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La vía de esta victoria es la del desarrollo de una no-verdad del contenido doctrinal de Kierkegaard. Frente a la cosificación y la socialización de todas las relaciones entre los hombres en los cien años siguientes a la muerte de Kierkegaard, la posición del individuo, al que se concedía la más alta dignidad, se manifestaba como refugio frente a la explotación dominante, que, enemiga de la determinación individual, degrada a cada uno a su papel. Kierkegaard pudo hacerse popular porque el individuo absoluto, que en su época él oponía a las masas del gran capitalismo, que entonces empezaban a hacerse visibles, ha acabado presentándose a éstas como la situación de todos. Pero tal primado del individuo es al mismo tiempo apariencia. Pues la universalidad, el principio burgués puro de la economía de intercambio, se realiza a través de la autoconservación absolutizada de los sujetos sociales, cuya individualización, que para la doctrina de la existencia parece ser la medida de todas las cosas, es engullida con lo universal. La consecuencia social es que ella acaba en la conexión funcional de los intereses antagónicos. Los individuos actúan sin conciencia clara al servicio del todo, que han de sufrir como cosa a ellos extraña y en sí contradictoria. Son sus hijos naturales. Por eso el individuo absoluto procura no trastornar esa mala totalidad contra la que protesta. A la interioridad se une el desprecio de la exterioridad que no llega hasta ella. La interioridad beneficia a la exterioridad que reduce a los individuos a átomos impotentes, la totalidad de los cuales constituye el público contra el cual Kierkegaard lanzaba sus anatemas. Su extremo conservadurismo político, herencia del antiguo luteranismo, expresa fielmente el estado histórico de la interioridad sin objeto que él encarna. Él, que censura toda intervención en la realidad exterior como abandono de la esencia puramente interior, tiene que sancionar las relaciones dadas tal como son. Durante mucho tiempo, Kierkegaard no retrocedió con espanto ante ellas. Cuando en la filosofía hegeliana de la historia ataca la ilusión de que el mundo finito tiene sentido, al mismo tiempo obstaculiza la conciencia de la esencia histórica de la individualidad supuestamente pura. Sin embargo, la doctrina del individuo existente, íntegramente real, se ha convertido contra su voluntad en una especie de doctrina de invariantes, recuerdo del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Sin duda usa Kierkegaard la palabra ontología peyorativamente, igual que la palabra metafísica, en protesta contra el hegeliano ser en y para sí del concepto, que rebaja al individuo hipostasiado por Kierkegaard a mero momento. Pero este recurso es inútil. La doctrina del individuo absoluto se convierte, ya en Kierkegaard, en ontología, en un esbozo, aunque desesperado, de los existenciarios. Lo que criticaba en Hegel como actitud de espectador, lo que en él se llama enajenación, objetividad objetual, migra en Kierkegaard a las determinaciones fundamentales del sujeto. Por eso pudieron los ontólogos del siglo veinte apropiarse tan fácilmente del crítico de la ontología del siglo diecinueve. Y ello con fines políticos. El mundo de la mercancía es justificado como estímulo para la acción de la pura interioridad. La atroz afirmación de T. S. Eliot contra el socialismo: que éste aspira a un orden tan perfecto de las cosas que ya no necesitaría del amor, es ortodoxia kierkegaardiana. Los discursos de Kierkegaard sobre el amor contienen casi literalmente lo mismo. La meditación vulgar de hoy en día, que concluye que no habría que remover el mal que vino al mundo con el pecado original en consideración a su sublime genealogía, está prefigurada en Kierkegaard. Pero Kierkegaard no debe esta clase de motivos simplemente a la tradición de su confesión. Son motivos filosóficamente pensados. Su fuerza de atracción se explica no en último lugar por el hecho de que, con los medios de la Ilustración, y ésta precisamente en su elevada forma hegeliana, Kierkegaard denigró la Ilustración. De ese modo preparó el terreno a una fase, a cuya ideología se acomodaba, que trasladaría a su individuo su desprecio del mundo, difamaría la autonomía, que ya en Kierkegaard olía a hybris, y clasificaría en un colectivo como partidarios suyos a los individuos que se niegan a sí mismos. Kierkegaard pensaba todavía que todo, salvo a los hombres en masa, se podía dirigir como a un rebaño; desde entonces, los amos del mundo lo han aprendido muy bien. Jamás hubiera soñado que él contribuiría a proporcionar al acentuado oscurantismo de la época totalitaria la buena conciencia intelectual. Su pensamiento se recomendaba como un pensamiento que virtualmente tacha el pensamiento. Ante la punta inextensa de su dialéctica de la interioridad, ante el sacrificio del sí-mismo, casi es el azar lo que decide en manos de quién queda éste. Pero incluso el oscurantismo kierkegaardiano tiene sus rasgos particulares. En la ciencia aplasta no sólo el saber absoluto hegeliano, sino también aquellos productos académicos que sustituyen la conciencia viva por la fruslería de la cientificidad. Pero la fuerza sorprendente de Kierkegaard en su existencia póstuma tiene su fundamento más profundo en el hecho de que a los que protestan tampoco se les ofrece hoy en principio otra posición que la del individuo, la misma que él estableció; de que toda identificación inmediata con lo colectivo es al instante la no-verdad que la posición del individuo constantemente representa. Kierkegaard se convirtió verdaderamente en el seductor al que con tan escasos recursos jugó en su obra juvenil, porque la no-verdad del individuo absoluto y la verdad de su resistencia se hallan casi inseparablemente entretejidos. Hoy es hora de deshacer esta trama.