La doctrina kierkegaardiana del amor


A la memoria de

Agathe Calvelli-Adorno

La tesis de Kierkegaard de que la subjetividad es la verdad significa implícitamente que la verdad tiene su esencia en el proceso vivo de la fe. Mientras que su obra filosófica intenta presentar este proceso de apropiación existencial en sus diferentes estadios y conducir al lector, a través de su dialéctica, a la verdad teológica, Kierkegaard sintió la necesidad de oponer desde el principio, como un «correctivo», a este proceso lo positivamente cristiano que debe ser alcanzado, sin que Kierkegaard pretendiese en manera alguna haberlo alcanzado ya él mismo. Los Discursos religiosos contienen este correctivo. Se puede suponer que Kierkegaard, que no compartía el optimismo de la filosofía en su pretensión de poder desarrollar a partir de sí misma lo absoluto, rechazaba este optimismo también en su propia filosofía. En modo alguno pretendió que el puro movimiento del pensamiento fuese capaz de conducir a lo cristiano, sino sólo —dicho con el lenguaje kierkegaardiano— a su frontera, mientras que el punto de vista cristiano le parecía a él mismo, como punto de vista de la revelación, afirmar frente al movimiento del pensamiento aquella trascendencia que excluye todo proceso de transición progresiva de la filosofía al cristianismo y que requiere el «salto cualitativo». Según esta concepción, lo cristiano debe desde el principio hacer frente a la filosofía de manera independiente y separada: la filosofía se ve entonces ante la tarea paradójica de ocupar nuevamente el puesto perdido de ancilla theologiae y abdicar en él.

Sin embargo, cabe dar la vuelta a esta conclusión y decir que una razón que trata de concebir lo absoluto únicamente por medio del sacrificio de ella misma dialécticamente realizado por ella misma, lleva a efecto menos la destitución de la filosofía por la teología que la transposición de la teología en el dominio filosófico. De hecho, lo cristiano se integra en Kierkegaard sin ruptura, y, en oposición a la tesis de su filosofía, como un «estadio» en el curso gradual de su filosofía; en efecto, todas aquellas categorías que él considera específicamente cristianas, especialmente la de lo absolutamente otro, la del salto cualitativo y la de la paradoja, aparecen en contextos filosóficos deductivos, y sólo posteriormente son, por así decirlo, revestidas de las insignias de la revelación cristiana. Con todo, la verdadera relación entre filosofía y teología en Kierkegaard sólo puede abordarse adecuadamente en uno de sus textos.

El libro Los trabajos del amor[476], publicado en 1847, que es una colección de discursos religiosos, incide justamente en el contexto de esta cuestión. Lo que aquí aparece como exégesis del amor cristiano, se revela, en un conocimiento más profundo de la obra entera, como el intento de oponer a la teología más o menos negativa una teología positiva, a la crítica, el amor, y a la dialéctica, la sencillez. Es esta intención lo que hace tan difícil y penosa la lectura de los discursos de Kierkegaard. Todos sus pasajes están marcados por el esfuerzo del concepto, pero niegan a la vez ese esfuerzo y afectan una sencillez de sermón que continuamente amenaza con tornarse en tediosa verbosidad. La verbosidad es el peligro de toda la producción de Kierkegaard: la verbosidad de un monólogo sin fin que, por así decirlo, no admite ninguna protesta que venga de fuera y gravita sin cesura, y hasta sin articulación, sobre sí mismo. Esto raya en lo abstruso en los escritos religiosos, en los que un filósofo se esfuerza, en la cumbre de su reflexión, por hablar de forma circunstanciada y sencilla, tal como Sócrates en el mercado. Pero el discurso tedioso y abstruso es un efecto intencionadamente buscado por el astuto teólogo, en el cual Kierkegaard constantemente se reconocía a sí mismo. Si los escritos filosóficos quieren introducir al lector en la verdad por medio de intrigas, los escritos teológicos quisieran, por el contrario, hacerle su materia lo más difícil, lo menos interesante y lo menos atractiva posible; propiamente «prevenirle contra lo cristiano». El escándalo para los judíos y la locura para los griegos de los tiempos de san Pablo deben cobrar nueva actualidad. El escándalo es la paradoja cristiana filosóficamente construida. Pero la locura, esa segunda simplicidad trabajosamente lograda y obstinadamente mantenida, determina el gestus de los discursos religiosos.

Kierkegaard habla del amor cristiano por el hombre en acentuada oposición al amor natural o «inmediato». Ese amor consiste, en expresión de Kierkegaard, en amar a todo hombre por Dios y en una relación con Dios. El amor es para Kierkegaard una cualidad de la pura interioridad. Él parte del mandamiento cristiano del amor: «Tú debes amar», y lo interpreta poniendo el mayor énfasis en su universalidad abstracta. El objeto del amor es en cierto sentido indiferente. Las diferencias entre los hombres individuales y las diferencias en el comportamiento real del individuo con los demás hombres se reducen a meras «determinaciones diferenciales» que deben ser, en el sentido cristiano, indiferentes, pues en «este hombre» lo que importa siempre es solamente «lo humano» que en este hombre determinado se manifiesta. El mandamiento cristiano del amor se dirige simplemente, según la exégesis de Kierkegaard, al hombre sin consideración de su condición específica, y también sin consideración de cualquier inclinación natural hacia un hombre determinado. El otro hombre es para el amor lo que en la filosofía de Kierkegaard es el mundo exterior entero: un mero «estímulo» para la interioridad subjetiva. Ésta no conoce propiamente ningún objeto: la sustancialidad del amor excluye todo objeto. Sobre el contenido «cristiano» del amor únicamente deciden, según la doctrina kierkegaardiana de la «justificación ante la eternidad», las cualidades subjetivas del que ama, como el desinterés, la confianza ilimitada, la modestia, la caridad, incluso en una impotencia real, la abnegación y la fidelidad. La realidad exterior no cuenta aquí más que —según concibe Kierkegaard el sentido del amor— en la medida en que el amor abraza siempre lo universal en la forma de su individuación. El que ama debe amar en cada hombre no lo que es propio de este hombre, sino de todo hombre sin distinción. Toda «predilección» es excluida con un rigorismo sólo comparable al de la ética kantiana del deber. Para Kierkegaard el amor es cristiano únicamente como ruptura con la naturaleza. Como ruptura con los propios impulsos inmediatos, que deben ser sustituidos por la relación espiritual con Dios. De ahí que sea amor tanto al lejano como al prójimo. El concepto de prójimo, que da la escala del amor, coincide con el de lejano, ya que el hombre encontrado en cualquier momento por azar se opone, por lo abstracto de tal encuentro, a la predilección por el amigo o por la amada. El amor de Kierkegaard es ruptura con la naturaleza además de ruptura con todo interés particular, por sublimado que sea; la idea de la felicidad la aleja este amor como la peor deformación, y de la felicidad de la eternidad se habla de manera tan sombría, que tal felicidad parece no consistir en otra cosa que en el abandono de toda aspiración real a la felicidad. La teología dialéctica contemporánea ha retenido este momento de renuncia en el veredicto de Gogarten sobre el «amor esclavo». Finalmente, el amor es en Kierkegaard ruptura con la naturaleza porque pide al que simplemente ama lo mismo que su doctrina agustiniana de la fe exige a la punta de la conciencia. El credo quia absurdum se traduce en un amo quia absurdum. Así se exige al que ama que mantenga contra toda razón —más exactamente: contra toda experiencia psicológica, contra todo conocimiento del hombre, aquí reprobado como conocimiento profano— la fe en el hombre una vez amado, incluso si esta fe ha perdido todo fundamento objetivo. Una grandiosa resistencia al curso del mundo es aquí tan clara como la transformación del amor en pura interioridad. Dado que, según la concepción de Kierkegaard, el amor cristiano no puede ser verdaderamente defraudado porque se practica en cumplimiento del mandamiento divino del amor o, en el lenguaje kierkegaardiano, se refleja en sí mismo, el que es amado queda, para el rigorismo del amor que Kierkegaard defiende, desvalorizado no sólo como objeto, sino también como sujeto. La humanidad universal franquea el umbral del desprecio del hombre. El goethiano «Si yo te amo, ¿qué te importa?», que Kierkegaard habría rechazado como «estético», y que está en la base del Diario de un seductor; ese erotismo «inmediato» se reproduce en cierta manera en su doctrina religiosa del amor, donde tampoco al cristianamente amado le importa que sea amado, puesto que él no tiene en verdad ningún poder sobre ese amor. Esta dialéctica del amor linda con la ausencia de amor. Ella exige del amor que se comporte con todos los hombres como si estuvieran muertos. De hecho, el libro culmina en el importante discurso titulado «Cómo recordamos amorosamente a los difuntos»: pues el aspecto de la doctrina del amor que tiene que ver con la muerte no olvida el lado mejor de lo peor de la filosofía de Kierkegaard.

Desde el punto de vista teológico es bien patente la estrecha relación de esta doctrina con el texto del Evangelio, así como con ciertas tendencias de las tradiciones cristianas. Pero no menos patente es en ella un giro que difícilmente puede calificarse de otro modo que de demoniaco: la exaltación de la trascendencia del amor amenaza en todo momento con convertirse en una tiniebla, la humillación del espíritu ante Dios en nuda hybris de un espíritu que se concibe como soberano y para el que el prójimo no es, a pesar de todo su discurso sobre él, más que un impulso insustancial: el impulso a experimentar su propia omnipotencia creadora como omnipotencia del amor. Por el sacrificio de sí mismo, el espíritu se atreve a dominar la naturaleza, y el sacrificio amenaza con arrastrar a todo lo existente en su torbellino. Apenas dominada, emergen fuerzas destructivas. La recaída en la mitología, en la magia de la ascesis, es preparada justamente por la espiritualización sin consideraciones. Cuanto más cruelmente Kierkegaard se dispone a expulsar a la naturaleza con el bieldo, más completamente queda a merced de ella.

Desde el punto de vista cristiano, el mandamiento «debes amar» supone que, en este lugar y momento, se rompe la «justicia» universal, la idea de la vida moral como un orden cerrado de falta y reparación, en el que ambas cosas son equivalentes y pueden, por así decirlo, intercambiarse. El amor cristiano se vuelve contra tal representación mítica del destino como una relación sin fin con la culpa. Él protesta contra esta representación en nombre de la gracia. El cristiano «debes amar» pone fin al derecho mítico de reparación. Kierkegaard también lo opone al «ojo por ojo, diente por diente». Pero en él apenas halla mención el concepto de la gracia. El «debes amar» es mitologizado por el propio Kierkegaard, quien no lo entiende como límite puesto a la exigencia de reparación, sino que hace de él algo en sí dialéctico, racionalizándolo, por así decirlo, como determinación negativa que el espíritu establece para sí mismo. El hegeliano que hay en Kierkegaard se asegura de la contradicción entre el «debes» del mandamiento y el amor como su contenido: el amor no puede ser ordenado. Sin embargo, esta misma imposibilidad, no la obediencia, es para él el núcleo del mandamiento. Precisamente porque el amor no puede ser objeto de un deber, debes tú amar: tal es el absurdo, «el naufragar de la finitud en la infinitud», que Kierkegaard hipostatiza también en la filosofía moral. Pero, ordenado precisamente a causa de su imposibilidad, el mandamiento del amor termina en la aniquilación del amor, en la instalación de un dictado ciego: del mandamiento del amor nace un mero tabú contra la predilección y el amor natural, sin contenido propio, y la protesta contra el derecho se disuelve al transformarse el amor mismo en asunto del mero derecho abstracto, aunque se trate del amor de Dios. La espiritualización del cristianismo se convierte en paganismo. El primado del concepto universal sobre lo particular opera la regresión a una situación aún no individuada, a una situación, por así decirlo, sin nombre. El carácter abstracto de la idea pura conjura la monotonía abstracta de las meras relaciones naturales.

Por esto precisamente se brinda la doctrina kierkegaardiana del amor a la crítica más cómoda. Como locura y escándalo juntos es una sola y única provocación. Mientras Freud destacaba, en El malestar en la cultura, del cristianismo como tal el abstracto mandamiento del amor y lo atacaba sin piedad[477], Christoph Schrempf lo analizó precisamente en Kierkegaard. Schrempf reprocha a Kierkegaard el no haber considerado en el amor el «vínculo interior» previo entre dos personas, que sólo el amor puede producir; recuerda que el amor no puede ser ordenado, y que precisamente esta imposibilidad constituye el núcleo paradójico de la doctrina de Kierkegaard; combate la prohibición de la predilección como algo «bello», y polemiza contra la doctrina de la abnegación, pues en verdad ningún amante se niega a sí mismo, sino que se realiza. Todo esto tergiversa el texto de Kierkegaard, pues el rigorismo que se le imputa es apariencia. El carácter totalmente abstracto de la doctrina del amor, que ciertamente se sirve sin cesar de ejemplos como el del niño obediente, pero no elabora ninguna casuística seria de ninguna relación de amor, y en vez de ello opera con ejemplos más bien lábiles del arsenal de motivos autobiográficos de Kierkegaard, como el del poeta o el de la relación con Regina Olsen; este carácter abstracto, que se sustrae a la prueba de justamente esa existencia en la que Kierkegaard tanto insiste, testimonia contra la sustancialidad de la exigencia ideal, cuyo presupuesto esencial es el concepto de prójimo y el cambio que, desde el punto de vista de la filosofía de la historia, esta categoría experimentó. Kierkegaard se pregunta quién es el más próximo a un hombre, y responde, conforme al sentido de su idea de la interioridad absoluta: «El “prójimo” es propiamente una reduplicación de tu propio yo; es lo que los filósofos llamarían “el otro”, aquello en lo que, en el amor a sí mismo, se manifiesta lo ipseico. Por lo que, dada la idea abstracta, el prójimo ni siquiera necesita estar ahí» (23). Kierkegaard reconoce, pues, abiertamente el carácter abstracto del prójimo, e incluso lo glorifica como expresión de la igualdad de los hombres ante Dios. «El prójimo es cada hombre […] Él es tu prójimo porque es tu igual ante Dios; pero cada hombre incondicionalmente posee esta igualdad, y cada hombre la posee incondicionalmente» (65). Reducido así el prójimo al principio universal del otro o de lo humano universal, el prójimo individual toma, a pesar de todo el discurso sobre el individuo, el carácter de la contingencia: «Si abres la puerta tras la cual has orado a Dios y sales, el primer hombre que encuentres es el prójimo al que debes amar» (56). Pero esto no sólo significa que el amor, separado del ser en sí de su objeto, se queda sin cualidades y, a causa de ello, se hace dependiente de algo contingente y heterónomo, en vez de adquirir su contenido propio y específico en el otro. Esto implica también, en la exaltación de la oposición entre la interioridad y la contingencia, el reconocimiento pasivo de la situación que en toda ocasión proporciona a la interioridad absoluta su objeto. La doctrina kierkegaardiana del prójimo supone desde el principio que el individuo toma al prójimo, por así decirlo, tal como lo encuentra, como algo dado acerca de lo cual no hay nada más que saber, y ante cuyo ser-así no es lícita ninguna otra cuestión: «Amar al prójimo significa esencialmente estar uno ahí, en su particular lugar temporal, el que a uno le ha sido asignado» —y asignado quiere decir dado al individuo desde el exterior, independientemente de él— «para cada hombre de manera incondicionalmente igual» (90). Se postula una Providencia que regula las relaciones humanas, que da al individuo este hombre y no otro como prójimo y que impone a aquél el reconocimiento del «lugar temporal», por problemático que sea: cada uno debe «colocarse a sí mismo en el punto donde la Providencia lo puede necesitar» (91). Contra esto se impone la objeción de que no se puede introducir el concepto de praxis de la vida real como medida del amor al prójimo cuando de esta praxis está en verdad excluido el mundo en el que ésta podría desplegarse; de que absolutamente ninguna praxis es posible sin que aquel que la desarrolla asuma él mismo algo de lo que Kierkegaard atribuye a la Providencia.

Kierkegaard se amolda a esto en el discurso sobre la caridad. Este discurso trata de cómo el que no tiene ningún poder puede amar al prójimo cuando todo su amor no tiene ninguna fuerza sobre la realidad dada por la Providencia. Kierkegaard choca aquí con algo decisivo: que en el Evangelio no se considera la posibilidad de un amor al prójimo que sea como tal impotente, y opta por un proceder poco compatible con su teología: el de variar las parábolas bíblicas para adaptarlas a la realidad presente. Kierkegaard cuenta la historia del samaritano de tal manera que éste no puede salvar al desgraciado, o supone que la ofrenda de la viuda pobre, que tiene más valor que la del rico, es malversada sin que ella lo sepa. Kierkegaard mantiene que, a pesar de todo, la acción impotente es la del verdadero amor, del cual es confirmación. La pura interioridad se convierte en la medida de la acción en el mismo momento histórico en que el mundo cosificado no permite ya la confirmación inmediata del amor entre los individuos, y no se advierte la consecuencia funesta de que, con esta interiorización, el mundo queda abandonado a cualquier forma de violencia. ¿Pues qué puede aún significar el amor al prójimo cuando, ante la objetividad sin medida, ni puede ya confirmarse concretamente en el individuo, ni le está permitido tocar las condiciones objetivas que hacen imposible esta confirmación?

La doctrina kierkegaardiana de la caridad impotente pone de manifiesto la insuficiencia de su concepto del prójimo. Ya no hay prójimo. Las relaciones entre los hombres se han objetivado a tal punto en la sociedad moderna, que ni el prójimo puede ya relacionarse directamente más que por un instante con el prójimo que encuentra, ni la bondad del individuo basta para ayudarle. El prójimo tiene que actuar justamente en esas condiciones que Kierkegaard excluye de la praxis como obra de la Providencia. Kierkegaard se tapa los ojos ante la cosificación. Todo el personalismo de su filosofía conduce a su negación. Una cosa, «un objeto es siempre una cosa peligrosa cuando hay que avanzar; un objeto es, como punto fijo en la finitud, como límite y traba, una cosa peligrosa para la infinitud. Pues también el amor puede ser sólo objeto para sí mismo cuando se hace finito» (190). En otras palabras: el amor es imposible cuando los hombres, debido a las condiciones sociales de sus relaciones mismas, se han convertido, como hoy vemos, en objetos. Pero Kierkegaard no protesta contra el horror de la cosificación porque no quiere reconocerla. Por eso se aferra convulsamente al concepto de prójimo.

La forma que éste ha adoptado en Kierkegaard está, frente a la del Evangelio, ella misma cosificada. Los prójimos del Evangelio eran pescadores y agricultores, pastores y publicanos, cuyas vidas estaban inscritas en una economía doméstica sencilla. No cabe imaginar que en los Evangelios se hubiese podido pasar de estos prójimos concretos, familiares y como naturales, a la idea abstracta del prójimo. Kierkegaard toma el concepto general del hombre de su propia época, la de la burguesía desarrollada, y lo atribuye al cristianismo. De ese modo sustrae a ambos su sentido: el prójimo cristiano pierde su carácter concreto, aquel que le permitía una relación inmediata, y al hombre actual se le priva del amor al orientar este amor a la norma de las relaciones frugales, que ya no son válidas. Esta contradicción es dominada por la insistencia obstinada en lo dado en cada momento. Socialmente conformista, esta insistencia puede degenerar en todo momento en opresión y misantropía. Kierkegaard quiere que uno «encuentre amable el objeto una vez dado o elegido» (174). Esto no es simplemente una exigencia excesiva; esto afianza y reproduce, por la aceptación de lo dado deshumanizado, justamente aquella objetivación del hombre contra la cual su doctrina del amor se dirige. La filosofía de la religión desfigura la religión luterana que ella desarrolla.

Una doctrina del amor que se considere cercana a la realidad es inseparable de la comprensión de la sociedad, a la que Kierkegaard se cierra. El lugar que debería ocupar la crítica de la desigualdad social lo ocupa una doctrina ficticia, puramente interior, de la igualdad: «El cristianismo ha liberado a los hombres de esta abominación: grabando profundamente en la mente, como algo eternamente inolvidable, el parentesco entre hombre y hombre; asegurándolo por el hecho de que, en Cristo, cada individuo está igualmente emparentado con Dios y en idéntica relación con Dios; enseñando a cada individuo sin distinción que Dios le ha creado y Cristo le ha salvado» (74 ss.). El discurso religioso de Kierkegaard sobre la igualdad de los hombres ante Dios toma a veces, en su aspecto mundano, el carácter de una ironía involuntaria: «Mira, han pasado los tiempos en los que sólo los poderosos y los grandes eran hombres, y los demás hombres eran esclavos o siervos» (79). Kierkegaard no puede escapar a esta ironía. Utiliza esa misma ironía como medium de la paradoja religiosa. Con un tono que oscila entre el orgullo de la interioridad y la humilde relativización de la pura existencia, dice: «El cristianismo no admite en absoluto algo así. Fija la eternidad y se encamina en seguida hacia la meta. Deja existir las diferencias, pero enseña la igualdad en la eternidad» (77). Cuanto más se interiorizan libertad e igualdad, más celosamente es denunciada su consecución real: «Exteriormente todo queda hasta cierto punto como antes: el marido debe ser dueño de la mujer, ella le está sometida; pero en la interioridad todo es distinto, distinto en virtud de esta pequeña pregunta hecha a la mujer: si ella ha consultado a su conciencia y quiere a ese hombre como dueño […] Lo que Cristo decía de su reino: que no es de este mundo, es aplicable a todo lo cristiano. No pocos insensatos se han esforzado insensatamente en proclamar ante el mundo, en nombre del cristianismo, que la mujer tiene los mismos derechos que el varón, cosa que el cristianismo nunca ha demandado ni deseado. El cristianismo lo ha hecho todo por la mujer cuando ella ha estado dispuesta a contentarse cristianamente con lo cristiano. Y si no se contenta, con la pequeña posición exterior que pueda arrancarle a este mundo no obtiene más que una pobre compensación por lo que pierde» (145 ss.). Más adelante se hace Kierkegaard a sí mismo la objeción que el amor no puede por menos de hacer en la situación de injusticia: «Pero lo principal es que la pobreza debe ser remediada de todas las maneras, y que, si es posible, se han de emplear todos los recursos para remediar toda pobreza» (335). Pero luego se apresura a hacer esta advertencia: «Contra esto la eternidad dice: sólo existe un peligro: que se deje de practicar la caridad; si alguna vez se consiguiera eliminar toda pobreza, no se la habrá eliminado necesariamente por medio de la caridad; y la miseria consiguiente de que se dejase de practicar la caridad sería una miseria mayor que toda pobreza terrenal» (ibid.). No es difícil inferir de todo esto que la pobreza debe continuar existiendo para que no falte la ocasión de ponerle remedio. De hecho Kierkegaard, que no se contenta con condenar el mundo, todo lo mundano y sus limitados fines terrenales, modera en seguida sus propias tesis radicales cuando habla cual pedagogo social: «Ciertamente no queremos dar motivos para que un joven se vuelva engreído ni para incitarle a que condene de manera precipitada y activa el mundo» (202). Una convicción autoritaria deja el respeto por lo absoluto a la institución. Kierkegaard mantiene el rigorismo ascético sólo en forma abstracta; lo modera en cuanto puede dar lugar a conflictos serios con lo «existente», que él reprueba en el concepto. De ningún modo debe el mundo ser condenado allí donde niega el derecho real de los hombres.

La doctrina kierkegaardiana del amor se une en su extremo con la represión: la del impulso, que no debe ser satisfecho, y la del espíritu, que no debe cuestionar; como siempre, la hostilidad al espíritu y la hostilidad al placer van juntas. En un sentido perverso, tomar es mejor que dar: «Y entonces hizo a la mujer de la costilla del hombre y la dio a éste como compañera; pues el amor y la compañía empiezan tomando algo del hombre antes de dar ellos nada» (161). Pero en el punto más extremo de esta represión, la teoría inhumana se cambia en verdad. Pues la represión del individuo es al mismo tiempo la crítica de lo que, en lenguaje hegeliano, puede llamarse mala individualidad: en la autoposición y especificación del individuo se percibe el momento de la contingencia y la apariencia. La misantropía de Kierkegaard, la paradójica ausencia de amor de su doctrina del amor, le capacita a la vez como a pocos para diagnosticar el carácter burgués. Incluso si se concediera que tal amor es en verdad el odio más declarado, la historia ha producido instantes en los que el odio contiene más amor que la manifestación inmediata del amor. Vueltos hacia la sociedad, los motivos mitológicos oscuros de la misantropía de Kierkegaard tienen el aguijón de la auténtica indignación. Uno piensa en el Hagen del Cantar de los Nibelungos, en quien la obstinación mítica se entrelaza con la ira del ilustrado contra los clérigos: una ambigüedad inherente a todo el luteranismo, que en Kierkegaard acaba actuando como un explosivo.

La exposición del elemento de insubordinación de su doctrina del amor puede esperar la objeción de que las concepciones vanamente críticas de Kierkegaard son igual de abstractas y se mantienen a la misma distancia de la realidad que su doctrina del prójimo. De que ellas son simplemente parte de su imagen de la «temporalidad», por lo que no es lícito afilarlas en un enfoque histórico. Pero esto sería simplificar la complexión espiritual de Kierkegaard. A pesar de su hostilidad a Hegel y a la historia, Kierkegaard era lo bastante hegeliano para tener un claro concepto de la historia. Kierkegaard no oponía a lo eterno una temporalidad que estaría siempre igual de cerca e igual de lejos de la eternidad, sino que veía la historia en una relación determinada con lo cristiano. Ciertamente, sólo en una relación que pone cabeza abajo la idea hegeliana de una razón universal realizada. Para él, la historia del cristianismo es, dicho gruesamente, una historia de defección del cristianismo. A la convicción del progreso secular de la sociedad opone la del vaciamiento del individuo: el progreso mismo se convierte en la historia de una decadencia progresiva. Pero la crítica del progreso es en Kierkegaard, bien que implícita y de corte teológico, como en la izquierda hegeliana: crítica de la civilización como crítica de la deshumanización. Sin duda su indignación es menor con las relaciones que con los sujetos que las reflejan. Él se cuenta entre los pocos pensadores de su época que, como E. A. Poe, Tocqueville y Baudelaire, percibieron algo de las transformaciones verdaderamente ctónicas que, en los inicios del gran capitalismo, se produjeron en los hombres mismos, en las relaciones humanas y en la composición interna de la experiencia humana. Ello da a sus motivos críticos su seriedad y su dignidad.

El libro sobre el amor contiene por ello un testimonio extraordinario. En él, Kierkegaard señaló una tendencia de la actual sociedad de masas que en su época hubo de estar aún muy latente: la sustitución del pensamiento espontáneo por la adaptación automática, tal como se opera en relación con las formas modernas de información. Por conservador que Kierkegaard se muestre en su hostilidad a las masas, en tal hostilidad se esconde, igual que en Nietzsche, cierta percepción de la mutilación del hombre por los mecanismos de dominación, que lo convierten en masa. «¡Es como si hubiese pasado el tiempo de los pensadores!» (377) Kierkegaard explica la merma del pensamiento por la información y el reflejo condicionado: «Toda comunicación debe producirse en el tono confortable del folleto fácil de entender o sustentarse en una serie de falsedades. Es como si últimamente toda comunicación estuviese organizada de tal modo que pudiese exponerse en un tiempo máximo de una hora ante una asamblea que a su vez dedicase media hora a sonoros testimonios de aprobación o de protesta y la otra media no pudiera reunir las ideas a causa de su embotamiento» (ibid.). En las asambleas del año cuarenta y ocho se anticipaba el eco de los altavoces que cien años después llenarán los palacios de deportes.

Puede que, después de esto, la indicación de los motivos de la crítica kierkegaardiana de la sociedad adquiera plausibilidad. Kierkegaard, sin duda, deja incontestada la desigualdad en el mundo. Pero el misántropo Kierkegaard tiene para esta desigualdad una mirada saturnina —la mirada del amor, se diría—. Sabe muy bien que, por ejemplo, la doctrina de la igualdad burguesa es pura ideología, y que los miembros de las distintas clases que, en nombre de lo cristiano, se comportan unos con otros como si no fueran más que hombres, casi siempre lo hacen sólo para, con el consuelo de la igualdad metafísica, dejar tanto más incontestada la desigualdad real. Kierkegaard vierte una amarga burla sobre el concepto de prosperidad —una burla que en él puede ser fácilmente interpretada como reaccionaria—. Pero cuando denuncia la miseria de la felicidad intramundana, a la que la prosperidad aspira, frente a la de la eternidad, en tal denuncia no late sólo la vana promesa de las calendas griegas, sino también algo del saber de la miseria de la felicidad misma que al hombre se le dispensa en forma de prosperidad. De ahí la exigencia que Kierkegaard constantemente formula: «Para entrar en relación con el cristianismo, ante todo hay que estar sobrio» (61). Ciertamente, esta exigencia de sobriedad es al principio negadora: quita la felicidad de la embriaguez. Pero al mismo tiempo se vuelve contra el encantamiento de la ideología, contra la apariencia de individualidad, contra la absolutización de las meras determinaciones diferenciales y de la falsa felicidad a ellas adjunta. Tras el mandamiento de la sobriedad está el profundo saber de que, a la postre, las diferencias intrahumanas no son decisivas porque en todas las caras de la individuación y la especificación se impone la injusticia universal que hace a este hombre ser así y no de otra manera, cuando podría ser distinto.

Podría ser distinto: tal es la medida del amor en Kierkegaard, del amor que toma. El concepto que Kierkegaard opone a lo mundano, a lo que él «amputa», según la expresión empleada en otro pasaje, es el de la posibilidad, la cual debe ser afirmada frente a lo meramente existente. Kierkegaard lo entiende como el de lo eterno paradójico, absurdo. Pero, al mismo tiempo, es acentuado contra el carácter burgués, aquel carácter que, según Kierkegaard, ya no es capaz de la experiencia de la posibilidad. La doctrina de la posibilidad se dirige primero contra el «saber». En el contexto de la filosofía de Kierkegaard tomada como un todo, esto no debe entenderse, como en sus epígonos, de manera anti-intelectualista. El saber que Kierkegaard combate es el saber acerca de lo que siempre ha sido como es y debe seguir siéndolo como algo inmodificable: el saber meramente reconstructor, para el que lo que nunca ha sido es tabú. Su combate contra la psicología es un combate contra ese saber. Kierkegaard analiza la psicología como desconfianza hacia la posibilidad: «¿Cuál es, pues, el secreto seductor de la desconfianza? Es un mal uso del saber: un convertir sin más, mediante un resuelto “ergo”, el saber en una fe. ¡Como si este “ergo” no fuese nada![478], ¡como si fuese algo que no necesita ser notado (“pues todo el que tiene el mismo saber, necesariamente ha de extraer la misma conclusión”)!, ¡como si fuese algo eternamente cierto y probado que con el saber está dada la forma de concluir!» (233 ss.). Contra este saber se alza la posibilidad: como esperanza. La esperanza es, según Kierkegaard, «el sentido de la posibilidad» (257). «Pero la esperanza que quedaba, sólo quedaba en el que amaba» (266). Mas, quien conoce a los hombres, quien sabe que siempre ha sido así y así habrá de seguir siendo, tiene una secreta afinidad con el mal —y ésta es una de esas grandes intuiciones de Kierkegaard, a las que no se hace justicia atribuyéndolas únicamente al gran psicólogo—. «La desconfianza tiene, en cambio […], una predilección por el mal. No creer en nada es precisamente el límite donde comienza la creencia en el mal; porque el bien es objeto de creencia, y, por eso, quien en nada cree está ya preparado para creer en el mal» (241). Kierkegaard va todavía más allá. Propiamente no puede resignarse a reconocer —y en esto precisamente se acredita un rasgo utópico al que su conservadurismo aún sirve al negarlo— que sin la conciencia de la posibilidad, esto es, sin la esperanza en la transfiguración del mundo, no se podría respirar más que por un solo instante: «Pero, en verdad, quien no quiere comprender que el tiempo de la vida entera del hombre debe ser el tiempo de la esperanza, está desesperado» (259). Lo mundano que él quiere apartar es el estado de desesperanza: a la vista del mismo, la existencia cuaja en el infierno que es. Él, que introdujo en la filosofía el concepto problemático de la seriedad existencial, se convierte, en nombre de la esperanza, en su enemigo dialéctico. Él conoce su génesis con vistas a una inmediatez que no queda suspendida por la idea de lo que sería posible. Nada caracteriza mejor la distancia a que Kierkegaard se halla de sus herederos que esta consideración: «Ah, cuántas veces una reconciliación ha fracasado porque la cosa se ha tratado con demasiada seriedad; es decir: porque no se había aprendido de Dios el arte (que de Dios se aprende) de tratar la cosa con profunda e interior seriedad, pero de manera tan fácil y desenvuelta como sólo la verdad lo permite. Nunca creas que la seriedad tiene un aire adusto; nunca creas que esa cara gesticulante (que viéndola produce antipatía) es la cara de la seriedad: es más bien la de quien nunca ha conocido la seriedad, la de quien no ha aprendido de la seriedad que uno también se puede poner demasiado serio» (348 ss.). La seriedad que él rechaza se revela idéntica a la seriedad burguesa de la competencia y el beneficio, a la de la tenaz autoconservación: «Ellos juzgan que tal hombre» —el que tiene esperanza— «no es “serio”. Pues la seriedad es ganar dinero; ganar mucho dinero, aunque sea comerciando con hombres: esto es seriedad […] Anunciar algo verdadero y al mismo tiempo ganar con ello mucho dinero (pues eso es lo que importa, no que sea verdadero): esto es seriedad» (329). La doctrina kierkegaardiana de la esperanza protesta contra la seriedad de la mera reproducción de la vida, en la que la vida misma perece: contra un mundo que está determinado por la razón que calcula el intercambio y nada da sin equivalencias.

Pero éste es el fundamento de la especulación kierkegaardiana sobre el amor a los muertos. Su lado negativo es evidente: el amor a los muertos es el amor que más completamente excluye al vivo capaz de corresponder al amor, propiamente a la subjetividad en general. Se parece así al amor puramente cósico, fetichista. Pero al mismo tiempo es el amor que excluye todo lo que sea pensar en el intercambio: en la recompensa, y así el último amor no mutilado que la sociedad del intercambio permite. La paradoja de que el único amor verdaderamente vivo sea el amor al muerto, expresa perfectamente adónde se ha llegado con toda inmediatez. Lo vivo se ha ido endureciendo a tal punto, que únicamente lo representan ya la mirada del moribundo y la mirada al muerto. Las siguientes palabras de Max Horkheimer pueden expresar la drástica experiencia que hay tras la teología kierkegaardiana del amor a los muertos: «El rico que está en el lecho de muerte se parece al pobre en muchos respectos, si es que su muerte es ya segura. Con la muerte pierde sus relaciones y se convierte en una nada. Esto lo han experimentado en su persona los más orgullosos reyes de Francia. Cuando el médico ilustrado intenta ayudar al moribundo solitario en sus últimas horas, no por interés económico o técnico, sino por compasión, aparece como ciudadano de una sociedad futura. Esta situación es la imagen actual de una humanidad real»[479]. En Kierkegaard se lee: «Pues cuando tu lecho de muerte esté preparado; cuando tú te hayas tendido para nunca más levantarte y sólo se espere que te pongas de costado para morir y que en torno a ti se haga el silencio; cuando […] sólo los cercanos se queden a tu lado mientras la muerte se te acerca; cuando luego los parientes se retiren sin hacer ruido y el silencio se haga mayor porque sólo los más íntimos se quedan; y cuando el último de ellos se incline hacia ti por última vez y se vuelva al otro lado porque tú te vuelves del lado de la muerte: entonces todavía habrá Uno a ese lado» (157). Lo que aquí surge en cierto modo como atributo de Dios delante de la muerte, concuerda con la «imagen actual de una humanidad real», por poco que la eternidad en Kierkegaard pueda explicarse con esta imagen.

En el discurso titulado «Cómo recordamos amorosamente a los difuntos», Kierkegaard llama a la muerte, en giro alegórico, «poderoso pensador cuyo pensamiento no sólo atraviesa toda ilusión de los sentidos hasta el fondo, sino que también la piensa en su fondo» (353). Ello hace recordar aquel poema de Baudelaire que llama a la muerte y la presenta como un viejo capitán. Pero el sentido profundo de la muerte que la comparación encierra no es pensado de manera ontológica, como un existencial invariante. Incluye la historia. Contra la sociedad capitalista, la relación con el muerto persevera en la idea de la libertad de las relaciones humanas respecto de toda finalidad: «Si verdaderamente deseas cerciorarte de lo que hay de amor en ti o en otros, presta atención al comportamiento con un difunto […] Pues un difunto es un hombre astuto; se ha retirado completamente del asunto, no tiene la más mínima influencia que sea molesta o provechosa para su opuesto, el vivo […] El que recordemos amorosamente a los difuntos, es un acto de amor de los más desinteresados» (355 ss.). La experiencia paradójica de la muerte se solidariza con lo posible-imposible: «Sí, el recuerdo amoroso de un difunto debe, por el contrario, defenderse contra la realidad: impedir que ésta se vuelva con cada nueva impresión demasiado poderosa y borre el recuerdo; debe también defenderse contra el tiempo; en suma: no debe verse obligado a olvidar y debe luchar por la libertad de permanecer amorosamente en su evocación […] Sin duda, nadie se halla tan desvalido como un difunto» (362 ss.). Tal amor desvalido es el duelo. Éste se vuelve barroco, dialéctico como imagen de la vida eterna en metáforas que siempre se repiten: «No hay que perturbar al muerto con llantos y gritos; con un muerto hay que actuar como con un durmiente a quien no nos atrevemos a despertar porque esperamos que despierte él solo […] No, cuando recordamos al muerto hemos de llorarlo silenciosa, pero largamente» (356). Enigmáticamente se entrecruzan aquí muerte e infancia: «Es muy verdadero que él no causa molestias, como las causa el niño a veces; no causa noches de insomnio, al menos por los trabajos que da; pues es bien extraño que el niño bueno no ocasione noches de insomnio, mientras que el difunto lo hace tanto más cuanto mejor fue» (358 ss.). En el extremo de la pura espiritualidad, la intuición del poder del muerto linda a ratos con la magia: «Pues, aunque no se le vea, el difunto es muy fuerte: su fuerza es la de su inmutabilidad. Y un difunto es muy orgulloso. ¿No has observado que el orgulloso hace todo cuanto puede por no hacerse notar ante aquel a quien más profundamente desprecia y parecer inmutable, como si nada sucediese, para hacer que el despreciado se hunda aún más profundamente?» (365). En el espíritu de esta dialéctica especulativa, Kierkegaard tensa el arco entre la crítica de la seriedad y el amor al muerto: «Si no sonase tan a broma (como en realidad sólo puede sonarle a quien no sabe lo que es la seriedad), diría que no estaría mal que en las puertas del cementerio hubiera la siguiente inscripción: “Eviten las formalidades”, o “Con nosotros sobran las formalidades”. Pero quiero decirlo, y decirlo así, y que se sepa que lo he dicho; pues la muerte me ha preocupado tanto, que sé perfectamente que nadie puede hablar seriamente de la muerte si no sabe utilizar la astucia que hay en la muerte y todas las ingeniosas diabluras que la muerte hace para despertarnos. La seriedad de la muerte no es la seriedad de lo eterno. A la seriedad de la muerte pertenece esa forma particular de despertarnos, este tono hondamente burlón; arrancada del pensamiento de la eternidad, esa manera de despertarnos se nos presenta ciertamente como una simple broma, a menudo insolente, pero en conexión con el pensamiento de la eternidad es lo que debe ser, que es algo completamente distinto de la aburrida seriedad. La cual es la que menos puede captar y retener una idea de la amplitud y el alcance de la idea de la muerte» (361). Pero la esperanza que Kierkegaard opone a la «seriedad de lo eterno» no es sino la esperanza en la realidad viva de la redención.