Capítulo 15
Después, ya no tuvo necesidad de buscar más huellas. Chee se detuvo tan sólo para examinar algunos puntos en los que unos pequeños riachuelos desembocaban en el arroyo y que tal vez hubieran servido de ruta de huida. Siguió avanzando arroyo arriba en dirección a Mesa Negra. El arroyo atravesaba una paisaje muy abrupto y su lecho se estrechaba progresivamente y era cada vez más rocoso. En determinados puntos, el vehículo había dejado un reguero de ramas rotas, arrancadas de los arbustos que casi cubrían el lecho. A última hora de la tarde, Chee volvió a oír el rugido del motor del avión, sobrevolando el lugar donde había dejado aparcada la furgoneta. Cuando el aparato se acercó al arroyo, Chee se escondió debajo de unos arbustos hasta que lo perdió de vista.
El sol ya se estaba poniendo cuando encontró el vehículo. Estuvo a punto de pasar de largo sin verlo. Estaba cansado. Tenía sed. Pensó que, en cuestión de una hora, estaría demasiado oscuro y no podría ver nada. No vio el vehículo propiamente dicho sino los arbustos rotos que había dejado a su paso. El conductor se había adentrado por el lecho de un pequeño riachuelo que alimentaba el arroyo, lo había introducido en el interior de una maraña de caobo de montaña y barrilla y después había tapado la abertura con ramas.
Era una camioneta GMC de color verde oscuro, aparentemente nueva. Chee no tardaría mucho en averiguar si estaba cargada de cocaína o tal vez de fajos de moneda en efectivo para pagar el cargamento. Pero no tenía prisa. Se detuvo un momento a pensar. Después examinó cuidadosamente la zona en busca de huellas. Si conseguía encontrar las huellas de unas suelas cuadriculadas y de unas botas vaqueras, quedaría confirmado lo que ya sabía, es decir, que aquellos hombres se fueron en el vehículo que él oyó alejarse. La zona que rodeaba la camioneta era una alfombra de hojas y ramas y el fondo del riachuelo era de granito granuloso y roca. Imposible descubrir en él alguna huella. Chee distinguió unas huellas confusas, pero no pudo identificarlas.
La camioneta estaba cerrada y tenía los cristales de las ventanillas subidos y totalmente empañados por la humedad del interior. En un vehículo cerrado, era natural que se empañaran un poco los cristales, incluso en un clima tan árido como aquél, pero los cristales de aquella ventanilla estaban completamente opacos. Dentro tenía que haber alguna fuente de humedad. Chee se sentó en una roca y reflexionó.
Aquel caso no sólo no era suyo sino que, además, las personas a quienes les correspondía le habían advertido claramente que se mantuviera al margen. No sólo se lo habían advertido los federales sino que el propio capitán Largo le había ordenado personal y específicamente que no interviniera. Si abría la camioneta, alteraría indebidamente unas pruebas.
Chee sacó un cigarrillo, lo encendió y exhaló un hilillo de humo. El sol ya se había puesto y se reflejaba en una formación nubosa que cubría el desierto hacia el sur, confiriendo un tinte rojizo a la luz de la atmósfera. Hacia el noroeste, las nubes de tormenta que se habían formado sobre el territorio de Coconino habían alcanzado la máxima altitud y las corrientes ascendentes en plena ebullición ya no podrían resistir el intenso frío y la rarefacción del aire. Los vientos estratosféricos habían aplanado y extendido la parte superior en un vasto abanico de cristales de hielo. La puesta del sol dividió la nube en tres zonas de color. La parte de arriba era de un blanco deslumbrador porque todavía reflejaba la luz directa del sol, formando un cegador contraste con el cielo azul oscuro. Más abajo, la masa nubosa estaba iluminada por mil matices de rosa e incluso salmón. Y, en la parte inferior a la que ni siquiera podía llegar un reflejo de luz, el color oscilaba entre el gris oscuro y el negro azulado. Allí se veían los destellos de los relámpagos. En las aldeas hopi, la gente invocaba la presencia de las nubes. Ya estaba lloviendo en los alrededores de Coconino y la tormenta se desplazaba hacia el este, tal como solían hacer todas las tormentas de verano. Con un poco de suerte, la lluvia llegaría allí en cuestión de un par de horas. Un simple aguacero borraría las huellas en aquella arenosa región. Pero Chee se había criado en el desierto. Nunca creía que iba a llover.
Dio una fuerte calada al cigarrillo, saboreó el humo, lo expulsó lentamente por la nariz y observó cómo se disipaba la azulada bruma. Se imaginaba en la sala del gran jurado, declarando bajo juramento en presencia del fiscal adjunto del distrito. «Oficial Chee, quiero recordarle la pena por perjurio, por mentir bajo juramento. Y ahora le pregunto directamente: ¿Localizó usted o no localizó la camioneta GMC en la cual…?» Chee pasó a otro pensamiento. El recuerdo de la sonrisa de Johnson, de la mano de Johnson, golpeándole el rostro, la voz de Johnson,amenazándole. La cólera y la vergüenza volvieron a dominarle. Volvió a llenarse los pulmones de humo y apartó a un lado la cólera. No era lo más importante. Lo más importante era el rompecabezas. Tenía ante sus ojos una nueva pieza. Chee apagó el cigarrillo y se guardó cuidadosamente la colilla en el bolsillo. Apalancar la ventanilla con un destornillador hubiera sido fácil. Con su navaja, Chee tardó un poco más. A pesar de que el vehículo se encontraba a la sombra, el calor del día se había acumulado en su interior y, cuando la hoja de acero rompió el cierre de la ventanilla, el aire presurizado se escapó al exterior con un ruido sibilante. El olor le sorprendió. Era un fuerte olor a sustancia química. Un intenso olor a desinfectante. Chee introdujo la mano por la abertura, accionó la manija y abrió la portezuela.
Richard Palanzer se encontraba sentado en el asiento trasero. Chee lo reconoció inmediatamente gracias a la fotografía que Vaquero le había mostrado. Era un hombrecillo de desgreñado cabello entrecano, ojos muy juntos y rostro huesudo sobre el cual la muerte y la desecación habían estirado la piel. Llevaba una chaqueta gris de nylon, camisa blanca y botas vaqueras. Estaba apoyado rígidamente contra un lado del asiento, mirando ciegamente a través de la ventanilla. Chee le contempló a través de la portezuela abierta, envuelto por el fuerte olor a desinfectante. Olor de desinfectante Lysol, pensó Chee. De Lysol y de muerte. A Chee se le revolvió el estómago, pero consiguió reprimir la náusea. Había algo raro en el ojo izquierdo del hombre, una especie de distorsión. Chee se deslizó hacia el asiento delantero, procurando no tocar nada. De cerca, pudo ver que la lente de contacto del ojo izquierdo había resbalado de la pupila hacia abajo. Al parecer, le habían disparado en el mismo asiento. En el lado izquierdo, justo por encima de la cintura, tanto la chaqueta como el pantalón estaban manchados de sangre reseca, y lo mismo se veía en el asiento y la alfombra del vehículo.
Chee registró la camioneta, procurando no borrar huellas dactilares ni dejar otras nuevas. La guantera estaba abierta. Contenía un manual de funcionamiento y los papeles del alquiler de la oficina de la Hertz en el Aeropuerto Internacional de Phoenix. Jansen había alquilado el vehículo. Colillas en el cenicero. Nada más. Ningún fajo de billetes de cien dólares. Ninguna saca de lona llena de droga. Nada, excepto el cadáver de Richard Palanzer.
Chee subió el cristal de la ventanilla y cerró la portezuela de golpe. El vehículo estaba exactamente tal y como lo encontró. Un policía escrupuloso se daría cuenta de que alguien había forzado la ventanilla, pero quizá ningún policía escrupuloso se encargaría de examinar el vehículo. Tal vez no habría ningún motivo de sospecha. O tal vez sí. En cualquier caso, él no podía hacer nada. Y, si las cosas seguían como hasta ahora, estaba seguro de que los federales lo echarían todo a perder.
Bajó por el lecho del arroyo en medio de la creciente oscuridad. Estaba cansado y mareado. Estaba harto de la muerte. Deseó saber algo más sobre Joseph Musket. Era lo único que quedaba. Dedos de Hierro vivo, cuatro hombres muertos y una fortuna en drogas desaparecida.
- ¿Dónde estás, Dedos de Hierro? -preguntó Chee en voz alta.
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