PRÓLOGO
Apenas pasada la guerra, el director del viejo Instituto de Investigación Social, Max Horkheimer, recibió en el exilio una carta de un antiguo alumno que describía la situación de Alemania. Las bibliotecas estaban vacías; el país dividido en cuatro zonas de ocupación; la vida, separada de toda teoría, dedicada a la «praxis» de la supervivencia. Se preparaba un congreso de sociólogos en la ciudad de Frankfurt para el otoño, y sería bueno volver a escuchar al profesor del Instituto. La carta cerraba con una declaración que acaso no fuera retórica: «haber soportado todos estos años, en gran parte se lo debo a usted». En 1949, después de largas discusiones y consultas y unos quince años de exilio, Horkheimer viajó de Estados Unidos a su país natal. La pregunta era si «allá» habría aún un par de estudiantes e intelectuales que reunir, a quienes enseñar y en quienes ejercer influencia. De regreso a Los Ángeles, en el barco, escribió a su más estrecho colaborador, Theodor Adorno: «Los hombres deben forzar a los hombres a forzar la naturaleza, de lo contrario la naturaleza forzará a los hombres. Este es el concepto de sociedad. Nuestra tarea específica es la de reconocerlo con precisión en sus condicionamientos, pero sin el espíritu postulado por Hegel».[1]
Adorno retomó su trabajo docente (le habían quitado la autorización en 1933 con las leyes raciales) inmediatamente después de regresar a Frankfurt. En representación de Horkheimer, en el invierno de 1949 dio unas clases generales sobre teoría de la sociedad y un seminario sobre la dialéctica trascendental en Kant. Desde entonces, y hasta su muerte en 1969, nunca dejó el trabajo de la docencia. Estética, filosofía moral, idealismo, Nietzsche, Bergson, Husserl fueron parte principal de sus temas. Conferencias, artículos, apariciones en radio y entrevistas completaron el abanico de su reinserción filosófica en la Alemania post Hitler. Aquellas escuchas dispuestas que en los años cincuenta celebraron la reapertura del Instituto, del que Adorno pasó a ser director cuando Horkheimer se jubiló en 1958, se convirtieron finalmente durante los años sesenta en críticos de las generaciones anteriores y por último entraron en su fase de radicalización. El camino de la influencia planeada sobre los estudiantes alemanes terminaría no siendo el imaginado, y ha recibido desde entonces gran cantidad de interpretaciones. Quedan en el pensamiento de Adorno varias huellas políticas que lo señalan, y hay quien las pisa y quien no.
De la actividad docente de esos primeros años solo fueron grabadas esta Introducción a la dialéctica, unas lecciones sobre teoría del conocimiento, las lecciones de estética y otras dedicadas a la Crítica de la razón pura de Kant. La tarea de edición del material continúa, a cargo del Archivo Adorno en Frankfurt, aunque gran parte del trabajo docente posterior, de los años sesenta, ya fue editado. Adorno dictaba sus clases teóricas basándose en muy breves anotaciones, sin leer más que las citas de otros autores. En 1962, al aceptar la publicación de una conferencia, advertía de las diferencias de eficacia entre la palabra oral y la escrita: «Si se hablara tal como lo exige la rigurosidad de la exposición, resultaría incomprensible; pero nada de lo que uno expresa oralmente puede dar cuenta de lo que se exige a un texto escrito». La trasposición de la oralidad a la escritura tendía a desconocer la transitoriedad de «la palabra efímera».
Por supuesto, no todas las cosas efímeras lo son en el mismo grado. En el texto basado en la oralidad, parte del rigor se ha perdido; quedan desnudas algunas ideas, fuera de la trama compleja del pensamiento. Pero el posible trastorno, la simplificación, supondrá algunas ventajas para los lectores. Estas ventajas no están disociadas de la tarea que Horkheimer y Adorno se plantearon al regresar a Frankfurt después de la guerra. Había en ellos una voluntad innegable de volver didáctica, en su mejor acepción, al menos una parte de sus pensamientos. Y desde otro punto, faltaba aún desplegarlos. En el caso de Adorno ese despliegue ocurrió a la par de las clases y de la escritura. Esta Introducción a la dialéctica, que puede leerse como una auténtica presentación del pensar dialéctico para quienes no lo frecuenten, queda también enmarcada en el desarrollo de una crítica de Hegel, que tendrá su coronación ocho años más tarde en la Dialéctica negativa.
Adorno lo asegura más de una vez: el concepto de dialéctica solo habrá de repensarse a partir de Hegel, su mayor representante. Si hay que remontarse a algún origen será, a lo sumo, siguiendo la exposición de Richard Kroner, al de las antinomias de Kant. La historia de la conservación de estas transcripciones conspiró en favor de esta visión; la única clase dedicada a la dialéctica antigua solo se transmitió en forma de apunte. Ya desde el segundo de los veinte encuentros de 1958 la presentación de la dialéctica pasa al pensamiento moderno y abandona a Platón. El punto de partida es el movimiento del concepto. La exposición comienza bajo el signo de Hegel (la «única filosofía»), aunque se desarrolla en una progresiva crítica. Ya durante los años treinta esta tarea había ocupado las discusiones entre Horkheimer y Adorno. El programa podía enunciarse en una breve frase: hay que quitar el espíritu a Hegel, o bien: hay que romper con la identidad de sujeto y objeto.[2] Esa identidad suponía, a fin de cuentas, la supremacía del sujeto del idealismo, y en este punto, dejaba de ser una identidad tal.
Este programa, mencionado repetidas veces en la correspondencia entre Adorno y Horkheimer en la forma de la promesa de un libro sobre la dialéctica, tuvo dos momentos fundamentales. El primer intento, que es de los años cuarenta, terminó cuajando en ese libro clave que es la Dialéctica del iluminismo. Sin embargo, a pesar de la centralidad de los conceptos allí expuestos, fue una suerte de modelo para una nueva dialéctica pero sin abarcar una reformulación de los supuestos de la filosofía hegeliana. Una segunda instancia de trabajo conjunto quedó registrada en los protocolos de discusión teórica que ambos mantuvieron en 1946, precisamente antes del regreso a Alemania. Registro de estos protocolos existen en verdad desde 1939, y muestran el desarrollo de las inquietudes que decantaron, en parte, en la Dialéctica del iluminismo. La programada crítica a Hegel giraba en torno al problema de la identidad y la posibilidad de una «dialéctica no-idéntica». Y puesto que la identidad entre sujeto y objeto es una de las bases fundamentales de la teoría del conocimiento en el idealismo alemán, negar esa identidad, dado que implicaba una más o menos oculta supremacía del sujeto, significaba a su vez preguntarse por la posibilidad del conocimiento mismo una vez rota esa identificación. La otra cara (aunque ninguna de estas monedas son simples, dobles, sino monedas múltiples) era la del absoluto en Hegel, pues solo a través de la final supremacía del espíritu era posible completar esa identidad y llegar al conocimiento. La siguiente a repensar era la cara del sistema. Todo momento aislado, repetía Horkheimer en aquellas discusiones, es un momento no-verdadero.
De modo que una reformulación válida de la dialéctica no podía evitar el problema gnoseológico; en este punto era Adorno el dotado con mayores armas, o con el hilo más fino para la tarea. Su larga dedicación a Husserl y a señalar los límites de la fenomenología lo había sumergido en las aporías necesarias. Ya para los años cincuenta esto ocurría al menos en dos planos: el primero, la convicción de una prioridad del objeto en el proceso de conocimiento, etiquetada con un nombre célebre de la introducción a la Fenomenología del Espíritu: das reine Zusehen. Este «puro mirar atentamente» era señal de que en Hegel ya existía ese enfoque hacia el objeto. Las otras formulaciones, elegidas en estas clases para la misma idea, son las del ‘entregarse’ o ‘adaptarse’, producto o al menos posibilitado, según las palabras de Adorno, por una insistencia frente a ese objeto del conocimiento. Hay que «quedarse» hasta que el objeto empiece a moverse. Antes había sido el movimiento del concepto, ahora será la cosa, que bulle como una quieta gota de agua bajo el microscopio. En otro plano, se tratará de la contradicción, de denunciar la estructura contradictoria del mundo. De este modo se establece en la dialéctica de Adorno una serie de espejismos y oposiciones en paralelo, basadas a su vez en ese movimiento descripto y transitado por la filosofía de Hegel que es la dialéctica, y que no solo pertenecen a los objetos sino también al concepto en relación consigo mismo y en su relación con la cosa, es decir, también a nivel del lenguaje, y a través del lenguaje nuevamente hacia la filosofía, que no puede sino pensar con conceptos a pesar de su indudable insuficiencia. Si esta filosofía es dialéctica, sabrá que no hay forma de detener el movimiento, sino que lo único que cabe es integrarse a él. En Hegel, el tránsito al espíritu absoluto había puesto en entredicho la supervivencia de esta dinámica y, en última instancia, de la dialéctica misma.
De modo que, en cierto sentido, había que reformularla para mantenerla viva. Si pensamos en las consecuencias extraídas por aquellos que aceptaron el cierre llevado a cabo por el espíritu, y que se toca en varios puntos con ciertas interpretaciones posmodernas, se entenderá por qué ya a fines de los años treinta, en las discusiones sobre una modificación de la dialéctica, Horkheimer reclamaba darle el nombre de «dialéctica abierta». No era en vano detenerse en el nombre. Sin embargo, aunque es cierto que Adorno utiliza el término de pasada en estas clases, al menos desde 1939 parece haberse resistido a quedar fijo en esta denominación. Toda la gran influencia y banalización que más tarde tuvo el concepto de ‘apertura’, incluida su vertiente a partir de Heidegger, parece darle la razón. Adorno tendía a pensar esa otra dialéctica siguiendo hasta cierto punto la larga tradición de la teología negativa. La negación determinada, clave en el devenir de la fenomenología de Hegel, cancelada en la identificación final del espíritu absoluto, debía ganar entonces la primacía. Por supuesto, no podía ser una «primacía absoluta», porque entonces se caería en la trampa de las filosofías de lo primero, que dependen de la derivación a partir de un principio general de todo lo existente, o bien como ocurre en Hegel, de un punto último que ya está supuesto en su principio. Las filosofías de lo último y de lo primero, insiste Adorno, se tocan.
Alrededor de la negatividad, a partir de estas clases se hace visible una serie. Sin embargo, hay una cierta dificultad en pensar los libros de un filósofo en tanto obra, con su cronología, rastreando términos; significa pensar que las ideas tienen un desarrollo que pueda describirse, que las ideas crecen. En el caso de esta reformulación de la dialéctica en la obra de Adorno hay manifestaciones textuales innegables, aunque una descripción cronológica de estas manifestaciones falsea lo vivo de un pensamiento, e introduce la composición y la construcción de este pensar en el esquema de una progresión. Solo en tanto texto es posible decir que las clases de Introducción a la dialéctica se ubican en el centro de ese programa de crítica a Hegel que Adorno y Horkheimer se habían planteado como tarea durante los años treinta y que tuvo una primera puesta por escrito en el modelo de la dialéctica de la ilustración. Los pasajes paralelos con otras partes de su obra son numerosos, las autocitas son buscadas, y lo mismo las repeticiones. Se trata de una iluminación mutua y bienvenida. El camino a seguir era el marcado por la negatividad.
Es múltiple, como lo señala Michael Theunissen, el concepto de negatividad en Adorno.[3] Pero sería divisible al menos alrededor de dos grandes centros de significación: el de no-ser y el de no-deber-ser. Se sabe que desde los años ochenta toda una corriente de lectura de Adorno tendió a interpretar la negatividad en términos del no-deber-ser, expurgando su teoría de todo radical contenido crítico de la sociedad, y con esto su mayor o menor filiación marxista, y entendiendo, a fin de cuentas, la negatividad en un sentido eminentemente moral. Difícil separar estas interpretaciones de la obra de Adorno del proceso político en que entró Europa en las últimas dos décadas del siglo XX. La interpretación clásica, la de la negatividad como no-ser, gira en torno a la negación como determinación y es la que está verdaderamente impresa en la formulación de una dialéctica negativa, que es paradójica, tal como Adorno mismo reconocía. La tarea de esta dialéctica, en cierto modo, es imposible. De ahí que la figura que la representa, ya en estas clases de 1958, pero que también aparece en los protocolos de discusión de fines de los años treinta, sea la del barón de Münchhausen, que quiere y debe salvarse del pantano tirándose de la propia cabellera.
La dialéctica negativa desconoce, o niega, el principio matemático según el cual la negación de la negación es afirmación. «La equiparación de la negación de la negación con la positividad es la quintaesencia del identificar, el principio formal reducido a su forma más pura. Con él obtiene la supremacía en lo más íntimo de la dialéctica el principio antidialéctico, aquella lógica tradicional que more arithmetico computa menos por menos como más. Fue tomado prestado a esa matemática contra la que Hegel, por lo demás, reacciona de un modo tan idiosincrático. Si el todo es el hechizo, lo negativo, también será negativa la negación de las particularidades que tienen su epítome en esa totalidad. Lo único positivo en ella sería la negación determinada, la crítica, y no un resultado de signo invertido que mantuviera en mano con toda felicidad la afirmación».[4] En esta cita de la Dialéctica negativa quedan condensados varios de los núcleos que en estas lecciones de introducción aparecen en sus primeras formulaciones. Por un lado, para este concepto de una dialéctica modificada hace falta mantener y profundizar la crítica de Hegel al pensar matemático, encarnado en tiempos de Adorno en el movimiento positivista y su concepción totalmente insuficiente del mundo y de la verdad. Para dar cuenta de la diferencia crucial de la dialéctica respecto de la constitución racional de la ciencia, hará falta remontarse a sus principios. De ahí que tanto en estas clases como en la introducción a la Metacrítica de la teoría del conocimiento, redactada en 1956, se discutan los principios del racionalismo y del empirismo. Ya la Dialéctica del iluminismo abría con una discusión sobre los postulados de Bacon. Por otro lado, es el todo el que conspira a favor de una última positividad, aquel espíritu absoluto del que hablaba Horkheimer en su carta de 1946. Para salvarla y potenciarla, la negación determinada es pensada como crítica.
El otro frente, también presente en estas clases, es el de una confrontación abierta con la ontología. En verdad, ya desde un primer texto teórico de Adorno con el título Actualidad de la filosofía, que data de 1931, ese otro enemigo es llamado por un nombre propio: Heidegger. Es decir, antes de que el nazismo dividiera las aguas en lo político y humano. El tono guerrero de las teorías de Adorno no puede reducirse a un estilo o una tendencia de época: es parte de su concepto de verdad, el anverso al de la idea de la verdad como compatibilidad de muchos, con su riesgo antidemocrático. En este punto coincidía con Horkheimer, y en muchos de los documentos que recogen sus discusiones está presente esa posición del nosotros contra el resto, como un modo de pensar el propio lugar. Ese lugar se construía también en este plano negativamente. Aquí, en Introducción a la dialéctica, Adorno vuelve a diferenciarse de la posición de la ontología, anticipando la primera parte de la Dialéctica negativa («Relación con la ontología») y su dedicación al tema en unas clases del invierno de 1960-61 editadas en alemán bajo el título Ontologie und Dialektik. Todos pasos, si se atendiera a la cronología, que marcan la meta de la negatividad de su obra mayor. Entre la crítica al positivismo y a la ontología, la «nueva» dialéctica debía quedar formulada.
Los años cincuenta no se limitaron a la consolidación de la tarea docente, fueron también años de puestas por escrito. En 1951 había aparecido Minima moralia, un inesperado éxito de ventas. En su aforismo final declara: «Habría que producir perspectivas en que el mundo quede así dispuesto, y enajenado revele sus desgarros y grietas, tal como alguna vez yacerá en la luz mesiánica, necesitado y desfigurado. Obtener estas perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, totalmente a partir del contacto con los objetos, esto es lo único que importa al pensar. Es lo más sencillo, porque la situación clama ineludiblemente por un conocimiento tal, puesto que la negatividad completa, vista a los ojos, confluye en la escritura en espejo de su contrario». En 1956 se publicó la Metacrítica de la teoría del conocimiento, que retomaba los largos estudios dedicados a Husserl en el exilio de Inglaterra; en 1957, el primero de los ensayos de lo que serán sus Tres estudios sobre Hegel, «Aspectos»; en 1958, el segundo de estos ensayos, «Contenido de experiencia»; en el mismo año, el primer tomo de las Notas sobre literatura, que abre con el paradigmático «El ensayo como forma». En todos estos textos hay pasajes que, en mayor o menor medida, se repiten también en la Introducción a la dialéctica y son prueba de una matriz común entre la promesa de aquella reformulación, la necesidad no siempre explícita de tomar constantemente como punto de partida las cuestiones gnoseológicas, la filosofía rectora de Hegel y la forma del ensayo como modo de exponer esta conjunción. En numerosas variaciones vuelven los mismos ejes: la dialéctica como el modo de un dar cuenta de lo no-idéntico en el pensamiento, el enfrentamiento con el positivismo y la ontología, la totalidad que hay que negar por ser agente del sistema y espejo de la totalidad social, la desarticulación de toda posibilidad de una filosofía primera, la denuncia del pensamiento lógico y deductivo. Los textos de esos años recorren paciente e hipnóticamente el mismo collar de cuentas que dibujan las clases. Hasta la imprecisión de la discusión con la dialéctica de Marx se mantiene, enfocada más bien al materialismo dialéctico en su versión filo-soviética.
Todos estos textos son precursores, si nos atenemos al truco de la cronología, de la cristalización de esa buscada reformulación que fue la Dialéctica negativa de 1966. Así como se construían enemigos y se rechazaban conceptos, otros fueron radicalizados: los conceptos de reflexión, de contradicción y de mediación serán claves; su condensación más nítida gira en torno a la negatividad como crítica. Es parte de lo que estos textos dicen y hacen (no hay diferencia): no quedar saciados en una pregunta claramente planteada, o en una respuesta conclusiva. Las ideas de lo ‘claro’ y lo ‘conclusivo’ son parte de aquello que había que desarticular.
En las clases de Introducción a la dialéctica se muestra una vez más que pensar la dialéctica y pensar dialécticamente están unidos, o al menos son inextricables. De modo que introducir a la dialéctica es hacer dialéctica, y en este punto, las clases dejan de ser didácticas y generales, y pasan a formar parte indudable de la obra del Adorno especulativo. En 1958, esa negatividad quedaba tímidamente formulada en clases y ensayos. En 1962, el último texto de Tres ensayos sobre Hegel cerraba con la reflexión de que hay que defender la dialéctica contra el propio Hegel, puesto que su mayor defensor infringe el concepto de dialéctica en tanto que no lo infringe, al hacerlo cerrar en una unidad superior, sin contradicción.
El fin —Adorno menciona más de una vez la posibilidad de que acaso lo que tenga entre manos sea no una filosofía primera, sino una filosofía última— es la negatividad, aunque al no cerrar no pueda serlo, y tampoco comienzo. De ahí que estas clases terminen con una pregunta que, tácitamente, reenvía al final de la Fenomenología del Espíritu, libro que ha estado citando y analizando en sus conceptos fundamentales desde un principio. Sobre uno de los planos en que el pensar dialéctico aborda el problema del conocimiento pareciera como si, una vez descartada toda identidad de sujeto y objeto, el conocimiento se volviera imposible. Esta pregunta es subsidiaria de la primera, con la que abren las clases: si el lenguaje filosófico alcanza, si el concepto vale en su vida autonómica, si hay identidad entre el concepto y su cosa. «Pensar significa identificar», recuerda Martin Seel en un texto sobre el análisis del uso de los conceptos en la Dialéctica negativa.[5] Y aunque reconoce y subraya la importancia de esa teoría del concepto que Adorno deja formulada en su obra teórica mayor, y señala con precisión que la dialéctica de Adorno «entiende la reflexión filosófica como un proceso que no puede cerrarse en la explicación conceptual, para el que por razones de principio no hay cierre alguno», termina por reunir todas las perspectivas por las que la dialéctica se esfuerza, haciendo sus múltiples despliegues y repliegues, en una de la ética y del reconocimiento del otro. El giro no es nuevo, lo vienen practicando hace tiempo Axel Honneth, o J.M. Bernstein. Queda enmarcado en ese proceso de interpretación que comenzó en los años ochenta, que pretende no ser política siéndolo y que ha pasado a ocupar el lugar de una supuesta tercera generación de frankfurtianos. Pero en su libro dedicado al problema de la ética en Adorno, J.M. Bernstein se queda por un momento detenido en una cuestión clave, la del movimiento, que es anterior a toda posible ética solapada en la negatividad, y está implícita en el problema del concepto, el del absoluto y el de la identidad. Es parte fundamental de la dialéctica misma, no importa en cuál de sus versiones.[6] Bernstein compara este movimiento con un «razonar en transiciones» recurriendo al hegeliano Charles Taylor. Sea como sea, no se trata únicamente de un movimiento a partir de la contradicción, que se clausuraría en el fin de la sucesión afirmativa del esquema de la triplicidad (tesis, antítesis, síntesis). Este es precisamente el movimiento que Adorno muy pronto rechaza, ya en estas clases. Describir ese otro movimiento incesante equivaldría a afinar la intención de «preparar un concepto modificado de dialéctica», como se lo proponía Adorno en 1963 en su prólogo a los ensayos sobre Hegel, pero que ya estaba como programa en las discusiones de los años treinta con Horkheimer. Hay movimiento en el propio concepto, en la mediación inherente al pensar dialéctico, y oculto, o detenido, en la idea de un núcleo temporal de la verdad. También lo hay en los cambios de plano, que Adorno ejerce una y otra vez: la no-identidad es la gnoseológica, pero pronto pasa a ser la del sujeto histórico, luego la del concepto con la cosa, también la del concepto consigo mismo. Si está en la cosa al igual que en el pensar, esto es, si la cosa es dialéctica tanto como aquello que la piensa, la pregunta final de estas clases debería responderse, al menos en uno de sus planos, de forma afirmativa: entre sujeto y objeto hay algo como una identidad. Una no-identidad que se vuelve su contrario. Este giro había sido anticipado en aquel último aforismo de Minima moralia. No sería una identidad de forma y contenido, tampoco ese algo tercero a lo que Adorno hace una referencia de pasada en estas clases sobre la dialéctica, invocando una vieja idea de su viejo profesor Cornelius. Pero si pensamos dialécticamente sabremos que un plano deviene necesariamente otro, que no puede uno permanecer sobre uno solo. Una vez reconocida la identidad en uno de ellos, se restituirían todas las afirmaciones. De ahí que, a ojos de Adorno, esa posibilidad deba quedar en pregunta, y que finalmente la última respuesta haya sido la de la negatividad. Si hubiera una tercera cosa y fuera el movimiento mismo, habría que escribirle una física, y acaso ni siquiera fuera dialéctica. Pero eso significaría abandonar a Hegel, la única filosofía.
MARIANA DIMÓPULOS, Buenos Aires, agosto de 2013