El megáfono
Después de pasarse el día amenazando con ir al partido de fútbol, la suegra de Todd se echó atrás en el último momento.
—¿Estás segura? —preguntó él, procurando que no se le notara la alegría—. Por mí puedes venir.
—Me gustaría —mintió Marjorie—, pero estoy un poco cansada. Tú y Aaron me habéis hecho saltar mucho esta tarde.
—Parece que te has quedado solo —dijo Kathy, sentada en el sofá al lado de su madre. No se parecían en nada (Marjorie era baja y corpulenta, llevaba permanente y pequeñas gafas octogonales), pero ambas lo miraban con la misma expresión de pocos amigos, como si hiera un adolescente que se va a quedar solo en casa y es indigno de la menor confianza.
—Como quieras —murmuró Todd—. Tú decides.
Qué tonto había sido al creer que la cena había ido bien, que Sarah y él habían conseguido apaciguar los recelos de Kathy, al menos por el momento. Ella, desde luego, no lo había acusado de nada, y tampoco había dejado traslucir la menor sospecha por su parte. Lo único que Kathy dijo antes de acostarse aquella noche fue que le había gustado conocer a Sarah y a Richard, y que Lucy era un encanto de niña.
Pero dos días más tarde su madre se había presentado con tres maletas, en «visita sorpresa» de una duración siniestramente indeterminada. A partir de entonces, las actividades y el paradero de Todd habían estado controlados como si fuese un psicópata que amenaza de muerte al presidente de la nación. Marjorie los acompañaba a él y Aaron a todas partes: el parque, la biblioteca, el súper, la piscina, el cine. Si Todd quería dar un paseo después de cenar, a Marjorie también le apetecía tomar el fresco. Le extrañó que no se metiera con él en el cuarto de baño, para charlar mientras estaba sentado en el váter o para frotarle la espalda en la ducha. Y cuando conseguía escaparse por la tarde para correr un poco, todo el tiempo esperaba que su suegra apareciera en un coche, cronómetro en mano y dándole ánimos a voz en grito por la ventanilla.
Aparte de algún e-mail amoroso que conseguía enviar cuando Marjorie flaqueaba un momento, Todd no tenía contacto sustancial con Sarah desde hacía cinco días. Estaba empezando a pensar en medidas drásticas, como escaparse por la noche y tirar piedrecitas a la ventana de su dormitorio. Cualquier cosa con tal de estar unos minutos a solas con ella para besarse. Incluso llegó a pensar en buscarse un empleo cualquiera, para poder verla durante la pausa del almuerzo.
Lo peor era la piscina, encontrarla en su sitio habitual con su escueto biquini rojo —el menor atisbo lo sacudía como un desfibrilador— y no poder extender la toalla junto a la suya ni ponerle loción solar en la espalda, no poder hacer otra cosa que intercambiar miradas anhelantes desde lejos, mantener una especie de conversación silenciosa en la que Todd siempre acababa encogiéndose de hombros, impotente ante la pregunta tácita de ella: ¿cuándo podré verte?
—Además —dijo Marjorie, dando unas palmaditas cariñosas a la pierna de Kathy—, quiero estar un rato con mi hija. Apenas he podido hablar con ella desde que llegué.
Todd se inclinó para anudarse las zapatillas de deporte, pensando en llamar a Sarah desde el móvil. Quizá ella podría salir de casa aduciendo que se había olvidado un ingrediente crucial en el supermercado o algo así, y pasar unos minutos con él antes del partido. Mejor eso que nada. En ese momento sonó un claxon en la calle.
—Es para mí. —Todd se levantó de un salto y fue hacia la puerta, rogando que Marjorie no cambiara de opinión en el último instante.
—¿A qué hora volverás? —preguntó Kathy.
—No lo sé. A la una o las dos, supongo.
—Ten cuidado —le advirtió Marjorie, sonriendo como si todo fuera muy divertido—. Y no te metas en líos.
Podría pensarse que estar acusado de agresión y tener un ruinoso pleito civil pendiente quita las ganas de jugar al fútbol, pero Larry estaba totalmente enardecido ante el colofón de la temporada: Guardians contra Controllers. Todd lo notó en el momento de subir al monovolumen. Su colega iba colocado de adrenalina, ansioso por entrar en combate. En vez de decir hola, le propinó a Todd un puñetazo en el esternón.
—¿Preparado? —dijo. Fue una pregunta de una intensidad cruda, no retórica—. Más te vale, tío.
—Lo estoy. —Todd le sostuvo la mirada pero habló con voz suave—. ¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?
Larry no dejó entrever si entendió la pregunta como una alusión a sus problemas legales o al asedio a que lo sometían los medios informativos a raíz de su arresto.
—Te diré algo. —Su expresión se relajó un poco mientras arrancaban—. Siempre me ha gustado ser el supuesto perdedor. Me gusta saltar al campo sabiendo que el otro tío cree que voy a hacerme el muerto, sobre todo si ese otro tío es un gilipollas arrogante. Me encanta ver la cara que pone la primera vez que le hago caer de culo y entiende que nos vamos a liar a puñetazos.
Decir que los Guardians salían como perdedores era decir poco. Con cinco partidos jugados y cinco derrotas, eran los últimos de la liga nocturna, una ineficaz e inepta pandilla de aficionados que siempre conseguía encontrar una nueva manera de arrebatar la derrota de las fauces de la victoria, al menos en las raras ocasiones en que «victoria» era una vaga posibilidad. La semana anterior habían sido vapuleados por los modestos Technicians —que no ganaban un partido desde hacía tres temporadas— con un rotundo 20 a 0. Los Controllers, en cambio, llevaban cuatro victorias y una derrota, y su ofensiva era tan fulminante que en todos los partidos conseguían entre cuarenta y cincuenta puntos. Lo más seguro era que no estuvieran pensando en los Guardians, sino en el siguiente partido del campeonato, contra sus eternos rivales los Auditors.
—Son buenos atletas —concedió Larry—, pero también un hatajo de llorones. Les zurras la badana un par de veces y sólo quieren volver a casa.
—No estaría mal conseguir una victoria contra pronóstico —dijo Todd, mirando tristemente hacia la calle de Sarah al pasar por allí, y preguntándose qué estaría haciendo, si lo echaba de menos tanto como él a ella.
—Tenemos que cortarles las carreras. Ahí está la clave del partido. En los pases son más malos de lo que parece.
Era increíble que Larry estuviera tan concentrado en el fútbol cuando su vida atravesaba una etapa tan turbulenta. La situación de Todd no era ni la mitad de difícil, y él apenas había pensado en el partido durante la semana.
—¿Qué tal es tu abogado? —preguntó—. ¿Estás satisfecho con su trabajo?
—Hombre, no es Johnnie Cochran —dijo Larry—, pero yo tampoco soy O. J. Simpson.
—Estarás un poco acojonado.
—¿Acojonado? —Larry lo miró con sorpresa—. ¿Crees que algún jurado me va a declarar culpable de agredir a Ronnie McGorvey? No me extraña que no aprobaras tu examen. Probablemente me darán una medalla.
Larry no dejó de animar y caldear al resto de los Guardians mientras hacían los ejercicios y estiramientos previos; a ratos parecía la animadora jefe, y a ratos Vince Lombardi.
—¡Nosotros somos más duros que ellos! —proclamó, golpeando vigorosamente en las sienes a Correnti, como si éste llevara casco— ¿Tengo razón o no tengo razón, eh? ¡¿Tengo razón?!
—Hijos de la gran puta —replicó Correnti, devolviendo el golpe—. Unos cabrones corredores de bolsa, eso es lo que son.
Sonriendo, Larry pasó a su siguiente cobaya. Aporreó los hombros sin protecciones de DeWayne con ambos puños, como si pretendiera hundirlo en el suelo.
—¿A quién vamos a aplastar? —preguntó.
—¡A los Controllers! —bramó DeWayne.
Pete Olaffson era el siguiente de la fila. Como si ejecutaran una danza bien aprendida, Larry y Pete chocaron cuerpo contra cuerpo, tres veces a la derecha y tres a la izquierda.
—¿Quién es un ganador?
—¡Yo!
—¡Adelante, Guardians!
—¡Adelante, Guardians!
—¡A partir culos!
—¡A partir culos!
Larry se contoneó hacia Todd con ademanes jactanciosos que habrían sido cómicos de no ser por su expresión glacial.
—¿Quién va a marcar el primer touchdown? —chilló, y lanzó un puñetazo al estómago de Todd como si estuviera ejercitándose con el saco.
—¡Yo! —entonó Todd, obediente, tensando los abdominales para minimizar el golpe.
—¡Y yo el segundo! —gritó DeWayne.
—¡El tercero lo marco yo! —aulló Bart Williams.
Al principio fue como una broma, una parodia de los entrenadores de instituto que todos recordaban con diversos grados de cariño y rencor, pero al cabo de un rato la cosa tomó visos de seriedad. Todd había presenciado este fenómeno en todos los deportes que había practicado desde su época juvenil. El estado de ánimo de un equipo era siempre delicado y volátil; bastaba una sola persona para cambiar toda la química del grupo.
El febril optimismo de Larry se contagió a sus compañeros como un virus. Cuando tomaron posiciones para el saque, los Guardians estaban rebosantes de excitación. Como si hubiera tomado una poción mágica, Bart Williams, un jugador bastante anodino, avanzó hacia el balón y conectó un tremendo zapatazo. El balón se elevó más allá de los focos hacia el cielo nocturno, planeando sobre las cabezas de los boquiabiertos adversarios hasta botar más allá de la zona de anotación.
Si los Auditors eran los matones de la liga nocturna, los Controllers eran los guaperas, chicos de veintipocos años con prendas de lycra, gente del mundo de las finanzas que había llegado al estadio en una caravana de BMW, Lexus y Cadillac todoterreno, trayendo consigo un pelotón de tías buenas a quienes, aparentemente, no les importaba acostarse tarde para animar a los chicos, señal inequívoca de que eran novias y no esposas.
Su actitud al romper la piña y situarse para recibir el primer touchdown fue de chulería, de manifiesta autoridad. El quarterback —un rubio larguirucho con las facciones muy marcadas y un bronceado profesional— miró hacia la línea de golpeo con la incuestionable confianza de alguien que cobraba nóminas de seis cifras desde que se licenció en Empresariales, un tipo brillante con agenda electrónica, coche de lujo alemán y beneficios suculentos.
«Ése podría haber sido yo», se dijo Todd mientras cambiaba nerviosamente el peso de pierna en la línea secundaria. Lo pensó sin vergüenza ni rencor, aceptando la verdad con un orgullo casi perverso. Se sentía bien donde estaba ahora, a este lado de la línea con Larry y DeWayne, hombres que ganaban al año cuarenta o cincuenta de los grandes y que se las veían y deseaban para reunir la entrada para una casita de dos habitaciones necesitada de reformas, hombres para quienes un coche nuevo era un lujo que sólo podían permitirse cada cinco años.
En la primera jugada, los Controllers corrieron por el centro del campo. Desde su ventajosa posición de último defensa, Todd vio abrirse un hueco en la línea frontal de los Guardians, una brecha momentánea entre Olaffson y Correnti lo bastante grande para que se colara por ella el medio de los Controllers, un velocista nervudo que por lo visto participaba en competiciones de triatlón fuera de temporada. Interpretando perfectamente la jugada desde su posición de defensa, Larry corrió para chocar de frente con él. Sin embargo, la colisión no se produjo. Con unas rápidas fintas que dejaron a su presunto placador agarrando dos puñados de aire y caído de morros sobre el césped artificial, el Ironman se escabulló en dirección a Todd, el último recurso defensivo.
Era uno de aquellos corredores astutos, un virtuoso del quiebro y el engaño, los ojos mirando hacia un lado, los hombros hacia otro y las piernas hacia otro, pero Todd tenía experiencia suficiente para concentrarse en sus caderas («Señores —solía decirles el entrenador Breeden—, las caderas no engañan. Ni en la alcoba ni en el terreno de juego.») Comprendiendo que no iba a esquivar al contrario pese al bailoteo, el medio lo intentó a la brava, variando el rumbo hacia la banda mediante un súbito cambio de ritmo. Cuando ya rebasaba a Todd, éste consiguió atraparlo por detrás con un desesperado placaje en plancha que probablemente evitó un touchdown.
Las novias de los Controllers se levantaron a una de la grada, vitoreando como animadoras cuando Ironman se puso en pie de un salto, sacudiéndose sus hirsutas y poderosas piernas de una mugre inexistente con las manos enguantadas.
—¡Así se hace, Zack!
—¡Los Controllers arrasan!
—¡Adelante, chicos!
Todd se levantó con más cautela e intentó ignorar la quemazón que sentía en la rodilla derecha, que se había pelado contra la maldita moqueta verde. Ironman se sacó la protección bucal y sonrió.
—Majete —le dijo a Todd, dándole una palmada de colega en el hombro—, conmigo vas a tener trabajo.
Mientras volvía hacia la piña, Todd reparó en las caras lánguidas de sus compañeros, en la sensación de derrota inminente que había sustituido a la irracional exaltación de unos minutos atrás. Había bastado una mala jugada para despertarlos del sueño colectivo, para recordarles que eran un hatajo de perdedores y que los esperaba una buena tunda. Pero Todd no estaba dispuesto a rendirse todavía.
—¡Vamos, vamos! —los animó batiendo palmas—. ¡Hay que concentrarse en el juego!
—Ha sido fallo mío —admitió Larry, apretando los dientes—. No volverá a pasar.
—Claro que no —dijo DeWayne—. La próxima, cárgate a ese mamón.
—¡Hay que metérsela hasta el fondo! —rugió Correnti.
Los Controllers, muy ladinos ellos, repitieron la misma jugada en cuanto el balón se puso en movimiento, y el desarrollo fue exactamente el mismo, sólo que esta vez Larry no se dejó engañar por el baile de piernas. Tapó el hueco como Dick Butkus en un granuloso documental de 1971, y chocó con el medio contrario en un placaje torso contra torso de tal ferocidad que Todd se estremeció pese a que estaba a diez metros de distancia. Ironman se tomó su tiempo para levantarse, y cuando lo hizo tenía la expresión que Larry había descrito en el coche: la mirada ofuscada del tipo que de repente ve que su paseo ha derivado en pelea callejera.
Para asombro de Todd —y no digamos de los Controllers y sus novias—, al final hubo partido, una pelea a golpes con tanteo bajo e igualado que mantuvo el interés hasta el último segundo. Los Controllers marcaron primero, después de recuperar un balón perdido por Bart Williams en terreno de los Guardians hacia el final del segundo cuarto. Los Guardians igualaron al principio de la segunda mitad, moviéndose metódicamente por el campo tras una jugada de ochenta yardas. Hacia el final del último cuarto, los Controllers marcaron un gol corto, lo que les daba una precaria ventaja de 10 a 7 con los Guardians en posesión del balón para la que se preveía su última ofensiva.
Por lógica, los Guardians eran el equipo que debía estar preocupado: iban perdiendo y se acababa el tiempo. Cuando Todd se situó en su posición, vio, como el resto de los que estaban en el campo, que eran sus adversarios los que estaban asustados. Con menos de dos minutos por delante, los Controllers parecían rotos y desmoralizados. Ironman tenía el ojo derecho amoratado; el quarterback lucía un labio hinchado que le hacía cada vez más difícil cantar las jugadas. El receptor en la línea de golpeo —un asiático con el pelo a cepillo y más rápido que un guepardo— tenía la camiseta medio rota por la cintura, como si no hubiera completado su metamorfosis en el Increíble Hulk. Durante toda la segunda mitad, los frustrados fenómenos no habían dejado de criticarse unos a otros, desahogándose consigo mismos y no con los Guardians. Y aún más revelador, sus cachondas animadoras se habían sumido en un perplejo y fúnebre silencio.
Los Guardians, por el contrario, parecían haberse fundido en un grupo compacto por primera vez en la temporada, actuando con espíritu de equipo y mutua admiración. Habían jugado por encima de su nivel durante buena parte del partido, frenando a la ofensiva más temible de la liga y moviendo el balón por el campo con sorprendente poderío, pese a su frustrante incapacidad para sumar más de siete puntos por partido. Todos habían contribuido —DeWayne atrapando seis pases de Todd, uno de ellos para un touchdown; Olaffson y Correnti consiguiendo cinco sacks; Bart salvando un touchdown con una parada espectacular—, pero Larry los había superado. Estaba por todas partes, haciendo jugadas que no le correspondían en absoluto, como atajar pases de down, anticiparse a jugadas de engaño e incluso, una vez, placar a Ironman por detrás en un lance crucial. Si el partido terminaba con esa derrota mínima, los Guardians irían a celebrarlo a un bar, mientras que los victoriosos Controllers beberían en lúgubre silencio, sabiendo que un equipo al que debían zurrar les había bajado los humos.
Sin nada que perder, los Guardians rompieron la piña en línea del primer down. Todd simuló un pase a Bart y lanzó un globo hacia la banda izquierda que DeWayne no consiguió recibir por centímetros. En el segundo down, consiguió completar un rápido pase lateral para una recepción de cinco yardas. Los Controllers cargaron contra él en el tercer down, obligándolo a lanzar el balón lejos.
Era su última oportunidad: quedaba un minuto, cuarto y quinto downs en su propia línea de treinta y cinco. Todd voceó un pase y sus tres posibles receptores corrieron hacia la banda derecha, cada uno cinco yardas más adelantado que el otro. Recibió el balón y fintó hacia la derecha, buscando a Richie Murphy, el compañero más cercano a él. Estaba marcado, lo mismo que Bart, el receptor medio. Se dispuso a lanzar el balón a DeWayne, su última y mejor alternativa, pero éste resbaló y cayó al suelo al intentar abrirse paso en diagonal.
Casi en el mismo momento, Todd intuyó a su izquierda la embestida de un rival. Se detuvo en seco, erguido y mirando al frente, favoreciendo que el otro lo placara de cintura para arriba. Era un truco muy sabido. En el último instante hizo un quiebro agachándose y los ciento diez kilos del defensor de los Controllers pasaron volando por encima de él para aterrizar cerca de la banda con el estrépito de un elefante.
Aquello fue el caos, una jugada de engaño en toda regla. Todd giró rápidamente hacia su izquierda, buscando escabullirse lo suficiente para que sus receptores se desmarcaran. Pero lo que vio al retroceder hacia el medio campo lo obligó a reconsiderar rápidamente su plan. Había tanto verde delante de él que era casi un sueño, una gran extensión de terreno despejado, más de lo que necesitaba para un primer down. Protegió el balón y echó a correr.
Había recorrido ya diez yardas y nadie parecía entender qué se proponía. Quince yardas, veinte, veinticinco, devorando el césped con cada potente zancada. Oyó una especie de redoble a su derecha, señal de que le venían pisando los talones.
«No mires —se dijo—. Sigue corriendo. Primero una pierna y luego otra. Cómete todo el campo.»
Alguien le echaba el aliento en la nuca cuando cruzó la línea de treinta yardas de los Controllers, cosa que no lo sorprendió: sabía que al menos dos jugadores contrarios eran más rápidos que él. Lo que sí le causó sorpresa, cuando miró atrás, fue ver a DeWayne interceptando al perseguidor, agitando sus morcilludos brazos y piernas a la velocidad de los dibujos animados, su respiración una sinfonía de jadeos. Por detrás y acercándose a marchas forzadas, venían los dos Controllers que él suponía, el Ironman y el asiático, ambos ganando terreno con ágiles zancadas y una expresión resuelta y furiosa.
Acababa de cruzar la línea de veinte cuando DeWayne viró de improviso y atajó al asiático con un placaje de manual, cosa que Todd percibió confusamente con el rabillo del ojo. Ahora era una carrera mano a mano entre él y Ironman, y sabía que llevaba las de perder. Calculó los ángulos a medida que avanzaba y dedujo que a la altura de la línea de diez yardas sería lanzado fuera de la cancha, cosa que le pareció tan inaceptable como inevitable.
A menos que…
Al cruzar las quince yardas, Todd aminoró la marcha de forma tan drástica e inesperada que Ironman pasó de largo con un desolado alarido de protesta, saliéndose del terreno de juego y cayendo de bruces al césped artificial. Todd tuvo el camino despejado para llegar a la zona de anotación.
Giró sobre los talones y retrocedió hasta la línea de meta con el balón levantado triunfalmente sobre la cabeza, un gesto que parecía arrogante cuando los profesionales lo hacían por televisión, pero que en ese momento le permitió observar a sus compañeros, que llegaban ya a todo correr. Hincó el balón en tierra y los esperó con los brazos abiertos, sus pulmones dilatados como si quisiera tragarse la noche entera. Sólo deseó que Sarah hubiera estado allí para verlo, para conocerlo como él mismo se había conocido unos segundos antes, no el héroe atlético que consigue el touchdown ganador, sino un hombre hecho y derecho experimentando un fugaz momento de gracia.
Y entonces la vio.
No supo por qué levantó la cabeza en aquel preciso instante hacia las gradas desiertas —un acto reflejo de hábito o de esperanza, quizá la carga magnética que ella despedía—, pero allí estaba Sarah, deseo hecho realidad, sentada en la fila superior bajo una valla publicitaria. Le hacía señas con el brazo y su rostro brillaba como un faro, mientras su boca formaba palabras que Todd creyó entender claramente, como si no hubiera distancia entre ellos, palabras que él le habría devuelto si no hubiera quedado sepultado bajo el alud de sus compañeros, una montaña humana de júbilo deportivo.
—¿Dónde coño se ha metido Todd? —preguntó Correnti—. Quería invitarlo a un trago.
Larry se encogió de hombros.
—Ha dicho que ahora venía.
—Creo que tenía un plan mejor —dijo Richie Murphy.
—Joder —dijo Bart Williams, meneando la cabeza con aire nostálgico—. No me digáis que no ha sido una carrera brillante. Sesenta y cinco yardas en una jugada de pase sin intercepción. Deberían ponerla en ESPN.
—No lo habría conseguido sin la ayuda de este enanito —observó Olaffson mientras pasaba una servilleta de papel por el cráneo ya reluciente de DeWayne—. ¿Habéis visto cómo se cargó a ese mamón? ¡Menudo aterrizaje!
—El amigo Todd tenía alas en los pies —rió DeWayne—. ¡Qué manera de correr!
—Yo desde luego no le guardo ningún rencor —declaró Bart—. El chaval se merece un buen polvo después de un touchdown como ése.
Correnti levantó su jarra.
—¡Por Todd! Aunque nos haya plantado por un coñito de madrugada.
Larry se sumó al brindis, pero su cabeza estaba en otra parte. No le parecía correcto que Todd se saltase la única celebración en todo un año, más aún siendo el héroe de la jornada. Sin él, faltaba algo, era una fiesta sin invitado de honor.
—¿Seguro que no era su parienta? —preguntó Olaffson, con gesto de preocupación. Pete era un reciente converso a una secta evangélica, se negaba a ver películas porno, no bebía alcohol y no había perdonado a Clinton lo de la mamada.
—A ver si te enteras —dijo Correnti—. Nadie se lo monta con su mujer a medianoche y en un campo de fútbol.
Larry no era un tiquismiquis como Olaffson, pero incluso a él lo había sorprendido la osadía de su amigo. Había perdido la pista de Todd recién terminado el encuentro, distraído como estaba con el gratificante espectáculo de los Controllers abandonando el terreno cabizbajos y avergonzados, mientras sus estupendas novias les daban maternales palmaditas en la espalda. Sólo cuando él y el resto de los Guardians se encaminaron al aparcamiento se dio cuenta de que se había quedado sin copiloto.
—¿Alguien ha visto a Todd? —preguntó.
DeWayne señaló hacia un extremo del campo, donde dos personas, hombre y mujer, se daban el lote bajo la portería. Incluso a esa distancia, Larry vio que no era la esposa de Todd. Había conocido a Kathy hacía un año en el supermercado, y aunque reconocía que estaba buenísima, le parecía inquietantemente alta, esto es, más alta que él. Y aquella mujer que se besuqueaba con Todd tenía que ponerse de puntillas y estirar el cuello para alcanzar sus labios.
Larry decidió concederles unos minutos para que se desfogaran, pero ellos no daban señales de aflojar, mucho menos de parar. Él no estaba dispuesto a esperar toda la noche viendo cómo Todd le sobaba el trasero a una mujercilla, de modo que cruzó el campo y se dirigió hacia los tortolitos. Llegado a la línea de diez yardas (le pareció distancia más que razonable), se detuvo y carraspeó lo más fuerte que pudo.
—¿Qué? —dijo Todd medio cabreado, como si Larry hubiera irrumpido en su alcoba—. ¿Qué quieres?
—Los chicos van a tomar una copa. ¿Vienes?
—Vaya por Dios. —El suspiro de Todd pudo oírse a casi veinte metros—. Me quedo un rato por aquí. Me reuniré con vosotros más tarde.
—Pero vendrás, ¿eh? Tenemos que celebrarlo.
—Sí, sí. Enseguida voy. Dadme quince o veinte minutos. —Dudó un momento, como si la mujer le hubiera susurrado algo—. Máximo media hora.
—¿Lo prometes?
—Joder, Larry, te lo acabo de decir.
—No quería interrumpiros —se excusó Larry—. Es que… Después pienso ir a Blueberry Court. Esperaba que me acompañaras.
—¿Y los otros? ¿Por qué no se lo pides a alguno de ellos?
—Son polis, hombre. No pueden meterse en esas cosas.
Todd soltó a la mujer y avanzó unos pasos en dirección a Larry.
—Te daré un consejo —dijo—. No te acerques a esa casa. Sólo conseguirás que te arresten otra vez.
Larry miró un momento a la mujer, tratando de ubicarla. Estaba casi seguro de haberla visto en alguna parte, con aquel pelo estropajoso y cara de mal genio. «Debería estar con alguien como yo —pensó—, no con Todd.»
—Bueno —dijo—. Que me arresten. Si quieren encerrarme por proteger a mis hijos, que lo hagan. Me convertiré en un maldito mártir.
Mucho después de que los Guardians se hubiera marchado, Larry se quedó como un novio plantado junto a su monovolumen en el aparcamiento casi desierto del bar restaurante Casey’s, consciente de que Todd había pasado de él pero esperándolo igual.
No era que necesitara ayuda. En un sentido puramente operativo, Larry trabajaba mejor solo. Lo único que hacía Todd era esconderse en el coche e intentar convencerlo de que desistiera de sus propósitos. «Es tarde —le decía—, ahora no puedes llamar al timbre. No vas a prender fuego a esa bolsa de mierda, ¿verdad? Vamos, Lar, deja en paz a la pobre vieja. Ella no es una delincuente…» Pero quizá era precisamente eso lo que él necesitaba, alguien que le abriera los ojos, una voz sensata que lo aconsejara, que le impidiera hacer algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse. Si Todd hubiera estado con él aquel día en la iglesia, Larry no habría perdido los estribos y quizá ahora no estaría de mierda hasta el cuello.
Por otra parte, aunque había sido una estupidez, Larry no lamentaba haber descoyuntado a Ronnie. No pensaba lamentarse de que el pervertido se hubiera roto un brazo —aun tratándose de una fractura bastante fea—, y la mayoría de sus conciudadanos parecía opinar lo mismo. A muchos de ellos les indignaba más que el fiscal del distrito hubiera presentado cargos contra un Padre Preocupado que el hecho de que un maníaco sexual sufriese contusiones y magulladuras a causa de una caída provocada en los escalones de la iglesia. Por cada carta al director que censuraba el «comportamiento rudo y violento» de Larry y exigía saber quién lo había erigido en «juez, jurado y verdugo», había dos más que lo defendían por su «reacción completamente justificada» y una tercera que incluso lo calificaba de héroe.
Después de haber vivido una era glacial de infierno privado y humillación pública, Larry había empezado a notar, en la última semana y media, un perceptible cambio en la atmósfera. Las mujeres lo saludaban con el brazo cuando iba por la calle; los hombres se acercaban para estrecharle la mano. Parecía el inicio de una nueva etapa: adiós al viejo Larry Moon, el poli de gatillo fácil y probablemente racista, y bienvenido el nuevo Larry Moon, el padre vengador y defensor de los inocentes, el tipo que había hecho realidad la secreta fantasía de todo Bellington.
—No te rindas —le decían sus vecinos—. Sigue peleando.
Y eso era exactamente lo que pretendía hacer; pero aun así anhelaba que Todd estuviese allí. Debía de ser un remanente de su época de policía, la sensación de seguridad que da tener un compañero, saber que alguien fiable te cubre las espaldas. Esa noche, sin embargo, no iba a tener ese lujo.
—¡Despierta!
Por un momento (esa extraña tierra de nadie entre el sueño y la vigilia) May McGorvey pensó que oía la voz de Dios, llamándola desde el cielo para anunciarle su hora.
—¡Despierta! —repitió la voz.
—Muy bien. —May se incorporó en la cama con el corazón desbocado, pero sin miedo—. Estoy despierta.
—¡Abre los ojos, vecino! —La voz sonaba más áspera de lo que ella esperaba—. ¡Saca la maldita cabeza de la arena!
«¿Vecino? —pensó May—. ¿Sacar la cabeza de la arena?»
Se levantó demasiado aprisa y tuvo que volver a sentarse para que se le pasara el mareo. Cuando por fin llegó a la ventana, ya había comprendido que no era la voz de Dios la que estaba escuchando.
—¿No queréis a vuestros hijos? ¿No deseáis protegerlos del mal? Entonces ¿por qué no estáis haciendo algo al respecto?
May subió la persiana. Aquel hombre horrible estaba enfrente de su casa, escupiendo veneno por un extraño megáfono.
—Blueberry Court, ¡hay un pervertido entre vosotros!
No tenía derecho, ningún derecho, a pisotear el césped —«mi césped», pensó amargamente May— y proferir cosas espantosas por aquella especie de corneta; no tenía derecho, después de lo que había hecho en la iglesia.
—¡Vuestros hijos no están a salvo!
Hacía tiempo que May no se encontraba bien —piernas débiles, dificultades respiratorias—, y ahora que Ronnie llevaba un brazo en cabestrillo, sus fuerzas se estaban agotando. Ronnie no podía abrocharse los zapatos ni la camisa, ni cortar la carne. Era otra vez como un niño que la necesitaba para todo. May estaba muy cansada, más de lo que había estado en toda su vida.
—¡En esta casa vive un asesino! ¿Es que no os importa?
«Cerdo —pensó—. Sé lo que te propones.»
May sintió un acceso de ira que operó como una droga milagrosa: sus piernas la sostuvieron firmes cuando cruzó el pasillo del piso de arriba, la respiración profunda y regular. Volvía a ser la de antes cuando bajó las escaleras y abrió la puerta.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Fuera de mi jardín!
La anciana, fuera de sí, cojeaba hacia él descalza y con un camisón corto, mientras sus senos enormes se bamboleaban de tal manera que Larry sintió vergüenza ajena.
—¿Quién diantre te has creído que eres, alimaña venenosa?
Larry hizo caso omiso.
—¡No queremos pervertidos en el parque! ¡Fuera los pervertidos!
—¿Te crees Dios? —le gritó la anciana, su rostro desdentado convertido en una horrorosa máscara de rabia y abominación—. ¡Pues no lo eres!
—Ya sé que no soy Dios —replicó Larry, todavía por el megáfono—. Nunca he dicho que lo fuera.
La anciana forzó una sonrisa aviesa y siseó con voz preñada de odio:
—Tú eres un asesino. Tú asesinaste a aquel pobre chico.
Larry bajó el megáfono.
—Yo no asesiné a nadie —dijo, haciendo un gran esfuerzo por dominarse—. ¿Por qué no entra y se pone algo de ropa?
Para su sorpresa, aquella bruja intentó arrebatarle el megáfono, pero Larry lo tenía bien sujeto por el asa y ambos forcejearon.
—Le metiste una bala en el cuello —añadió ella, separando los pies y dando otro tirón al cacharro—. Lo leí en el periódico.
Larry tiró también, pero la mujer tenía más fuerza de lo que aparentaba, o quizá estaba más furiosa que él.
—Aquello fue un error —dijo—. No lo llame asesinato.
Hincó los talones en la tierra e hizo fuerza. Ahora era un tira y afloja en toda regla, agachados y girando lentamente en círculo, disputándose el megáfono con todas sus fuerzas. La mujer aflojó un poco en el mismo momento que se oyó una voz.
—Márchese a su casa.
Larry miró hacia atrás y vio a dos hombres en el bordillo, uno grandullón con un pijama ligero y uno menudo con pantalón de traje y camiseta. Era el primero quien había hablado.
—La policía está de camino —añadió el menudo.
El grandullón miró a Larry con ceño.
—Está asustando a mis hijos —le dijo—. Así que haga el favor de callarse.
—Es bueno que sus hijos se asusten —replicó Larry, aferrando con más fuerza el asa—. Viven a dos pasos de un maníaco sexual.
Mientras se preparaba para un último y tremendo tirón oyó una sirena a lo lejos. De repente, la anciana soltó el megáfono y Larry salió despedido hacia atrás, cayendo de culo con el cacharro sobre el pecho.
Al levantarse, vio que los dos hombres estaban acuclillados en la hierba, mirando a la anciana y meneando la cabeza. Ella estaba de espaldas, como un boxeador recién tumbado esperando la cuenta final.
—Mire lo que ha hecho —dijo el menudo cuando Larry se acercó.
Un escalofrío de miedo lo recorrió al contemplar a la señora McGorvey. Estaba viva, menos mal; sacudía las extremidades y de su garganta surgía un espantoso gorgoteo. Tenía los ojos muy abiertos y lo miraba fijamente. Sus labios se movían aunque no le salían palabras, solamente unas burbujitas espumosas de saliva.
—Ay, Dios —exclamó Larry—. Lo que me faltaba.
Estaban tendidos de espaldas en la línea de cincuenta yardas, contemplando el cielo como si en él pudiera aparecer de repente la respuesta a su pregunta no formulada, unas letras amarillas que contrastarían con la negra bóveda celeste. Todd buscó la mano de Sarah y sus dedos sudorosos se enlazaron.
—No quiero regresar a casa —dijo él—. Quiero quedarme aquí toda la vida.
Ella no respondió; no era necesario. Se habían dicho todo lo que había que decir en los cinco primeros minutos. Durante las últimas dos horas no habían hecho sino repetirse.
—Gracias a Dios que has venido —añadió él.
Sarah se puso de costado para mirarlo. Tenía los ojos húmedos e hinchados, y su voz sonó oscura de emoción.
—Me estaba volviendo loca.
—Yo también. —Todd se incorporó ligeramente y le plantó un beso en los labios hinchados de tanto besar—. Cuando te vi en la grada…
Calló. Era inútil tratar de expresarlo con palabras, había sido demasiado perfecto, su aparición justo cuando él conseguía el touchdown, como si fuera la encarnación de su felicidad. Suspiró con fuerza y dejó caer otra vez la cabeza sobre el césped artificial.
—No puedo seguir así —dijo—. No puedo pasar otra semana sin besarte.
El rostro de Sarah registró un cambio sutil, y Todd sintió una repentina lucidez, como si una brisa se hubiera llevado todo rastro de confusión. El verano —su vida entera— se concentró imperceptiblemente en ese momento concreto, los ojos de ella agrandándose, el breve paréntesis en su respiración, el tomar conciencia de que habían cruzado una línea tan grande y clara que a Todd le costó entender cómo no lo había intuido antes.