Biquini rojo

Jean McGinniss, la maestra de segundo curso recién jubilada que vivía en la casa de al lado, estaba saltando sobre el felpudo de la casa de Sarah, levantando rodillas y codos como una majorette.

—¿Estás lista? —preguntó. Jean era una mujer regordeta y enérgica, de carácter optimista, que debía de haberse llevado muy bien con los niños de siete años. Durante los últimos meses, Sarah y ella habían salido juntas a dar briosos paseos después de cenar que, en poco tiempo, se habían convertido en el momento más interesante de la jornada de Sarah, pese a que a veces se hartaba de oír hablar a Jean—. Sopla una brisa superagradable.

—¿Puedes esperar un momento? —repuso Sarah, asomándose—. Richard está otra vez en su despacho.

A esas alturas del verano, ambas sabían que adaptarse a Richard significaba un retraso de media hora. Tras años de pontificar sobre la sagrada importancia del tiempo libre y una actitud contemplativa como remedios contra el mundo frenético y materialista en que vivían, Richard había empezado a mostrar un extraño afán por el trabajo. Con todo, Jean seguía presentándose en casa de Sarah a las siete en punto. Su marido, Tim, profesor de manualidades retirado, era uno de esos individuos que creen que el mundo se está yendo al garete, que se sulfuran cuando miran las noticias de la tele, y Jean prefería estar fuera de casa cuando él empezaba a murmurar sobre los políticos y las minorías. Dejó sus pesas de seiscientos gramos en el porche y entró detrás de Sarah.

—¿Holaaa? —llamó Jean con un trino—. ¿Hay una niñita en casa?

—Hoy está imposible —le advirtió Sarah—. No he conseguido que durmiera la siesta.

—Santo Dios. —Jean no se habría mostrado más sobrecogida si le hubieran dicho que a Lucy iban a trasplantarle un riñón—. Pobre pequeña.

—Pobre mamá —corrigió Sarah—. Soy yo la que sufre. Está completamente desquiciada. Como un personaje de Dostoievski.

Pero la niña que en ese momento se asomó a la puerta del salón más parecía una creación de Norman Rockwell que una epiléptica rusa introvertida. Su cara se iluminó con una sonrisa al ver a Jean; corrió por el pasillo y se lanzó a los brazos de la mujer como si fueran dos amantes que se reencuentran en un aeropuerto. Jean le olió el pelo, hincó una rodilla en el suelo y le preguntó:

—¿Has dormido la siesta hoy?

Lucy meneó la cabeza con aire tristón.

—¿Tienes sueño?

Lucy negó de nuevo, esta vez con vehemencia. Descontando el cerco de zumo de pomelo que ensuciaba su boca como el pintalabios corrido de una borracha, estaba adorable con su carita de huérfana, aquellos ojos enormes y su camisón Barbie sin mangas (regalo de la madre de Richard, que a Sarah le pareció de mal gusto y que Lucy, naturalmente, adoraba).

—Habrá sacado fuerzas de flaqueza —comentó Sarah.

—Me alegro —dijo Jean—. Porque si estuvieras cansada, no podría darte el regalo.

Lucy abrió los ojos.

—¿Un regalo?

Jean ahuecó la mano sobre su oreja, como si escuchara voces lejanas.

—¿No oyes ladridos? ¿Tienes un perro en casa?

Lucy miró a su madre, no fuera que hubiese uno y ella no lo supiese.

—Que yo sepa no —dijo Sarah.

—Entonces será que salen de aquí. —Jean giró su riñonera extra grande, un artefacto con muchos compartimentos y anexos para llevar dos botellas de agua y una linterna, de modo que la bolsa quedara hacia el frente. Sarah no entendía por qué llevaba algo tan grande y complicado encima del trasero—. Oh, caramba… —Tiró lentamente de una cremallera. Con un floreo metió la mano y extrajo un perrito husky con una etiqueta en forma de corazón colgada de una oreja—. Mira lo que he encontrado.

—¡Un Beanie! —chilló Lucy, como si todo el barrio tuviera que enterarse.

—Se llama Nanook —dijo Jean. Lucy soltó un gritito de alegría cuando la mujer le entregó el perrito.

—No tenías por qué —dijo Sarah.

—Le he comprado uno a Tyler —explicó Jean. Tyler era su nieto de cuatro años que vivía en Seattle. Ella sólo lo veía un par de veces al año, pero hablaba con él a diario y empezaba a comprarle regalos de Navidad en abril—. Y sé que Lucy también los colecciona.

—Vaya, qué detalle de tu parte. —Sarah miró a su hija—. Di gracias a Jean.

—Gracias, Jean —dijo Lucy con su vocecita más dulce.

Su cara tenía una expresión de gratitud y embeleso que hizo encogerse a Sarah. Cualquiera hubiera dicho que nunca le habían hecho un regalo.

«¿Qué diablos está haciendo ahí arriba?», pensó al ver que eran más de las siete y media. Le daba igual lo ocupado que pudiera estar, era una simple cuestión de igualdad. Richard había estado todo el día fuera de casa, viviendo como un adulto, hablando con gente, almorzando con clientes en un buen restaurante. ¿Por qué no apagaba el ordenador y así ella podría ir a dar el maldito paseo, la única cosa que ella esperaba todos los días con ilusión? ¿No podía Richard pasar una hora al día con su hija de tres años? ¿Era demasiado pedir?

Menos mal que a Jean no le importaba. Se había pasado la última media hora de rodillas en la alfombra, ayudando a Lucy a presentar a Nanook al resto de sus veintisiete Beanies. (Por cierto, ¿cómo había llegado a acumular tantos Beanies?) Estaban colocando los animalitos por orden cronológico, según las «fechas de nacimiento» impresas en las etiquetas con su nombre. Sí, Jean adoraba a Lucy, cosa que a Sarah la sorprendía cada vez que las veía juntas. No es que pasara nada malo con Lucy, sólo que ella no estaba acostumbrada a pensar en su hija como un ser especialmente adorable.

La culpa no era de la niña. Sarah y ella estaban demasiado tiempo juntas, y era lógico que se sacaran de quicio mutuamente. Ese día, sin ir más lejos, habían estado pegadas como hermanas siamesas desde la 6.13 de la mañana. Tres comidas, dos meriendas, cinco pañales, un viaje al supermercado (con pataleta mientras hacían la cola), un rato en el orinal (improductivo), una visita al parque del tiovivo (que Sarah odiaba pero no tenía más remedio que frecuentar, ahora que Mary Ann la había declarado persona non grata en Rayburn School), una docena de cuentos de los Berenstain Bears con sus asfixiantes trivialidades y espantosas ilustraciones (a Lucy le encantaban y no quería leer nada más), un rato pintando con los dedos, un baño, siesta no, y una rabieta a media tarde (Lucy había tirado una caja de lápices al váter; Sarah había tenido que pescarlos): ésa era la suma total del día de mamá.

«¿Qué diablos está haciendo ahí arriba?»

La media hora de Blue’s Clues después de comer era el único rato de que Sarah disponía para ella sola —leer el periódico, llamar a una amiga, practicar algún ejercicio de yoga—, pero ese día, en cambio, se había sentado con Lucy en el sofá y visto el programa, fantaseando todo el tiempo con Steve, el juvenil presentador, con quien Sarah pensaba que podría congeniar si el destino propiciaba un encuentro. Le recordaba un poco a sí misma: una persona lista y más bien pasiva que se había visto atrapada en el mundo de los niños. Steve pronunciaba las palabras con excesiva claridad y ponía caras exageradas mientras dispensaba cumplidos insinceros a sus telespectadores («¡Caramba! ¡Qué listo eres!»). En el parque corría el rumor de que Steve había tenido problemas con las drogas, pero ¿quién podía culparle de eso? «¡Oh, Steve, escápate conmigo! Nos esconderemos en un motel barato y pasaremos un par de días fumando crack…»

Qué patético, fantasear acerca de un fin de semana con un tipo perennemente embutido en una camiseta de rugby y que interactuaba con un perro de dibujos animados. Pero al menos era mejor que pensar en Todd todo el tiempo, como le sucedía desde aquel estúpido beso. Míster Alto y Guapo. Pero ¿en qué estaría pensando? Jean levantó la vista de los Beanies, que ahora Lucy y ella estaban ordenando por colores.

—Esta tarde he visto el furgón de la UPS —dijo—. ¿Te han traído los bañadores?

—Por fin —dijo Sarah.

—¿Y bien? —Jean parecía muy interesada—. ¿Cuál es el veredicto?

—No he tenido un minuto para probármelos.

—Pues hazlo ahora. Me encantará verlos.

—No creo —dijo Sarah.

—Vamos, mujer. —Jean se palmeó las caderas frunciendo el entrecejo—. Hace años que soy del club de las falditas con volantes. De vez en cuando me gusta ver un bañador de verdad.

No había escapatoria posible, de modo que Sarah llevó la caja de J. Crew al cuarto de baño y empezó a desnudarse, deseando no haberle mencionado a Jean sus pesquisas acerca de nuevos bañadores. Pero no había podido evitarlo. En su momento —sólo un par de semanas atrás— Todd ocupaba todos sus pensamientos, y hablar de trajes de baño fue lo mejor que se le ocurrió para hablar de él sin tener que mencionar su nombre ni explicar las circunstancias que habían provocado su repentino deseo de visitar la piscina municipal.

Lo único que la frenaba era su bañador Speedo, comprado hacía cinco años y que hasta la mañana siguiente al beso le parecía perfectamente satisfactorio e incluso razonablemente sexy. Pero aquella mañana, al probárselo frente al espejo, vio lo feo que era. Después de lo ocurrido en el parque, habría sido insultante presentarse delante de Todd con un viejo bañador azul por cuya entrepierna asomaban algunos vellos púbicos (lo del vello, naturalmente, era asunto aparte, pero tampoco ayudaba). Pensó presentarse en la piscina vestida de calle o con algún vestido o camiseta holgada encima del Speedo, pero le pareció que sus fantasías de romance no permitían medias tintas. Lo suyo era llevar traje de baño y sentirse atractiva con él, hacerse digna de esa situación a la que se brindaba voluntariamente.

A la mañana siguiente se dirigió a Filene’s, pero fue un desastre. Lucy odiaba ir de compras, y Sarah pasó más rato asegurándose de no perder contacto visual con su hija que mirando realmente las prendas de baño. Cuando por fin hubo elegido, se llevó a Lucy al probador y le dijo que se estuviera quieta mientras se probaba los bañadores sobre sus amplias bragas de algodón, que le salían por todas partes arruinando el efecto, aunque tampoco había gran cosa que arruinar. El primer bañador le ceñía estupendamente las caderas y la cintura, pero la parte de arriba parecía tres tallas grande. El segundo le sentaba muy bien de pecho pero le dejaba el trasero como un bolso de tela. Pensó que el tercero le quedaba bien —negro, de una pieza, con escote pronunciado y cortes ovalados en los costados—, pero cuando salió del probador para consultarlo con la dependienta delante del espejo de tres caras, la mujer dudó antes de responder.

—Yo creo que no —fue su veredicto.

Sarah volvió al probador echando humo… y vio que Lucy había desaparecido. Procurando no asustarse más de la cuenta, empezó a llamarla a viva voz. Al no obtener respuesta, miró en los demás probadores, abriendo puertas o espiando por debajo en los que estaban cerrados, con lo que varias mujeres en diversas fases de desnudo la miraron indignadas.

—¿Ha visto a una niña? —preguntaba—. Lleva una tirita en la rodilla.

Y entonces, de repente, se acordó de los carteles —«¡Hay un pervertido entre nosotros!»— y le entró el pánico. Todavía en bañador y con la etiqueta del precio rebotando en su muslo derecho, empezó a correr arriba y abajo por los pasillos de la tienda, gritando: «¡Lucy! ¿Dónde estás?» Cuando las otras clientas la miraban con la estupefacción que merecía, ella chillaba: «¡He perdido a mi hija!» Se imaginó a Ronald James McGorvey dando palmaditas en la cabeza a la niña y ofreciéndole un cucurucho de helado. A Lucy le encantaban los helados.

—Lucy, ¿dónde estás?

En la sección de electrónica, un joven guardia de seguridad negro la sujetó por los hombros y le pidió que se calmara. Le explicó que su hija estaba a salvo, esperándola junto a la caja.

—Nosotros la vigilamos —añadió—, así que vuelva al probador y cámbiese.

Cuando aquella noche le contó a Jean lo sucedido, no mencionó lo de Lucy. Sólo habló de lo difícil que era comprar un buen bañador incluso en las mejores circunstancias, mucho más teniendo que vigilar a una niña.

—Es que necesito uno nuevo —dijo, sobresaltada por el énfasis que puso a sus palabras—. El viejo ya no me queda bien.

—¿Y por qué no pides unos cuantos por catálogo? —le sugirió Jean—. Es lo que hace mi nuera. Te los pruebas en casa cuando Lucy esté durmiendo y devuelves los que no te gusten. Así te ahorras problemas.

Después de haber llevado bañadores de colores monocromos durante casi toda su vida adulta, Sarah quedó perpleja ante la cornucopia de estilos y colores que ofrecía el catálogo. Por lo visto, volvía el biquini, con numerosas variaciones sobre el tema principal: bandeaus, tops, con aros, y todo un surtido de partes inferiores, cada una de las cuales ofrecía mayor o menor revelación de nalga. Pero una vez hubo tomado una decisión respecto a los modelos, le pareció liberador no limitarse a lo disponible en una tienda determinada ni sentirse cohibida por las miradas de otras clientas o de las dependientas, que siempre levantaban una ceja de desaprobación si te demorabas demasiado con un artículo que les parecía poco apropiado para una mujer de tu edad o tu tipo.

Los modelos que eligió eran más atrevidos y sexys que cualquiera que hubiera soñado probarse en unos grandes almacenes (o, para el caso, llevar en público). Mientras ojeaba el catálogo, sólo tenía en mente a un espectador: Todd. Se lo imaginaba sentado sin camisa en una toalla sobre la hierba contigua a la piscina —todo el complejo estaba misteriosamente desierto salvo ellos dos—, observando con visible placer cómo surgía ella del fondo de la piscina, chorreando, una Afrodita en biquini negro, la parte de arriba con aros, y culotte de talla mediana o quizá pequeña. Hizo el pedido por teléfono, presa de una casi vergonzosa excitación, y la voz le tembló mientras recitaba los números de su tarjeta VISA.

Pero los bañadores tardaron seis días laborables en llegar —debería haber elegido el envío urgente—, y para entonces su fiebre había pasado. Cuanto más se alejaba del beso en sí, más inexplicable y excéntrico le parecía. ¿Cómo había dejado que sucediera algo así? ¿Qué diablos le pasaba, que permitía que un extraño le hiciera eso delante de las otras madres y, sobre todo, delante de su propia hija? Por fortuna, Lucy no pareció extrañarse del beso, ni siquiera lo había mencionado, pero, aun así, en ocasiones Sarah se descubría a sí misma comprendiendo a Mary Ann, Cheryl y Theresa. ¿Qué no habrían dicho de ella después de lo que hizo? ¿Cómo se lo habrían explicado a sus hijos?

¿Y quién era ella para suponer que alguien como Todd quería verla en biquini, si es que se decidía a ponerse uno cuando fuera a la piscina municipal? Se lo imaginó dando un respingo al verla, desilusionado por sus pechos pequeños, asqueado ante ese michelín más abajo del ombligo. ¿Y si al final la trataba como Arthur Maloney? ¿Qué haría entonces?

Arthur Maloney era un chico larguirucho del instituto, forofo del teatro, con un cutis infame y la costumbre de reírse nerviosamente de sus propios chistes. Pero Sarah lo había visto en el montaje que los alumnos de primer curso hicieron de Muerte de un viajante —a sus dieciséis años, Arthur interpretó un Willy Loman extrañamente convincente— y decidió que él tenía que ser su novio. Debido a su falta de experiencia en este terreno, Sarah intentó seguir las reglas del coqueteo hasta donde alcanzaba su limitada comprensión de las mismas. Se quedaba mirándolo obsesivamente en clase de Inglés —la única en que coincidían— y memorizaba el horario de Arthur para poder toparse «casualmente» varias veces al día. Las raras ocasiones en que conseguía cruzar unas palabras con él, procuraba elogiar algo de su indumentaria o recordarle alguna frase inteligente que él hubiera dicho. A veces le preguntaba si hacía algo el fin de semana o si había visto determinada película; pero todas sus insinuaciones rebotaban en él como si estuviera protegido por un invisible escudo protector.

Tras varios meses de encuentros ligeramente humillantes, la suerte de Sarah cambió con ocasión de la maratón de baile contra la distrofia muscular. El tema del evento era los bailes de instituto de los años cincuenta, y Sarah se presentó con una falda plisada, un suéter de angora y zapatos de dos colores. Él también estaba, con aspecto de primo poco interesante de James Dean —llevaba un paquete de cigarrillos vacío remetido en la manga de la camiseta—, pero se pasó el rato sacando a bailar a Beth D’Addario, una estudiante de segundo curso con unos pechos enormes y una más enorme carcajada, de manera que el mundo entero pudiera saber lo bien que se lo pasaba. Pero cuando Beth dejó plantado a Arthur por uno del equipo de fútbol, Sarah vio su oportunidad. Corrió hacia él (Arthur estaba junto a las gradas, encogido de hombros con su cazadora tejana y cara de enfado) y se ofreció a acompañarlo a casa caminando. Él dijo que bueno, pero sin fingir siquiera que la idea le entusiasmara.

Por el camino se fue animando, probablemente porque ella no paraba de rozarlo al andar mientras le aseguraba que iba a ser un actor de cine famoso y que cuando ganara su primer Oscar le organizarían un desfile por la calle mayor de Bellington. Después, cuando le pareció que lo tenía suficientemente ablandado, hizo la pregunta que la había tenido angustiada toda la velada.

—¿Por qué no te gusto?

—Sí me gustas —protestó él.

—No mientas. Te caigo bien, pero no te gusto de verdad, como te gusta Beth.

—¡Beth no me gusta! —repuso él, molesto. Con el pelo engominado y peinado hacia atrás, Arthur tenía un aspecto más canalla que de costumbre, pero al menos en la oscuridad los granos no se le notaban tanto—. Tiene la cabeza llena de pájaros.

—Has estado hablando con ella toda la noche. Conmigo no.

—Si ni siquiera sabía dónde estabas…

—¿Lo ves? —dijo ella—. Si te gustara, lo habrías sabido. Te he observado toda la noche. No he bailado, no he hecho nada. Sólo esperar a que tú me miraras.

Arthur pareció sorprendido, emocionado incluso.

—Lo siento —dijo, y entonces la abrazó, allí en medio de Summer Street (no había nadie, pero bueno). Sarah hizo lo que pudo por no echarse a llorar—. Trataré de compensarte —añadió.

La compensó sobre un frío banco metálico dentro de un refugio de plexiglás en la estación de cercanías, que ya estaba cerrada. La intimidad del primer beso —Sarah notó el brécol que él había tomado en la cena— fue una de las pocas revelaciones auténticamente sorprendentes de su vida. «Dios mío —pensó—, le estoy chupando la lengua a Arthur Maloney… ¡y me gusta!» Era repugnante y emocionante al mismo tiempo, una combinación tan explosiva que ni se le ocurrió poner reparos cuando él deslizó una mano helada bajo su jersey y le exprimió el seno derecho con menos ternura de la que ella habría deseado.

—Lo siento —susurró.

—¿Por qué?

—Los tengo muy pequeños. Los de Beth son más grandes.

—¿Quieres dejar de hablar de Beth?

Cuando Arthur se cansó de examinarle los pechos, intentó subirle la falda. Ella se lo impidió, no porque quisiera evitarlo —en ese aspecto aún no tenía las cosas claras—, sino porque empezaba a parecerle todo muy apresurado, más de lo que a cualquiera de los dos le convenía.

—Perdona —dijo.

—No pasa nada. —Arthur suspiró—. De todos modos tengo que irme. He de descansar para la prueba de aptitud.

—Oh, Dios mío —exclamó Sarah—. Me había olvidado.

—Es el examen más importante de nuestra vida. ¿Cómo puedes haberte olvidado?

—Ha sido por ti —dijo ella.

Arthur pareció turbado ante esta confesión, como si, en el mejor de los casos, fuese un dudoso honor distraer a alguien de la prueba de aptitud. Pero la acompañó hasta su casa —todo el tiempo cogidos de la mano— y le dio un beso de despedida en el jardín.

Naturalmente, ella no pudo conciliar el sueño y tampoco fue capaz de desayunar a la mañana siguiente. Después, se sintió débil y casi delirante en el coche de su padre, quien no paró de darle consejos para el examen que ella ya había oído docenas de veces —contesta primero lo fácil, elimina las respuestas inequívocamente erróneas, no dejes nada en blanco—, mientras se aguantaba las ganas de sacar la cabeza por la ventanilla y gritar el nombre de su novio a los cuatro vientos.

Había una larga cola de alumnos ante la puerta del instituto, pero los ojos de Sarah fueron al encuentro de Arthur instintivamente, tan fuerte era la conexión. Él estaba de pie en la parte de delante, al parecer enfrascado en una seria conversación con Matt, su mejor amigo. «Está hablando de mí», pensó Sarah con orgullo, y se acercó a ellos sin pedir permiso, como corresponde a una novia.

—Lúgubre —dijo Matt.

—Luctuoso —respondió Arthur—. Melancólico.

Sarah eligió aquel momento para tocar a Arthur en el hombro.

—Estoy muy contenta —anunció—. No puedo dejar de sonreír.

Arthur se quedó mirándola como si le costara recordar el nombre de aquella chica. Se había afeitado y tenía manchitas de sangre en la barbilla.

—¿Podemos hablar de eso más tarde? —dijo—. Es que ahora estoy un poco ocupado.

Y le dio la espalda —llevaba la misma cazadora que la noche anterior—. Ella entendió, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, que se había quedado sin novio.

Entró en el instituto con el resto del rebaño, pero mientras rellenaba los espacios en blanco con su lápiz del número 2 sólo podía pensar en esto: «¿No soy lo bastante guapa? ¿Beso mal? ¿Debería haber dejado que me tocara lo de abajo? ¿Las tres cosas juntas?»

Curiosamente, todo fue bien. El examen le salió mejor de lo que esperaba. Y Beth dio calabazas a Arthur, quien volvió arrastrándose como un perrito a Sarah; salieron juntos todo un verano, y después ella se desquitó plantándolo un día antes de que empezara el nuevo curso en septiembre.

Eso era lo que la desconcertaba. Arthur Maloney no había sido una persona importante en su vida. Como mucho, era una nota a pie de página en su historia sentimental, un muchacho —ni siquiera guapo— que un día la había besado para al siguiente lamentar haberlo hecho. No había vuelto a pensar en él desde que había terminado el instituto. Entonces, se preguntaba, ¿por qué en aquellos días extraños, a la espera de que llegaran los bañadores, de repente no dejaba de pensar en él?

El bandeau de flores no era una buena idea, eso estaba claro. Le oprimía el pecho como un torniquete y no realzaba el busto como aseguraba el catálogo. Por no hablar de que Sarah se sentía siempre cohibida con prendas floreadas, como si estuviera rodeada de comillas. «Hola, hoy visto “flores”.»

El negro con aros le sentaba mejor y resultaba menos engorroso, pero era una talla pequeña. Los aros se le clavaban sin piedad, mortificándola como un corsé de ballenas. Qué curioso acordarse de polisones y miriñaques mientras llevaba puesta una prenda tan poco victoriana.

El top sí le gustó. Era informal y seductor a la vez, pues dejaba ver una modesta pero provocativa porción de abdomen. Lamentablemente, el color era infame. Por más que lo llamaran «puesta de sol rosada», era simplemente rosa y nada más. Y Sarah nunca llevaba nada de color rosa.

«Dios mío —pensó—, pero ¿qué me pasa? Nunca llevo flores, nunca llevo nada de color rosa.» Reconoció la vocecita en su cabeza, la que siempre decía no a todo. La había tenido allí agazapada toda la vida, frenando sus impulsos, impidiendo que corriera riesgos y previniéndola de conductas improductivas.

En el curso de posgrado, Sarah había escrito un trabajo en que tildaba a Camille Paglia de «falsa feminista» por reivindicar el poder sexual de unas pocas mujeres extraordinarias en vez de incidir en la opresión del patriarcado sobre la mujer en general. Criticaba especialmente la veneración que Paglia sentía por Madonna. ¿Qué podían aprender las mujeres corrientes (secretarias, camareras, amas de casa, prostitutas) de una ególatra millonaria, famosa y bella que había conseguido todo lo que quería?

Pero más adelante había llegado a la conclusión de que tenían —al menos ella— mucho que aprender de Madonna. Ésta nunca dijo: «Oh, no, yo nunca me pondré esos conos encima de los pechos. Oh, no, yo nunca posaré de autoestopista desnuda.» Siempre decía sí a todo. ¿Sombreros de cowboy? ¡Pues claro que sí! Sexo con Jesús, ¿por qué no? Ser madre… sí, eso también era guay. Cuando se cansaba de interpretar un papel, adoptaba otro. En cierto modo, se trataba de una forma de liberación. Liberación temporal, y no para todo el mundo, sólo para las pocas afortunadas con imaginación y coraje para conseguirla. En cualquier caso, la mujer no se vería libre en mucho tiempo del dominio patriarcal, de modo que, mientras tanto, cada chica a lo suyo.

El cuarto bañador que se probó era un biquini rojo, de un rojo manzana. La parte de arriba era diminuta —«esencial», según el catálogo—, pero sus pechos se acomodaban muy bien a los dos triángulos de tela. La parte de abajo era de estilo «calzoncillo de chico» que prometía «amplia cobertura». De algún modo, el diseño masculino realzaba la feminidad de su cuerpo, acentuando la curva de caderas y trasero, y ocultando la parte problemática de la ingle. Curiosamente, se gustó. Sobre todo teniendo en cuenta que era una mujer con treinta cumplidos y un parto por el camino.

«Debería ponerme de rojo más a menudo», pensó mientras se examinaba en el espejo de cuerpo entero del cuarto de baño.

Jean y Lucy levantaron la vista al mismo tiempo cuando ella entró en la sala de estar y remedó una pose de modelo con una mano en la cadera y la otra detrás de la cabeza. Lucy bizqueó. Jean se quedó boquiabierta.

—¡Caramba! —le dijo a Lucy—. Qué sexy está mamá, ¿no?

Lucy meditó esta observación con un gesto extrañamente reflexivo. Luego asintió con la cabeza, pero más bien a modo de ensayo, como si no estuviera segura de haber entendido la pregunta.

Expirando con fuerza, Jean levantó sus pesas en alto.

—Qué curioso que hayas mencionado a Dostoievski —dijo—. En nuestro grupo de lectura estamos con Crimen y castigo.

¿Crimen y castigo? —resopló Sarah, esforzándose por no perder terreno—. Es un poco fuerte para un grupo de lectura.

—En nuestro caso no. —Jean siguió moviendo las pesas, ahora frente al pecho—. Sólo leemos clásicos. El mes pasado leímos Nuestra Carrie, de Dreiser.

—Qué bien —dijo Sarah—. Algunas madres del parque quisieron convencerme para que me apuntara a un grupo de lectura el año pasado, pero lo único que leen son esas novelas de Oprah.

—Nosotras somos maestras de escuela —precisó Jean, como si eso marcara la diferencia.

—Fui a una reunión, y la mitad de ellas no había leído el libro. Sólo querían pasar el rato y hablar de sus hijos. Mira, yo hice un curso de posgrado. No debería llamarse grupo de lectura si luego no se habla de libros.

—Nosotras tenemos charlas muy interesantes. Deberías venir el mes que viene. Toca Madame Bovary. Podrías ser mi hermana pequeña.

—¿Cómo que tu hermana pequeña?

—Tratamos de que vengan mujeres más jóvenes. Las llamamos hermanas pequeñas —explicó Jean sin darle importancia—. Me encantaría que vinieras como invitada.

—Lo pensaré —dijo Sarah, gruñendo para sus adentros. Lo último que quería era pasarse la noche hablando de Flaubert con un puñado de maestras jubiladas—. Estoy segura de que mi criterio crítico es muy diferente del vuestro.

—De eso se trata. Nos vendría bien un poco de savia nueva.

Hicieron su acostumbrada ruta de cinco kilómetros por el parque y las nuevas urbanizaciones, mientras Jean levantaba sus pesas y hablaba todo el rato del grupo de lectura. Describió a las demás maestras con innecesario lujo de detalles, comentando sus antecedentes académicos y familiares sin descuidar sus encantadores rasgos de carácter. Bridget hablaba tres idiomas y había viajado por «todas» partes. Alice, atractiva pero muy exigente, iba por su tercer marido. El hijo de Regina, que había llegado muy alto, era director general de una de las quinientas empresas principales según Fortune. Josephine era muy graciosa y pertinaz, pero su memoria dejaba bastante que desear. Laurel sólo asistía en verano y otoño; el resto del año era una viuda que se dedicaba a jugar al golf.

—Yo intenté que Tim se aficionara al golf —dijo cuando llegaron de nuevo a su calle—, pero no hubo manera. Está demasiado ocupado mirando las musarañas todo el día y dejando que el cerebro se le atrofie. Es difícil de creer, pero hace veinte años se lo consideraba un hombre encantador e inteligente.

Cuando Jean se ponía a hablar de su marido, era difícil pararla. Muchas veces, sus caminatas terminaban en casa de Sarah para tomar un vaso de agua, y luego ésta tenía que escuchar, como una terapeuta, una hora entera de quejas acerca de lo mal que llevaba Tim la jubilación. Pero aquella noche Sarah se salvó gracias a un hecho sorprendente: Theresa, la del parque, estaba sentada en los escalones. Obviamente, con intención de hablar con Sarah.

—Tendrás que perdonarme, Jean —dijo ésta—. Creo que tengo visita.

Sarah no veía a las otras madres desde el día del beso. Había vuelto al parque de Rayburn School a la mañana siguiente y luego dos días más, pero sin encontrar a las habituales, la mesa de picnic vacía. No habrían podido ser más claras si le hubieran enviado una carta certificada de repulsa.

Mary Ann y Cheryl no le importaban, se alegraba de perderlas de vista. Pero echaba de menos a Theresa —siempre habían conectado bien— y había pensado telefonearle para justificarse un poco. Y he aquí que aparecía en su casa, su mera presencia una especie de tácito perdón. Sarah no pudo evitar sonreír al entrar en el camino particular.

—Caramba —dijo—. Mira quién está aquí.

—Espero que no te importe —repuso Theresa—. Tu marido ha dicho que volverías enseguida.

—Me alegro de verte. ¿Te apetece una taza de té?

Theresa negó con la cabeza.

—Sólo tengo un minuto. He venido para avisarte. ¿Sabes ese tipo, el pervertido? Pues ha estado rondando el parque en bicicleta, observando a los niños.

—Dios mío —se alarmó Sarah—. ¿Lo sabe la policía?

—No pueden hacer nada. No está quebrantando ninguna ley. —Sonrió amargamente—. Supongo que tienen que esperar a que mate a alguien. Sólo he pensado que debías saberlo. Hay que tener mucho cuidado.

—Gracias. Eres muy amable. —Sarah dudó un instante—. ¿Seguro que no quieres un té?

—Seguro, gracias.

—Vamos, pasa aunque sea un momento.

Theresa se puso en pie.

—Lo siento, Sarah. No creo que sea buena idea.

—No fue mi intención besarle —dijo Sarah a bocajarro—. Ni siquiera sé cómo pasó.

Theresa se encogió de hombros, como si eso fuera agua pasada.

—He de volver a casa —dijo, y le dio unas palmaditas en el brazo—. Mike estará preocupado.

Sarah permaneció sentada en el porche viendo cómo aparecían las luciérnagas en el césped y sintiéndose como una tonta. Había pensado que Theresa quería disculparse, o reírse con Sarah de lo bruja que podía ser Mary Ann. Pensaba que iban a hacer las paces, tomar un té, ver la manera de reanudar su amistad. Pero sólo había ido a prevenirla acerca de un ciclista pervertido.

Se arrepintió de no haberle pedido un cigarrillo, porque ahora mismo no podía hacer otra cosa que entrar en casa y ver a Richard, y no sabía si estaba preparada para eso. Todavía no le había perdonado su manera de tratarla cuando por fin se había decidido a bajar del estudio. Richard había entrado en la sala de estar con la camisa por fuera y la expresión vidriosa que se le ponía cuando estaba demasiado rato frente al ordenador, y le había dicho que ya podía ir a dar su paseo. La miró a los ojos al decirlo, pero fue como si no la viera, como si ella no estuviese a dos pasos de él luciendo un biquini rojo que le sentaba de maravilla.