿Qué se supone que debo pensar de todo esto? Que es feo.
—Feo —repitió él, aliviado.
—Me he criado en Portland, Maine —dijo la joven—. Vivíamos en un gran edificio de apartamentos y un buen día edificaron un gran centro comercial al otro lado de la calle…
—¿Destruyeron algo para construirlo?
—¿Cómo?
—Pregunto si…
—Oh. No, sólo era un solar vacío con un gran campo detrás. Yo sólo tenía seis o siete años. Pensaba que se pasarían toda la vida excavando, extrayendo tierra y llevándosela de allí. Yo no hacía más que pensar… resulta extraño… pero no dejaba de pensar en la pobre y vieja tierra. Era como si le estuviesen poniendo una lavativa y nunca se hubiesen preguntado si la tierra la quería o si era algo malo para ella. Aquel año sufrí una especie de infección intestinal y me convertí en la experta en enemas de todo el bloque.
—Oh.
—Un domingo, cuando no trabajaban, nos acercamos y todo era muy parecido a esto; todo estaba muy tranquilo, como el cadáver de alguien que ha muerto en la cama. Habían puesto ya parte de los cimientos, y del cemento sobresalían aquellas cosas de metal color naranja.
—Varillas trenzadas.
—Como se llamen. Y había montones de tuberías y de alambres cubiertos de plástico, todo ello lleno de suciedad. Resulta extraño pensar así, pero el aspecto que yo le veía a todo aquello era el de basurero. Jugamos al escondite por el lugar, y mi madre acudió a buscarnos y nos dio la gran bronca a mi hermana y a mí. Dijo que los niños pequeños podían meterse en graves problemas jugando en un edificio en construcción. Mi hermana pequeña, que sólo tenía cuatro años de edad, se echó a llorar desconsolada. Resulta extraño recordar ahora todo aquello. ¿Podemos regresar ahora al coche? Estoy helada.
—Desde luego.
—Nunca creí —dijo ella— que de todo aquello sacaran más que un desbarajuste. Pero el centro comercial no tardó en ser inaugurado. Recuerdo cuando hicieron el aparcamiento. Pocos días después de acabarlo llegaron varios hombres con un pequeño compresor y le pintaron las líneas amarillas. Más tarde se organizó una gran fiesta y algún tío imbécil cortó una cinta y todo el mundo empezó a utilizarlo y fue como si nunca lo hubieran construido. El nombre del supermercado era Mammoth Mart, y mi madre solía comprar allí. A veces, cuando Angie y yo íbamos con ella, pensaba en aquellas varillas color naranja que salían del cemento y que se introducían en los cimientos. Era como una especie de pensamiento secreto.
Él asintió con un gesto. Sabía bastante sobre pensamientos secretos.
—¿Qué significa para ti? —preguntó ella.
—Todavía estoy tratando de averiguarlo —respondió él.
Él iba a hacer una cena precocinada, pero cuando ella miró en el frigorífico y vio la carne asada le dijo que la prepararía si a él no le importaba esperar.
—Desde luego. Yo no sabía cuánto tiempo necesita de cocción ni la temperatura a que debe hacerse.
—¿Echas de menos a tu esposa?
—Mucho.
—¿Porque no sabes cómo cocinar la carne asada? —preguntó ella, y él no respondió.
Hizo patatas al horno y descongeló el maíz cocido. Comieron en el rincón donde él solía tomar el desayuno, y ella se comió cuatro gruesas rodajas de asado, dos patatas y dos mazorcas de maíz.
—No comía así desde hacía un año —dijo ella, encendiendo un cigarrillo y contemplando su plato vacío—. Tal vez haya sido demasiado para mi estómago.
—¿Qué has estado comiendo últimamente?
—Galletas para perros.
—¿Qué?
—Galletas para perros.
—Me había parecido que habías dicho eso.
—Son baratas —dijo ella—. Y llenan. Son muy nutritivas y tienen vitaminas. Así lo dice en las cajas.
—Y unas narices, son nutritivas. Seguro que estás adelgazando, muchacha. Tienes demasiados años para comer eso. Ven conmigo.
La precedió hasta el comedor y abrió el aparador de Mary. Sacó una bandeja de plata y de ella cogió un grueso fajo de billetes. Los ojos de la chica se abrieron desmesuradamente.
—¿Cómo has conseguido toda esta pasta?
—Cobré mi póliza de seguros. Toma, aquí tienes doscientos pavos. Empléalos para alimentarte. —Pero ella no tocó el dinero.
—Estás loco —dijo—. ¿Qué imaginas que voy a hacerte por doscientos dólares?
—Nada.
Ella se echó a reír.
—Como quieras. —Él dejó el dinero sobre el aparador y volvió a meter la bandeja en el aparador—. Si no te lo llevas mañana por la mañana lo tiraré al retrete. —Pero, en el fondo, no se creía capaz de hacerlo.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Sabes? Creo que lo tirarías. —Él no respondió.
—Por la mañana veremos —dijo ella.
—Por la mañana —repitió él.
Estaba viendo el programa Decir la verdad. Dos de las concursantes aseguraban que eran las campeonas mundiales de monta y doma de potros salvajes, y una de ellas mentía. El jurado, en el que estaban Soupy Sales, Bill Cullen, Arlene Dahl y Kitty Carlisle, tenía que adivinar quién decía la verdad. Garry Moore, el presentador del concurso de televisión que sólo tenía trescientos años de antigüedad, sonreía y bromeaba, y hacía sonar una campana una vez transcurrido el tiempo de cada miembro del jurado.
La muchacha miraba por la ventana.
—Eh —dijo—, ¿quién vive en esta calle? Todas las casas están a oscuras.
—Los Dankman y yo —contestó él—. Pero los Dankman se marchan el quince de enero.
—¿Por qué?
—Por la carretera —respondió—. ¿Quieres beber algo?
—¿Qué quieres decir con eso de «por la carretera»?
—Pasará por aquí. Esta casa estará aproximadamente en medio del carril central, por lo que he podido calcular.
—¿Por esa razón me enseñaste las obras?
—Supongo que sí. Antes trabajaba en una gran lavandería que hay a unos tres kilómetros de aquí. La Cinta Azul. La carretera también pasará por allí.
—¿Y por eso has perdido tu trabajo? ¿Porque la lavandería ha cerrado?
—No es exactamente por eso. Se suponía que debía firmar una opción de compra de un nuevo lugar en un suburbio llamado Waterford, y no lo hice.
—¿Por qué?
—No pude soportarlo —contestó simplemente—. ¿Quieres beber algo?
—No tienes por qué emborracharme —dijo ella.
—Santo cielo —dijo él, poniendo los ojos en blanco—. Tu mente corre en una sola dirección, ¿no es así? —Hubo un momento de incómodo silencio.
—El destornillador es la única bebida que me gusta. ¿Tienes vodka y zumo de naranja?
—Sí.
—Y nada de hierba, supongo.
—No, nunca la he utilizado.
Él fue a la cocina y le preparó un destornillador. Se sirvió un Comfort con Seven-Up y volvió con las bebidas a la salita. Ella estaba jugando con el mando a distancia de la televisión, cambiando de un canal a otro, viendo los programas de las siete y media: Diciendo la verdad, cambio, ¿Cuál es mi línea? Sueño con Jeannie, La isla de Gilligan, cambio. Amo a Lucy, cambio, cambio, la hija de Julia haciendo con aguacates algo que parecía papilla para perro, El precio justo, cambio, y de vuelta a Garry Moore, que desafiaba al jurado a descubrir quién de los tres concursantes era el verdadero autor de un libro en que se narraba qué significaba estar perdido durante un mes en los bosques de Saskatchewan.
Le entregó su bebida.
«¿Come usted escarabajos, número dos?», preguntó Kitty Carlisle.
—¿Qué demonios le pasa a esa gente? —preguntó la chica—. ¿No ponen Star Trek?
—Lo emiten por el canal ocho a las cuatro de la tarde —dijo él.
—¿Y tú lo ves?
—A veces. Mi esposa siempre ve el programa de Merv Griffin.
«No he visto ningún escarabajo —contestó el número dos—. Pero si hubiese visto alguno me lo habría comido».
El público asistente se echó a reír.
—¿Por qué se marchó tu esposa? No estás obligado a decírmelo si no quieres —dijo ella, mirándole con cautela, como si el precio de su confesión pudiera ser demasiado fastidioso.
—Por la misma razón por la que fui despedido de mi trabajo —contestó, sentándose.
—¿Porque no compraste la fábrica?
—No. Porque no compré una casa nueva.
«Yo voto por el número dos —dijo Soupy Sales—, porque me parece que se habría comido un escarabajo si lo hubiese visto».
El público volvió a reír.
—No… Terrible. Sí, terrible. —Lo miró por encima del vaso, sin parpadear. La expresión de sus ojos parecía ser una mezcla de respeto, admiración y terror—. ¿Adónde piensas ir?
—No lo sé.
—Y ahora, ¿no trabajas?
—No.
—¿Qué haces durante el día?
—Conduzco por la autopista.
—¿Y ves la televisión por la noche?
—Y bebo. A veces me preparo palomitas de maíz. Más tarde las haré.
—Yo no como palomitas de maíz.
—Entonces me las comeré yo.
Ella apretó el botón del mando a distancia para desconectar (el televisor él denominaba «módulo» al artilugio porque le animaba pensar que un módulo era algo que servía para apagar y encender), y la imagen de la pantalla se contrajo en un punto brillante en el centro, hasta que desapareció.
—Veamos si logro comprender esto —dijo ella—. Has arrojado por la borda a tu esposa y tu puesto de trabajo…
—Aunque no necesariamente en ese orden.
—Da igual. Y lo has hecho a causa de esa carretera. ¿No es eso?
Él se quedó mirando la apagada pantalla del televisor, sintiéndose incómodo. Aunque raras veces observaba con atención lo que aparecía en ella, verla apagada hacía que se sintiera incómodo.
—No sé si es así o no —contestó—. Uno no siempre comprende algo simplemente porque lo ha hecho.
—¿Se trataba de una protesta?
—No lo sé. Si tú protestas contra algo es porque piensas que alguna otra cosa lo mejoraría. Toda la gente que protestó contra la guerra pensaba que la paz sería mejor. Las personas protestan contra las leyes antidroga porque creen que otras leyes respecto a la droga serían más justas o más divertidas o menos nocivas o… No lo sé. ¿Por qué no pones la televisión?
—Dentro de un momento. —El observó de nuevo la intensa mirada de aquellos ojos verdes de gato—. ¿Es porque odias la carretera? ¿O la sociedad tecnológica que representa? ¿O el efecto deshumanizador de…?
—No —la interrumpió. Resultaba muy difícil ser honesto, y se preguntó por qué se molestaba en serlo cuando una simple mentira pondría fin a aquella discusión con mucha mayor rapidez y limpieza. Ella era como el resto de los jóvenes, como Vinnie, como la gente que pensaba que la educación representaba la verdad; lo que ella deseaba era propaganda, incluidos los gráficos, y no una respuesta sincera—. Les he visto construir carreteras y edificios durante toda mi vida. Nunca me importó, excepto por el hecho de que me sentaba como una patada en el culo tener que dar un rodeo o verme obligado a cruzar la calle porque la acera había quedado patas arriba debido a que la empresa constructora la había utilizado para dejar los cascotes.
—Pero cuando tu hogar se vio afectado… tu propio hogar y tu trabajo, dijiste no.
—No lo dije enseguida.
Sin embargo, no sabía muy bien a qué había dicho no. ¿O había dicho sí? ¿Había dicho sí a un impulso destructivo que había formado parte de sí mismo desde hacía mucho tiempo, como un mecanismo autodestructor parecido al tumor de Charlie? Deseó que Freddy anduviera rondando por allí. Freddy le contaría cuanto ella quisiera saber. Pero Fred se había enfriado últimamente.
—Eres un loco o una persona bastante notable —dijo ella.
—La gente sólo es notable en los libros —replicó él—. Sigamos viendo la televisión.
Ella la encendió. Y él le permitió elegir el programa.
—¿Qué bebes?
Eran las nueve y cuarto. Él se encontraba un poco mareado, pero no tan borracho como habría estado de haberse hallado solo. Había ido a la cocina para hacer palomitas de maíz. Le gustaba ver saltar los granos de maíz en la cazuela de cristal caliente, aumentando de tamaño más y más, como nieve que saltara del suelo en lugar de caer del cielo.
—Southern Comfort y Seven-Up —contestó.
—¿Qué?
Él sonrió, sintiéndose turbado.
—¿Puedo probar uno? —Le mostró su vaso vacío y sonrió. Fue la primera expresión completamente inconsciente mostrada por ella desde que la recogiera—. Me has preparado un destornillador horrible.
—Lo sé. Comfort con Seven-Up es mi bebida privada. En público elijo el whisky escocés. Pero no me gusta.
Las palomitas de maíz ya estaban hechas, y vació la cazuela en un gran cuenco de plástico.
—¿Puedo probar uno?
—Desde luego.
Le preparó un Comfort con Seven-Up y a continuación echó mantequilla derretida sobre las palomitas de maíz.
—Eso pondrá mucho colesterol en tu corriente sanguínea —dijo ella, apoyándose contra el marco de la puerta, entre la cocina y el comedor. Tomó un sorbo de su bebida y añadió—: Oye, me gusta esto.
—Estaba seguro. Mantenlo en secreto y siempre conservarás esa ventaja.
Él echó sal a las palomitas de maíz.
—Ese colesterol te atascará el corazón —comentó ella—. Los conductos para el paso de la sangre se hacen más y más pequeños y un buen día… ¡graaaag! —Se golpeó dramáticamente en el pecho, y parte de su bebida le cayó sobre el suéter.
—Yo metabolizo cualquier cosa —aseguró él, y salió al comedor.
Al hacerlo, le rozó los senos (protegidos con sostén, a juzgar por la sensación). Sintió algo que no había sentido con Mary desde hacía muchos años. Quizá no fuera aquélla una buena forma de pensar. Ella se comió la mayor parte de las palomitas de maíz.
Ella empezó a bostezar durante el telediario de las once, que trató principalmente la crisis energética y las cintas de la Casa Blanca.
—Sube por esa escalera —dijo él— y vete a la cama.
Ella lo miró.
—Nos entenderemos mejor si dejas de mirarme como si yo fuese alguien que trata de engañarte cada vez que surge la palabra «cama». El principal propósito de la Gran Cama estadounidense es el de dormir, no el de mantener relaciones sexuales.
Aquel comentario la hizo sonreír.
—¿Ni siquiera deseas abrirme la cama?
—Ya eres mayorcita.
Ella lo miró con expresión serena.
—Puedes subir conmigo si quieres —dijo—. Lo decidí hace una hora.
—No… aunque no tienes ni idea de lo atractiva que me resulta esa invitación. Me he acostado con tres mujeres en toda mi vida, y con las dos primeras sucedió hace tanto tiempo, que apenas me acuerdo de ellas. Eso ocurrió antes de casarme.
—¿Estás de broma?
—En absoluto.
—Escucha, no sería sólo porque me has recogido en la autopista, o porque me permites dormir en tu casa o algo de todo eso. Tampoco por el dinero que me has ofrecido.
—Te agradezco que me lo digas. —Él se puso de pie—. Y ahora, será mejor que subas.
Pero ella no hizo caso de su invitación.
—Deberías saber la causa de tu negativa.
—¿De veras?
—Sí. Si haces cosas y no puedes explicar el porqué… como tú mismo me has dicho antes… Bien, eso quizá esté bien porque las cosas ya están hechas. Pero si decides no hacerlas, deberías saber la razón.
—Está bien —asintió él. Hizo un gesto hacia el comedor, donde el dinero seguía sobre el aparador—. Se trata de eso. Eres demasiado joven para venderte por dinero.
—No lo aceptaré —se apresuró a decir ella.
—Sé que no lo harás. Y por eso no me acuesto contigo. Quiero que lo aceptes.
—¿Porque no todo el mundo es tan amable como tú?
—Así es —admitió, mirándola con desafío. Ella sacudió la cabeza, con una mirada de exasperación, y se levantó.
—Está bien. Pero eres un burgués, ¿lo sabías?
—Sí.
Ella se acercó y lo besó en la boca. Fue excitante. Percibió el olor de la joven, y le agradó. Y casi de inmediato experimentó una erección.
—Vete —dijo él.
—Si lo reconsideras durante la noche…
—No lo haré. —La observó mientras subía por la escalera, con los pies desnudos—. ¿Oye? —Ella se volvió, las cejas enarcadas en un gesto interrogativo—. ¿Cómo te llamas?
—Olivia, si te sirve de algo. Es estúpido, ¿verdad? Como Olivia De Havilland.
—No, está bien. Me gusta. Buenas noches, Olivia.
—Buenas noches.
Ella subió al dormitorio. Él la oyó encender la luz, como siempre había oído a Mary cuando se acostaba antes. Si prestaba atención, percibiría el enloquecedor sonido del roce de su suéter contra la piel, cuando se lo quitara por la cabeza, o el de la cremallera que le sujetaba los pantalones a la cintura…
Encendió el televisor, utilizando el mando a distancia.
Su pene seguía incómodamente erecto. Abultaba contra la entrepierna de sus pantalones, algo que Mary solía llamar la roca de las eras y, otras veces, la serpiente que se transforma en piedra, aunque sólo había utilizado esas expresiones en sus primeros tiempos de casados, cuando la cama no era más que el campo de otro juego deportivo. Se estiró los pliegues de la ropa interior y al observar que su tamaño no disminuía, se levantó. Al cabo de un rato la erección remitió y volvió a sentarse.
Cuando terminaron las noticias emitieron una película, Cerebro del planeta Arous. Se quedó dormido frente al televisor, sujetando aún con firmeza el mando a distancia. Pocos minutos más tarde hubo un movimiento por debajo de sus calzoncillos y la erección apareció de nuevo, a hurtadillas, como el asesino que vuelve a la escena de un antiguo crimen.
7 de diciembre de 1973
Pero fue a visitarla durante la noche.
Soñó con la perra del señor Piazzi, y en esa ocasión supo que era Charlie el muchacho que se aproximaba al animal antes que éste saltara sobre él. Eso hizo que la pesadilla fuera mucho peor y cuando la perra del señor Piazzi saltó, él se retorció en su sueño como un hombre que se abre paso con las uñas, intentado salir de una tumba hueca y arenosa.
Manoteó el aire, ni despierto ni dormido, y perdió su sentido del equilibrio sobre el sofá, donde había terminado enroscándose. Por un momento osciló miserablemente al borde de la pérdida del equilibrio, sintiéndose desorientado, aterrorizado por la muerte de su hijo, que moría una y otra vez en sus sueños.
Cayó al suelo, golpeándose la cabeza y haciéndose daño en un hombro, y se despertó lo suficiente para darse cuenta de que se hallaba en su propia sala de estar y que la pesadilla había pasado. La realidad era miserable, pero no activamente terrorífica.
¿Qué estaba haciendo? En su mente apareció una especie de realidad organizada de lo que había hecho con su vida, y la panorámica le pareció horrible. La había desgarrado justo por la mitad, como si fuese un pedazo de tela barata. Nada estaba en su sitio, y eso le dolía. En el fondo de su garganta percibió el gusto rancio del Southern Comfort, y eructó, subiéndole hasta la boca una materia de sabor ácido que volvió a tragarse.
Empezó a temblar y se agarró las rodillas con las manos, en un inútil intento de evitarlo. Por la noche, todo resultaba extraño. ¿Qué hacía allí, sentado en el suelo de su sala de estar, agarrándose las rodillas y temblando como un viejo borracho abandonado en la calle? ¿O acaso se parecía más a un catatónico, a un jodido psicópata? ¿Era eso? ¿Un psicópata? ¿No era nada divertido ni despreciativo como un tipo duro, o un escarabajo pelotero, sino un verdadero psicópata? Aquel pensamiento le produjo una nueva sensación de terror. ¿Había acudido a los bajos fondos en busca de explosivos? ¿Ocultaba realmente dos armas de fuego en el garaje, una de ellas lo bastante grande como para matar a un elefante? Un ligero gemido surgió de su garganta y se levantó a tientas, con los huesos crujiéndole como si fuese un viejo.
Subió por la escalera, negándose a pensar en nada, y entró en el dormitorio.
—¿Olivia? —susurró. Aquello era ridículo, como en una vieja película de Rodolfo Valentino—. ¿Estás despierta?
—Sí —contestó ella. No parecía que hubiese dormido—. El reloj me ha mantenido despierta. Ese reloj digital. No hace más que producir un clic. Lo he desenchufado.
—Está bien —dijo él, y aquello también le sonó a ridículo—. He tenido una pesadilla.
Escuchó el sonido de las sábanas al ser retiradas.
—Vamos. Ven conmigo.
—Yo…
—¿Quieres callarte?
Se acostó a su lado. Ella estaba desnuda. Hicieron el amor. Después se quedaron dormidos.
Por la mañana, la temperatura era de doce grados bajo cero. Ella le preguntó si recibía el periódico.
—Solíamos recibirlo —contestó—. Kenny Upslinger nos lo traía. Pero su familia se trasladó a Iowa.
Ella puso la radio. Un hombre estaba dando el pronóstico del tiempo. Claro y frío.
—¿Quieres un huevo frito? —preguntó él.
—Dos, si es posible.
—Por supuesto. En cuanto a lo de anoche…
—Lo de anoche no importa. Tuve un orgasmo, lo que es muy raro en mí. Lo disfruté mucho.
Él sintió un orgullo furtivo, quizá lo que ella deseaba que experimentara. Frió los huevos. Dos para cada uno. Preparó tostadas y el café. Ella tomó tres tazas, con crema y azúcar.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó la joven cuando hubieron terminado.
—Llevarte hasta la autopista —se apresuró a contestar él.
—No me refiero a eso —repuso ella con un gesto de impaciencia—. Hablo de tu vida.
—Eso suena a algo muy serio —comentó él con una mueca.
—No para mí —dijo ella—, sino para ti.
—Aún no lo he pensado. Creo que antes… —acentuó ligeramente la palabra «antes» para indicar toda su vida y todas las partes de ésta que había tirado por la ventana—, antes que cayera el hacha, debí de sentirme igual que condenado en el pasillo de la muerte. Nada me parecía real. Tenía la impresión de estar viviendo en un sueño de cristal que no se detendría. Ahora, en cambio, todo me parece real. Lo de anoche, por ejemplo… fue muy real.
—Me alegro de ello —dijo ella, y, en efecto, parecía contenta—. Pero ¿qué harás ahora?
—No lo sé.
—Creo que eso es triste.
—¿Lo es de veras?
Y no fue una pregunta retórica.
Estaban de nuevo en el coche, avanzando por la carretera 7 en dirección a Landy. El tráfico cerca de la ciudad era muy lento. La gente iba camino del trabajo. Cuando pasaron ante la construcción de la ampliación de la 784, los obreros habían comenzado ya; con sus cascos de protección de color amarillo chillón y botas de goma verdes, subían a las máquinas, con el vaho de la respiración surgiendo de sus bocas. El motor de uno de los tractores municipales color naranja gruñó sin terminar de arrancar, produjo una tremenda explosión, volvió a girar suelto, y por fin arrancó con un rugido agitado y ronco. El conductor lo mantuvo firme en sus explosiones irregulares, que parecían el sonido de una batalla.
—Desde aquí parecen unos niños que juegan con sus camiones en un montón de arena —comentó ella.
Fuera de la ciudad, el tráfico disminuyó. Ella había cogido los doscientos dólares, sin turbación ni renuencia… pero tampoco con una avidez especial. Hizo un corte en el forro de la cazadora y metió los billetes; después, lo cosió utilizando hilo azul de la caja de costura de Mary. Había rechazado su oferta de llevarla hasta la estación de autobuses, argumentando que el dinero le duraría más tiempo si continuaba haciendo autostop.
—Así pues, ¿qué hace una chica tan guapa como tú en un coche como éste? —preguntó él.
—¿Eh?
Lo miró, abandonando sus propios pensamientos.
—¿Por qué tú? —preguntó él sonriendo—. ¿Por qué Las Vegas? Tú vives en la marginación, igual que yo. Cuéntame algo de ti.
—No hay mucho que contar —contestó, encogiéndose de hombros—. Iba a la universidad de New Hampshire, en Durham. Eso está cerca de Portland. Vivía con un chico fuera del campus universitario. Y nos metimos en un grave asunto de drogas.
—¿Quieres decir algo así como heroína?
—No —contestó ella riendo—. Nunca he conocido a nadie enredado con la heroína. Nosotros, los guapos drogadictos de la clase media, nos dedicamos a los alucinógenos. Ácido lisérgico. Mescalina. Peyote un par de veces, STP otro par de veces. Alucinógenos. Hice dieciséis o dieciocho viajes entre septiembre y noviembre.
—¿Cómo fue? —preguntó él.
—¿Quieres decir si tuve «malos viajes»?
—No, no me refería a eso —contestó él.
—Hubo viajes malos, pero todos tienen algo bueno. Y algunos viajes buenos tienen su parte mala. En una ocasión decidí que tenía leucemia. Eso me asustó mucho. Pero en la mayor parte de las ocasiones se trataba de cosas extrañas. Nunca vi a Dios. Nunca quise suicidarme. Y nunca intenté matar a nadie. —Se interrumpió por un momento y luego prosiguió—: Se ha escrito mucho sobre la mierda que hay en esos alucinógenos. Los honrados, gente como Art Linkletter, aseguran que matan. Los monstruosos afirman que abren las puertas que uno necesita abrir. Es como encontrar un túnel en el propio interior, como si el alma de uno fuese una especie de tesoro en una novela de H. Rider Haggard. ¿Has leído algo suyo?
—He leído Ella cuando era un muchacho. La escribió él, ¿verdad?
—Sí. ¿Crees que tu alma es como una esmeralda en el centro de la frente de un ídolo?
—Nunca lo había pensado.
—Yo no lo creo —dijo ella—. Te contaré lo mejor y lo peor que me ocurrió al tomar aquellas sustancias. Lo mejor fue quedarme una vez contemplando el empapelado de mi apartamento, plagado de pequeños puntos redondos que se convirtieron en nieve para mí. Yo me hallaba sentada en la sala de estar, contemplando una tormenta de nieve en la pared. Y permanecí así durante una hora. Al cabo de un rato vi una muchacha que caminaba penosamente por la nieve. Llevaba un pañuelo en la cabeza, de una tela muy basta, como harpillera, y se lo sostenía así. —Se puso un puño debajo de la barbilla—. Decidí que iba camino de su casa y, ¡bang!, vi allí una calle entera, completamente cubierta de nieve. La muchacha anduvo calle arriba, se metió por un caminito y entró en una casa. Eso fue lo mejor. Me encontraba sentada en el apartamento viendo una película imaginaria. Aunque Jeff la llamó visión mental.
—¿Se llamaba así el chico con quien vivías?
—Sí. El peor viaje lo tuve una vez que decidí vaciar las tuberías del fregadero de la cocina. Durante un viaje se tienen ideas muy extrañas, aunque en ese momento se piensa que son muy normales. A mí me pareció que tenía que vaciar aquellas tuberías. Entonces cogí un desatascador y lo hice… y del desagüe salió toda aquella mierda. Aún no sé cuánto había de mierda real y de mierda mental. Posos de café. Un trozo viejo de una camisa. Grandes grumos de grasa congelada. Una materia roja que tenía aspecto de ser sangre. Y, por último, una mano. La mano de alguien.
—¿Una qué?
—Una mano. Llamé a Jeff y grité: «Eh, alguien ha tirado a alguien por el desagüe». Pero él se había marchado a alguna parte y yo estaba sola. Traté de sacar más porquería y encontré el antebrazo. La mano se hallaba sobre la porcelana, toda moteada con posos de café, y allí estaba el antebrazo, surgiendo del desagüe. Volví a la sala de estar un momento para ver si Jeff había vuelto ya, y cuando regresé a la cocina, el brazo y la mano habían desaparecido. Eso me preocupó. A veces, aún sueño con ello.
—Eso es una locura —dijo él, aminorando la velocidad al cruzar por un puente en construcción.
—Los alucinógenos te enloquecen —afirmó ella—. A veces es bueno, pero en la mayor parte de las ocasiones, no. En cualquier caso, estábamos metidos hasta el fondo en ese asunto de drogas. ¿Has visto alguna vez uno de esos dibujos del átomo, con los protones, neutrones y electrones yendo de un lado a otro?
—Sí.
—Bien, pues era como si nuestro apartamento fuese el núcleo y la gente que entraba y salía fueran los protones y los electrones. Había mucha gente entrando y saliendo, toda ella desconectada del mundo, como en Manhattan Transfer.
—No he leído esa novela.
—Pues deberías hacerlo. Jeff siempre decía que Dos Passos era el verdadero periodista original. Es un libro monstruoso. En cualquier caso, algunas noches estábamos sentados por allí, viendo la televisión con el sonido apagado y un disco en el estéreo, todo el mundo aturdido, con gente bailando en el dormitorio, y yo ni siquiera conocía a aquellas jodidas personas. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Él respondió que lo comprendía al pensar en algunas fiestas a las que había asistido, y donde se había emborrachado, sintiéndose tan confuso como Alicia en el país de las maravillas.
—Una noche hubo un programa especial de Bob Hope. Todos nos habíamos sentado alrededor del televisor, aturdidos y riendo como locos ante aquellos viejos con expresiones estereotipadas, y todas aquellas bromas bienintencionadas sobre los locos del poder en Washington. Estábamos allí sentados como todos los papás y las mamás en sus casas, y yo pensé: «Bueno, por eso hemos tenido que pasar por Vietnam, para que Bob Hope pueda cerrar el abismo generacional». Sólo es cuestión de cómo se estimula uno.
—Pero tú eras demasiado pura para…
—¿Pura? No, no se trataba de eso. Empecé a pensar acerca de los últimos quince años, más o menos, como una especie de grotesco juego del Monopoly. A Francis Gary Powers lo derriban en su avión U-2. Pierdes turno para jugar. Los negros dispersados con mangueras en Selma. Vas directamente a la cárcel. Manifestantes en favor de la libertad tiroteados en Misisipí, marchas, protestas, Lester Madox con su hacha, Kennedy asesinado en Dallas, Vietnam, más manifestaciones, huelgas de estudiantes, la liberación de la mujer, ¿y todo eso para qué? ¿Para que unos cabezas huecas se sienten como atontados en un apartamento destartalado a ver a Bob Hope en la televisión? A la mierda con todo eso. Y decidí largarme.
—¿Qué me dices de Jeff?
—Tiene una beca —contestó ella, con un encogimiento de hombros—. Lo está haciendo bien. Dice que va a dejarlo el verano que viene, pero yo no iré a buscarlo.
Había en su rostro una desilusionada expresión muy peculiar que probablemente a duras penas era soportable en su interior.
—¿Lo echas de menos?
—Cada noche.
—¿Por qué Las Vegas? ¿Conoces a alguien allí?
—No.
—Parece un lugar muy extraño para una idealista.
—¿Piensas eso de mí? —Se echó a reír y encendió un cigarrillo—. Quizá. Pero creo que ningún ideal necesita un escenario particular. Quiero ver esa ciudad. Es tan diferente al resto del país que debe de ser buena. Pero no voy a jugar. Mi intención es conseguir un trabajo.
—¿Y después qué?
Expelió el humo y se encogió de hombros. Pasaron ante un cartel informativo: LANDY 8 KILÓMETROS.
—Trataré de recomponer mi vida —contestó ella—. He decidido no meterme más droga en la cabeza durante mucho tiempo, y voy a dejar esto. —Hizo un gesto con el cigarrillo en el aire, dibujando un círculo accidental, como si en ello hubiese una verdad diferente—. Dejaré de aparentar que mi vida aún no ha empezado. Hace tiempo que se inició. Y ya he empleado el veinte por ciento de ella. Me he tomado la crema.
—Mira. Ahí está la entrada a la autopista. —Dirigió el coche hacia el arcén.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó ella—. ¿Qué piensas hacer?
—Ver qué pasa —contestó él—. Mantendré mis opciones abiertas.
—No estás en las mejores condiciones para hacer eso, si no te importa que lo diga.
—No, no me importa.
—Mira, toma esto. —Sostenía un cuadradito de aluminio entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha.
Él lo cogió y lo miró. El aluminio captó la brillante luz del sol matinal y la reflejó en sus ojos.
—¿Qué es?
—Mescalina sintética, producto cuatro. Es la sustancia más fuerte y limpia que se haya producido jamás. —Vaciló un instante y añadió—: Quizá deberías tirarla al retrete cuando regreses a casa. Puede joderte y enloquecerte más de lo que estás. Pero también ayudarte. Eso he oído al menos.
—¿Lo has comprobado alguna vez?
—No —contestó ella con una sonrisa amarga.
—¿Quieres hacerme un favor, si puedes?
—Si puedo…
—Llámame por teléfono el día de Navidad.
—¿Por qué?
—Eres como un libro que no he terminado de leer. Quiero saber lo poco que surja hasta entonces. Llámame a cobro revertido. Te anotaré el número.
Estaba sacando un bolígrafo del bolsillo cuando ella dijo:
—No.
—¿No? —Él la miró, extrañado y dolido.
—Si lo necesito, buscaré el número en la guía. Pero quizá sea mejor que no lo haga.
—¿Por qué?
—No lo sé. Me gustas, pero es como si alguien te hiciera daño. No puedo explicarlo. Tengo la impresión de que vas a hacer una verdadera locura.
—Crees que soy una mierda —se oyó decir a sí mismo—. Bueno, pues que te jodan. —Ella se apeó del coche rígidamente y él se inclinó hacia la portezuela—. Olivia…
—Quizá no me llame así.
—Quizá. Telefonéame, por favor.
—Ten cuidado con eso —dijo ella, señalando el pequeño paquete de aluminio—. Tú también pareces estar alucinado.
—Adiós. Ten cuidado.
—Cuidado… ¿qué es eso? —Volvió a surgir la sonrisa amarga—. Adiós. Gracias por todo, señor Dawes. Eres muy bueno en la cama, ¿te importa que te lo diga? Lo eres. Adiós.
Cerró la portezuela de golpe, cruzó la carretera 7 y se dirigió al principio de la rampa de entrada a la autopista. La observó mientras caminaba, mostrando el pulgar a un par de automovilistas. Ninguno se detuvo. Después, él hizo un giro con el coche y tocó el claxon una vez. Por el espejo retrovisor vio un pequeño facsímil de la joven, saludándole con la mano.
Es una tonta guasona, pensó, llena de numerosos conceptos extraños sobre el mundo. Sin embargo, cuando tendió la mano para poner la radio, los dedos le temblaban.
Regresó a la ciudad, entró en la autopista y condujo más de trescientos kilómetros a ciento diez por hora. En un momento determinado casi lanzó por la ventanilla el paquetito de aluminio. En otra ocasión se sintió tentado de tomarse la pastilla. Finalmente, se lo guardó en el bolsillo del abrigo.
Cuando llegó a casa se sintió agotado, vacío de toda emoción. La extensión de la 784 había progresado durante el día; la lavandería estaría lista para la enorme bola de demoler en el término de un par de semanas. Ya se habían llevado todo el equipo pesado. Tom Granger se lo había contado durante una extraña y artificial conversación telefónica mantenida tres noches antes. Cuando aplanaran el terreno, él se pasaría el día observándolo. Incluso se llevaría almuerzo frío en una bolsa. Encontró una carta para Mary de su hermano de Jacksonville. No se había enterado de su separación. La dejó a un lado, con aire ausente, uniéndola a otras cartas dirigidas a Mary que él olvidaba enviarle.
Metió una cena precocinada en el horno y dudó si servirse una copa. Pero decidió no hacerlo. Quería pensar en su encuentro sexual de la noche anterior con la joven, saborearlo, explorar sus matices. Si tomaba unas cuantas copas sería como una mala película pornográfica, antinatural, de un color desvaído. Y no quería pensar en ella de esa forma.
Pero no lo consiguió, no como él deseaba. No pudo recordar la precisa sensación de sus senos o el gusto secreto de sus pezones. Sabía que aquella relación sexual había sido mucho más agradable con ella que con Mary. Olivia se había acoplado fácilmente a él, y en el momento que su pene salió de la vagina, produjo un sonido audible, como si hubiese descorchado una botella de champán. Pero, en realidad, hubiera sido incapaz de explicar aquel placer. En lugar de recordarlo, quería masturbarse. Ese deseo le disgustó. Es más, aquel disgusto lo disgustó aún más. Ella no era una santa, pensó sentándose para cenar. Sólo era una especie de vagabunda camino de Las Vegas. Se encontró deseando ser capaz de contemplar toda la escena con el ojo ictérico de Magliore, y ese deseo fue lo que más le disgustó.
Aquella misma noche se emborrachó a pesar de sus buenas intenciones, y hacia las diez surgió de nuevo la enloquecedora y familiar necesidad de llamar por teléfono a Mary. En lugar de hacerlo así, se masturbó frente al televisor, y alcanzó el orgasmo en el momento que un anuncio mostraba incontrovertiblemente que la Anacina aliviaba el dolor mejor que cualquier otra marca.
8 de diciembre de 1973
El sábado no salió. Deambuló inútilmente por toda la casa, dejando para más tarde lo que tenía que hacerse. Finalmente llamó a casa de sus suegros. Lester y Jean Calloway, los padres de Mary, tenían cerca de setenta años. Todas las llamadas anteriores habían sido contestadas por Jean (a quien Charlie siempre llamaba «mamá Jean»), helándosele la voz a su suegra al darse cuenta de quién estaba al otro extremo de la línea. Para ella, y sin duda también para Lester, él se había convertido en una especie de animal que había enloquecido y había mordido a su hija. Y el animal seguía llamando por teléfono, evidentemente borracho, lloriqueando para que ella regresara a su lado, y así morderla de nuevo.
En esa ocasión la propia Mary contestó.
—¿Dígame?
Se sintió aliviado y pudo hablar normalmente.
—Soy yo, Mary.
—Oh, Bart. ¿Cómo estás?
Le fue imposible descifrar su tono de voz.
—Bien.
—¿Disminuyendo mucho las reservas de Southern Comfort?
—Mary, no bebo.
—¿Es eso una victoria?
Su tono de voz fue frío en ese momento, y él experimentó un aguijonazo de pánico. Aunque casi todos sus juicios habían sido erróneos, ¿cómo era posible que alguien a quien había conocido tan bien y por tanto tiempo se alejara con esa facilidad?
—Supongo que lo es —admitió sin convicción.
—Al parecer, la lavandería ha tenido que cerrar.
—Sólo de un modo temporal.
Tenía la extraña sensación de que se encontraba en un ascensor, manteniendo una incómoda conversación con alguien que lo consideraba un pelmazo.
—No es eso lo que me dijo la esposa de Tom Granger.
Y allí estaba, por fin, la acusación. Aunque la acusación era mejor que nada.
—Tom no tendrá problemas en absoluto. Hace años que los de la competencia lo persiguen para contratarle. Me refiero a la gente de Brite-Kleen.
Creyó oír que suspiraba.
—¿Para qué has llamado, Bart?
—Creo que deberíamos vernos —dijo él con suma cautela—. Tenemos que hablar de todo lo ocurrido y encontrar una solución, Mary.
—¿Te refieres al divorcio?
Lo había dicho con bastante serenidad, pero él creyó percibir un matiz de pánico en su voz.
—¿Es eso lo que quieres?
—No sé lo que quiero. —Su serenidad se resquebrajó y su voz sonó enojada y asustada—. Pensaba que todo iba bien entre nosotros. Yo era feliz y creía que tú también. Ahora, de pronto, todo eso ha cambiado.
—Pensabas que todo iba bien entre nosotros —repitió él. De repente se sintió furioso con ella—. Debes de haber sido bastante estúpida para pensar eso. ¿Crees que he echado a rodar mi trabajo para divertirme, como un estudiante de instituto arroja una bombeta de mercromina en un retrete?
—Entonces, ¿por qué lo hiciste, Bart? ¿Qué ocurrió? —Su cólera se derrumbó como un montículo de nieve al derretirse, y descubrió que había lágrimas debajo. Trató de contenerlas, sintiéndose traicionado. Se suponía que eso no ocurriría si estaba sobrio porque uno es capaz de mantener el jodido control sobre sí mismo. Pero allí estaba, deseando soltarlo todo y sollozar en un regazo como un niño con las rodillas y los codos magullados. Sin embargo, no le diría lo que andaba mal porque no lo sabía con exactitud, y el llorar sin saber por qué sonaba a cosa de manicomio.
—No lo sé —contestó al fin.
—¿Por Charlie?
—Si eso formaba parte de la situación —replicó él con indecisión—, ¿cómo fuiste tan ciega?
—Yo también le echo de menos, Bart. Aún. Cada día.
Volvía a haber resentimiento. En tal caso, has hallado una forma muy extraña de demostrarlo.
—Esto no nos sirve —dijo él al cabo de un rato. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, pero había logrado que no se reflejaran en el tono de voz. Señores, creo que me las tragaré, pensó, y estuvo a punto de echarse a reír—. No podemos hablar por teléfono. He llamado para sugerirte que almorcemos juntos el lunes en Handy Andy's.
—Está bien. ¿A qué hora?
—Eso no importa. Puedo salir del trabajo cuando quiera.
La broma pareció caer al suelo y morir sangrientamente allí mismo.
—¿Te parece bien a la una? —preguntó ella.
—Desde luego. Llegaré antes para coger mesa.
—Resérvala. No vayas a presentarte allí a las once y empieces a beber.
—No lo haré —dijo él con tono humilde, sabiendo que era probable que lo hiciera.
Se hizo el silencio, como si no hubiese nada más que decir. Débilmente, casi perdidas en el zumbido de la línea abierta, otras voces fantasmales hablaban de otros asuntos fantasmales. Y entonces ella dijo algo que lo sorprendió por completo.
—Bart, necesitas ver a un psiquiatra.
—¿Que necesito qué?
—Un psiquiatra. Sé qué suena mal, dicho de esta forma tan cruda. Pero quiero que sepas que, con independencia de la decisión que tomemos, no regresaré contigo a menos que estés de acuerdo en eso.
—Adiós, Mary —dijo él lentamente—. Te veré el lunes.
—Bart, necesitas una ayuda que yo me veo incapaz de darte.
Despacio, insertando el cuchillo todo lo bien que pudo a través de tres kilómetros de hilo telefónico, dijo:
—De todos modos, eso ya lo sabía. Adiós, Mary.
Colgó antes de oír el resultado y se asombró al sentirse contento. Set, juego y partido. Lanzó un envase de plástico vacío a través de la habitación y se sintió disgustado por no haber tirado nada factible de romperse. Abrió el armario situado sobre el fregadero, sacó los dos primeros vasos que encontraron sus manos y los estrelló contra el suelo, haciéndolos añicos.
¡Eres un niño! ¡Un condenado niño!, se reprendió. ¿Por qué diablos no aguantas la jodida respiración hasta ponerte azul?
Golpeó con el puño derecho contra la pared para acallar la voz y lanzó un grito al sentir el dolor. Se sostuvo la mano herida con la izquierda y permaneció de pie en medio de la cocina, tembloroso. Cuando recuperó el control, con el recogedor y el cepillo barrió los cristales, sintiéndose asustado, malhumorado y deshecho.
9 de diciembre de 1973
Salió a la autopista, condujo doscientos kilómetros y regresó. No se atrevía a ir más lejos. Era el primer domingo sin gasolina y todas las estaciones de servicio de la autopista estaban cerradas. Y no quería caminar. ¿Lo ves?, se dijo. Así es como cogen a los pájaros de mierda como tú, Georgie.
¿Fred? ¿Eres realmente tú? ¿A qué debo el honor de esta visita, Freddy?
Vete al infierno, compañero.
De regreso a casa, escuchó en la radio el siguiente informe de servicio público:
«Usted está preocupado por la escasez de gasolina y quiere asegurarse que no les faltará este invierno, ni a usted ni a su familia. Así pues, se encamina a la gasolinera de su barrio con una docena de bidones vacíos. Pero si a usted le preocupa realmente su familia, será mejor que dé media vuelta y regrese a casa. Un almacenamiento indebido de gasolina resulta muy peligroso. También es ilegal, pero no se preocupe por eso. Considere lo siguiente: cuando los vapores de la gasolina se mezclan con el aire se vuelven explosivos. Y cuatro litros de gasolina tienen el mismo potencial explosivo que doce cartuchos de dinamita. Medite sobre ello antes de llenar esos bidones. Y después piense en su familia. Es que, verá usted… deseamos que viva.
»Éste ha sido un informe de servicio público de la WLDM. La orquesta de la emisora le recuerda que debe dejar el almacenamiento de gasolina en manos de las personas que están preparadas para hacerlo adecuadamente».
Apagó la radio y redujo la velocidad a ochenta kilómetros por hora, situándose en el carril de la derecha.
—Doce cartuchos de dinamita —dijo en voz alta—. Vaya, eso sí que es interesante.
Si se hubiese mirado en el espejo retrovisor habría visto que estaba sonriendo.
10 de diciembre de 1973
Llegó a Handy Andy's poco después de las once y media y el maître le condujo a una mesa situada junto a las estilizadas alas de murciélago que conducían al salón. No era una buena mesa, pero sí una de las pocas que quedaron vacías a medida que el local se fue llenando para el almuerzo. Handy Andy's se especializaba en filetes, costillas y algo llamado «hamburguesa Andy», que tenía el aspecto de una ensalada del chef, introducida entre las dos mitades de un enorme panecillo con semilla de sésamo por encima, todo ello sostenido por un palillo de dientes. Como sucedía con todos los restaurantes importantes de una gran ciudad, situados a poca distancia del trabajo de los ejecutivos, el local pasaba por indefinibles altibajos en el negocio. Dos meses antes habría acudido al mediodía y hubiera elegido entre una serie de mesas… De hecho, tres meses atrás le había ocurrido exactamente así. Para él, aquello siempre había sido uno de los pequeños misterios de la vida, como los incidentes que sucedían en los libros de Charles Fort, o el instinto que hacía que las golondrinas regresaran siempre a Capistrano.
Al sentarse echó un rápido vistazo alrededor de él, temeroso de ver a Vinnie Mason o a Steve Ordner o algún otro ejecutivo de la lavandería. Pero el local estaba lleno de personas extrañas. A su izquierda, un joven intentaba convencer a su chica de que podían permitirse tres días en Sun Valley en el mes de febrero. El resto de las conversaciones del local no era más que un suave murmullo.
—¿Una copa, señor? —preguntó el camarero, junto a su codo.
—Whisky con hielo, por favor.
—Muy bien, señor.
Hizo que el primero le durara hasta el mediodía. A las doce y media ya se había tomado otros dos y a continuación, tercamente, pidió un doble. Estaba terminándolo cuando vio entrar a Mary. Se detuvo en la puerta, entre el vestíbulo y el comedor, buscándole con la mirada. Algunas cabezas se volvieron para mirarla y él pensó: Mary, deberías darme las gracias… Estás muy hermosa. Levantó la mano derecha y la saludó.
Ella le devolvió el saludo y se encaminó hacia la mesa. Llevaba un vestido de lana que le llegaba a las rodillas, de un gris suave con dibujos. Se había peinado la espesa melena que le llegaba hasta los hombros, de una forma que él no recordaba haberle visto (y que quizá ella llevaba precisamente por esa misma razón). Eso hacía que pareciera más joven, y tuvo una repentina visión fugaz y culpable de Olivia, moviéndose debajo de él en la cama que tantas veces había compartido con Mary.
—Hola, Bart —lo saludó.
—Hola. Estás muy guapa.
—Gracias.
—¿Quieres tomar una copa?
—No… Sólo quiero una hamburguesa Andy. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—Oh, no mucho.
Había menos gente en el comedor, y el camarero acudió enseguida.
—¿Desea encargar el almuerzo ahora, señor?
—Sí. Dos hamburguesas Andy. Leche para la señora. Y otro doble para mí.
Miró a Mary, pero su rostro no reflejaba nada. Eso no era bueno. Si ella hubiese dicho algo, él habría anulado el doble. Confiaba en no tener que ir al cuarto de baño, porque no estaba seguro de andar en línea recta. Eso sería una maravillosa golosina que ella regalaría a sus viejos. «Llévame de regreso a la vieja Virginia». Casi se echó a reír.
—Bueno, no estás borracho, pero creo que te falta poco —dijo ella, desplegando la servilleta sobre el regazo.
—Eso sí que ha estado bien —replicó él—. ¿Lo habías ensayado?
—Bart, no nos peleemos.
—De acuerdo —admitió.
Ella jugueteó con su vaso de agua y él con su posavasos de cartón.
—¿Y bien? —preguntó ella de modo definitivo.
—¿Y bien, qué?
—Parecía que tenías algo que decir cuando me llamaste. Ahora que estás lleno del coraje que da el whisky, dime, ¿de qué se trata?
—Tu resfriado anda mejor —dijo a lo tonto, e hizo sin querer un agujero en el posavasos.
No podía decirle lo que pensaba: lo mucho que ella parecía haber cambiado, cómo se había transformado de pronto en una mujer sofisticada y peligrosa, como la secretaria de un crucero que aparece a la última hora del almuerzo con la intención de rechazar toda invitación que no provenga de un hombre vestido con un traje de cuatrocientos dólares. Y que pudiera demostrarlo a simple vista por la calidad de la tela.
—Bart, ¿qué vamos a hacer?
—Iré a un psiquiatra si así lo deseas —dijo él, bajando el tono de voz.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
—Concierta una cita esta misma tarde si quieres.
—No conozco a ninguno.
—Búscalo en las páginas amarillas.
—No me parece la forma más adecuada de elegir a un remiendacabezas.
Ella lo miró, y luego apartó la vista, sintiéndose incómoda.
—Estás enfadado conmigo, ¿verdad? —preguntó ella.
—Bueno, el caso es que no trabajo. Y pagar cincuenta dólares la hora me parece demasiado para alguien sin empleo.
—¿De qué crees que estoy viviendo yo? —preguntó ella en tono cortante—. De la caridad de mis padres. Y, como bien recordarás, ambos están jubilados.
—También recuerdo que tu padre posee suficientes acciones como para manteneros a los tres con desahogo hasta el siglo que viene.
—Bart, eso no es así —dijo ella, asombrada y dolida.
—Y una mierda que no. El invierno pasado fueron a Jamaica. El año anterior a Miami, y nada menos que al Fountainbleau, y el otro año a Honolulú. Nadie hace eso con sólo la jubilación de ingeniero. Así pues, no me vengas con ese rollo de la pobreza, Mary…
—Detente, Bart. La luz verde parpadea.
—Por no hablar del Cadillac Gran De Ville y de la furgoneta Bonneville. No está nada mal. ¿Cuál de los dos coches utilizan para ir a recoger los sellos de su cartilla de racionamiento?
—¡Detente! —dijo ella, después de emitir un siseo haciendo retroceder un poco los labios, mientras se agarraba con los dedos al borde de la mesa.
—Lo siento —susurró él.
—Ya viene la comida.
La temperatura entre ellos se enfrió un poco mientras el camarero les servía las hamburguesas Andy con patatas fritas, añadía platitos de judías verdes y cebollas y se retiraba. Comieron durante un rato, sin hablarse, concentrados ambos en que no les cayera nada en el regazo. «Me pregunto cuántos matrimonios habrá salvado la hamburguesa Andy, se dijo él, gracias a este atributo providencial… Cuando se está comiendo una, hay que mantener la boca cerrada».
Ella dejó la mitad, se limpió los labios con la servilleta y dijo:
—Son tan buenas como yo recordaba. Bart, ¿tienes alguna idea concreta sobre lo que hay que hacer?
—Pues claro que la tengo —respondió.
Pero no sabía cuál era su idea. Si le sirvieran otro whisky doble, quizá se le ocurriera.
—¿Quieres el divorcio?
—No —contestó él.
Y aquello pareció algo positivo.
—¿Quieres que vuelva?
—¿Lo deseas?
—No lo sé —contestó ella—. Te diré algo, Bart. Por primera vez en veinte años me preocupo por mí. Me las apaño por mi cuenta. —Empezó a llevarse a la boca un trozo de su hamburguesa, pero luego lo dejó en el plato—. ¿Sabías que estuve a punto de no casarme contigo? ¿Se te había ocurrido pensarlo alguna vez? —La sorpresa que apareció en su rostro la satisfizo.
—Creo que no se te ocurrió. Yo me quedé embarazada, y, por supuesto, quería casarme contigo. Pero una parte de mí no lo deseaba. Algo en mi interior me decía que ése sería el mayor error de mi vida. Así pues, me consumí durante tres días en un fuego lento, vomitando por la mañana al levantarme, odiándote por ello, pensando en esto y en lo otro y en lo de más allá. Huir. Abortar. Tener el niño y entregarlo en adopción. Tener el niño y conservarlo. Pero al fin decidí hacer lo más sensato. —Se echó a reír y repitió—: Lo más sensato. Y después de todo eso, perdí el niño.
—Sí, lo perdiste —murmuró él, dejando que la conversación tomara otro giro.
Se parecía demasiado a abrir un armario y pisar vómitos.
—Pero fui feliz contigo, Bart.
—¿De veras? —Su pregunta fue automática. Se dio cuenta de que deseaba marcharse de allí. Aquello no iba a funcionar. Al menos para él.
—Sí. Pero algo le sucede a la mujer en el matrimonio que no le ocurre al hombre. ¿Recuerdas que de niño nunca te preocupabas por tus padres? Sólo confiabas en que estarían allí, y allí estaban ellos, lo mismo que los alimentos, la calefacción y las ropas.
—Supongo que sí, claro.
—Y yo voy y me quedo tontamente embarazada. Y por tres días todo un mundo nuevo se me abrió.
Estaba inclinada hacia adelante, con los ojos brillantes y una mirada ansiosa en ellos, y él empezó a comprender, asombrado, que aquel discurso era importante para ella, que significaba algo más que reunirse con las amigas de la infancia o decidir qué pantalones quería comprarse en Banberry's o adivinar con qué celebridad charlaría Merv a las cuatro y media. Eso era importante para ella, ¿y había pasado veinte años de matrimonio con aquel pensamiento importante? ¿Lo había hecho así? Casi acababa de admitirlo. Veinte años, cielo santo. De repente sintió náuseas. Le gustaba mucho más la imagen de ella recogiendo una botella de cerveza vacía y lanzándosela con gesto alegre hacia el otro lado de la carretera.
—Me veía a mí misma como una persona independiente —decía ella—. Una persona independiente que no tenía necesidad de rendir cuentas ni subordinarse. No había nadie que intentara cambiarme, porque yo sabía que podía ser cambiada. Siempre he sido débil en ese sentido. Pero tampoco tenía en quien apoyarme cuando estuviera enferma o me sintiera asustada o quizá cuando me desmoronara. De modo que hice lo más sensato. Como hicieron mi madre y mi abuela. Como mis amigas. Estaba harta de ser dama de compañía en las bodas y tratar de coger el ramo de novia. Por eso dije sí, que era lo que tú esperabas que dijera, y las cosas siguieron adelante. No tenía preocupaciones, y cuando el bebé murió, y más tarde Charlie, allí estabas tú. Siempre fuiste bueno conmigo. Eso lo sé, y lo aprecio. Pero estábamos en un ambiente cerrado. Y dejé de pensar. Creía que pensaba, pero me equivocaba. Y ahora resulta que duele pensar. Duele, Bart. —Lo miró con resentimiento por un instante, hasta que esa expresión se desvaneció—. Así pues, te pido que pienses por mí, Bart. ¿Qué hacemos ahora?
—Conseguiré un trabajo —mintió él.
—Un trabajo.
—E iré al psiquiatra. Mary, las cosas van a salir bien. De veras. Me salí un poco de cauce, pero regresaré a él. Voy a…
—¿Quieres que vuelva a casa contigo?
—Claro, en un par de semanas. Sólo tengo que enderezar un poco las cosas y…
—¿A casa? Pero ¿de qué estoy hablando? Si van a derribarla. ¿De qué casa hablo? Cielos, qué lío. ¿Por qué me has arrojado a una situación tan podrida como ésta?
No la soportaba cuando se ponía así. Aquélla no era Mary, en absoluto.
—Quizá no lo hagan —dijo él, cogiéndole la mano, al otro lado de la mesa—. Quizá no la derriben. Mary, es posible que cambien de opinión si hablo con ellos. Si les explico la situación, tal vez…
Ella apartó la mano de un tirón, mirándole con expresión horrorizada.
—Bart —susurró.
—¿Qué…? —Se interrumpió, inseguro. ¿Qué había dicho? ¿Qué palabras había empleado para que ella lo mirara con aquella expresión de horror?
—Sabes muy bien que derribarán la casa. Lo sabías desde hacía mucho tiempo. Y aquí estamos sentados, dándole vueltas y más vueltas al asunto…
—No, no, en absoluto —dijo él—. Te equivocas. De veras, no le damos vueltas a nada. Nosotros… vamos…
Pero ¿qué iban a hacer? Se sentía irreal.
—Bart, creo que será mejor que me marche.
—Conseguiré un trabajo…
—Hablaré contigo entonces. —Se levantó apresuradamente, su muslo golpeó el borde de la mesa, haciendo que los vasos se tambalearan.
—El psiquiatra, Mary. Te prometo…
—Mamá quería que la acompañara de compras…
—¡Pues vete! —espetó él en voz alta, y algunas cabezas se giraron—. ¡Lárgate de aquí, zorra! Has obtenido lo mejor de mí, ¿y qué he conseguido yo? Una casa que el ayuntamiento va a echar abajo. ¡Quítate de mi vista!
Ella se marchó a toda prisa. El silencio se adueñó del comedor por lo que le pareció una eternidad. Después, las conversaciones se reanudaron poco a poco. Contempló su hamburguesa a medio comer, temblando, con el temor de vomitar allí mismo. Cuando supo que no lo haría, pagó la cuenta y se marchó sin mirar a su alrededor.
12 de diciembre de 1973
Había confeccionado una lista de Navidad la noche anterior (borracho) y ahora estaba en el centro de la ciudad con una versión abreviada. La lista completa había sido asombrosa… más de doscientos veinte nombres, incluyendo a todos los parientes, cercanos y lejanos, de Mary y suyos, así como gran cantidad de amigos y conocidos. Al final de la misma —Dios salve a la reina— incluyó a Steve Ordner, su esposa, y hasta su criada.
Había tachado la mayor parte de los nombres de la lista, riéndose al leer algunos de ellos, y ahora caminaba lentamente, pasando ante escaparates llenos con regalos de Navidad, que serían entregados en nombre de aquel ladronzuelo holandés que solía bajar por la chimenea de las casas para robar todo lo que poseía la gente. Su enguantada mano manoseaba un fajo de quinientos dólares en billetes de diez que llevaba en el bolsillo.
Se mantenía gracias al dinero de la póliza de seguros, cuyos primeros mil dólares habían desaparecido ya con una rapidez asombrosa. Calculó que a ese ritmo se quedaría sin blanca hacia mediados de marzo, tal vez antes, pero esa idea no le perturbó lo más mínimo. El pensamiento de dónde se hallaría o qué estaría haciendo en marzo le resultaba tan incomprensible como el cálculo.
Entró en una joyería y compró un alfiler de plata en forma de búho para Mary. El búho tenía unos diamantes diminutos por ojos que brillaban fríamente. Le costó ciento cincuenta dólares, más impuestos. La vendedora se mostró efusiva. Estaba segura de que a su esposa le iba a encantar. Él sonrió. Ahí van tres citas con el psiquiatra, Freddy. ¿Qué piensas de eso?
Freddy no le respondió.
Entró en unos grandes almacenes y cogió el ascensor para subir al departamento de juguetería, dominado por la exposición de un enorme tren eléctrico con verdes colinas de plástico, pasos a nivel, cruces y una locomotora Lionel que traqueteaba a lo largo de todo el trayecto, dejando escapar cintas de humo sintético por la chimenea y arrastrando una larga hilera de vagones de mercancías… B & O, SOO LINE, GREAT NORTHERN, GREAT WESTERN, WARNER BROTHERS (¿¿WARNER BROTHERS??), DIAMOND INTERNATIONAL, SOUTHERN PACIFIC. Los niños y sus padres permanecían de pie ante la valla de madera que rodeaba la exposición, y experimentó la cálida urgencia de amarlos a todos, sin que ese sentimiento se viera perturbado por la envidia. Tenía la sensación de que podía haberse dirigido a ellos y decirles lo mucho que les amaba, lo agradecido que se sentía, por ellos y por la época del año en que estaban. Y también les habría urgido a ser cuidadosos.
Deambuló por un pasillo lleno de muñecas, y eligió una para cada una de sus sobrinas: «Chatty Cathy» para Tina, «Maisie la Acróbata» para Cindy y una «Barbie» para Sylvia, que ahora tenía once años. En el siguiente pasillo cogió un soldado de infantería para Bill y, tras cierta reflexión, un juego de ajedrez para Andy. Andy tenía doce años y era motivo de preocupación para la familia. La vieja Bea, de Baltimore, le había confiado a Mary que seguía descubriendo manchas en los calzoncillos de Andy. ¿Cómo era posible? ¿Tan pronto? Mary había respondido a Bea que los niños eran cada vez más precoces. Bea dijo que suponía que sería a causa de toda la leche que bebían, y de las vitaminas, pero insistió en que preferiría que a Andy le gustaran más los deportes de equipo o los campamentos de verano o montar a caballo o cualquier otra cosa.
«No importa, Andy —pensó, metiéndose el ajedrez debajo del brazo—. Practica el gambito de reina y el enroque largo mientras te masturbas por debajo de la mesa si quieres».
Había un enorme trono de Santa Claus a la entrada del departamento de juguetería, pero estaba vacío. Frente a él, sobre un caballete, habían colocado un cartel que rezaba: «SANTA CLAUS ESTÁ ALMORZANDO EN NUESTRO FAMOSO GRILL DEL CENTRO. ¿Por qué no unirse a él?».
Un joven, con chaqueta de algodón y pantalones vaqueros, contemplaba el trono vacío con los brazos llenos de paquetes. Cuando se volvió, vio que se trataba de Vinnie Mason.
—¡Vinnie! —exclamó.
Vinnie sonrió y enrojeció un poco, como si lo hubiesen descubierto haciendo algo un poco sucio.
—Hola, Bart —saludó, y se acercó.
La situación no resultó embarazosa por la cuestión de estrecharse las manos o no. Ambos tenían los brazos llenos de paquetes.
—¿Haciendo las compras de Navidad? —preguntó a Vinnie.
—Sí. —Sonrió—. El sábado traje a echar un vistazo a Sharon y a Bobbie (mi hija Roberta). Ahora tiene tres años. Queríamos que se fotografiara con Santa Claus. Ya sabes que eso lo hacen los sábados. Sólo cuesta un pavo. Pero ella no quiso. Se puso a llorar y Sharon se enfadó un poco.
—Al fin y al cabo no deja de ser un hombre extraño con una barba muy grande. A veces los pequeños se asustan un poco. Quizá se atreva al año que viene.
—Quizá —dijo Vinnie, escueto.
Le sonrió, pensando que le resultaba mucho más fácil hablar con Vinnie. Quería pedirle que no lo odiara demasiado por lo ocurrido. Deseaba decirle que lo sentía mucho si había perturbado su vida con las decisiones que había tomado.
—¿A qué te dedicas ahora Vinnie? —El joven esbozó una alegre sonrisa.
—No te lo creerías de lo bueno que es. Dirijo un cine. Y me han anunciado que el próximo verano estaré dirigiendo tres más.
—¿En Media Associates?
Era una de las compañías pertenecientes a la corporación.
—Así es. Formamos parte de la cadena Cinemate Releasing. Nos envían todas las películas… Nos dedicamos a estrenos. Pero yo dirijo el cine Westfall.
—¿Y van a añadir otros?
—Sí. Los Cinema II y Cinema III para el próximo verano. Y más tarde el Beacon, para automovilistas. Ése también lo dirigiré yo.
Él dudó.
—Vinnie, ya me dirás si me meto en camisa de once varas, pero si a ese cine le envían todas las películas, ¿qué haces tú exactamente? —preguntó.
—Bueno, controlo el dinero, por supuesto. Y ordeno el material, eso es muy importante. ¿Sabías que el puesto de golosinas puede dar tanto dinero como una sesión cinematográfica si está dirigido de manera eficaz? Después están todas las cuestiones de mantenimiento —se envaneció visiblemente—, y contratar y despedir al personal. Todo eso va a mantenerme muy ocupado. A Sharon le gusta porque es una gran aficionada al cine, en especial a las películas de Paul Newman y Clint Eastwood. A mí me encanta porque, de buenas a primeras, he saltado de nueve mil dólares a once mil quinientos al año.
Miró apagadamente a Vinnie por un momento, preguntándose si debía decir lo que pensaba. Ése era el premio que Ordner le había dado. Perrito faldero bueno, aquí tienes el hueso.
—Abandona todo eso, Vinnie. Abandónalo tan pronto como puedas.
—¿Qué dices, Bart?
El ceño de Vinnie se contrajo, mostrando una extrañeza honesta.
—¿Sabes qué significa ser un botones en tu trabajo, Vinnie?
—Reconozco que no lo sé, Bart.
—Es una persona que hace recados. El chico glorificado del despacho. Botones, el café; botones, un whisky; botones haz este encargo, y rápido. Botones…
—¿De qué estás hablando, Bart? Creo que…
—Quiero decir que Steve Ordner comentó tu caso con los otros miembros del consejo de administración (no importa quiénes fueran) y les dijo: «Mirad, compañeros, tenemos que hacer algo con respecto a Vincent Mason. Se trata de una cuestión delicada. Nos avisó que Bart Dawes no lo estaba haciendo bien, y aunque Mason no nos dijo lo suficiente para que parásemos los pies a Dawes antes de que fuera demasiado tarde, le debemos algo. Pero, por supuesto, tampoco podemos darle demasiada responsabilidad». ¿Y sabes por qué, Vinnie?
Vinnie lo miraba con expresión resentida.
—Sólo sé que ya no tengo que soportar más tu mierda, Bart. Eso lo sé.
—No intento enmendarte la plana —dijo él con seriedad—. Lo que hagas o dejes de hacer no significa nada para mí. Pero, por todos los santos, Vinnie, eres un hombre joven. Y yo no quiero que te jodan de esa manera. El trabajo que te han dado es una guinda a corto plazo, pero un limón a largo plazo. La decisión más importante que podrás tomar será cuándo pedir más refrescos de leche. Y Ordner procurará que la situación siga igual mientras tú estés en la compañía.
El espíritu de la Navidad, si había estado allí, se heló en los ojos de Vinnie. Apretaba los paquetes con tal fuerza que parecía a punto de hacer crujir los envoltorios, y sus ojos estaban grises de resentimiento. Era la viva imagen del joven que sale silbando por la puerta de su casa, preparado para la cita de la noche, y ve que alguien le ha pinchado las cuatro ruedas de su coche deportivo. «Y no me está escuchando. Podría grabárselo en una cinta y seguiría sin creerme».
—Tal y como salieron las cosas, tú hiciste lo más responsable —prosiguió él—. No sé qué dirá la gente de mí ahora…
—Dicen que estás loco, Bart —lo interrumpió Vinnie con un tono de voz hostil.
—Ésa es una palabra tan buena como cualquier otra. Así pues, tú tenías razón. Pero te equivocaste. Dijiste lo que pensabas. Ellos no dan puestos de responsabilidad a quienes dicen todo lo que piensan, ni siquiera cuando tienen razón para decirlo, y mucho menos cuando la corporación sufre a causa de su silencio. Esos tipos de la planta cuarenta son como médicos. Y no les gusta que nadie se vaya de la lengua, del mismo modo que los médicos no toleran que un interno vaya por ahí hablando de un médico que echó a perder una operación porque había tomado demasiados cócteles en el almuerzo.
—Estás decidido a complicarme la vida, ¿verdad? —preguntó Vinnie—. Pero ya no trabajo para ti, Bart. Vete a utilizar tu veneno con algún otro.
Santa Claus regresó con un saco enorme colgado del hombro, risas chillonas y seguido de niños pequeños.
—Vinnie, no seas ciego. Te están dorando la píldora. Claro que ganas once mil quinientos dólares, y al año que viene, cuando te hagas cargo de los otros cines, probablemente te aumentarán a catorce mil. Y allí seguirás dentro de doce años, cuando ya ni siquiera puedas comprarte un refresco por treinta centavos. Botones, encárguese de esa nueva alfombra. Botones, encárguese del envío de asientos para los cines. Botones, encárguese de devolver esos rollos de película que nos han enviado por equivocación. ¿Quieres seguir haciendo esa mierda de cosas cuando tengas cuarenta años, Vinnie, sin esperar otra cosa que un reloj de oro cuando te jubiles?
—Al menos, eso será algo mejor que lo que tú haces —replicó Vinnie. Se volvió tan de repente que casi tropezó con Santa Claus, quien le dijo algo que sonó sospechosamente a: «Mire por dónde demonios anda».
Él lo siguió. Había visto algo en la expresión de Vinnie que le indicó que lo estaba convenciendo, a pesar de sus defensas. Dios, Dios, pensó, permite que suceda.
—Déjame solo, Bart. Piérdete.
—Aléjate de todo eso —repitió—. Si esperas hasta el verano que viene, quizá sea demasiado tarde. Los puestos de trabajo van a ser más difíciles de encontrar que un cinturón de castidad si esta crisis energética se pone dura. Tal vez sea tu última oportunidad. Si…
Vinnie se volvió hacia él.
—Te lo digo por última vez, Bart.
—Estás echando tu futuro por la borda, Vinnie. La vida es demasiado corta para eso. ¿Qué le dirás a tu hija cuando…?
Vinnie lo golpeó en el ojo. Un estallido de dolor blanco relampagueó en su cabeza y retrocedió, tambaleándose, abriendo los brazos. Los niños que habían seguido a Santa Claus se apartaron cuando sus paquetes —muñecas, soldados, ajedrez— salieron volando. Tropezó con una hilera de teléfonos de juguete, que se desparramaron por el suelo. En alguna parte, una niña gritó como un animal herido, y él pensó: No llores, cariño, sólo es el viejo tonto de George que se ha caído. Estos últimos días me pasa con bastante frecuencia en mi casa. Alguien, quizá el viejo Santa Claus, estaba lanzando maldiciones y llamando a gritos al detective de los grandes almacenes. Se encontró en el suelo, entre teléfonos de juguete. Todos iban equipados con pequeñas cintas que funcionaban con pilas. Una de ellas decía una y otra vez junto a su oído: «¿Quieres ir al circo? ¿Quieres ir al circo? ¿Quieres…?».
17 de diciembre de 1973
El estridente timbre del teléfono lo sacó de una ligera e incómoda siesta. En su sueño, un joven científico había descubierto que, cambiando un poco la composición atómica de los cacahuetes, Estados Unidos produciría cantidades ilimitadas de gasolina de baja contaminación. Eso parecía arreglarlo todo, tanto en el terreno personal como nacional, y el tono del sueño había sido el de una alegría desbordante. El sonido del teléfono fue como un contrapunto siniestro cuya importancia aumentó y aumentó hasta que el sueño se hizo pedazos y él regresó a una incómoda realidad.
Se levantó del diván, se dirigió hacia el teléfono y, medio atontado, se llevó el auricular a la oreja. El ojo ya no le dolía, pero aún se veía el moretón en el espejo del vestíbulo.
—¿Dígame?
—Hola, Bart. Soy Tom.
—Hola, Tom. ¿Cómo estás?
—Estupendo. Escucha, Bart. He pensado que te gustaría saberlo. Van a demoler La Cinta Azul mañana. —Sus ojos se desorbitaron.
—¿Mañana? No puede ser. Ellos… demonios, ¡ya estamos casi en Navidad!
—Por eso.
—Pero si todavía no han llegado allí.
—Es el único edificio industrial que queda en su camino —dijo Tom—. Van a derribarlo antes de suspender las obras por la Navidad.
—¿Es una cosa segura?
—Sí. Lo han dicho en el programa municipal de noticias locales.
—¿Estarás allí?
—Sí —contestó Tom—. He pasado una buena parte de mi vida entre esas paredes para permanecer ahora alejado.
—En tal caso supongo que te veré allí.
—Supongo que sí.
—Escucha, Tom —dijo, tras un instante de vacilación—. Quiero pedirte disculpas. No creo que abran de nuevo La Cinta Azul, ni en Waterford ni en ningún otro lugar. Si te he causado algún problema…
—No, no te guardo rencor. Estoy en Brite-Kleen, a cargo del mantenimiento. Trabajo menos horas y me pagan más. Supongo que he encontrado la rosa en medio del basurero.
—¿Cómo te va allí?
—No tan bien —admitió Tom con un suspiro—. Pero ya tengo más de cincuenta años. Resulta difícil cambiar. Me habría sucedido lo mismo en Waterford.
—Tom, en cuanto a lo que hice…
—No quiero saber nada del asunto, Bart. —Tom parecía sentirse incómodo—. Eso es algo que queda entre tú y Mary. De veras.
—De acuerdo.
—¿Y tú? ¿Te las arreglas bien?
—Claro. Tengo un par de cosas en perspectiva.
—Me alegra mucho saberlo. —Tom hizo una pausa tan larga que el silencio en la línea telefónica le pareció opresivo. Estaba a punto de darle las gracias por la llamada y colgar el auricular cuando Tom añadió—: Steve Ordner me llamó por teléfono para hablarme de ti. Me llamó directamente a casa.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—La semana pasada. Se metió contigo de muy mala manera, Bart. Preguntó varias veces si alguno de nosotros había tenido idea de que estabas decidido a dejar escapar la opción sobre la planta de Waterford. Pero incluso fue mucho peor que eso. Estuvo haciéndome toda clase de preguntas.
—¿Por ejemplo?
—Me preguntó si en alguna ocasión te habías llevado material a casa (material de oficina y cosas así). Si alguna vez habías cogido dinero de la caja sin dejar el vale correspondiente. Si habías hecho que lavaran tu ropa en la empresa. Hasta me preguntó si tenías alguna especie de comisión con los moteles.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó él, perplejo.
—Como te he dicho, anda buscando un buen sambenito que colgarte, Bart. Creo que le gustaría encontrar algo criminal para poder acusarte.
—No puede. Todo ha quedado en familia. Y la familia se ha disuelto ahora.
—Se disolvió hace ya mucho tiempo —dijo Tom con naturalidad—. Cuando Ray Tarkington murió. No conozco a nadie más que ande buscándote las cosquillas, excepto Ordner. Para los tipos del centro de la ciudad… el asunto no es más que una cuestión de dólares y centavos. No entienden el negocio de la lavandería, y tampoco les interesa aprenderlo.
No supo qué decir.
—Bien… —Tom suspiró—. Creo que debes saberlo. No sé si te has enterado de lo ocurrido al hermano de Johnny Walker.
—¿Arnie? No, ¿qué le ha pasado?
—Se ha suicidado.
—¿Qué?
Tom habló como si hubiese estado sorbiendo un esputo desde una escupidera.
—Conectó una manguera con el tubo de escape de su vehículo y la introdujo por la ventanilla trasera de la cabina, cerrándolo todo. El repartidor de periódicos lo encontró.
—Santo cielo —susurró. Pensó en Arnie Walker, sentado en la sala de espera del hospital, y se estremeció, como si un fantasma hubiese caminado sobre su tumba—. Es algo horrible.
—Sí… —Volvió a percibir aquel sonido sorbente—. Bueno, Bart, ya nos veremos.
—Claro. Gracias por llamar.
—Me ha alegrado hacerlo. Adiós.
Colgó lentamente el auricular, sin dejar de pensar en Arnie Walker y en aquel extraño gemido que emitió cuando el sacerdote entró corriendo en el hospital.
«Jesús, lleva la píxide. ¿La ha visto?».
—Oh, es todo demasiado negro —dijo en voz alta a la solitaria habitación.
La frase sonó vacía en cuanto la pronunció, después se dirigió a la cocina para prepararse una copa.
Suicidio.
La palabra tenía una sibilante calidad que lo atrapaba, como una serpiente que se introdujera a través de una pequeña grieta. Se deslizó entre la lengua y el paladar, como un convicto cuando se da a la fuga.
Suicidio.
Su mano tembló al servirse el Southern Comfort, y el cuello de la botella tintineó contra el borde del vaso. ¿Por qué hizo eso, Freddy? Sólo eran un par de viejos camaradas que vivían juntos. Cielo santo, ¿por qué llega una persona a hacer una cosa así?
Él creía saberlo.
18-19 de diciembre de 1973
Llegó a la lavandería hacia las ocho de la mañana, y no empezaron a demolerla hasta las nueve, pero a las ocho ya habían instalado una plataforma de observación. Allí de pie, bajo el frío, con las manos metidas en los bolsillos de los abrigos y el vaho de la respiración saliendo de sus bocas como cómicos globos, estaban Tom Granger, Ron Stone, Ethel Diment, la camisera que habitualmente se achispaba durante el almuerzo y quemaba los cuellos de las camisas por la tarde, Gracie Floyd y su prima Maureen, que habían trabajado en la planchadora, y unas diez o quince personas más.
El departamento de autopistas había instalado caballetes amarillos para impedir el paso, y había pintado letreros en las paredes y colocado grandes carteles de colores naranja y negro que anunciaban: DESVÍO.
Los carteles dirigían el tráfico alrededor del bloque. También habían cortado la acera situada al lado de la lavandería.
Tom Granger levantó un dedo hacia él a modo de saludo, pero no se le acercó. Los demás de la lavandería lo miraron con curiosidad y después bajaron la cabeza.
Es un sueño paranoico, Freddy. ¿Quién será el primero en acercarse a mí y gritarme a la cara j'acusse?
Pero Fred no le respondió.
Hacia las nueve menos cuarto apareció un nuevo Toyota Corolla 74, que aún llevaba en la ventanilla trasera la placa de circulación provisional de diez días. Vinnie Mason descendió del coche, resplandeciente y un poco autoconsciente, con su nuevo abrigo de piel de camello y guantes de cuero. Vinnie le lanzó una mirada agria capaz de doblar el acero, y se dirigió hacia donde Ron Stone estaba con Dave y Pollack.
A las nueve menos diez apareció una grúa en la calle, con la gran bola de demolición oscilando del extremo del cable. La grúa avanzaba con lentitud sobre sus diez ruedas, que llegaban a la altura del pecho de un hombre, y el rugido continuo y carraspeante de su motor golpeaba el frío plateado de la mañana como el martillo de un artesano dando forma a una escultura de rasgos desconocidos.
Un hombre con casco amarillo la condujo para tomar la curva y la introdujo en la zona de aparcamiento. Vio al hombre, sentado en la cabina, cambiando las marchas. Un humo pardo surgía del elevado tubo de escape de la grúa.
Desde que había aparcado el coche, a tres manzanas de distancia, para acudir allí a pie, había experimentado una extraña sensación diáfana que lo perseguía y cuya naturaleza no había podido determinar. Cuando vio que la grúa se detenía ante la base de la larga pared de ladrillo de la fábrica, justo a la izquierda de lo que había sido la zona de carga y descarga, esa sensación volvió a apoderarse de él. Era como introducirse en el último capítulo de una novela de misterio de Ellery Queen, en el cual habían sido reunidos todos los personajes para que la mecánica del crimen pudiera ser explicada y descubrir así al asesino. No tardaría en surgir alguien de entre la gente —probablemente Steve Ordner—, para señalarle y gritar: «¡Ése es! ¡Bart Dawes! ¡Él ha asesinado a La Cinta Azul!». Momento en el que sacaría su pistola para silenciar a su acusador, únicamente para ser abatido por las balas de la policía.
Esa escena imaginaria lo perturbó. Miró hacia la calle para asegurarse y sintió una fuerte sensación de náuseas al ver que el Delta 88 verde botella de Ordner estaba aparcado más allá de las barreras amarillas, emitiendo gases plomizos por los dos tubos de escape.
Steve Ordner lo estaba mirando serenamente a través del cristal polarizado del parabrisas.
En ese instante, la bola de demolición osciló sobre su arco con un sonido bajo, como de chicharra, y el pequeño grupo suspiró cuando chocó contra la pared de ladrillo y la atravesó con un hueco sonido explosivo, como un cañonazo.
A las cuatro de esa misma tarde nada quedaba de La Cinta Azul, excepto un montón de ladrillos y cristales, entre los que sobresalían las destrozadas vigas maestras, como los huesos rotos del esqueleto de un monstruo desenterrado.
Lo que hizo más tarde lo hizo sin dedicar ningún pensamiento consciente al futuro ni a las consecuencias. Se sintió impulsado por el mismo estado de ánimo con que, un mes antes, había comprado dos armas de fuego en la armería de Harvey. Sólo que ya no necesitaba el interruptor del circuito, porque Freddy permanecía callado.
Se dirigió a una gasolinera y llenó el tanque con gasolina súper. Las nubes se habían ido extendiendo sobre la ciudad durante el día y la radio informaba de la proximidad de una tormenta… Habría entre quince y veinte centímetros de nieve fresca. Regresó a casa, aparcó el coche en el garaje y bajó al sótano.
Debajo de la escalera había dos grandes cajas de botellas de soda y de cerveza vacías, cubiertas por una espesa capa de polvo. Algunas de las botellas estaban allí probablemente desde hacía cinco años. Hasta Mary se había olvidado durante el año anterior de su existencia y había dejado de importunarle para que las devolviera y cobrara el importe de los cascos. En casi ninguna tienda aceptaban los envases. Utilícelo una vez, y tírelo. ¡Qué diablos!
Colocó las dos cajas una encima de la otra y las subió al garaje. Cuando se dirigió a la cocina para coger un cuchillo, un embudo y el cubo de Mary de fregar el suelo, había empezado a nevar ligeramente.
Encendió la luz del garaje y arrancó de su sujeción la manguera verde de plástico que utilizaba para el jardín, y que había permanecido enrollada en el mismo sitio desde la tercera semana de septiembre. Le cortó la boquilla, que cayó al suelo de cemento con un escandaloso tintineo metálico. Calculó algo más de un metro, la cortó y arrojó el resto a un lado. Por un momento se quedó mirando, pensativo, el trozo de manguera. A continuación, desenroscó el tapón del depósito de la gasolina del coche e introdujo suavemente la manguera en él, como un amante delicado.
Había visto sacar la gasolina con sifón, conocía el principio, pero él nunca lo había hecho. Se preparó para soportar el sabor de la gasolina y sorbió por un extremo de la manguera. Por un momento, no percibió más que una invisible resistencia glutinosa, pero después su boca se llenó de un líquido tan frío y extraño que tuvo que reprimir el impulso de tragarse un poco. Escupió con una mueca de desagrado, sintiendo aún el sabor en la boca, como una especie de muerte peculiar. Inclinó la manguera sobre el cubo de fregar de Mary y un chorro de gasolina rosácea cayó al fondo. El chorro disminuyó su volumen y creyó que tendría que pasar de nuevo por el mismo ritual. Pero el caudal aumentó un poco y permaneció constante. La gasolina fluía en el cubo con el sonido de la orina en un mengitorio público.
Escupió en el suelo, se enjuagó el interior de la boca con saliva y escupió otra vez. Aquello estaba mejor. Pensó que, a pesar de haber utilizado gasolina durante casi todos los días de su vida adulta, nunca había establecido unas relaciones tan íntimas con el producto. La única otra ocasión en que la había tocado fue cuando llenó el pequeño depósito de su cortacésped, y el líquido se derramó. De pronto se alegró de que aquello hubiera sucedido. Hasta le pareció bien el saborcillo que le quedó en la boca.
Regresó a la casa mientras el cubo se llenaba de gasolina (vio que nevaba más fuerte), y cogió varios trapos del armario de limpieza de Mary, situado bajo el fregadero. Se los llevó al garaje y los rasgó en tiras largas que extendió sobre el capó del coche.
Cuando el recipiente quedó medio lleno, trasladó el extremo de la manguera al cubo de acero galvanizado que solía estar lleno de cenizas y escorias, con el propósito de extenderlas sobre el camino de salida cuando éste se helaba. Mientras se llenaba colocó veinte botellas de cerveza y soda en cuatro hileras perfectamente alineadas y, utilizando el embudo, las llenó hasta las tres cuartas partes de su capacidad. Una vez hubo acabado, sacó la manguera del depósito de la gasolina y vertió el contenido del cubo de acero en el cubo de Mary, que se llenó casi hasta el borde.
Introdujo una tira de trapo en cada una de las botellas, obturando después el cuello por completo. Regresó a la casa llevando el embudo. La nieve cubría la tierra en ondulantes líneas trazadas por el viento. El camino que conducía a la casa ya estaba blanco. Dejó el embudo en el fregadero y a continuación cogió la tapa del cubo de fregar de Mary. La llevó al garaje y tapó con ella la gasolina, encajándola perfectamente. Abrió la portezuela trasera del coche y puso el cubo con la gasolina en el portamaletas. A continuación colocó sus cócteles Molotov en una de las cajas, acoplando las botellas unas junto a otras para que se mantuvieran en pie como buenos soldados, y situó la caja en el asiento del pasajero, al alcance de la mano. Después regresó a la casa, se sentó en su sillón y encendió la televisión con el mando a distancia. Estaba el espacio titulado La película del martes, y ponían una del oeste, con David Janssen como protagonista. Pensó que David Janssen tenía el aspecto de un vaquero de mierda.
Cuando la película hubo terminado vio a Marcus Welby tratando a una jovencita aquejada de epilepsia que sufría ataques en lugares públicos. Welby solucionó el problema. Después de Marcus apareció la sintonía de la emisora, seguida de dos anuncios, uno de Miracle Chopper, y otro de un álbum que contenía cuarenta y una canciones de espirituales negros. Después dieron las noticias. El hombre del tiempo dijo que nevaría durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente. Pidió a la gente que se quedara en sus casas. Las carreteras eran traicioneras y la mayor parte del equipo quitanieves no podría ponerse en marcha hasta después de las dos de la madrugada. El fuerte viento hacía que la nieve se desplazara y, en general, el hombre del tiempo dio a entender que la situación iba a ser bastante mala durante un día o dos.
Después de las noticias apareció Dick Cavett. Estuvo viendo ese programa durante una media hora, y finalmente apagó el televisor. De modo que Ordner quería acusarle de algo criminal, ¿eh? Pues bien, si su coche quedaba atascado después de que acabara lo que iba a hacer, Ordner tendría lo que deseaba. No obstante pensó que contaba con buenas posibilidades. Su coche era un vehículo bastante pesado y las ruedas traseras estaban equipadas con neumáticos claveteados.
Se puso el abrigo, el sombrero y los guantes en la entrada de la cocina y aguardó un momento. Retrocedió, recorriendo la casa, cálida e iluminada, contemplándola… la mesa de la cocina, la estufa, el aparador del comedor con las tazas de café colgando del tablero, la violeta africana[*] de la repisa de la chimenea de la sala de estar… Experimentó una cálida sensación de amor por todo aquello, una urgente necesidad de protegerlo. Pensó en la bola de demolición rugiendo y derribándolo todo, desmoronando las paredes y convirtiéndolas en cascotes, destrozando ventanas, esparciendo escombros por doquier. Charlie había gateado por aquellos suelos, había aprendido a dar sus primeros pasos en la sala de estar, se había caído una vez por la escalera y se había orinado sobre sus torpes padres. La habitación de Charlie era ahora un despacho situado en el piso de arriba, pero allí fue donde su hijo sintió por primera vez los dolores de cabeza y experimentó la doble visión, y donde él olió aquellos extraños aromas, a veces como carne de cerdo podrida, otras como hierba quemada y algunas como virutas de lápiz. Tras la muerte de Charlie, casi cien personas acudieron a verles, y Mary les sirvió pasteles y tarta en la sala de estar.
No, Charlie, pensó. No, si yo puedo evitarlo.
Levantó la puerta del garaje y vio que ya había diez centímetros de nieve en el camino, aunque era nieve en polvo, muy ligera. Subió al coche y lo puso en marcha. Aún tenía el depósito lleno en sus tres cuartas partes. Mientras el motor calentaba, sentado tras el volante, ante el místico brillo verde de las luces del tablero, pensó en Arnie Walker. Sólo había necesitado un trozo de manguera de goma. Eso no estaba nada mal. Sería como quedarse dormido. Había leído en alguna parte que el envenenamiento por monóxido de carbono era algo así. Incluso hacía aparecer color en las mejillas, de modo que uno tenía un aspecto rosado y saludable, aparentemente lleno de vida y vitalidad. Era…
Empezó a temblar, con la misma sensación de que un fantasma caminaba de un lado a otro sobre su tumba, entonces encendió la calefacción. Cuando el interior del coche estuvo bien caldeado y los temblores desaparecieron, metió la marcha atrás e hizo retroceder el coche hacia la nieve. Al oír el chapoteo de la gasolina en el cubo cerrado de Mary, recordó que había olvidado algo.
Paró el motor del coche y regresó a la casa. En un cajón del aparador encontró un paquete grande de cajas de cerillas. Se llenó los bolsillos con unas veinte de ellas y regresó al coche.
El pavimento de las calles estaba muy resbaladizo.
En algunos lugares había placas de hielo bajo la nieve reciente, y en una ocasión que frenó para detenerse ante un semáforo en la esquina de Crestallen y Garner, el coche se deslizó casi lateralmente hacia el bordillo. Cuando logró detenerlo, el corazón le golpeaba con fuerza contra las costillas. Estaba cometiendo una locura, de acuerdo. Si el coche chocaba y se incendiaba con toda aquella gasolina que llevaba en la parte de atrás, tendrían que recogerle a cucharaditas y lo enterrarían en una cajita con un epitafio donde se leería: «Mejor que el suicidio. El suicidio es un pecado mortal».
Bueno, así se portan los católicos con uno. Pero no pensaba que le ocurriría nada por el estilo. El tráfico había disminuido de manera considerable hasta desaparecer casi por completo, y ni siquiera vio coches patrulla. Era probable que todos estuvieran aparcados en alguna calle apartada, charlando.
Giró con precaución hacia el paseo Kennedy, que él siempre consideraría como la calle Dumont, el nombre que había tenido antes, hasta que en una sesión especial del consejo municipal, en enero de 1964, decidieron cambiarlo por el otro. El paseo Dumont/Kennedy partía del Westside y recorría todo el centro de la ciudad, más o menos paralelo a la ampliación de la 784 durante unos tres kilómetros. Seguiría kilómetro y medio por él y después giraría a la izquierda, hacia Grand Street, que se extinguía poco menos de un kilómetro después, justo como el viejo Grand Theater. Al verano siguiente, la Grand Street sería resucitada mediante un paso elevado (uno de los tres que había mencionado a Magliore), pero ya no sería la misma calle de antes. En lugar de ver el teatro a la derecha, sólo se podrían ver seis —¿o serían ocho?— carriles de autopista llenos de vehículos, que avanzarían a gran velocidad por debajo del paso elevado. Gracias a la radio, la televisión y el periódico local se había enterado de muchos detalles relacionados con la ampliación, sin necesidad de hacer para ello ningún esfuerzo consciente, sino casi por simple efecto de osmosis. Quizá había almacenado toda aquella información de manera instintiva, del mismo modo que una ardilla almacena nueces. Sabía que las empresas constructoras contratadas para la ejecución de las obras casi habían terminado los trabajos previstos para el invierno, pero también sabía que, para finales de febrero, esperaban completar todas las demoliciones necesarias dentro de los límites de la ciudad («demoliciones», ésa sí que es una palabra para ti, Fred; pero Fred no recogió el guante). Y entre ellas se incluía la Crestallen Street West. En cierto sentido resultaba irónico. Si él y Mary hubiesen vivido un kilómetro más lejos, no habrían tenido que prepararse para la demolición hasta bien entrada la primavera, en mayo o a principios de junio de 1974. También sabía, gracias a una observación personal consciente, que la mayor parte de la maquinaria de obras públicas se dejaba aparcada más abajo del punto en que la Grand Street había sido asesinada.
Giró hacia Grand Street, con la parte trasera del coche tratando de deslizarse hacia un lado. Giró al mismo tiempo que derrapaba, dominando bien el vehículo, y siguió avanzando por una nieve que era casi virgen, puesto que las huellas del último coche que había pasado por allí apenas eran ya perceptibles. La visión de tanta nieve recién caída hizo que se sintiera mejor. Era bueno moverse, actuar.
Mientras subía por Grand, a una velocidad lenta pero constante de cuarenta kilómetros por hora, sus pensamientos se desviaron de nuevo hacia Mary y el concepto de pecado, mortal y venial. Ella había sido educada en el catolicismo, había asistido a una escuela primaria parroquial, y, aunque había abandonado casi todos los conceptos religiosos aprendidos —al menos intelectualmente—, cuando se conocieron aún mantenía algunos de ellos. Eran cosas que se le metían a uno en las entrañas. Tal y como la propia Mary había dicho, las monjas le habían dado seis capas de barniz y tres de cera. Después del aborto, su madre le envió un sacerdote al hospital para que la confesara, y Mary se echó a llorar en cuanto lo vio. Él estaba con ella cuando el cura llegó, con su píxide, y los sollozos de su esposa le desgarraron el corazón como sólo una cosa más se lo había desgarrado desde entonces.
En cierta ocasión, y a petición suya, ella enumeró toda una lista de pecados mortales y veniales. Aunque él había aprendido cuáles eran en las clases de catecismo hacía veinte, veinticinco e incluso treinta años, la lista que recitó le pareció completa, sin que faltara nada. Pero hubo una cuestión de interpretación que él no vio muy clara. En ocasiones, un mismo acto era pecado mortal, mientras que en otras era sólo venial. Eso parecía depender del estado mental de quien lo cometía. «La voluntad consciente de hacer el mal». ¿Era algo que ella había dicho durante aquellas discusiones de otros tiempos, o Freddy se lo había sugerido en ese mismo instante? Eso le extrañó, y le preocupó. «La voluntad consciente de hacer el mal».
Al final creía haber aislado los dos pecados mortales más importantes: el suicidio y el asesinato. Pero durante una conversación posterior —¿había sido con Ron Stone? Sí, creía que había sido con él—, incluso aquello quedó borroso. Según Ron (al parecer habían estado tomando copas en un bar, unos diez años antes), el asesinato era un pecado venial a veces. O quizá ni siquiera eso. Si uno planeaba fríamente desembarazarse de alguien que había violado a su mujer, eso podía ser considerado como un pecado venial. Y si uno mataba a alguien en «una guerra justa» —ésas fueron las palabras exactas de Ron; aún podía escucharlas como si hubiesen quedado grabadas en su cabeza—, ni siquiera se consideraba pecado. Según Ron, todos los soldados norteamericanos que mataron nazis y japoneses no tendrían ningún problema cuando sonara la trompeta del Juicio Final.
Eso sólo dejaba como pecado el suicidio.
Estaba acercándose a la construcción. Había barreras blancas y negras con luces parpadeantes en la parte superior, y carteles de color naranja que brillaban fugazmente al paso de las luces de su coche. Uno anunciaba: FIN PROVISIONAL DEL CAMINO. Otro: DESVÍO - SIGA LAS INDICACIONES. Otro: ¡ZONA DE DEMOLICIÓN! GIRE EN REDONDO.
Se detuvo, puso la palanca del cambio de marchas en punto muerto, encendió las luces largas y se apeó del coche. Anduvo hacia las barreras negras y blancas. Las parpadeantes luces de color naranja hacían que la nieve que caía pareciese más espesa y absurdamente coloreada.
También recordaba haberse sentido confundido en cuanto al tema de la absolución. Al principio creyó que era algo muy sencillo: si él cometía un pecado mortal, era mortalmente herido, condenado. Podía llamar a gritos a María hasta quedarse afónico y, a pesar de todo, ir de cabeza al infierno. Pero Mary le dijo que no siempre era así. Existía la confesión, la expiación, la reconsagración, y cosas así. Era todo muy confuso. Cristo había dicho que no había vida eterna en un asesino, pero también había dicho que quienquiera que creyera en Él no perecería. «Quienquiera». Era como si en la doctrina bíblica hubiera tantos huecos como en un contrato de compra efectuado por un abogado tramposo. Excepto en el caso del suicidio, claro. Porque uno no podía confesar el suicidio, ni arrepentirse, ni enmendarlo, ya que ese acto cortaba el cordón de plata que le sujetaba a uno a la vida y lo enviaba directamente hacia los mundos que hubiera más allá. Y…
¿Y por qué pensaba precisamente ahora en todo aquello? No tenía la intención de matar a nadie y, desde luego, no abrigaba el menor propósito de suicidarse. Nunca se le había ocurrido la idea del suicidio. Al menos hasta hacía bien poco.
Permaneció mirando fijamente más allá de las barreras blancas y negras, sintiendo frío en su interior.
Las máquinas estaban abajo, cubiertas por la nieve, dominadas por la grúa. Y, con aquella triste inmovilidad, habían ganado en fealdad. Viendo sus esqueléticas estructuras elevarse en la nivea penumbra, pensó en una mantis religiosa que se encontrara sumida en un desconocido período de contemplación invernal.
Apartó a un lado una de las barreras. Era muy ligera. Regresó hacia donde había dejado el coche, subió a él y metió primera. Hizo que el vehículo avanzara hasta el borde del asfalto y luego descendiera por el ligero terraplén, donde aparecían bien visibles los bordes dejados por las idas y venidas de las grandes máquinas. Gracias al barro, la tendencia del coche a deslizarse por la pendiente disminuyó. Cuando llegó abajo, volvió a dejar la palanca en punto muerto y apagó todas las luces. Se apeó y subió otra vez el terraplén, jadeando, para colocar de nuevo la barrera en su lugar. Después regresó adonde estaba el coche.
Abrió la portezuela trasera de la ranchera y sacó el cubo de Mary. Después se acercó a la del copiloto y dejó el cubo en el suelo, luego bajó su caja de cócteles Molotov. Le quitó la tapa al cubo y, con un suave murmullo, empapó cada mecha en la gasolina. Después llevó el cubo con gasolina hacia la grúa y se subió a la cabina, que no estaba cerrada con llave, poniendo mucho cuidado en no resbalar. Se sentía excitado, su corazón latía acelerado y la garganta se le contraía, abriéndose y cerrándose, en una amarga exultación.
Vertió gasolina sobre el asiento, los controles, la caja de cambios. Salió de la cabina y anduvo por el estrecho pasillo que conducía hacia la tapa del motor y vertió el resto de la gasolina sobre la cubierta. El olor del hidrocarburo llenó el aire. Se le habían empapado los guantes, humedeciendo sus manos y dejándoselas insensibles casi de inmediato. Saltó de la grúa, se quitó los guantes y los guardó en los bolsillos del abrigo. La primera carpetita de cerillas se le escapó de los dedos, tan insensibles como la madera. Sacó una segunda, pero el aire apagó las dos primeras cerillas que logró encender. Se volvió de espaldas al viento, se inclinó protectoramente sobre la tapa de la carpetita y consiguió encender una. La aplicó al resto de las cerillas, que se encendieron con un siseo, y arrojó la carpetita encendida en el interior de la cabina.
Al principio pensó que se habían apagado, porque no sucedió nada. Pero después hubo un suave sonido explosivo —¡flump!— y el fuego surgió de la cabina con una ráfaga furiosa, haciéndole retroceder dos pasos. Se protegió los ojos de la brillante llamarada naranja.
Una lengua de fuego salió de la cabina y se extendió hacia la tapa del motor. Allí, se detuvo un instante, como si reflexionara, y finalmente se coló dentro. En esa ocasión el estallido no fue suave. ¡KAPLOOOM! Y, de repente, la capota del motor se elevó en el aire, casi perdiéndose de vista, girando alocadamente. Algo pasó silbando junto a su cabeza.
Está ardiendo, pensó. Está ardiendo realmente.
Comenzó a bailotear en la llameante oscuridad arrastrando los pies, el rostro contorsionado en un éxtasis tan grande que sus rasgos parecían disgregarse y caer en millones de pedazos sonrientes. Sus manos se cerraron en puños amenazadores, que blandió por encima de la cabeza.
—¡Arde! —gritó al viento, y el viento pareció devolverle el grito—. ¡Arde, condenada, arde!
Se precipitó hacia el coche, resbaló en la nieve y cayó al suelo. Y eso quizá le salvó la vida, porque en ese preciso instante el depósito de gasolina de la grúa estalló, arrojando sus restos en un círculo de más de diez metros de radio. Una pequeña pieza de metal caliente atravesó la ventanilla derecha de su coche haciendo un agujero radiado en el cristal de seguridad y produciendo una irregular telaraña de grietas.
Se incorporó lleno de nieve y subió al coche. Se puso de nuevo los guantes —pensando en las huellas dactilares—, pero, una vez hecho eso, abandonó toda idea de precaución. Puso el coche en marcha con unos dedos que apenas notaban la llave de contacto, metió la primera y dio un pisotón al acelerador, como hacían de muchachos y el mundo era joven. La parte trasera del coche patinó a derecha e izquierda. La grúa ardía con furia, mucho mejor de cuanto él hubiera imaginado. La cabina se había convertido en un infierno y el gran parabrisas había desaparecido.
—¡Es un infierno! —gritó—. ¡Oh Freddy, es un infierno!
La luz producida por el fuego daba a su rostro un aspecto demoníaco. El coche patinó frente a la grúa. Tendió el dedo índice de la mano derecha hacia el tablero de instrumentos y logró apretar el encendedor eléctrico al tercer intento. El resto de las máquinas de obras públicas se hallaba a su izquierda. Él bajó la ventanilla. El cubo de Mary rodaba de un lado a otro en el suelo del coche, y las botellas de soda y cerveza tintineaban frenéticamente al chocar entre sí, mientras el vehículo avanzaba a saltos sobre la tierra helada.
El encendedor eléctrico saltó y él apretó el freno con ambos pies. El coche patinó un poco y luego se detuvo. Sacó el encendedor del receptáculo, cogió una botella de la caja que tenía a su lado y apretó la bobina incandescente contra la mecha. Ésta comenzó a arder y él arrojó la botella, que fue a estrellarse contra la llanta cubierta de barro de un bulldozer. El fuego se extendió ávidamente. Metió el encendedor en su receptáculo y lo oprimió de nuevo para conectarlo, al tiempo que avanzaba varios metros con el coche. Arrojó otros tres cócteles Molotov contra el oscuro casco de una apisonadora. El primero de ellos falló, otro chocó contra la parte lateral, esparciendo la gasolina ardiendo sobre la nieve, y el tercero alcanzó limpiamente la cabina.
—¡Al fuego con todo! —gritó.
Otro bulldozer. Una apisonadora pequeña. Entonces se encontró delante de una caseta de remolque montada sobre soportes. En la puerta, un cartel rezaba: «LANE CONSTRUCTION CO. Oficina ambulante. ¡AQUÍ NO SE CONTRATA PERSONAL! Por favor, límpiese los zapatos antes de entrar».
Situó el coche a un lado y lanzó cuatro cócteles contra la gran ventana que había junto a la puerta. Todos alcanzaron su objetivo. El primero produjo un sonido de vidrios rotos, tanto de la botella como de la ventana, dejando un reguero de fuego tras de sí.
Detrás del remolque había aparcado un gran camión. Bajó del coche, probó suerte y comprobó que la portezuela del conductor estaba abierta. Encendió la mecha de una de sus bombas incendiarias y la arrojó dentro. Las llamas lamieron ávidamente el asiento.
Regresó al coche y vio que sólo le quedaban cuatro o cinco botellas. Siguió conduciendo, tiritando a causa del frío, oliendo a gasolina, con una gota cayéndole de la nariz y una mueca diabólica en el rostro.
Una pala mecánica. Lanzó el resto de las botellas contra ella, sin producirle daño alguno hasta que la última prendió en el motor.
Tanteó de nuevo la caja, recordó que estaba vacía y miró por el espejo retrovisor.
—¡Joder, qué escabechina! —gritó—. ¡Oh, qué jodida escabechina, Freddy!
Detrás de él, una serie de hogueras aisladas surgían de la nieve como luces fijas. Las llamas brotaban alocadamente de las ventanas de la oficina rodante. Una aplanadora se había convertido en una bola de fuego. La pala de un tractor era una caldera de color naranja. Pero la grúa era la pieza maestra, porque se había convertido en una rugiente estructura amarilla de luz, una antorcha crepitante en medio de la carretera en construcción.
—¡Demojodidalición! —gritó. Algo parecido a la cordura volvió a su rostro. No se atrevió a regresar por el camino por donde había llegado. La policía no tardaría en acudir, quizá ya estaba allí. Y los bomberos… ¿Podría continuar adelante o estaría bloqueado?
Heron Place. Cabía la posibilidad de que pudiera salir por Heron Place. Tendría que subir el terraplén en un ángulo de veinticinco grados, quizá treinta, y lanzar el coche contra una de las barreras del departamento de autopistas, pero los raíles de protección habrían desaparecido. Pensó que quizá lo conseguiría. Sí. Lo lograría. Aquella noche podría hacer cualquier cosa.
Ascendió por el terraplén, en sentido oblicuo, patinando y derrapando, con sólo las luces de posición encendidas. Cuando vio las luces de Heron Place por encima y hacia la derecha, dio más y más gas al coche (el cuentakilómetros alcanzó casi los cincuenta kilómetros por hora), al tiempo que subía oblicuamente por el terraplén. Iba a casi a ochenta kilómetros por hora cuando vio a su alcance la parte superior. A medio camino, las ruedas traseras perdieron tracción y tuvo que meter de nuevo la primera velocidad. El motor rugió y el coche prosiguió su ascensión. Estaba a punto de conseguirlo cuando las ruedas empezaron a patinar otra vez, lanzando fragmentos de nieve helada, guijarros y barro. Por un momento, dudó de poder lograrlo, pero finalmente la inercia misma del vehículo, impulsada quizá también por su fuerza de voluntad, consiguió llevarlo hasta el asfalto.
El morro del coche apartó a un lado la barrera blanca y negra, que cayó hacia atrás, formando un surtidor de nieve. Avanzó calle abajo, giró en la curva y se sintió sorprendido al encontrarse de nuevo en una calle normal, como si nada hubiera sucedido. Entonces redujo la velocidad a unos serenos cincuenta kilómetros por hora.
Se disponía a girar hacia su casa cuando recordó que estaba dejando huellas que la nieve tardaría por lo menos dos horas en cubrir. Por ello, en lugar de girar hacia Crestallen Street continuó por Heron Place, River Street, y después bajó hasta la carretera 7. Aunque allí el tráfico había sido bastante fluido desde que empezara a nevar con fuerza, había bastado para aplastar la nieve que cubría la calzada y convertirla en barrillo suelto.
Se introdujo en el escaso tráfico que se movía hacia el este y aumentó la velocidad a setenta.
Siguió la carretera 7 unos quince kilómetros. Después condujo de regreso a la ciudad y se dirigió hacia Crestallen Street. Las máquinas quitanieves habían empezado a actuar ya, moviéndose en la noche como gigantescas estructuras de color naranja con brillantes ojos amarillos. Miró varias veces hacia las obras de la 784, pero no vio nada bajo la ventisca.
A medio camino de su casa se dio cuenta de que seguía haciendo frío en el interior del coche, a pesar de que llevaba las ventanillas subidas y la calefacción puesta. Miró hacia atrás y vio el agujero dentado de la ventanilla posterior derecha. Sobre el asiento había cristales rotos y nieve.
¿Cómo ha ocurrido eso?, se preguntó, aturdido. No recordaba nada.
Entró en su calle desde el norte y condujo directamente hacia su casa. Todo estaba tal y como lo había dejado. La luz de la cocina era la única que brillaba en toda la oscurecida sección de la calle. No había coches de policía aparcados enfrente, pero la puerta del garaje estaba abierta, y eso le pareció una estupidez. Uno cierra siempre la puerta del garaje cuando nieva. Para eso se tiene un garaje, para impedir que los elementos deterioren las cosas. Su padre solía decir eso. Su padre murió en un garaje, al igual que el hermano de Johnny, pero Ralph Dawes no se suicidó. Sufrió una especie de ataque. Un vecino lo encontró con las tijeras de podar en la mano izquierda y una piedra de amolar en la derecha. Había sido una muerte suburbana. Oh, Dios santo, envía esta alma blanca a un cielo donde no haya hierba que cortar y los negros se mantengan siempre a distancia.
Aparcó la ranchera, bajó la puerta del garaje y entró en la casa. Estaba temblando, a causa del agotamiento y la reacción. Eran las tres y cuarto de la madrugada. Colgó el abrigo y el sombrero en el armario del vestíbulo y estaba cerrando la puerta cuando experimentó una sacudida de terror, tan fuerte como si se hubiese tomado de golpe un doble de whisky escocés. Buscó, frenético, en los bolsillos del abrigo y lanzó un suspiro audible cuando encontró allí los guantes, aún empapados de gasolina, cada uno de ellos convertido en una pequeña bola arrugada.
Pensó en hacerse café, pero decidió no tomarlo. Tenía un palpitante dolor de cabeza, causado probablemente por las emanaciones y el humo de la gasolina, y que sin duda alguna había empeorado cuando condujo a oscuras por el terraplén nevado. Ya en el dormitorio, se desnudó y tiró las ropas sobre una silla, sin preocuparse de colocarlas bien. Creía que se quedaría dormido en cuanto reposara su cabeza en la almohada, pero no fue así. Ahora que se hallaba en casa, y presumiblemente a salvo, se sintió invadido por un asombroso insomnio. Y con él apareció el temor, como si fuera una jovencita asustada. Irían a detenerle y lo encerrarían en la cárcel. Su fotografía aparecería en todos los periódicos. La gente que lo conocía sacudiría la cabeza y hablaría de él en las cafeterías y en los restaurantes, durante el almuerzo. Vinnie Mason le diría a su esposa que él sabía desde hacía tiempo que Dawes estaba loco. Los padres de Mary la obligarían a volar a Reno, donde primero se haría residente y luego pediría el divorcio. Incluso tal vez encontrara a alguien que se la tirara. Eso no le sorprendería.
Permaneció despierto, diciéndose que no lo cogerían. Con los guantes puestos no había dejado huellas dactilares. Había recogido el cubo de Mary y ocultado sus huellas, conduciendo durante un buen rato para desembarazarse de cualquier posible persecución, del mismo modo que un fugitivo se mete en una corriente de agua para despistar a los perros que lo persiguen. Pero ninguno de aquellos pensamientos le produjo sueño o sensación de comodidad. Podían cogerle. Quizá alguien había visto su ranchera en Heron Place y consideró sospechoso que un vehículo circulara a aquellas horas bajo una tormenta de nieve. Quizá alguien había anotado su matrícula y en ese momento estaba siendo felicitado por la policía. Quizá obtuvieran muestras de pintura de la barrera de construcción de Heron Place, que había apartado de un golpe con el coche, y estaban a punto de extraer el nombre del culpable de una computadora donde se hallaban registrados todos los propietarios de automóviles. Quizá…
Dio vueltas y más vueltas en la cama, esperando que las oscilantes sombras azules de los coches de policía aparecieran en su ventana, que alguien llamara pesadamente a su puerta y que una voz anodina y kafkiana ordenara a gritos: «¡Está bien, abra esa puerta!». Cuando al fin se quedó dormido, lo hizo sin darse cuenta, porque su pensamiento pasó de la meditación consciente al desviado mundo de los sueños sin apenas interrupción, como un coche que sigue avanzando cuando se cambia de velocidad. Incluso soñando creyó estar despierto, y en aquellos sueños se suicidaba una y otra y otra vez: se quemaba, se colocaba debajo de un yunque que había en lo alto y tiraba de él con una cuerda, se ahorcaba, abría todas las espitas de la cocina de gas, se disparaba un tiro en la sien, se tiraba por una ventana, se arrojaba al paso de un autobús de la compañia Greyhound que avanzaba a toda velocidad, se tomaba un tubo de pastillas, se bebía un vaso lleno de desinfectante para el inodoro, se metía un recipiente de aerosol Glade Pine Fresh en la boca, apretaba el botón e inhalaba hasta que su cabeza se hinchaba y flotaba como el globo de un niño, se hacía el harakiri en un confesionario en St. Dom, confesando su suicidio a un atónito y joven sacerdote incluso en el instante en que sus entrañas se desparramaban sobre el banco, ejecutando un acto de contrición con voz debilitada, rodeado por su propia sangre y los humeantes jugos de sus intestinos. Pero lo que veía con mayor nitidez, una y otra vez, era a sí mismo sentado tras el volante de la ranchera, acelerando un poco el motor en el garaje cerrado. Respiraba profundamente mientras hojeaba una revista de National Geographic, examinando imágenes llenas de vida en Tahití, en Aukland y en el Mardi Gras, en Nueva Orleans. Cada vez volvía las páginas con mayor lentitud hasta que el ruido del motor se desvanecía para convertirse en un lejano ronroneo y las verdes aguas del Pacífico lo inundaban cálidamente y lo arrastraban hacia sus profundidades plateadas.
19 de diciembre de 1973
Se despertó poco después del mediodía y se levantó de la cama. Se sentía como si la noche anterior hubiera estado de juerga. Sentía un monstruoso dolor de cabeza. Tenía la vejiga llena. Y un sabor nauseabundo en la boca. Al caminar, la cabeza le latió dolorosamente, como si alguien estuviera golpeándosela con los palillos de un tambor. Ni siquiera se permitió el lujo de creer (aunque fuera por breves instantes) que durante la noche anterior había soñado todo lo que recordaba en esos momentos, porque el olor de la gasolina parecía habérsele incrustado en la carne y se elevaba, fragante, del montón de ropas. La nevada había terminado. El cielo estaba claro, y la brillante luz del sol hizo que sus ojos imploraran compasión.
Entró en el cuarto de baño, se sentó en el retrete y un movimiento de diarrea surgió de él como un tren correo atravesando a toda velocidad una estación desierta. Su deposición cayó en el agua con una nauseabunda serie de chorros y plops que le hicieron gemir y cogerse la cabeza con ambas manos. Orinó sin levantarse, al tiempo que alrededor de él se elevaba el rico y fuerte olor de los productos finales de su insatisfactoria digestión.
Tiró de la cadena y bajó por las escaleras, casi tambaleándose, llevando consigo ropa limpia. Esperaría a que aquel condenado olor desapareciera del cuarto de baño y entonces se ducharía. Quizá esperara toda la tarde.
Se tomó tres pastillas de Excedrin del frasco verde que había en el estante situado sobre el fregadero de la cocina, engullendo después dos grandes tragos de Pepto-Bismol. Puso a calentar agua para el café y rompió su taza favorita cuando la descolgó de su gancho. Barrió los restos, cogió otra taza, echó en ella café instantáneo y se dirigió hacia la sala de estar.
Encendió la radio y barrió el dial en busca de noticias que, al igual que la policía, nunca estaban cuando se las necesitaba. Música pop. Informes sobre alimentación y granos. Un bombón dorado porque usted se lo merece. Un programa a micrófono abierto. Otro programa musical. Paul Harvey vendiendo el seguro de vida de la banca. Más música pop. Ni una noticia.
El agua para el café estaba hirviendo. Sintonizó una de las emisoras de música pop, se preparó el café y se lo llevó a la mesa, donde se lo bebió sin azúcar. Los dos primeros sorbos le produjeron náuseas, pero después se sintió mejor.
Y entonces dieron las noticias. Primero las nacionales, y a continuación las locales.
«Se nos ha informado que ha habido un incendio en la ampliación de la autopista 784, a primeras horas de la madrugada, cerca de Grand Street. El teniente de policía Henry King dijo que, al parecer, los vándalos habían utilizado cócteles de gasolina para incendiar una grúa, dos apisonadoras, dos bulldozers, un camión y la oficina móvil de Lane Construction Company, todo lo cual quedó completamente destripado».
Sintió una exultación tan amarga y negra como el sabor de su café sin azúcar al escuchar las palabras «completamente destripado».
«Los daños ocasionados a las apisonadoras y los bulldozers fueron de poca importancia, según Francis Lane, cuya empresa ha obtenido un sustancial subcontrato en la construcción de la ampliación, pero la grúa de demolición, valorada en 60.000 dólares, se espera que esté dos semanas fuera de servicio».
¿Dos semanas? ¿Era eso todo?
«Según Lane, mucho más grave ha sido el incendio de la oficina ambulante, donde guardaban hojas de salarios, registros de trabajos realizados y el noventa por ciento de los informes de contabilidad de la empresa durante los tres últimos meses. "Eso va a ser lo más difícil de solucionar —dijo Lane—. Puede retrasarnos un mes o más."».
Quizá aquello fuesen buenas noticias. Quizá había valido la pena ganar un mes más de tiempo.
«Según el teniente King, los vándalos recorrieron el lugar en un vehículo tipo ranchera, posiblemente un Chevrolet último modelo, y ha hecho un llamamiento para que cualquiera que haya visto un coche de esas características abandonando el lugar por la Heron Street, lo comunique a la policía. Francis Lane ha calculado los daños ocasionados en unos 100.000 dólares. Otras noticias locales informan que el representante del estado, Muriel Reston, ha sido citado de nuevo…».
Apagó la radio.
Una vez que había escuchado aquello, y a la luz del día, todo parecía un poco mejor. Era posible ver las cosas de un modo racional. Claro que la policía nunca comenta todas sus pistas, pero si realmente andaban buscando un Chevrolet en lugar de un Ford, y si se veían obligados a pedir la colaboración de testigos, quizá estuviese a salvo, al menos por el momento. Y si había algún testigo, ninguna preocupación por su parte cambiaría ese hecho.
Se desprendería del cubo de Mary y abriría el garaje para ventilarlo del olor a gasolina. Imaginaría una historia para explicar el cristal del coche roto, por si alguien le preguntaba. Y, lo más importante, trataría de prepararse mentalmente para una visita de la policía. Siendo el último residente de Crestallen Street West, sería lógico que, al menos, investigaran su situación. Y no tendrían que husmear mucho para descubrir que últimamente había estado actuando de un modo alocado. Había dejado pasar la opción de compra de la fábrica. Su esposa lo había abandonado. Un antiguo empleado suyo lo había golpeado en unos grandes almacenes. Y, desde luego, tenía un coche tipo ranchera. Chevrolet o no. Todos eran datos negativos. Pero, en sí mismos, no constituían ninguna prueba contra él.
Y si ellos conseguían alguna prueba, supuso que lo meterían en la cárcel. Pero había cosas peores que la cárcel. La cárcel no era el fin del mundo. Le proporcionarían un trabajo, lo alimentarían. No tendría que preocuparse por qué ocurriría cuando se le acabara el dinero del seguro. Claro que había muchas cosas peores que la cárcel. El suicidio, por ejemplo. Eso era peor. Subió al primer piso y se duchó.
Más tarde telefoneó a Mary. Contestó su suegra, que fue a buscar a su hija, no sin antes emitir un bufido desdeñoso. Pero cuando Mary se puso al teléfono parecía sentirse alegre.
—Hola, Bart. Felices Navidades por adelantado.
—Felices Navidades.
—¿Qué quieres Bart?
—Bueno, he comprado unos regalos… cosas sin importancia… para ti y las sobrinas y sobrinos. Me había preguntado si podríamos reunimos en alguna parte. Te los daré a ti. No he envuelto los regalos de los pequeños…
—Me encantará hacerlo. Pero no deberías haber comprado nada. No tienes trabajo.
—Pero continúo buscándolo.
—Bart, ¿has hecho… has hecho algo de aquello que hablamos?
—¿Lo del psiquiatra?
—Sí.
—He llamado a dos. Uno tiene su agenda repleta hasta casi el mes de junio. El otro estará en las Bahamas hasta finales de marzo. Me dijo que me aceptaría como paciente a partir de esa fecha.
—¿Cómo se llaman?
—¿Qué cómo se llaman? Vamos, cariño, tendría que mirarlo para decírtelo. Creo recordar que el primer tipo se llamaba Adams… Nicholas Adams…
—Bart —dijo ella con tono triste.
—Aunque podría ser Aarons —se apresuró a decir él.
—Bart —repitió ella.
—Está bien. Cree lo que quieras. De todos modos lo harás.
—Bart, si sólo…
—¿Qué me dices de los regalos? Te he llamado por eso, no por esos condenados remiendacabezas.
—Tráelos el viernes, ¿quieres? —dijo ella con un suspiro—. Yo puedo…
—¿Cómo? ¿Y que tus padres contraten a Charles Manson para que me tope con él en la puerta? Encontrémonos en un terreno neutral, ¿te parece?
—Ellos no estarán aquí. Se van a pasar las Navidades con Joanna.
Joanna era Joanna St. Claire, la prima de Jean Calloway, que vivía en Minnesota. Habían sido amigas íntimas en su juventud (a veces él pensaba que en alguna época situada entre la guerra de 1812 y el advenimiento de la Confederación), y Joanna había sufrido un ataque el mes de julio anterior del cual aún intentaba reponerse, pero Jean les había dicho, a él y a Mary, que los médicos creían que moriría en cualquier momento. Sería estupendo tener metida en la cabeza una bomba de relojería como ésa, pensó. ¡Eh, una bomba! ¿Es hoy? Por favor, hoy no. Todavía no he terminado la última novela de Victoria Holt.
—¿Bart? ¿Estás ahí?
—Sí. Estaba en Babia.
—¿Te parece bien a la una?
—Sí, de acuerdo.
—¿Hay algo más?
—No, eh…
—Bueno…
—Cuídate, Mary.
—Lo haré. Adiós, Bart.
—Adiós.
Colgaron y él se fue a la cocina para prepararse una copa. La mujer con quien acababa de hablar por teléfono no era la misma que había estado sentada en el sofá de la sala de estar con el rostro lleno de lágrimas, menos de un mes antes, suplicando hallar alguna razón que le ayudara a comprender la oleada que había arrasado toda su ordenada vida, destruyendo el trabajo de veinte años y dejando sólo unas vigas sobresaliendo de las marismas. Era extraño. Sacudió la cabeza de la forma en que lo habría hecho si las noticias hubiesen informado que Jesús había descendido de los cielos para llevarse a Richard Nixon sobre ruedas de fuego. Ella se estaba recuperando. Es más: había recuperado a una persona que él apenas conocía, a una mujer que él apenas recordaba. Como una arqueóloga, había excavado para poner al descubierto aquella persona, y la nueva persona emergida parecía tener las articulaciones un poco rígidas, pero seguía siendo perfectamente útil. Las articulaciones mejorarían su funcionamiento y la nueva-vieja persona se transformaría en toda una mujer, tal vez asustada por el cataclismo, pero no gravemente herida. Él la conocía quizá mejor de cuanto ella se imaginaba y, a partir de su tono de voz, se había dado cuenta que se acercaba cada vez más a la idea del divorcio, a la idea de romper limpiamente con el pasado… Una ruptura que cicatrizaría bien y no dejaría ninguna astilla. Ella tenía treinta y ocho años. Ante sí se extendía la mitad de su vida. No había ningún niño que hubiera quedado mutilado entre los escombros de su matrimonio. Él no sugeriría el divorcio, pero si ella lo hacía se mostraría de acuerdo. Envidiaba su nueva persona y su nueva belleza. Y si ella miraba atrás dentro de diez años y consideraba su matrimonio como un largo pasillo oscuro por donde tuvo que pasar para alcanzar la luz del sol, sentiría mucho que ella pensara así, pero no podría culparla por ello. No, no podría.
21 de diciembre de 1973
Le entregó los regalos en la resplandeciente sala de estar de Jean Calloway, y la conversación que siguió fue artificial y violenta. Él nunca había estado allí con ella a solas, y tenía la sensación de que deberían abrazarse. Fue una burda reacción de su rodilla rozando la de ella lo que hizo que se sintiera como un colegial.
—¿Te has aclarado el pelo? —preguntó él.
—Sólo un poco —contestó ella, encogiéndose de hombros.
—Es bonito. Te hace parecer más joven.
—A ti, en cambio, te están saliendo canas en las sienes, Bart. Te dan un aspecto distinguido.
—Y una mierda, me hacen parecer más viejo. —Ella se echó a reír, con un tono quizá demasiado agudo, y miró los regalos, sobre una mesita. Él había envuelto el broche en forma de búho, dejando que los muñecos y el ajedrez los envolviera ella. Los muñecos miraban fijamente el techo, esperando que las manos de una niña les infundieran vida.
Miró a Mary. Sus miradas se encontraron, muy serias por un momento, y pensó que ella estaba a punto de pronunciar palabras irrevocables, y se sintió asustado. En ese instante, el reloj de cuco anunció la una y media, y ambos se sobresaltaron y se echaron a reír. El momento había pasado. Se levantó, para que no volviera a producirse. «Salvado por el canto de un cuco», pensó. Eso encajaba.
—Tengo que marcharme —dijo él.
—¿Una cita?
—Una entrevista de trabajo.
—¿De veras? —Parecía contenta—. ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cuánto?
Él se echó a reír y sacudió la cabeza antes de contestar.
—Hay otra docena de aspirantes con tan buenas posibilidades como yo. Te lo diré cuando lo consiga.
—Presumido.
—Pues claro.
—Bart, ¿qué piensas hacer en Navidad? —Ella lo miró con una expresión preocupada y solemne, y él pensó de pronto que lo que había estado a punto de decir antes era una invitación para cenar juntos el día de Navidad y no para pedirle el divorcio. ¡Cielo santo! Casi se echó a reír del alivio que sintió.
—Comeré en casa.
—Puedes venir aquí si quieres —le invitó ella—. Estaríamos tú y yo solos.
—No —rechazó pensativo y luego, con un tono más firme, añadió—: No. Las emociones suelen quedar fuera de control durante las fiestas. En otra ocasión.
Ella asintió con un gesto, pensativa también.
—Y tú, ¿comerás sola?
—Puedo ir a casa de Bob y Janet. ¿Estás seguro?
—Sí.
—Bueno… —Pero ella parecía sentirse aliviada. Caminaron hacia la puerta y se dieron un apagado beso de despedida.
—Te llamaré —dijo él.
—Eso espero.
—Y saluda a Bobby de mi parte.
—Así lo haré.
Estaba a medio camino del coche, cuando ella lo llamó:
—¡Bart! ¡Bart, espera un minuto! —Se volvió, casi con temor.
—Casi se me olvida —dijo ella—. Wally Hamner llamó por teléfono y nos invitó a su fiesta de fin de año. He aceptado en nombre de los dos. Pero si no quieres ir…
—¿Wally? —Frunció el ceño. Walter Hamner era prácticamente su único amigo en la ciudad. Trabajaba en una agencia local de publicidad—. ¿Es que no sabe que estamos… separados?
—Lo sabe, pero ya conoces a Walt. Ese tipo de cosas no son suficientes para detenerle.
Así parecía. El mero hecho de pensar en Walter le hizo sonreír. Walter, siempre amenazando con dejar la publicidad a cambio del diseño de vanguardia. Compositor de canciones jocosas e incluso de parodias más obscenas de canciones populares. Divorciado dos veces, pero tomándoselo con serenidad. Ahora impotente, si uno se creía las murmuraciones y, en ese caso, él creía que las habladurías eran ciertas. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que viera a Walt? ¿Cuatro meses? ¿Seis? En cualquier caso, demasiado.
—Eso podría ser divertido —dijo él, y entonces un pensamiento lo sacudió.
Ella lo adivinó por la expresión de su rostro y lo tranquilizó:
—No habrá ningún antiguo empleado de la lavandería.
—Él y Steve Ordner se conocen.
—Bueno, sí… —Ella se encogió de hombros para mostrar lo improbable que le parecía que Steve acudiera a la fiesta, pero el encogimiento se convirtió en un pequeño escalofrío. Estaban a casi cuatro grados bajo cero.
—Eh, tienes frío, entra en casa. Vas a quedarte helada.
—¿Quieres ir?
—No lo sé. Tengo que pensarlo.
Volvió a besarla, esta vez con mayor firmeza, y ella le devolvió el beso. En un momento como aquél era capaz de lamentarlo todo… pero las lamentaciones estaban muy lejos, enterradas.
—Feliz Navidad, Bart.
Él vio que lloraba un poco.
—El próximo año será mejor —dijo tratando de consolarla, pero sabía que esas palabras no significaban nada—. Entra en casa antes de que cojas una neumonía.
Ella entró en casa y él se marchó, sin dejar de pensar en la fiesta de fin de año de Wally Hamner. Pensó que probablemente iría.
24 de diciembre de 1973
Encontró un pequeño taller en Norton donde se mostraron dispuestos a cambiarle el vidrio roto por noventa dólares. Cuando le preguntó el hombre si trabajaba el día de Nochebuena, éste contestó:
—Demonios, sí. Aceptaré ese trabajo y haré todo lo que pueda.
De camino, se detuvo ante una lavandería automática en Norton y puso sus ropas en dos máquinas. Hizo girar automáticamente los agitadores para ver de qué clase eran las paletas. Después cargó cuidadosamente las máquinas, sin poner demasiada ropa para que quedara bien escurrida. Se detuvo un instante y sonrió un poco. Sacarás al muchacho de la lavandería, Fred, pero no podrás sacar la lavandería del muchacho. ¿Verdad, Fred? ¿Fred? Oh, que te den por el culo.
—Es todo un agujero —dijo el hombre del taller al ver el vidrio roto y astillado.
—Un chaval lanzó una pelota de nieve —explicó—, con una piedra dentro.
—Seguro que la había —admitió el otro—. Seguro.
Una vez reemplazado el vidrio regresó a la lavandería automática, puso a secar la ropa a una temperatura media e introdujo treinta centavos en la ranura. Se sentó y cogió un periódico arrugado. En la lavandería sólo había una mujer joven de aspecto cansado, con gafas de montura metálica y mechas rubias en su largo y pelirrojo cabello. La acompañaba un niña pequeña que estaba sufriendo una rabieta.
—¡Quiero mi botella!
—Maldita sea, Rachel…
—¡Botella!
—Papá te dará una buena zurra cuando volvamos a casa —le prometió la joven hoscamente—. Y no habrá nada especial antes de irte a la cama.
—¡Boteeeella!
¿Por qué razón una mujer joven como aquélla quería tener unos mechones de cabello de color diferente?, se preguntó él. Miró el periódico. Los titulares informaban: PEQUEÑAS MULTITUDES EN BELÉN. LOS PEREGRINOS TEMEN EL TERROR SANTO.
En la parte inferior de la primera página su mirada se vio atraída por una historia que leyó cuidadosamente:
WINTERBURGER DICE QUE NO TOLERARÁ
LOS ACTOS DE VANDALISMO
(Local) Víctor Winterburger, candidato demócrata para el puesto del finado Donald P. Naish, muerto en un accidente de tráfico el pasado mes, dijo ayer que «en una civilizada ciudad norteamericana» no se pueden tolerar actos de vandalismo como el ocurrido el pasado miércoles en las obras de construcción de la extensión de la autopista 784, que causó daños valorados en casi cien mil dólares. Winterburger hizo esta declaración durante una cena de la American Legion, recibiendo una calurosa ovación.
«Ya hemos visto lo ocurrido en otras ciudades», añadió Winterburger. «Hemos visto los autobuses, los vagones de metro y los edificios de Nueva York mutilados, las ventanas rotas y las escuelas insensiblemente echadas a perder en Detroit y San Francisco, el abuso en los servicios públicos, museos públicos, galerías públicas… No debemos permitir que el país más importante del mundo se vea invadido por hunos y bárbaros».
La policía fue llamada a la zona en construcción de Grand Street cuando una serie de incendios y explosiones fueron vistos por
(Continúa en la página 5, 2.ª columna).
Dobló el periódico y lo dejó sobre un montón de revistas manoseadas. La secadora funcionaba con un sonido bajo y soporífero. Hunos. Bárbaros. Ellos eran los hunos. Ellos eran los violadores, los que destrozaban y desgarraban, sacando a la gente de sus casas a la fuerza, destruyendo las vidas de las personas como un niño pequeño destruye un hormiguero…
La mujer joven arrastró a su hija, que seguía llorando por una botella, y salió de la lavandería automática. Él cerró los ojos y se adormiló, en espera de que la secadora terminara de funcionar. Pocos minutos después se despertó sobresaltado, creyendo haber escuchado las campanas de un coche de bomberos, pero sólo era un Santa Claus del Ejército de Salvación que se había instalado delante de la lavandería. Cuando salió a la calle con su cesta de ropa, echó en el bote de Santa Claus toda la calderilla que llevaba en el bolsillo.
—Que Dios lo bendiga —dijo Santa Claus.
25 de diciembre de 1973
El timbre del teléfono lo despertó hacia las diez de la mañana. Medio dormido, tendió la mano hacia la mesita de noche y se llevó el auricular a la oreja. Una telefonista le dijo crispadamente a través del sueño:
—¿Acepta una llamada de Olivia Brenner? —Se sintió perdido y sólo pudo balbucear:
—¿Qué? ¿De quién? Estoy dormido.
Una voz lejana aunque ligeramente familiar exclamó:
—¡Oh, por todos los santos! —Y él se dio cuenta.
—Sí, sí, la acepto. —¿Habría colgado ella? Se incorporó, apoyándose en un codo—. ¿Olivia? ¿Estás ahí?
—Adelante, por favor —dijo la telefonista.
—¿Olivia?
—Estoy aquí —le respondió una voz temblorosa y distante.
—Me alegro de que me hayas llamado.
—No creía que aceptaras la llamada.
—Acabo de despertarme. ¿Estás ahí? ¿En Las Vegas?
—Sí —contestó ella.
La palabra surgió con una autoridad curiosamente apagada, como un tablón dejado caer sobre un suelo de cemento.
—Y bien, ¿cómo te va? ¿Qué tal te salen las cosas? —Él suspiro de ella fue tan amargo que casi sonó a sollozo.
—No muy bien.
—¿No?
—Conocí a un tipo la segunda… no, la tercera… noche que pasé aquí. Fui a una fiesta y todo acabó jodidamente… que…
—¿Droga? —preguntó con cautela, consciente de que era una llamada de larga distancia y el gobierno estaba en todas partes.
—¿Droga? —repitió ella—. Por supuesto que hubo droga. De muy mala calidad, llena de porquería… Creo que fui violada.
La última palabra le llegó tan distante que casi no la entendió y tuvo que preguntar:
—¿Qué?
—¡Violada! —gritó ella, tan fuerte que el receptor produjo una distorsión—. ¡Eso sucede cuando un estúpido que juega a ser hippie el viernes por la noche te mete su salami hasta el fondo mientras tú tienes los sesos en otra parte, chorreando por la pared! Violación. ¿Sabes lo que significa la palabra «violación»?
—Lo sé.
—Y una mierda lo sabes.
—¿Necesitas dinero?
—¿Por qué me preguntas eso? No puedo follarte por teléfono. Ni siquiera puedo hacerte una paja.
—Tengo algún dinero. Podría enviártelo. Eso es todo. Por eso te lo he preguntado.
De manera instintiva había hablado con suavidad. De ese modo, ella tendría que serenarse y escucharle.
—Sí, sí.
—¿Tienes alguna dirección fija?
—Lista de correos, ésa es mi dirección.
—¿No dispones de apartamento?
—Sí, yo y ese otro asqueroso tipo tenemos un lugar. Pero los buzones están rotos. No importa. Guárdate tu dinero. Tengo un trabajo. Pero creo que lo dejaré y regresaré. Me deseo Felices Navidades.
—¿Qué clase de trabajo?
—Preparo hamburguesas en un establecimiento de comidas rápidas. Tienen máquinas tragaperras en el vestíbulo y la gente se pasa toda la noche jugando en ellas y comiendo hamburguesas, ¿puedes creerlo? Lo último que has de hacer cuando has terminado tu turno es limpiar las máquinas, llenas de mostaza y ketchup. Y deberías ver a la gente que va por allí. Todos son gordos. Todos van quemados. Y si no te quieren joder, no eres más que un mueble. He recibido ofertas de ambos sexos. Menos mal que mi compañero de cuarto está bien orientado sexualmente. Yo… Oh, cielos, ¿por qué te cuento todo esto? Ni siquiera sé por qué te he llamado. Voy a largarme de aquí en cuanto termine la semana y me paguen.
—Concédete un mes —dijo él.
—¿Qué?
—No hagas tonterías. Si te marchas ahora, siempre estarás preguntándote para qué diablos fuiste ahí.
—¿Jugaste al fútbol americano en el instituto? Seguro que sí. Sabes devolver muy bien las pelotas.
—Ni siquiera era el recogepelotas.
—Entonces, no sabes nada de nada, ¿verdad?
—Creo que voy a suicidarme —dijo él.
—Ni siquiera… ¿Qué has dicho?
—Creo que voy a suicidarme —repitió él con tono sereno. Ya no pensaba en la llamada de larga distancia, ni en la gente que quizá estuviera controlándola para divertirse, fuera Ma Bell, la Casa Blanca, la CIA o el FBI—. Sigo intentando salir adelante, pero las cosas no funcionan. Eso sucede porque soy un poco demasiado viejo para que vayan bien. Alguna cosa se estropeó en mi cabeza hace unos pocos años y yo sabía que aquello era algo malo, pero ignoraba que lo fuera para mí. Sólo creí que era por algo que había sucedido y que lograría superarlo. Pero las cosas continúan pudriéndose en mi interior. Me da náuseas. Sigo haciendo cosas.
—¿Tienes cáncer? —preguntó ella con un susurro.
—Creo que sí.
—Tendrías que ir al hospital, conseguir que…
—Es cáncer del alma.
—Eres un hombre con un ego desconcertante.
—Quizá. Pero no importa. De un modo u otro, los acontecimientos seguirán su curso, y ese curso será el que quieran tomar. Sólo hay una cosa que me molesta y es la sensación que experimento de vez en cuando de que soy sólo un personaje en una obra de un mal escritor y que él ha decidido hace tiempo por dónde van a ir las cosas y por qué. Resulta más fácil verlo todo de ese modo que, incluso, acusar a Dios de ser el responsable… ¿Qué ha hecho Él por mí, en un sentido o en otro? No, más bien se trata de ese mal escritor. Todo es culpa suya. Me quitó a mi hijo inventándose un tumor cerebral. Ése fue el primer capítulo. El suicidio o no suicidio es algo que escribirá justo antes del epílogo. Es una historia estúpida.
—Escucha —dijo ella, preocupada—, si en tu ciudad tienen uno de esos números de teléfono para pedir ayuda, quizá deberías…
—No podrían hacer nada por mí —la interrumpió él—, y eso no importa. Lo que yo quiero es ayudarte a ti. Por todos los santos, echa un vistazo alrededor antes de cometer una tontería. Aléjate de la droga, dijiste que lo harías. La próxima vez que des un vistazo a lo que te rodea, tendrás cuarenta años y la mayoría de tus alternativas habrá desaparecido ya.
—No, no puedo soportar esto. Quizá en algún otro lugar…
—Todos los lugares son iguales, a menos que cambie tu mentalidad. No existe lugar mágico alguno donde tu mente funcione correctamente. Si te sientes una mierda, todo lo que veas a tu alrededor te parecerá una mierda. Eso lo sé muy bien. Los titulares de los periódicos, incluso los anuncios que veo, todos anuncian lo mismo:
«Sí, está bien Georgie, apaga y vámonos».
—Escucha…
—No, no, escúchame tú a mí. Límpiate los oídos. Hacerse viejo es como conducir el coche a través de una capa de nieve que cada vez se hace más y más espesa. A partir de determinado momento uno no hace otra cosa que girar y girar las ruedas, que no cesan de patinar. Eso es la vida. Ningún tractor vendrá a sacarte del atasco. Tu barco no llegará para salvarte, muchacha. Y no hay botes salvavidas para nadie. Nunca ganarás una disputa. Ninguna cámara seguirá tus pasos y no habrá nadie contemplando tu lucha. Todo es así.
—¡No tienes ni idea de cómo son las cosas aquí! —gritó ella.
—No, pero sé muy bien cómo son aquí.
—Tú no eres responsable de mi vida.
—Te voy a enviar quinientos dólares… Olivia Brenner. Lista de Correos, Las Vegas.
—No estaré aquí. Te los devolverán.
—No lo harán. Porque no pienso poner remitente.
—En ese caso, ya puedes tirarlos.
—Utilízalos para conseguir un trabajo mejor.
—No.
—Entonces empléalos como papel higiénico —dijo con tono áspero, y cortó la comunicación.
Le temblaban las manos. El timbre del teléfono sonó cinco minutos después.
—¿Acepta usted…? —preguntó la telefonista.
—No —contestó, y colgó.
Dos veces más llamaron aquel mismo día, pero ninguna de esas llamadas fue de Olivia.
Hacia las dos de la tarde, Mary llamó desde casa de Bob y Janet Preston (que a él, al margen de si le gustaban o no, le recordaban a Fred y Wilma Flintstone[*]). Le preguntó cómo estaba. Bien. Era una mentira, desde luego. ¿Qué pensaba hacer para la comida de Navidad? Ir al viejo restaurante Old Customhouse y comer el pavo. Otra mentira. ¿No le gustaría cambiar de planes y acudir allí? A Janet le sobraba mucha comida y le gustaría desembarazarse de una poca. No, en realidad no tenía tanta hambre por el momento. Era verdad. Sin embargo estaba bien predispuesto y le dijo que iría a la fiesta de Walter. Ella pareció contenta. ¿Sabía que sería una fiesta muy alegre?
—¿Cuándo organiza Wally Hamner una fiesta que no lo sea? —preguntó él y ella se echó a reír.
Se despidieron y cortaron la comunicación. Él regresó a su sillón, frente al televisor, y a su copa.
El timbre del teléfono volvió a sonar hacia las siete y media, y para entonces no sólo estaba amable, también estaba borracho.
—¿Diga?
—¿Dawes?
—Vive aquí, ¿quién está ahí?
—Magliore, Dawes. Sal Magliore.
Parpadeó y miró su copa. Miró después hacia el televisor en color Zenith, en el cual había estado viendo una película titulada El regreso al hogar tras las vacaciones. Trataba de una familia que se había reunido la víspera de Navidad en la mansión del moribundo patriarca, y alguien los iba asesinando uno a uno. Un tema muy navideño.
—Señor Magliore —dijo, pronunciando las palabras con mucho cuidado—. Felices Navidades, señor. ¡Y le deseo lo mejor para el año nuevo!
—Oh, si supiera el pavor que me produce el 74 —dijo Magliore tristemente—. Es el año en que los barones del petróleo van a apoderarse del país, Dawes. Eche un vistazo a mis hojas de ventas de diciembre si no me cree. El otro día vendí un Chevrolet Impala del 71, tan limpio como una patena, y lo vendí por mil dólares. ¡Mil dólares! ¿No le parece increíble? Una reducción del cuarenta y cinco por ciento en un año. Pero podría desembarazarme de todos los Vegas del 71 que caigan en mis manos por mil quinientos o mil seiscientos dólares. ¿Y qué clase de coches son ésos, se preguntará usted?
—¿Coches pequeños? —tanteó.
—¡Son como jodidas latas de café, eso son! —espetó Magliore—. ¡Cajas de zapatos sobre ruedas! Cada vez que uno mira un condenado trasto de ésos y guiña un ojo, el motor se para o se cae el tubo de escape o se estropea la dirección. Pintos, Vegas, Gremlins, todos son iguales, como pequeñas cajas suicidas. De modo que me los estoy quitando de en medio tan deprisa como puedo. Y sin embargo no puedo vender un estupendo Chevrolet Impala a menos que lo rebaje considerablemente de precio. Y ahora viene usted diciéndome: «Feliz año nuevo». ¡Jesús, María y José el carpintero!
—Eso es algo coyuntural —opinó él.
—De todos modos no he llamado para hablarle de eso —replicó Magliore—. Lo he hecho para felicitarle.
—¿Para felicitarme? —preguntó, verdaderamente sorprendido.
—Ya sabe… por todo ese ruido que ha armado.
—Oh, se refiere a…
—Chist. No por teléfono. Manténgase frío, Dawes.
—Claro. «Todo ese ruido que ha armado». Eso suena bien —dijo, riendo.
—Fue usted, ¿verdad, Dawes?
—Ante usted yo no admitiría ni mi nombre de pila.
—Eso ha estado bien —rugió Magliore—. Es usted muy bueno, Dawes. Un blandengue, pero un blandengue inteligente. Y yo admiro eso.
—Gracias —dijo y, en honor a lo escuchado, se terminó el resto de la copa.
—También quería decirle que todo continuará como estaba. Rugiendo y retumbando a toda máquina.
—¿Qué?
El vaso que sostenía se le escapó de las manos y rodó por la alfombra.
—Han subcontratado, Dawes. Han dejado la responsabilidad en segundas e incluso en terceras empresas. Pagarán en metálico y al contado hasta que hayan organizado toda la contabilidad perdida, pero las cosas seguirán su marcha normal.
—Está usted loco.
—No. Sólo pensé que debería usted saberlo. Ya se lo dije, Dawes. Hay cosas de las que uno no puede desembarazarse.
—Es usted un hijo de puta. Está mintiendo. ¿Por qué llama a un hombre el día de Navidad sólo para contarle mentiras?
—No le miento. Ahora le toca a usted jugar de nuevo, Dawes. En este partido, siempre le tocará jugar.
—No le creo.
—Pobre hijo de perra —dijo Magliore. El tono de su voz fue de verdadera aflicción, y eso fue lo peor de todo—. Tampoco creo que el año nuevo vaya a ser muy feliz para usted.
Y colgó.
Y así pasó el día de Navidad.
26 de diciembre de 1973
Y, como para confirmar las palabras de Magliore, encontró una carta de ellos en el buzón (había empezado a ver a las personas anónimas del centro de la ciudad de aquella forma, caracterizadas por el pronombre personal en cursiva, como si fuesen las letras ominosas que anunciaban una película de terror).
La sostuvo en la mano, contemplando el sobre blanco, con la mente abarrotada por casi todas las malas emociones que un ser humano es capaz de experimentar: desesperación, odio, temor, cólera, pérdida. Estuvo a punto de romperla en mil pedazos y arrojar los restos a la nieve que había junto a la casa, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. La abrió, casi rompiendo el sobre por la mitad, y tuvo conciencia de que se sentía defraudado. Lo habían puesto como un trapo, lo habían engañado. Él había destruido sus máquinas y sus registros, y ellos se limitaban a sustituirlos. Era como tratar de luchar solo contra el ejército chino.
«Ahora le toca a usted jugar de nuevo, Dawes. En este partido, siempre le tocará jugar a usted».
Las otras cartas habían sido formularios, enviados por alguna oficina del departamento de autopistas. «Querido amigo, dentro de poco una gran grúa se acercará a su casa. Esté atento a este excitante acontecimiento que hacemos ¡PARA MEJORAR SU CIUDAD!».
Pero esa carta procedía del ayuntamiento, y era personal.
20 de diciembre de 1973
Sr. Barton G. Dawes 1241 Crestallen Street West
M… W…
Muy señor nuestro:
Nos ha llamado la atención el hecho de que es usted el último residente de Crestallen Street West que no ha abandonado su domicilio. Confiamos en que no experimente problemas indebidos en esta cuestión. Aunque tenemos archivado un formulario 1964-2 (reconocimiento de información concerniente al Proyecto de Carretera Municipal 6983-426-73-74-HC), todavía no disponemos de su formulario de cambio de domicilio (6983-426-73-74-HC-9004, carpeta azul). Como usted sabe, no podemos procesar su cheque de reembolso por expropiación si no disponemos de ese formulario. Según nuestra valoración de impuestos de 1973, la propiedad correspondiente al 1241 de Crestallen Street West ha sido valorada en 63.500 dólares, y estamos seguros de que usted es tan consciente como nosotros de la urgencia de la situación. Legalmente, usted debe cambiar de domicilio, y tiene de tiempo hasta el 20 de enero de 1974, que es la fecha en que se ha programado el inicio de los trabajos de demolición en la zona de Crestallen Street West.
También debemos señalar una vez más que, de acuerdo con el Estatuto Estatal de Bienes Expropiables (S. L. 19452-36), usted estaría violando la ley si permaneciese en su actual alojamiento después de la medianoche del 19 de enero de 1974. Estamos seguros de que así lo comprende usted, pero se lo señalamos una vez más para que el asunto quede bien aclarado por nuestra parte.
Si tiene algún problema para mudarse de casa, confío que me llame por teléfono, en horas de oficina o, mejor aún, se pase por mi despacho para discutir la situación. Estoy seguro de que las cosas pueden solucionarse. Nos encontrará más que dispuestos a ayudarle a resolver cualquier problema y a cooperar con usted en toda esta cuestión. Mientras tanto aprovecho la ocasión para desearle una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo.
Atentamente,
John T. Gordon
Por el ayuntamiento JTG/tk
—No —murmuró—. No le permito desearme eso. No se lo permito.
Rompió la carta en varios trozos y los tiró a la papelera.
Aquella noche, sentado ante el televisor, se encontró pensando en cómo él y Mary habían descubierto, casi cuarenta y dos meses antes que, en el cerebro de su hijo Charlie, Dios había decidido hacer un pequeño trabajo.
El médico se llamaba Younger. En las paredes de su despacho, cálidamente revestidas con paneles de madera, colgaba toda una serie de diplomas enmarcados con su nombre en ellos. Él sólo sabía que Younger era un neurólogo; un hombre rápido en determinar la enfermedad de un buen cerebro.
Él y Mary habían acudido a verle, a petición del médico, una cálida tarde de junio, diecinueve días después de que Charlie fuera ingresado en el hospital. Era un hombre de buena apariencia, cercano a los cincuenta años, físicamente en forma gracias a los muchos partidos de golf jugados y con un elegante bronceado. Las manos del médico lo fascinaron. Eran grandes, de aspecto desgarbado, pero se movían sobre el escritorio —cogían un bolígrafo, pasaban las hojas de su agenda de citas, jugueteaban sobre la superficie del pisapapeles de plata— con una gracia ligera que a él le pareció casi repulsiva.
—Su hijo tiene un tumor cerebral —les dijo. Habló sin emoción alguna, con una ligera inflexión en la voz, aunque sus ojos les observaron cuidadosamente, como si acabase de poner en marcha un explosivo temperamental.
—Un tumor —dijo Mary suavemente.
—¿Es grave? —preguntó él a Younger. Los síntomas se habían desarrollado durante un período de ocho meses. Primero aparecieron los dolores de cabeza, infrecuentes al principio y más habituales después. Más tarde surgió el problema de la visión doble, que aparecía y desaparecía por las buenas, sobre todo después del ejercicio físico. A continuación, lo que resultó vergonzoso para Charlie, empezó a orinarse en la cama por la noche. Pero no lo llevaron al médico de cabecera hasta que se le declaró una terrorífica ceguera temporal del ojo izquierdo, que se le puso tan rojo como una puesta de sol y le oscureció el azul del iris. El médico de cabecera recomendó su ingreso en el hospital para someterlo a unas pruebas, y los demás síntomas no tardaron en aparecer: olor a naranjas y a virutas de lápiz; entumecimiento de vez en cuando de la mano izquierda; caídas ocasionales en el sinsentido y en un lenguaje infantilmente obsceno.
—Es grave —contestó Younger—. Deben prepararse ustedes para lo peor. No se le puede operar.
«No se le puede operar».
Las palabras aún resonaban en su mente, después del tiempo transcurrido. Nunca hubiese creído que las palabras tuvieran sabor, pero aquéllas lo tenían. Un sabor malo y jugoso al mismo tiempo, como una hamburguesa podrida poco hecha.
«No se le puede operar».
Younger les dijo que, en alguna zona muy profunda del cerebro de Charlie había un agrupamiento de células enfermas, del tamaño aproximado de una nuez. Si uno las tuviese delante sobre la mesa, las aplastaría con un buen puñetazo. Pero no estaban sobre la mesa. Se hallaban en lo más profundo del cerebro de Charlie, y seguían creciendo satisfactoriamente, llenando su cerebro de aquella materia extraña.
Un día, no mucho después de su ingreso en el hospital, visitó a su hijo a la hora del almuerzo. Hablaron de béisbol; de hecho discutieron sobre si irían o no a la final de la liga de béisbol, siempre y cuando el equipo local ganara el acceso a dichas finales.
Charlie le dijo:
—Creo que si su mmmmmm mmmmm mmmmm base se sostiene mmmm nn mmmm base se mmmm…
—¿Qué, Fred? No te sigo —dijo, inclinándose hacia adelante.
Los ojos de Charlie se pusieron en blanco y los abrió mucho.
—¿Fred? —susurró George—. ¿Freddy…?
—¡Condenada hija de puta nnnnnn zorra del demonio! —gritó su hijo desde la limpia cama blanca de hospital—. Lameculos tortillera hija de puta…
—¡Enfermera! —gritó él cuando Charlie perdió el conocimiento—. ¡Oh, Dios, enfermera!
Eran aquellas células las que hacían que hablara así. Un pequeño grupo de células enfermas, no mayor que una pequeña nuez. La enfermera le dijo que en una ocasión había estado repitiendo la misma palabra obscena durante casi cinco minutos. Sólo eran las células enfermas, no mayores en su conjunto que una pequeña nuez. Por su culpa, su hijo se convertía en un deslenguado, se meaba en la cama, le dolía la cabeza, y, durante aquella primera cálida semana de julio, perdiera toda su capacidad para mover la mano izquierda.
—Miren —les dijo el doctor Younger aquel brillante día de junio, excelente para jugar al golf.
Desdobló una larga tira de papel con los trazos dejados por las ondas cerebrales de Charlie. Al lado, colocó el encefalograma de un cerebro sano para que lo compararan, pero él no necesitó comparar nada. Contempló los trazos de lo que había estado ocurriendo en la cabeza de su hijo y volvió a sentir en la boca aquel sabor a algo podrido y, sin embargo, jugoso. El encefalograma mostraba una irregular serie de picos montañosos y valles, como si fuesen dagas mal trazadas.
«No se le puede operar».
Si aquel agrupamiento de células enfermas, no mayor que una nuez, hubiese decidido crecer en el exterior del cerebro de Charlie, una simple operación de cirugía menor habría bastado para solucionar el problema. Sin sudor, sin tensión, sin dolores de cabeza, como decían cuando eran niños. Pero, en lugar de eso, las células enfermas habían decidido crecer en lo más profundo del cerebro, y el agrupamiento aumentaba a cada día que pasaba. Si intentaban una operación, ya fuera con escalpelo, láser o criocirugía, se encontrarían ante un bonito, saludable y palpitante trozo de carne con ojos. Si no intentaban ninguna de aquellas cosas, su hijo no tardaría en hallarse en un ataúd.
El doctor Younger les informó de todo aquello a rasgos generales, sustituyendo su falta de alternativas con una suave verborrea de lenguaje técnico que no significaba solución alguna. Mary no cesaba de sacudir la cabeza, sintiéndose ligeramente aturdida, pero él lo comprendió todo, por completo y con exactitud. Su primer pensamiento, tan claro y brillante que jamás lo olvidaría, fue: Gracias a Dios no se trata de mí. Y aquel extraño sabor volvió, y él empezó a lamentarse por su hijo.
Hoy una nuez, mañana el mundo. Lo cauteloso desconocido. El increíble hijo moribundo. ¿Cómo entender todo aquello?
Charlie murió en octubre. No hubo palabras finales dramáticas. Había permanecido en coma tres semanas.
Suspiró y fue a la cocina para prepararse una copa. La oscuridad de la noche presionaba contra las ventanas de la casa, vacía por la marcha de Mary. Continuamente encontraba cosas suyas en todas partes… antiguas fotografías, un viejo traje en el armario de arriba, unas desgastadas zapatillas debajo de la mesa del despacho. Era insoportable continuar así.
Nunca había llorado la muerte de Charlie, ni siquiera en el funeral. Mary, en cambio, sí, y mucho durante semanas. Incluso parecía un caso permanente de ojos enrojecidos. Pero al final ella había logrado curarse.
Charlie había dejado cicatrices en ella, eso era innegable. En el exterior, ella tenía todas las cicatrices. La Mary de antes y la de después eran distintas. La de antes nunca tomaba una copa, a menos que lo considerara socialmente útil para el futuro de su esposo. Apenas si bebía un cóctel ligero en una fiesta, y lo hacía durar toda la noche. O un ron caliente antes de acostarse si estaba resfriada. Eso era todo. La de después tomaba un cóctel con él a última hora de la tarde, cuando regresaba del trabajo a casa, y siempre se tomaba una copa antes de acostarse. En realidad no bebía mucho. No se trataba de que lo hiciera a escondidas en el cuarto de baño. Pero bebía más que antes. Era como una medida protectora. Sin duda alguna, lo mismo que cualquier médico le habría dicho que hiciera. Antes no solía llorar por cosas sin demasiada importancia. Después lloraba por las mismas cosas pero con mayor frecuencia, y siempre en privado. Si se le quemaba la cena o le quedaba sosa. Si aparecían goteras en el sótano o se helaba el agua en las cañerías o si el horno no funcionaba bien. Antes había sido una entusiasta de la música folk y del blues; le gustaban Van Ronk, Gary Davis, Tom Rush, Tom Paxton, Spider John Koerner. Después, su entusiasmo se desvaneció. Cantaba sus propios blues y lamentos en algún circuito interno. Había dejado de hablar sobre el proyectado viaje a Inglaterra cuando él fuera ascendido. Dejó de ir a la peluquería, y comenzó a ser habitual verla sentada frente a la televisión con los rulos en la cabeza. Era de ella de quienes sus amigos comunes sentían lástima. Y él supuso que eso estaba bien así. Él quiso sentir lástima de sí mismo, y lo hizo, pero lo mantuvo en secreto. Ella, en cambio, había sido capaz de expresar su necesidad, y de utilizar todo lo que encontró a mano para satisfacerla. Y eso la salvó; la mantuvo alejada de aquel terrible estado de contemplación que a él le mantenía despierto tantas noches, mientras que la copa de última hora que ella se tomaba la ayudaba a conciliar el sueño. Y mientras ella dormía, él contemplaba el hecho de que, en este mundo, un pequeño grupo de células enfermas no mayor que una nuez era suficiente para arrebatarle la vida a su hijo y llevárselo para siempre.
Nunca la había odiado por haberse curado, o por la diferencia que otras mujeres le dedicaron como un derecho. La consideraban de la misma forma que un joven magnate del petróleo consideraría a un viejo veterano cuya mano, espalda o mejilla brilla a causa del rosado tejido quemado… con el respeto de quien nunca ha sufrido por quien sufrió y ahora está curado. Ella había pasado un período condenadamente malo a causa de lo ocurrido a Charlie, y aquellas otras mujeres lo sabían. Pero había salido adelante. Había existido un Antes, un Infierno y un Después, e incluso había surgido un después del Después, cuando ella volvió a un par de los clubes sociales que antes solía frecuentar, tomó clases de macramé (él aún conservaba un cinturón, que ella había hecho un año antes, una creación hermosamente trenzada con una pesada hebilla de plata que mostraba el monograma BGD), y se había dedicado a ver la televisión por las tardes… culebrones y el programa de Merv Griffin charlando con personajes de actualidad.
¿Y ahora qué?, se preguntó, regresando a la sala de estar. ¿Habría un después del después del Después? Así lo parecía. Era una mujer nueva, una mujer completa la que resurgía de las viejas cenizas que él había agitado tan crudamente. El viejo petrolero, con cicatrices en la piel a causa de las quemaduras, que conservaba las viejas enseñanzas pero que ganaba adquiriendo un nuevo aspecto. ¿Belleza sólo por debajo de la piel? Nada de eso. La belleza estaba en los ojos del espectador. Y así seguiría siendo.
Sus cicatrices eran internas. Había examinado sus heridas, una por una, durante las largas noches de insomnio después de la muerte de Charlie, catalogándolas con toda la mórbida fascinación de un hombre que estudia los resultados de sus propios movimientos intestinales en busca de rastros de sangre. Quería ver a Charlie jugando en un equipo de la liga para aficionados. Esperaba que obtuviera buenas notas y comentarlas con él. Soñaba con decirle, una y otra vez, que limpiara y ordenara su habitación. Quería preocuparse por las chicas que conociera Charlie, por los amigos que eligiera, por las pequeñas tormentas internas del chico. Esperaba ver en qué se convertía su hijo y si aún podían seguir amándose como antes hasta que aquellas células enfermas, que juntas no abultaban lo que una nuez, se interpusieron entre ellos como una mujer fatal ávida y rapaz.
Mary había dicho: «Era tuyo».
Eso era cierto. Padre e hijo se habían compenetrado tan bien que los nombres resultaban ridículos y hasta los pronombres parecían un poco obscenos. Y se convirtieron en George y Fred, una especie de combinación de vaudeville, dos personajes unidos frente al mundo.
Y si un grupo de células enfermas no mayor que una nuez destruía todas aquellas cosas, tan personales que ni siquiera pueden ser articuladas adecuadamente, y cuya existencia apenas se atreve uno a admitir ante sí mismo, ¿qué quedaba entonces? ¿Cómo se confía de nuevo en la vida? ¿De qué otra forma es posible considerarla excepto como una insignificante y demoledora fiesta del sábado noche?
Todo eso estaba en su interior, pero él no se había dado cuenta de que sus pensamientos estuvieran transformándolo tan profunda e irremediablemente. Y todo aquello había salido a la luz, como un vómito obsceno arrojado sobre la mesa donde se toma el café, arrastrando sus jugos gástricos, llenando la mesa de grumos sin digerir. Y si el mundo no era más que una demoledora carrera carente de significado, ¿acaso no tenía uno el derecho a apearse del coche en marcha? Pero ¿qué ocurriría después? La vida parecía una especie de preparación para el infierno.
Vio que, sin darse cuenta, se había tomado la copa en la cocina, y que se había ido a la sala de estar con el vaso vacío.
31 de diciembre de 1973
Se hallaba a sólo dos manzanas de distancia de la casa de Wally Hamner cuando se metió la mano en el bolsillo del abrigo para ver si tenía tabletas de Canadá Mints. No le quedaban, pero encontró un diminuto cuadrado de papel de aluminio que brilló, débilmente iluminado por las luces verdes de la ranchera. Lo contempló, extrañado, y estaba a punto de tirarlo en el cenicero cuando recordó qué era.
En su mente, la voz de Olivia dijo: «Mescalina sintética, producto cuatro. Así la llaman. Es una droga muy fuerte». Lo había olvidado hasta entonces.
Se guardó de nuevo el minúsculo paquete en el bolsillo del abrigo y giró hacia la calle de Walter. Había coches alineados delante del bloque, a ambos lados de la calle. Así era Walter, muy bien. Nunca se había conformado con organizar una sencilla fiesta cuando podía tener en perspectiva algo mayor. El principio de la presión del placer, le llamaba Wally. Aseguraba que algún día patentaría la idea y que después publicaría el manual de cómo utilizarla. Si uno reunía bastante gente, aseguraba Wally Hamner, no había más remedio que pasarlo bien… Uno se veía presionado a ello. En cierta ocasión que Wally exponía su teoría en un bar, él mencionó una multitud de gente dispuesta a cometer un linchamiento.
—Eso es —intervino Walter con suavidad—. Bart acaba de demostrar mi teoría.
Se preguntó qué estaría haciendo Olivia. No había intentado llamarle de nuevo; si lo hubiese hecho, era probable que él se hubiera ablandado y admitido la llamada. Quizá se había quedado en Las Vegas el tiempo suficiente para recibir el dinero y después había tomado un autobús con dirección a… ¿adónde? ¿A Maine? ¿Había alguien capaz de cambiar Las Vegas por Maine en pleno invierno? Seguramente no.
«Producto cuatro. Así la llaman. Es una droga muy fuerte».
Aparcó el coche detrás de un GTX deportivo rojo con una banda negra en los costados y se apeó. La noche de fin de año era clara pero amargamente helada. Una frígida costra de luna pendía en el cielo, por encima de su cabeza, como un recorte de papel hecho por un niño. Las estrellas brillaban con abundante prodigalidad. Los helados mocos de su nariz crujieron cuando se frotó las ventanas. Su respiración surgía plomiza en el aire oscuro.
A tres casas de distancia del domicilio de Walter oyó el sonido de los bajos que surgía del estéreo. Realmente, estaban chiflados. Sin duda alguna, había algo en las fiestas de Wally, con principio del placer o sin él. Casi todos los bienintencionados que se dejaban caer allí como por casualidad terminaban quedándose y bebiendo hasta que sus cabezas se llenaban de campanillas doradas, que al día siguiente se convertían en pesadas campanas de iglesia. Los más fanáticos contrarios a la música rock terminaban bailando el boogie en la sala de estar entre los dorados vapores del alcohol, cuando Wally calculaba que todos habían bebido lo suficiente como para considerar los años cincuenta y sesenta como escenario de sus vidas. Bailaban y bebían, bebían y bailaban hasta jadear como perritos acobardados el día de la fiesta nacional. Había más besos en la cocina por parte de acérrimos contrarios, más contactos por centímetro cuadrado, más gente normalmente sobria (que despertaba el primero de año con recuerdos horriblemente claros de cómo había hecho el ridículo), verdades que alguien había decidido decirle a su jefe, de lo que nunca podría verse en cualquier otro lugar. Wally parecía inspirar todas aquellas cosas, no mediante ningún esfuerzo consciente, sino por el mero hecho de ser Wally y que, desde luego, no había fiesta comparable a la de fin de año.
Estuvo inspeccionando los coches aparcados para ver si entre ellos se encontraba el Delta 88 verde botella de Steve Ordner, pero no lo vio.
Ya más cerca de la casa, el resto del grupo rock se fundió alrededor de la persistente signatura de bajo, y resonaron los gritos de Mick Jagger:
Ooooh, niños…
Sólo se cura con un beso,
Se cura con un beso,
se cura con un beso…
En la casa, todas las luces se hallaban encendidas —a la mierda con la crisis energética—, excepto, desde luego, las de la sala de estar, donde las partes íntimas se apretaban unas contra otras cuando sonaban las canciones lentas. A pesar del estridente sonido de la música amplificada, oyó el murmullo de cien voces elevadas en cincuenta conversaciones distintas, como si la torre de Babel hubiera caído allí.
Pensó que, si hubiesen estado en verano (e incluso en otoño), habría sido más divertido permanecer fuera, oyendo aquel circo, siguiendo su progreso hacia el cénit y después su caída gradual. Tuvo una repentina visión —asombrosa, aterradora— de sí mismo, de pie en el jardín de Wally Hamner, sosteniendo entre las manos un rollo de papel electroencefalográfico, cubierto con los irregulares picos y valles de la función mental perturbada: el registro monitorizado de una gigantesca Fiesta Cerebral con tumor. Se estremeció y se metió las manos en los bolsillos del abrigo para calentárselas.
Su mano derecha encontró de nuevo el cuadradito de aluminio y lo extrajo. Curioso, lo desenvolvió, despreciando con los dientes apretados el frío que le mordía las puntas de los dedos. En el interior había una pequeña pastilla de color púrpura, lo bastante pequeña como para caber en la uña de su dedo meñique sin llegar a tocar los bordes. Mucho más pequeña que, por ejemplo, una nuez. ¿Era posible que algo tan pequeño lo convirtiera en alguien clínicamente perturbado, que le hiciera ver cosas que no existían, pensar de una forma como nunca había pensado? En resumen, ¿remedaría todas las condiciones de la enfermedad mortal de su hijo?
Lentamente, casi de un modo ausente, se metió la pastilla en la boca. No tenía gusto alguno. Y se la tragó.
—¡Bart! —gritó la mujer—. ¡Bart Dawes!
Llevaba un vestido de noche negro que le dejaba un hombro al descubierto, y sostenía un martini en una mano. Tenía el cabello moreno, bien peinado para la ocasión, sujeto con una brillante cinta salpicada de diamantes de imitación.
Él había entrado por la puerta de la cocina. La estancia estaba abarrotada de gente. Sólo eran las ocho y media y el efecto de marea aún no había llegado muy lejos. El efecto de marea era otra parte de la teoría de Walter: a medida que una fiesta progresaba, la gente emigraba hacia los cuatro rincones de la casa.
—El centro no se sostiene —decía Wally, guiñando astutamente un ojo—. Eso asegura T. S. Eliot.
En cierta ocasión, según Wally, había encontrado a un tipo deambulando por el ático dieciocho horas después de que terminara una de sus fiestas.
La mujer del vestido negro le dio un cálido beso en los labios, apretando contra él sus amplios senos. Una parte de su martini cayó al suelo, entre ellos.
—Hola —la saludó—. ¿Quién es usted?
—Tina Howard, Bart. ¿No recuerdas el viaje de estudios? —le preguntó, dirigiendo una uña larga y aguzada hacia su nariz—. ¡Chico malo!
—¿Aquella Tina? ¡Cielo santo, es cierto! —Una mueca de asombro se extendió por su rostro. Aquélla era una característica más de las fiestas de Walter: la gente del pasado aparecía de pronto como si fuesen antiguas fotografías. Nuestro mejor amigo en la manzana de casas donde vivía treinta años antes; la chica con quien uno estuvo a punto de ligar en la universidad; algún tipo que había sido nuestro compañero de trabajo durante un mes dieciocho años antes.
—Excepto que ahora soy Tina Howard Wallace —dijo la mujer del vestido negro—. Mi esposo está por ahí… en alguna parte… —Miró vagamente alrededor, tiró algunas gotas más de martini, y se bebió el resto antes de verterlo del todo—. ¿No te parece terrible? Es como si lo hubiese perdido.
Ella lo miró cálida, especulativamente, y Bart apenas pudo creer que aquella mujer le hubiera proporcionado su primera sensación al acariciar la carne femenina… durante el viaje de estudios del último curso del instituto de Grover Cleveland, hacía por lo menos un siglo. Frotando los senos contra él, a través de la blusa de marinero de color blanco…
—Cotter's Stream —dijo él en voz alta.
—Lo recuerdas muy bien —dijo ella, con una ruborosa sonrisa.
Su mirada descendió, en un reflejo perfecto e involuntario, hacia la parte delantera de su vestido y ella se echó a reír. Él sonrió con una mueca.
—Supongo que el tiempo pasa más rápido de cuanto nosotros…
—¡Bart! —gritó en ese momento Wally Hamner por encima del ruido de la fiesta—. Hola, muchacho. ¡Me alegro mucho de que te haya sido posible venir!
Cruzó la estancia hacia ellos con el también patentado zigzag de fiesta de Walter Hamner. Era un hombre delgado, ahora casi calvo, que llevaba una impecable camisa rayada, clásica de 1962, y gafas de montura de concha. Estrechó la mano extendida de Walter y el apretón que el otro le dedicó fue tan fuerte como lo recordaba.
—Ya veo que has encontrado a Tina Wallace.
—Demonios, empezábamos a recordar otros tiempos —dijo él, sonriendo, incómodo, a Tina.
—No se lo digas a mi marido, chico malo —repuso Tina sonriendo—. Perdonadme, por favor. ¿Te veré más tarde, Bart?
—Por supuesto.
La mujer se alejó, rodeando un grupo de gente que se aglutinaba ante una mesa llena de aperitivos, y entró en la sala de estar. Él hizo un gesto hacia ella y preguntó:
—¿Cómo te las has arreglado para encontrarlos, Walter? Esa chica fue mi primera experiencia sexual. Parece «Ésta es su vida».
Walter se encogió de hombros, modesto.
—Todo forma parte de la presión del placer, querido Barton. —Hizo un gesto hacia la bolsa de papel que él llevaba bajo el brazo—. ¿Qué es eso?
—Southern Comfort. Tienes ginger ale[3], ¿verdad?
—Claro —respondió Walter, asombrado—. Pero ¿vas a beber de veras esa porquería? Siempre creí que te gustaba el whisky.
—En privado siempre he tomado Comfort y ginger ale. Ahora es como si hubiese salido de pronto del lavabo.
—Mary anda por ahí, en alguna parte —dijo Walter sonriendo—. Creo que te estaba esperando. Sírvete una copa e iremos a buscarla.
—Muy bien.
Se dirigió hacia la cocina, saludando a personas que conocía vagamente y que no parecían conocerle a él, a pesar de lo cual le devolvían el saludo. El humo del tabaco se adueñaba majestuosamente de la cocina. La conversación se iniciaba y desvanecía con rapidez, como las estaciones de radio de onda corta a últimas horas de la noche. Todo parecía brillante y carente de sentido.
—… Freddy y Jim no se entendieron así que yo…
—… dijo que su madre había muerto hace poco y que se echará a llorar si bebe demasiado…
—… y cuando rascó la pintura comprobó que debajo había una pieza muy hermosa, quizá prerrevolucionaria…
—… y el pequeñajo llamó a la puerta con la intención de vender una enciclopedia…
—… un lío; él no quiere concederle el divorcio a causa de los niños, y ahora bebe como…
—… vestido terriblemente hermoso…
—… bebido tanto que cuando fue a pagar vomitó sobre la pobre camarera.
Frente a la cocina y el fregadero se había instalado una gran mesa de formica, que estaba llena de botellas de licor abiertas, vasos de distintos tamaños y aperitivos. Los ceniceros estaban ya colmados de colillas con filtro. Se había vertido el contenido de tres recipientes de cubitos de hielo en el fregadero. Encima de la cocina había un gran póster que mostraba a Richard Nixon con unos auriculares puestos. La clavija de los auriculares desaparecía en el recto de un asno que aparecía en un rincón de la imagen. El póster rezaba: ¡NOSOTROS ESCUCHAMOS MEJOR!
A la izquierda, un hombre con pantalones acampanados y con un vaso grande con algo que parecía ser whisky en una mano y una jarra llena de cerveza en la otra, entretenía a un pequeño grupo contando un chiste.
—El tipo entró en el bar, y el mono se sentó en un taburete, a su lado. El tipo pidió una cerveza y cuando el camarero se la sirvió, él le preguntó: «¿De quién es el mono?». Y el camarero le contestó: «Oh, es el mono del pianista». Entonces el tipo se volvió y…
Se sirvió una copa y miró de un lado a otro, en busca de Walt, pero éste había acudido junto a la puerta para saludar a otros invitados que llegaban… una joven pareja. El hombre llevaba una gran gorra de conductor, anteojos, y un antiguo guardapolvo de automovilista. En la parte delantera del guardapolvo se leían las palabras: YO SIGO.
Algunas personas rieron a carcajadas y Walter aulló. Fuera cual fuera el chiste, parecía durar bastante.
—… y el tipo se acerca al pianista y le dice: «¿Sabe que su mono se ha meado en mi cerveza?». Y el pianista le replica: «No la conozco, pero si me tararea unas cuantas notas, yo improvisaré».
Hubo risotadas calculadas. El hombre que acababa de contar el chiste tomó un sorbo de whisky y luego se refrescó la garganta con un buen trago de cerveza.
Él cogió su copa y se dirigió hacia el salón en penumbras, deslizándose por detrás de Tina Howard Wallace antes de que ella lo viera y lo involucrara de nuevo en el viejo juego de «dónde están ellos ahora». Tenía el aspecto de la persona capaz de citarle a uno con todo lujo de detalles las desgracias de sus antiguos compañeros de clase —divorcios, perturbaciones nerviosas, actos criminales—, de las cuales tendría todo un repertorio, y de describir como inhumanos a quienes hubieran tenido éxito.
Alguien había puesto el inevitable álbum de rock de los años cincuenta, y había unas quince parejas moviéndose alegremente, aunque mal. Vio a Mary bailando con un hombre alto y delgado que él conocía, pero a quien no logró identificar. ¿Jack? ¿John? ¿Jason? Sacudió la cabeza. No se acordaba. Mary llevaba un traje de noche que él nunca le había visto antes. Se abotonaba a un costado, y ella había dejado varios botones sin abrochar para permitir una visión sexual por encima de la rodilla. Esperó sentir alguna emoción fuerte —celos o pérdida, e incluso deseo—, pero no experimentó ninguna. Tomó un sorbo de su vaso.
Mary volvió la cabeza y lo vio. Levantó un dedo hacia ella a modo de saludo —«Continúa bailando»—, pero ella lo interrumpió y se acercó, arrastrando consigo a su compañero de baile.
—Me alegro mucho de que hayas venido, Bart —dijo, levantando la voz para hacerse oír por encima de las risas, las conversaciones y la música del estéreo—. ¿Te acuerdas de Dick Jackson?
Bart tendió la mano y el hombre delgado se la estrechó.
—Tú y tu esposa vivisteis en nuestra calle hace cinco… no, siete años. ¿No es eso?
—Ahora vivimos en Willowood —dijo Jackson, y asintió.
En una urbanización, pensó él. Se había vuelto muy sensible a la geografía municipal y los estratos urbanos.
—Es un barrio bastante bueno. ¿Sigues trabajando para Piels?
—No, ahora tengo montado mi propio negocio. Dos camiones. Interestatales. Oye, si esa lavandería tuya necesita transporte… productos químicos o algo por el estilo…
—Ya no trabajo en la lavandería —repuso él, y observó la ligera mueca de Mary, como si le hubiese punzado una antigua herida.
—¿No? ¿Qué haces ahora?
—Autoempleo —contestó él, y sonrió—. ¿Tomaste parte en aquella huelga de transportistas independientes?
El rostro de Jackson, ya de por sí sombrío, se ensombreció aún más.
—En efecto. Y yo mismo metí en vereda a un tipo que no quería participar. ¿Sabes lo que nos cobran esos miserables hijos de puta de Ohio por el Diesel? ¡31,9! ¡Eso reduce mi margen de beneficios del doce por ciento a apenas un nueve! Y todo el mantenimiento de los camiones tiene que salir de ese nueve. Por no hablar del condenado límite de velocidad…
Mientras Jackson seguía hablando sobre los peligros del transporte independiente en un país que de pronto se veía sometido a una grave crisis energética, Bart se limitaba a escuchar y asentir en los momentos adecuados, bebiendo un sorbo de vez en cuando. Mary se excusó y se dirigió a la cocina para servirse un vaso de ponche. El hombre con guardapolvo de automovilista bailaba un exagerado charleston al son de una pieza de los Hermanos Everly, y la gente reía y aplaudía.
La esposa de Jackson, una mujer tetuda pelirroja de aspecto musculoso, se acercó a ellos y fue presentada. Estaba a punto de tambalearse. Sus ojos se parecían a los letreros de premio de una máquina tragaperras. Ella le estrechó la mano, con una vidriosa sonrisa, y luego se dirigió a Dick Jackson:
—Cariño, creo que voy a vomitar. ¿Dónde está el cuarto de baño?
Jackson se la llevó. Él cruzó el salón y se sentó en uno de los sillones a un lado del salón. Se terminó su copa. Mary tardaba en regresar. Supuso que alguien la habría enredado en una conversación.
Se metió la mano en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Fumaba sólo en las fiestas. Eso representaba toda una victoria con respecto a lo que hacía hasta pocos años antes, cuando formaba parte de la brigada de candidatos al cáncer que fumaban tres paquetes diarios.
Ya había medio consumido el cigarrillo y seguía mirando hacia la puerta de la cocina, en espera de que apareciera Mary, cuando se le ocurrió mirarse los dedos, encontrándolos muy interesantes. Resultaba fascinante ver cómo los dedos índice y medio de su mano derecha sostenían el cigarrillo, como si no hubiesen hecho otra cosa en toda su vida.
Encontró ese pensamiento tan divertido, que sonrió.
Al parecer había estado examinando sus dedos durante bastante rato cuando notó un gusto diferente en su boca. No era malo, sólo diferente. La saliva parecía haberse espesado. Y sus piernas… las notaba muy nerviosas, como si quisieran ponerse en movimiento al compás de la música, como si hacerlo así pudiera aliviarlas, hacerlas que se relajaran y fueran sus piernas otra vez…
Se asustó un poco ante aquel pensamiento que, iniciado de un modo tan vulgar, había ido desarrollándose en un sentido nuevo, como un hombre perdido en una gran mansión que tratara de subir por una alta escalera de crrrristal…
Allí estaba otra vez. Probablemente era la pastilla que había tomado, la que le había dado Olivia, sí. Y aquella forma tan interesante de pronunciar la palabra «crrrrristal», ¿no parecía un sonido que se arrastraba interminablemente?
Sonrió y contempló su cigarrillo, que parecía extrañamente blanco, extrañamente redondo, extrañamente simbólico del bienestar y la riqueza de Estados Unidos. Sólo en Estados Unidos había cigarrillos con tan buen sabor. Aspiró una bocanada de humo. Maravilloso. Pensó en todos los cigarrillos de Estados Unidos surgiendo de las cadenas de producción en Winston-Salem, una plétora de cigarrillos, una infinita, nítida y blanca cornucopia de ellos. Aquello era la mescalina, muy bien. Estaba iniciando el viaje. Y si la gente supiera lo que había pensado sobre la palabra «cristal» (crrrrrristal), asentirían con la cabeza. «Sí, está loco. Y además es un blandengue». Aquélla era otra buena palabra. De pronto, deseó que Sal Magliore estuviera allí. Juntos, él y Sally Ojo Único, discutirían todas las facetas de la Organización. Discutirían sobre viejas putas y tiroteos. En su mente vio a Sally Ojo Único y a sí mismo comiendo en un pequeño ristorante italiano con paredes de tonos oscuros y viejas mesas de madera, mientras sonaba la música de El Padrino. Todo en un tecnicolor tan lujoso que uno podía lanzarse a él y bañarse como en un baño de burbujas.
—Crrrrrristal —dijo a media voz y sonrió. Aunque hacía tiempo que estaba sentado allí, pensando en aquellas cosas, su cigarrillo no había producido ninguna ceniza. Estaba sorprendido. Dio otra chupada.
—¿Bart?
Levantó la mirada. Era Mary, con un canapé para él.
—Siéntate —dijo él con una sonrisa—. ¿Es eso para mí?
—Sí.
Ella se lo entregó. Era un pequeño canapé triangular, con una materia rosa en el centro. De pronto se le ocurrió pensar que Mary podría asustarse, horrorizarse, si supiera que estaba «colocado». Incluso era capaz de llamar a una patrulla de urgencia de la policía. Sólo Dios sabía lo que podía hacer. Tenía que actuar con normalidad. Pero ese pensamiento hizo que se sintiera más extraño que nunca.
—Me lo comeré luego —dijo él, y se guardó el canapé en el bolsillo de la camisa.
—Bart, ¿estás borracho?
—Sólo un poco —contestó él. Reparó en los poros de su rostro. No recordaba haberlos visto nunca con tanta claridad. Todos aquellos pequeños agujeros, como si Dios fuese un cocinero y ella un pastel. Sonrió y cuando observó que ella fruncía el entrecejo, añadió—: Escucha, no lo digas.
—¿Decirlo? —Su gesto reflejaba asombro.
—Sobre el producto cuatro.
—Bart, ¿qué…?
—Tengo que ir al cuarto de baño —dijo él, interrumpiéndola—. Regresaré.
Se alejó sin mirarla, pero sintió su ceño fruncido irradiando de su rostro en oleadas, como el calor de un microondas. Sin embargo, si él no se volvía a mirarla, cabía la posibilidad de que ella no sospechara nada. En éste, el mejor de todos los mundos habidos y por haber, cualquier cosa es posible, incluso una escalera de crrrrristal. Sonrió abiertamente. La palabra se había convertido ya en una vieja conocida para él.
De algún modo, el trayecto hasta el cuarto de baño se convirtió en una odisea, en una especie de safan. El ruido de la fiesta parecía haber alcanzado un latido cíclico. PARECÍA fundirse y FUNDIRSE DESAPARECER en sílabas DE TRES. Y hasta la música del ESTÉREO se FUNDÍA y DESAPARECÍA también. Murmuró a la gente, diciendo que creía saberlo, pero se negó a aceptar cualquier intento de conversación; sólo señalaba su entrepierna, sonreía y seguía su camino. Y dejó atrás rostros llenos de asombro. ¿Por qué nunca hay una fiesta llena de extraños cuando uno la necesita?, se preguntó.
El cuarto de baño estaba ocupado. Esperó fuera durante lo que le parecieron horas y cuando finalmente entró no pudo orinar, a pesar de que lo había deseado. Miró la pared, por encima del depósito del agua, y vio que se hinchaba y deshinchaba a un ritmo ternario. Tiró de la manilla, aunque no había orinado, sólo por si había alguien fuera, escuchando, y contempló los remolinos que hizo el agua en la taza del váter. Tenía un siniestro color rosado, como si el último usuario hubiese meado sangre. Intolerable.
Abandonó el cuarto de baño y la fiesta lo atrapó de nuevo. Los rostros se acercaban y alejaban como globos flotantes. La música, sin embargo, resultaba bonita. Era Elvis. El bueno y viejo de Elvis. El rock continúa, Elvis, el rock continúa.
El rostro de Mary apareció ante él, con expresión preocupada.
—Bart, ¿qué te ocurre?
—¿A mí? Nada en absoluto. —Se sentía extraño, atónito. Sus palabras habían surgido en una serie de notas musicales visual—. Estoy alucinando.
Lo dijo en voz fuerte, a pesar de que sólo había tenido intención de hablar para sí.
—Bart, ¿qué has tomado? —preguntó Mary, ya asustada.
—Mescalina —contestó.
—¡Oh, cielo santo, Bart! ¿Drogas? ¿Por qué?
—¿Y por qué no? —replicó. No pretendía ser descortés, pero fue la única respuesta que se le ocurrió enseguida.
Las palabras volvieron a surgir de su boca como notas y, en esa ocasión, algunas de ellas portaban banderolas.
—¿Quieres que te lleve a un médico?
Él la miró, sorprendido, y dio vueltas en su mente a la pregunta, tratando de averiguar si había alguna connotación oculta; extraños ecos freudianos. Se echó a reír de nuevo y las risas surgieron musicalmente de su boca y permanecieron ante sus ojos, como notas de crrrrristal sobre líneas y espacios, rotas por barras y silencios.
—¿Para qué quiero un médico? —preguntó, eligiendo cada nota. El signo de interrogación fue una negra—. Es como ella me aseguró, ni malo ni bueno. Pero interesante.
—¿Quién? —preguntó ella—. ¿Quién te lo dijo? ¿Dónde la conseguiste?
El rostro de Mary empezó a cambiar, convirtiéndose en algo parecido a un reptil. Mary, como en una película de detectives barata, con la luz brillando en sus ojos llenos de sospecha —«Vamos, McGonigal, será como usted quiera, a las buenas o a las malas»—, y después le recordó las historias de H. P. Lovecraft que había leído siendo niño, las historias de los mitos de Cthulu, en que seres humanos normales se transformaban en peces, en animales que reptaban, según los deseos de los Antiguos. El rostro de Mary empezó a parecerse al de una anguila, lleno de escamas.
—No te preocupes —dijo él, asustado—. ¿Por qué no me dejas solo? Deja de joderme. Yo no te molesto.
El rostro de ella se contrajo, y se convirtió en la Mary de siempre, aunque dolida, desconfiada, y él lo sintió. La fiesta se desarrollaba alegre y ruidosa alrededor de ellos.
—Está bien, Bart —dijo ella con serenidad—. Hazte todo el daño que quieras. Pero, por favor, no me avergüences. ¿Puedo pedirte eso, al menos?
—Pues claro que p…
Pero ella no había esperado su respuesta. Se alejó de él con paso rápido hacia la cocina, sin mirar atrás. Él sintió pena, aunque también sensación de alivio. Pero ¿y si alguien más intentaba hablar con él? Se enterarían. Era incapaz de hablar normalmente con la gente, no en aquel estado. Al parecer ni siquiera podía convencer a los demás de que sólo estaba borracho.
—Borrrrracho —dijo, haciendo vibrar la «r» ligeramente en el paladar.
Esa vez, las notas surgieron en una línea recta y todas ellas portaban banderolas. Se pasaría la noche creando notas y sintiéndose muy feliz. Eso no le importaba. Pero no allí, donde cualquiera podía acercársele y acosarle, sino en algún lugar privado donde le fuera posible escuchar sus propios pensamientos. La fiesta hacía que se sintiera como si estuviese detrás de una gran cascada. Resultaba difícil pensar con aquel ruido como música de fondo. Sería mucho mejor buscar algún remanso tranquilo. Quizá con una radio. Tenía la sensación de que oír música le ayudaría a meditar, y había un montón de cosas que pensar.
También estaba seguro de que la gente comenzaba a dirigirle miradas suspicaces. Mary se había ido de la lengua: «Estoy preocupada. Bart ha tomado mescalina». La noticia se había extendido de un grupo a otro. Todos seguían aparentando que se dedicaban a bailar, a beber y a mantener sus conversaciones, pero en realidad estaban observándole desde detrás de sus manos, colocadas delante de los ojos para disimular, mientras murmuraban sobre él. Lo sabía. Todo estaba crrrrristalinamente claro.
Un hombre pasó a su lado, llevando un vaso muy alto cuyo contenido oscilaba ligeramente. Agarró al hombre por la chaqueta deportiva y le susurró con voz ronca:
—¿Qué están diciendo de mí? —El otro le dirigió una sonrisa ausente y el olor a whisky de su cálida respiración le dio en el rostro.
—Anotaré eso —dijo él, y se alejó.
Cuando al fin llegó al estudio de Walter Hamner (no sabía cuánto tiempo más tarde) y cerró la puerta tras él, los sonidos de la fiesta quedaron afortunadamente amortiguados. Empezaba a asustarse. Lo que había tomado aún no había dejado de ejercer sus efectos, que eran cada vez más y más fuertes. Le pareció que había cruzado el salón de un lado al otro en apenas un parpadeo; en otro santiamén atravesó el dormitorio a oscuras donde se amontonaban los abrigos; cruzó el vestíbulo en un tercer parpadeo. El collar de la existencia normal y consciente se había roto, desparramando sus cuentas de realidad en todas direcciones. La continuidad se había fracturado. Su sensación del tiempo era destructora. ¿Y si no se recuperaba nunca? ¿Y si continuaba así para siempre? Se le ocurrió que lo mejor sería que se echara y durmiera un rato, pero no estaba seguro de conseguirlo. Y, si lo hacía, sólo Dios sabía los sueños que tendría. La forma tan ligera e impulsiva en que tomó la pastilla le extrañaba ahora. Aquello no era como estar borracho; no quedaba ni un ápice de sobriedad apareciendo y desapareciendo desde el centro de sí mismo, desde esa parte que nunca se emborracha. Ahora, todo su ser estaba ido.
Pero era mejor así. Quizá lograra controlarse él solo. Y si se desmoronaba, al menos…
—Hola.
Dio un respingo, asombrado, y miró hacia un rincón. Un hombre estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a una de las estanterías llenas de libros de Walter. De hecho, el hombre tenía un libro abierto en el regazo. ¿O era otro hombre? En la estancia sólo brillaba la luz de una lámpara situada sobre una mesita redonda, a la izquierda de quien había hablado. La escasa luz formaba grandes sombras sobre su rostro, unas sombras tan grandes que sus ojos parecían cavernas oscuras y las mejillas configuraban líneas sardónicas y maléficas. Por un instante creyó que había tropezado con Satanás, sentado en el estudio de Wally Hamner. Pero entonces la figura se levantó y vio que era un hombre, sólo un hombre. Era un tipo alto, de casi dos metros, con ojos azules y una nariz que había sido repetidamente golpeada en combates siempre perdidos con la botella. Pero no sostenía ninguna copa en la mano, y tampoco sobre la mesita.
—Otro que no sabe qué hacer —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Phil Drake.
—Barton Dawes —respondió él, todavía aturdido por su miedo.
Se estrecharon las manos. La de Drake estaba retorcida y mostraba cicatrices de alguna vieja herida… una quemadura quizá. Pero no le importó estrechársela. «Drake». El nombre le resultaba familiar, aunque no recordaba dónde lo había oído antes.
—¿Está usted bien? —preguntó Drake—. Parece un poco…
—Estoy colocado —dijo él—. He tomado un poco de mescalina y, oh, amigo, estoy volando. —Miró las estanterías y vio cómo avanzaban y retrocedían. Aquello no le gustó. Se parecía demasiado al latido de un corazón gigante. Ya no quería seguir viendo cosas así.
—Ya entiendo —dijo Drake—. Siéntese. Y hábleme de ello.
Miró a Drake, ligeramente extrañado, y entonces experimentó una tremenda sensación de alivio. Se sentó.
—¿Sabe algo sobre la mescalina? —preguntó.
—Oh, un poco. Sólo un poco. Dirijo una cafetería en el centro de la ciudad. Los chicos deambulan por las calles, drogándose con una cosa u otra… ¿Es un buen viaje? —preguntó con amabilidad.
—Bueno y malo —contestó—. Es… pesado. Ésa es una buena palabra, tal y como la suelen emplear.
—Sí, lo es.
—Estoy un poco asustado. —Miró por la ventana y vio una larga autopista celestial cruzando la negra bóveda del cielo. Apartó la mirada con naturalidad, pero tuvo que humedecerse los labios—. Dígame… ¿cuánto tiempo suele durar esto?
—¿Cuándo se ha drogado?
—¿Drogarme?
La palabra surgió de su boca en forma de letras, cayó sobre la alfombra y se disolvió.
—¿Cuándo ha tomado la mescalina?
—Oh… hacia las ocho y media.
—Y ahora son… —consultó su reloj—, las diez y cuarto…
—¿Sólo las diez y cuarto?
—El sentido del tiempo se desvanece, ¿verdad? —dijo Drake, sonriendo—. Supongo que las reacciones empezarán a disminuir hacia la una y media.
—¿De veras?
—Oh, sí, creo que sí. Es probable que ahora alcance su punto más alto. ¿Es una mescalina muy visual?
—Sí. Un poco demasiado visual.
—Se ven más cosas de las que el ojo humano está hecho para ver —dijo Drake, y le dirigió una peculiar sonrisa retorcida.
—Sí, exactamente. —La sensación de alivio por estar con aquel hombre era muy intensa. Se sentía a salvo—. ¿Qué hace usted, además de hablar con hombres maduros que han caído en la madriguera del conejo?
—Eso es muy bueno —dijo Drake sonriendo—. Por lo general, la gente que toma mescalina o ácido habla de un modo inarticulado, y a veces incoherente. Me paso la mayor parte de las noches en el Teléfono de Ayuda. Las tardes de los días laborables trabajo en la cafetería que le he mencionado antes, un lugar llamado Drop Down Mamma. Casi todos los clientes son vagabundos. Por las mañanas camino por las calles y hablo con mis feligreses, si los encuentro. Y de vez en cuando me doy una vuelta por la cárcel del condado.
—¿Es usted sacerdote?
—Me llaman cura seglar. Muy romántico. En otro tiempo fui un verdadero sacerdote.
—¿Y ya no lo es?
—He abandonado a la madre Iglesia —respondió Drake.
Lo dijo con suavidad, pero hubo una especie de terrible resolución en sus palabras. Él casi oyó el sonido metálico de las puertas de hierro al cerrarse para siempre.
—¿Por qué lo hizo?
—Eso no importa —contestó Drake encogiéndose de hombros—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Cómo consiguió la mescalina?
—Me la dio una joven que hacía autostop en dirección a Las Vegas. Una chica agradable, creo. Me llamó por teléfono el día de Navidad.
—¿Para pedirle ayuda?
—Creo que sí.
—¿Y usted la ayudó?
—No lo sé. —Sonrió con expresión astuta—. Padre, hábleme de mi alma inmortal.
—Yo no soy su padre —replicó Drake con una mueca.
—En ese caso, no importa.
—¿Qué quiere saber acerca de su alma? —Él se miró los dedos. Podía hacer que surgieran rayos de luz de sus puntas cada vez que él quisiera. Eso le proporcionaba una embriagadora sensación de poder.
—Quiero saber qué le ocurriría a mi alma si me suicidase.
Drake se agitó, incómodo.
—Uno no piensa en el suicidio cuando está colocado. Es la droga, no usted mismo.
—Soy yo —dijo él—. Contésteme.
—No puedo. No sé qué le ocurrirá a su «alma» si usted se suicida. Sin embargo, sé qué le ocurrirá a su cuerpo. Se pudrirá.
Asombrado ante aquella idea, él volvió a mirarse las manos. Parecieron agrietarse y convertirse en polvo, como en aquel cuento de Poe, «El extraño caso del señor Valdemar». Toda una noche. Poe y Lovecraft. ¿Qué tal si apareciese Abdul Allhazred, el árabe loco? Levantó la mirada, algo desconcertado, pero sin sentirse intimidado.
—¿Qué está haciendo su cuerpo? —preguntó Drake.
—¿Eh? —Frunció el entrecejo, tratando de captar el sentido de la pregunta.
—Hay dos clases de «viaje» —dijo Drake—. El de la cabeza y el del cuerpo. ¿Tiene usted náuseas? ¿Dolores? ¿Se siente enfermo de algún modo?
Consultó con su cuerpo.
—No —contestó—. Sólo me siento… ocupado. —Se echó a reír al escuchar la palabra, y Drake sonrió. Era una buena palabra para describir cómo se sentía. Su cuerpo parecía estar muy activo, incluso permaneciendo quieto. Era bastante ligero, pero no etéreo. De hecho, nunca se había sentido tan «carnoso», tan consciente de la forma en que se entretejían sus procesos mentales y su cuerpo físico. No existía división entre ellos. No se les podía separar. Estaba condenado a soportar ambos. Integración. Entropía. La idea cayó sobre él como una rápida salida del sol tropical. Permaneció sentado, rumiándola a la luz de su situación actual, tratando de vislumbrar el modelo, si es que lo había. Pero…
—Pero está el alma —dijo en voz alta.
—¿Qué ocurre con el alma? —preguntó Drake con amabilidad.
—Si se mata el cerebro, se mata el cuerpo —respondió él lentamente—. Y viceversa. Pero ¿qué ocurre entonces con el alma, pa… señor Drake?
—En el sueño de la muerte —replicó Drake—, ¿qué sueños pueden surgir? Hamlet, señor Dawes.
—¿Cree usted que el alma sigue viviendo? ¿Existe una supervivencia?
—Sí —contestó Drake con mirada gris—. Creo que hay una supervivencia… de alguna forma.
—¿Y cree usted que el suicidio es un pecado mortal que condena el alma al infierno?
Drake guardó silencio durante largo rato. Finalmente dijo:
—El suicidio es un error. Y lo creo así con todo mi corazón.
—Eso no contesta mi pregunta.
—No tengo la menor intención de contestarla —dijo Drake levantándose—. Ya no trato de cuestiones metafísicas. Soy un seglar. ¿Quiere usted regresar a la fiesta?
Pensó en el ruido y la confusión y negó con la cabeza.
—¿Quiere regresar a casa?
—No estoy en condiciones de ponerme al volante. Me asustaría mucho conducir.
—Puedo llevarle.
—¿De veras? ¿Y cómo regresará?
—Llamaré un taxi desde su casa. Nochevieja es una buena fecha para llamar taxis.
—Sería estupendo —dijo agradecido—. Me gustaría estar solo, ver la televisión…
—¿Estará seguro a solas? —preguntó Drake con acento sombrío.
—Nadie lo está —replicó él con igual gravedad, y ambos se echaron a reír.
—De acuerdo. ¿Quiere despedirse de alguien?
—No. ¿Hay alguna puerta trasera?
—Creo que encontraremos una.
Él no habló mucho durante el trayecto a su casa. Observar el paso del alumbrado público a medida que avanzaban era casi toda la excitación que era capaz de soportar. Cuando pasaron cerca de las obras de la ampliación, preguntó a Drake su opinión.
—Construyen nuevas carreteras para artilugios que derrochan gasolina, mientras en la ciudad hay niños que se mueren de hambre —dijo Drake cortante—. ¿Quiere saber qué pienso? Creo que es un crimen sangriento.
Él sintió deseos de contarle el episodio de las bombas incendiarias, la grúa ardiendo, la oficina ambulante quemada, pero no lo hizo. Drake pensaría que sólo era una alucinación. Y, peor aún, quizá pensara que no lo era.
El resto de la noche no estuvo muy claro para él. Dirigió a Drake hacia su casa. Drake comentó que todos los vecinos debían de haberse marchado de fiesta o se habían acostado temprano. Él no hizo comentario alguno. Drake llamó un taxi por teléfono. Vieron la televisión un rato, sin hablar. Guy Lombardo en el Waldorf Asteria, interpretando la música más dulce a este lado del cielo. Pensó que Guy Lombardo se parecía a una rana.
El taxi llegó a las doce menos cuarto. Drake le preguntó de nuevo si estaría bien solo.
—Sí, creo que ya se me va pasando.
Y era cierto. Las alucinaciones iban retirándose hacia el fondo de su mente.
Drake abrió la puerta de la calle y se subió el cuello del abrigo.
—Deje de pensar en el suicidio —dijo—. Es una solemne tontería.
Él sonrió y asintió con un gesto, pero ni aceptó ni rechazó el consejo. Como cualquier otra cosa que le ocurría en aquellos días, se limitaba a tomar nota mental.
—Feliz Año Nuevo —deseó a Drake.
—Lo mismo digo, señor Dawes. —El taxista hizo sonar el claxon, impaciente. Drake recorrió el camino hasta la calle y subió al taxi y las brillantes luces amarillas del techo se perdieron en la noche.
Regresó a la sala de estar y se sentó ante la televisión. Ahora habían pasado de Guy Lombardo a Times Square, donde el dorado globo se había colocado en la parte más allá del edificio Allis-Chalmers, listo para iniciar su descenso hacia 1974. Se sintió exhausto, agotado, finalmente somnoliento. El globo no tardaría en descender y él entraría en el nuevo año en pleno viaje. En alguna parte del país, el primer niño del año empujaba su cabeza, rodeada por la placenta, para salir del seno de su madre al mejor de todos los mundos posibles. En la fiesta de Walter Hamner, la gente tendría alzadas sus copas y contando los segundos. Estarían a punto de ponerse a prueba las decisiones de fin de año. Casi todas ellas demostrarían ser tan inconsistentes como las toallas de papel húmedas. Impulsado por el momento, tomó una decisión y se levantó, a pesar de su cansancio. Le dolía el cuerpo y la espina dorsal parecía de cristal. Se dirigió a la cocina y cogió el martillo de uno de los estantes. Cuando regresó con él a la sala de estar, el brillante globo se hundía en el mástil. La televisión mostró una imagen en la que se veía el globo a la derecha y los que celebraban la Nochevieja, en el Waldorf, a la izquierda, cantando:
—Ocho… siete… seis… cinco…
Una gruesa dama de la alta sociedad captó una imagen de sí misma en un monitor, pareció sorprenderse y a continuación saludó con la mano a todo el país.
El año que se acaba, pensó él. Sin razón aparente, sus brazos empezaron a sacudirse.
El globo llegó abajo, y un cartel se iluminó en lo más alto del Allis-Chalmers: «1974».
En ese mismo instante, él balanceó el martillo con fuerza y la pantalla del televisor explotó. Los cristales cubrieron la alfombra. Hubo una efervescencia de cables recalentados, pero no ardieron. Y para asegurarse de que el televisor no lo carbonizaría durante la noche a modo de venganza, lo desenchufó con el pie.
—Feliz Año Nuevo —dijo con suavidad y dejó caer el martillo en la alfombra.
Se tumbó en el sofá y se quedó dormido casi de inmediato. Durmió con las luces encendidas, y no soñó.