N47º 54.067 E013º 09.205
Un viento suave inclinaba las hierbas del campo donde los agentes de operaciones especiales se habían reunido. Drasche, que había comprado especialmente para este caso un software de navegación para el smartphone, discutía acaloradamente con Stefan, cuyo navegador Garmin, tras haber introducido las mismas coordenadas, señalaba un punto a quince metros aproximados del que había obtenido Drasche.
Por el momento, ninguno había encontrado nada y los perros que iban a buscar el cadáver tardarían una media hora en llegar.
Matorrales y árboles, detrás el lago. En ningún lugar se apreciaban grietas o cavidades rocosas que se prestasen como escondites. Si el Owner había sumergido el cache en el agua, las coordenadas que habían calculado no servían para nada, lo mismo daba que la medición fuera de Stefan o de Drasche.
Beatrice avanzó con cuidado, poniendo un pie tras otro, recorriendo el tramo entre las dos marcas. Los árboles estaban allí muy juntos y el suelo era blando. Pese a ello, en ningún lugar se veían huellas que indicaran que alguien podía haber enterrado un objeto allí.
Dio un par de pasos hacia el lago y oyó el chapoteo de las olas que el viento empujaba hacia la orilla. Con cada metro que adelantaba, las voces de los demás se hacían más débiles y las palabras incomprensibles. Beatrice se detuvo junto a un tocón y se sentó.
«¿Cómo haría yo, si quisiera esconder algo aquí?».
Intentó que el entorno ejerciera sobre ella su influjo, apartar pensamientos molestos. Agua. Árboles. Tierra. Sí, enterrar era lo más obvio.
Un momento: árboles. Beatrice palpó la corteza áspera del tronco que se erguía justo a su lado. Había en esa lista de acrónimos del geocaching algo. Cerró los ojos, se concentró. JAFT.
«Just another fucking tree».
Los escondites en árboles eran frecuentes y apreciados. Durante la investigación, Beatrice había tropezado con ideas muy creativas: raíces manipuladas, ramas vaciadas, casitas de pájaros especialmente oportunas. No dejaba de ser una hipótesis que tener en cuenta.
La inspiración llegó como caída del cielo, en el momento en que Beatrice se ponía en pie para regresar con los demás. «Lo sabéis todo y no encontráis nada».
Lo sabemos, pensó, pero solo lo sabemos porque él nos lo dice.
—¡Florin! —Las ramas y el follaje seco crujían bajo sus zapatos—. ¡Tenemos que buscar arriba, en las copas de los árboles! Es posible que necesitemos escaleras. —Se situó en la marca de Stefan y observó las ramas de los árboles más cercanos.
—¿Por qué hacia arriba?
—El Owner nos lo dijo, pero yo no lo entendí. —Se volvió hacia Florin—. «La cabeza bien alta», escribió. ¿Alguien tiene unos prismáticos?
Descubrieron el cache —para gloria de Stefan— directamente en las coordenadas que él había determinado, estaba atado a un haya a más de ocho metros de altura, era una caja del tamaño de un televisor portátil.
Stefan se ofreció a retirarla. Trepó a lo alto, acompañado por las detalladas indicaciones de Drasche.
—Está pegada al tronco con una cinta adhesiva —gritó hacia abajo—. La corto y os la hago llegar con una cuerda.
Beatrice contempló con sentimientos encontrados el contenedor flotando sobre sus cabezas. Antes de que hubiera tocado el suelo ya creía saber lo que contenía. El tamaño concordaba y las palabras del Owner…
Drasche, él mismo impaciente en esa ocasión, se declaró listo para abrir la caja in situ.
—Sin destruir las huellas importantes, claro está —gruñó cuando Beatrice quiso acercarse a él.
La caja tenía cierres de palanca que se doblaron hacia arriba bajo el efecto de los dedos de Drasche, entonces pudieron retirar la tapadera y el interior quedó al descubierto.
Beatrice había estado en lo cierto. «Cabeza alta» podía entenderse de dos maneras.
Lo que antes había dirigido los pensamientos de Herbert Liebscher, albergado sus recuerdos y gobernado sus sentidos se encontraba ahora tras un resistente papel transparente que ya había envuelto otros pedazos antes descubiertos.
Beatrice intercambió una mirada en silencio con Florin. Vogt no tendría que pensar demasiado en las causas de la muerte. A Liebscher le habían arrancado de un tiro la mitad de la cabeza, faltaba un trozo grande en la zona de la sien derecha, la masa cerebral gris se pegaba al interior de la hoja de papel transparente.
Menos llamativa, pero imposible de ignorar, era la falta de las dos orejas. La herida del corte de uno de los lados tenía una costra de color rojo oscuro, la del otro lado era lisa y pálida. Los dientes torcidos, de un amarillo amarronado, quedaban a la vista.
Bebedor de té, pensó Beatrice, o un fumador empedernido.
Bajo el envoltorio se habían acumulado gases que hinchaban el plástico y que en un futuro no demasiado lejano acabarían reventando.
—Pronto tendremos al hombre completo —observó Drasche. Extrajo con cuidado de debajo del paquete con la cabeza las dos notas de rigor—. Hoy después del mediodía tengo las fotos, la información os la doy enseguida. Así que estad atentos.
—No, espera. —Beatrice lo siguió—. Quiero leer. Quiero ver la escritura. —No hizo caso del gemido de Drasche y se inclinó sobre su hombro.
De nuevo la caligrafía de Nora Papenberg, casi tan familiar como la de una vieja conocida.
Etapa 5
Buscas a una persona destrozada. La indecisión la ha enfermado y un día le costará la vida. Es culpable e inocente por igual, como la mayoría de nosotros, pero la culpa le resulta más pesada que a muchos otros. Busca a alguien de cabello oscuro y un nombre que se ajusta a él, desea saber flauta y composición. Una vez más la clave está en el año de nacimiento: suma a las dos últimas cifras el número 15 y multiplica por 250. Añade 254 y resta el resultado a las coordenadas Norte de la cuarta etapa. Multiplica las dos primeras cifras por las dos últimas cifras del año de nacimiento, agrega al resultado el número 163 y adiciona la suma así obtenida a las coordenadas Este.
Ahí volveremos a vernos.
Una mujer por vez primera. No, no del todo, el caso había empezado con Nora Papenberg, pero con ella no iba unida ninguna búsqueda.
¿Podría ser que el Owner atribuyera alguna importancia a la simetría? ¿Una mujer al principio, cuatro hombres, y al final otra mujer? No, se había guardado a Sigart para el final.
Drasche leía la nota del cache en voz alta: «Felicidades, has encontrado el tesoro; esta vez valía la pena, ¿a que sí?». Pero Beatrice no le prestaba demasiada atención. Flauta y composición. Pedía a voces una alumna o profesora del Mozarteum. Cabello oscuro y un nombre que se ajustara a él.
Florin puso el motor del coche en marcha. Esta vez se anticiparían al Owner.
«Destrozada» sonaba bastante inquietante, y más aún porque en los últimos tiempos el Owner había desarrollado un gusto por las referencias literales. Mientras estaban en el coche, pidió una lista de las alumnas de composición y flauta del Mozarteum. Una segunda lista con los nombres de las profesoras y unas tercera con los de las ex alumnas.
—Buen comienzo. —Las primeras palabras que Florin pronunciaba desde que se habían puesto en ruta—. No te olvides de las academias privadas.
—No. Pero primero quiero comprobar otra cosa. —Buscó entre sus apuntes el número de teléfono del director del coro en que había cantado Christoph Beil.
—Kaspary al aparato, Policía Criminal. ¿Podría decirme dónde suelen ensayar?
—En la iglesia. Tenemos unas horas fijas en que podemos utilizarla.
—Entiendo. ¿Y en ningún otro sitio excepcionalmente?
—Bueno —respondió el hombre vacilante—, de vez en cuando, antes de conciertos importantes, utilizamos también una de las salas del Mozarteum.
—Gracias. —Con la sensación de tener por fin el cabo de algo importante en la mano, Beatrice guardó el móvil.
—Vas a ver —anunció a Florin—, en el Mozarteum encontraremos algo.
Sin embargo, llegaron las listas y las hipótesis de Beatrice no se confirmaron. Cabello oscuro y un nombre que se ajustara a él… Había esperado una elección clara: algo latino o elocuente, por ejemplo, el apellido Schwartz, «negro». Con lo que no había contado era con el gran número de japonesas y chinas que estudiaban música en Salzburgo. Abundaban sobre todo en las clases de flauta, ya fuera flauta travesera o flauta dulce.
—Mierda —gimió Beatrice, mientras hojeaba los papeles impresos—. Es totalmente imposible comprobarlo todo. Las ex alumnas ya hace tiempo que se han marchado y las otras… —Apoyó la cabeza en las manos, cerró los ojos. ¿Y si excluía al principio a las estudiantes asiáticas? Claro que la nota podía referirse a una de ellas, pero hasta el momento todas las víctimas habían sido austriacas.
Siguiendo esta premisa, volvió a revisar las listas, pero el nombre más oscuro que encontró fue el de Keller, «sótano»: Alexandra Keller.
Averiguó los datos de la muchacha, pero con la sensación de haber errado el tiro.
Leyó otra vez el mensaje del Owner, y luego otra vez. Una persona destrozada. Enferma de incertidumbre, culpable e inocente. ¿Víctima y verdugo?
Desea saber composición y flauta… ¡Saber! No un título.
En la mente de Beatrice empezó a formarse una imagen. Alguien asediado por una experiencia, que se sentía culpable y estaba desesperado. Destrozado, roto. Quizá se refería a algo también roto, interrumpido, una carrera, por ejemplo. Beatrice cogió el auricular del teléfono.
—Kaspary de nuevo. ¿Tiene tal vez anotaciones sobre las personas que han abandonado los estudios? Necesitaría de nuevo las clases de flauta y composición.
La mujer que se hallaba al otro extremo de la línea suspiró.
—Es difícil. Claro que es posible averiguar quién se ha dado de baja, pero resulta complicado saberlo cuando no se sabe de quién se trata. —Se percibía claramente que no tenía intención de hacer ese esfuerzo.
—¿Sabe al menos cuándo interrumpieron los estudios?
—No.
No había que acobardarse ahora.
—Envíeme la documentación de los últimos diez años. Esto debería bastar.
Otro suspiro más.
—Veré qué puedo hacer.
—Su alias era «DescartesHL» y su login «azulceleste».
En el despacho de Stefan se estaban asfixiando. Bechner, con quien lo compartía, tenía un problema para abrir las ventanas: alergia al polen.
—Ha encontrado más de novecientos caches, la mayoría aquí y en Baviera, pero debe de haber utilizado también las vacaciones.
Stefan fue bajando la página en la pantalla hasta llegar a un diagrama de barras que mostraba en qué países Liebscher había buscado recipientes. Italia, Francia, Gran Bretaña. Incluso en Estados Unidos.
—A la mayoría de los geocachers les gustan las estadísticas —explicó Stefan—. Mira, aquí se calculan los porcentajes de los días de la semana que estuvo en ruta. El domingo sobresale. Sorpresa.
—Fantástico trabajo, gracias. —Beatrice apuntó los datos del login en una página.
Descartes. «Todo lo que es únicamente probable es probablemente falso». El Owner conocía el apodo y lo había incorporado al juego, conocía el hobby de Liebscher. ¿Había escondido por esa razón las partes de su cuerpo en toda la región, como si fuera su cadáver un puzle que tenían que montar?
No. Demasiado sencillo. Demasiado banal.
—DescartesHL —informó poco más tarde a Florin—. HL se refiere a Herbert Liebscher, si quieres saber mi opinión. Las matemáticas no le abandonaron ni en su tiempo libre.
Esa tarde acabó antes de trabajar. Se dirigió a ver a su madre y los niños antes de colocar el portátil en la mesa de la sala de estar de su casa.
Geocaching.com. Nombre: DescartesHL. Login: azulceleste.
Un clic del ratón y tenía ante sus ojos el perfil de Liebscher. En el link de geocaches estaban registrados los hallazgos de los últimos treinta días, y de hecho Liebscher todavía había estado activo hasta poco antes de su muerte. El último registro tenía veintidós días, un multicache cerca del Traunsee.
«¡Arduo, pero ha valido la pena! —había escrito en el registro en línea—. ¡GPEC!».
Tres días antes había realizado un circuito más grande y registrado ocho hallazgos. En ninguna nota se encontraban observaciones especiales. Elogiaba la originalidad de los escondites o la belleza del paisaje que le había proporcionado la búsqueda, y siempre daba las gracias.
Beatrice trabajaba cronológicamente hacia atrás, acometió el siguiente mes. Un difícil mystery cache que Liebscher estaba muy orgulloso de haber resuelto y en el que había dejado una moneda, una de las bonitas monedas que habían encontrado en su casa. Aparte de este, había registrado tres multicaches y veinticuatro «traditionals», es decir, caches normales sin enigmas complejos adicionales.
Había llegado en ese momento a mediados de marzo y casi había perdido las esperanzas. Las más emocionantes eran las observaciones al estilo de «La primera búsqueda en unas rocas equivocadas, pero tras una breve mirada alrededor el escondite fue evidente. ¡Las coordenadas un poco off!».
Sin embargo, llegó una nota del 12 de marzo. Era solamente un cache tradicional simple, pero hizo vibrar la varilla de zahorí interior de Beatrice. El cache se encontraba directamente en la ciudad de Salzburgo, escondido en un parque de Leopoldskron.
«¡Una idea original! —había escrito Liebscher—. Desenterrado junto a Shinigami. ¡GPEC!».
Hasta entonces era la única nota que hacía referencia a un cacher amigo. Lo mismo sucedía con los tres hallazgos que Liebscher había registrado el 12 de marzo. Al parecer, Shinigami y él habían quedado ese día para ir juntos a la caza del tesoro.
Siguió deslizando la página por la pantalla. El 10 de marzo dos caches, pero ninguna alusión a un acompañante. Aun así, cuatro días antes, el 6 de marzo, Shinigami se había unido a la excursión:
«¡Bonito escondite, pero el libro de registros está casi lleno! Descubierto con Shinigami. ¡GPEC!».
De acuerdo. Todos los que encontraban un tesoro apuntaban su hallazgo en la página del cache correspondiente, así que también Shinigami tenía que estar registrado. Pulsó el link, buscó los registros hasta el 6 de marzo. Ahí estaba DescartesHL y justo después de él Shinigami, que hasta tres días después no había anotado nada.
Leyó y enseguida entendió que allí había algo que investigar. Alguien.
«Descubierto con DescartesHL. A veces encontramos, luego nos vuelven a encontrar, ¿no es así? GPEC.
»Y a los demás: TFTH».
Los demás, pensó Beatrice. Nosotros.
El perfil de Shinigami se hallaba solo a un clic de distancia y estaba vacío. Claro. Lo único que podía leerse eran las fechas de sus registros y sus hallazgos. La lista era breve: siete caches, todos encontrados en marzo y abril de ese año. Shinigami se había registrado el 26 de febrero. Apenas una semana antes de salir en busca de un tesoro con DescartesHL.
Beatrice no tardó ni tres minutos en confirmar sus sospechas. Shinigami había encontrado los siete caches junto con Herbert Liebscher sin excepción, y en las anotaciones de los siete, no solo había agradecido el cache, sino también la caza.
Contactó con Florin, que todavía estaba en el despacho y enseguida se puso al aparato.
—¿Ha ocurrido alguna cosa?
—¿Cómo? No, todo en orden. Pero he hecho un descubrimiento. —Tomó un sorbo de café frío, un triste resto del desayuno que quedaba en el aparador y contrajo el rostro—. Estoy en un noventa por ciento segura de que el Owner practicó el geocaching con Liebscher. Te envío el link, míratelo.
En un abrir y cerrar de ojos, el mensaje había salido. Beatrice oyó clicar a Florin a través del teléfono. Otro clic.
—Es la nota que hay encima de DescartesHL, el seis de marzo.
—Shinigami. —La voz de Florin era tan clara y cercana que parecía estar sentado junto a ella. En realidad, incluso más cerca—. Sí, suena a japonés.
Acudieron a la mente de Beatrice las numerosas estudiantes asiáticas y pensó resignada que tal vez deberían tenerlas presentes. No había que excluir nada, nada, nada.
—Entonces vamos a rastrearlo. Voy a ver si Stefan o Bechner todavía siguen aquí, necesitamos saber cuál es la auténtica identidad que se esconde tras el apodo. Un paso enorme: gracias, Bea.
No era habitual que le diera las gracias y tenía un resabio singular. ¿Quería compensar las ofensivas de Hoffmann?
Suspiró.
—De nada.
—Ahora vete a dormir, yo terminaré pronto.
—Dentro de poco. —Al fondo oyó sonar en el móvil de Florin la melodía que indicaba que Anneke lo llamaba. No tardaría en tener prisa—. Hasta mañana, Florin. —Colgó antes de que él lo hiciera.
Los primeros hallazgos de caches de Liebscher se remontaban a casi siete años. Debía de haberle encontrado el gusto al juego antes de que se pusiera de moda. Su entusiasmo era claramente perceptible en las notas que había escrito. Casi cada fin de semana había salido en busca de un tesoro. La mayoría de los que había encontrado entonces ya no existían: una tachadura en rojo significaba que ya estaban archivados. Tan solo un número reducido de caches duraban más de cuatro o cinco años.
Liebscher debía de haber invertido todo un año en la caza de tesoros con GPS durante su tiempo libre y entonces…
Beatrice se quedó atónita. Deslizó la página hacia arriba y hacia abajo, comprobó los datos. No, no era un error. Tras un fin de semana en Viena, durante el que había realizado dieciocho nuevos hallazgos, seguía año y medio de pausa. Ni un solo cache. Nada.
¿Había estado enfermo? ¿Tanto le había absorbido el divorcio? Tendría que preguntar en la escuela.
Después de la interrupción, debía de haber empezado algo más vacilante con los primeros caches. Había anotado uno, dos al mes como mucho y los comentarios eran manifiestamente más concisos que los anteriores.
«Encontrado enseguida, GPEC», pocas veces algo más que eso.
¿Por qué? Beatrice consultó el reloj, las diez y media, demasiado tarde para llamar a Romana Liebscher. Lo haría al día siguiente.
Cerró el portátil, fue a la nevera y fue incapaz de decidir entre agua y la última botella de cerveza que desde hacía meses estaba en el compartimiento de la puerta.
Agua. Bebió directamente de la botella y disfrutó del burbujeo del gas en la boca, en el cuello, en el estómago. Contuvo un eructo y se preguntó con quién quería ser educada en realidad.
Firmemente decidida a disfrutar de los diez minutos libres que le quedaban antes de irse a dormir, se colocó junto a la ventana con la botella de agua y contempló el cielo sobre la ciudad. Pronto habría luna llena, en tres días como máximo.
«Shinigami», le susurró, bebió un buen trago de agua, cerró las cortinas, por si acaso, para darse al instante un golpe en la frente y correr a la mesa baja de la sala de estar.
¿Cómo es que no lo había comprobado de inmediato? Ahora tenía que volver a encender el ordenador, ese aparato viejo y quejumbroso.
Google era generoso con las respuestas: un shinigami era un espíritu de la muerte japonés, se lo consideraba de mal augurio. Beatrice tanteó a ciegas a su espalda, cogió una manta peluda del respaldo y se cubrió con ella los hombros.
Ya al registrarse en la página de geocaching.com el Owner había mostrado claramente sus intenciones. Llevaría la muerte. Pero nadie había entendido su mensaje, tampoco Herbert Liebscher.
Dagmar Zoubek era una de esas mujeres que ya a primera vista imponían respeto. Alta, con la espalda recta y un moño en la nuca, trajo a la memoria de Beatrice la profesora de ballet que con manos impacientes y huesudas le volvía las puntas de los dedos hacia fuera cuando tenía seis años. Sin embargo, Zoubek enseñaba flauta, no danza.
Beatrice se había decidido de forma espontánea. La idea de tener que atormentarse leyendo listas interminables de nombres le había resultado tan insoportable por la mañana que había optado por la vía directa. Buscaría a una persona destrozada, no a una morena de nombre sombrío.
Tomaron asiento en una pequeña sala de ensayos en la que ocupaba gran parte del espacio un piano de cola Steinway.
—Hay muchas estudiantes que atraviesan crisis —explicó Zoubek tras una larga reflexión—. Aquí la presión es soportable, pero pese a ello algunas alumnas no están acostumbradas. Necesito que me dé un par de referencias más.
—Debería haber estudiado también composición. Y al parecer era morena.
Había que perdonar a Zoubek que intentara esconder una chispa burlona en sus ojos.
—¿De cabello oscuro? ¿Sabe?, algunas chicas se cambian el color del pelo cada mes.
¿Querrían sus alumnas a Zoubek? Era difícilmente imaginable. La naturaleza de profesora estaba tan firmemente anclada en el comportamiento de esa mujer como la nariz al rostro.
—El problema es —explicó Beatrice— que ni siquiera puedo aproximadamente delimitar el espacio de tiempo. La estudiante podría haber dejado el instituto hace seis años o seis meses. Existe incluso la posibilidad de que todavía esté aquí. Los datos de que dispongo acerca de ella son muy vagos.
—En eso le doy la razón. —La confesión de Beatrice pareció apaciguar a Zoubek—. Crisis personales. Déjeme pensar… Sí, el año pasado una estudiante perdió a sus padres en un accidente de coche y regresó a Múnich a continuación. Fue un suceso muy trágico. —La mujer se interrumpió un momento y bajó la cabeza—. Una muchacha muy dotada. Pero su segunda especialidad era canto, no composición, y tenía el cabello claro.
—¿Podría darme su nombre, de todos modos?
—Tamara Hassmann.
Hass, odio. ¿Oscuro como el odio? Si el resto de los elementos básicos hubiera coincidido, habría valido la pena intentar establecer contacto con Tamara, pero así Beatrice podía excluirla sin dudar. El Owner proporcionaba datos exactos.
—¿Se le ocurre alguien más? ¿Hubo tal vez intentos de suicidio? ¿Comportamientos de autoagresión? ¿O agresiones contra otros?
Por el modo en que Zoubek volvió la vista a un lado, Beatrice reconoció que las preguntas habían despertado un sentimiento en ella.
—Dígame —insistió—. Dígame lo que se le ocurra, por favor, puede ser exactamente la información que estoy buscando.
—Esa muchacha apocada…, un poco gordita y siempre haciendo dieta. Cabello oscuro, sí. Le di clases de flauta travesera y, si no me equivoco, su segunda especialidad era composición. Se esforzaba mucho… Menos dotada que las demás, pero diligente en contrapartida.
La diligencia, si Beatrice no andaba equivocada, era en el universo de Zoubek una virtud a la que no se podía renunciar.
—¿Qué le pasó?
—Hace realmente mucho de ello. Entonces ya no estaba en mi clase, había cambiado a la del colega Horner, pero creo que sufrió una especie de colapso. La recogieron en ambulancia y poco después dejó la universidad.
—¿Recuerda todavía cómo se manifestó ese colapso? ¿Qué fue lo que lo desencadenó?
La mujer negó enérgicamente con la cabeza.
—Yo no estuve presente, solo oí decir que había empezado a gritar y llorar y que nadie lograba tranquilizarla. Quizá sea mejor que hable con el doctor Horner, lo sabrá mejor que yo.
Encantada, pensó Beatrice.
—¿Me dice el nombre de la chica?
Dagmar Zoubek apretó los labios reflexionando, de forma ostensiva.
—Era un nombre largo, no fácil de recordar… Debería buscarlo.
—Sería muy amable por su parte.
Con una expresión de dignidad herida en el rostro, la profesora se levantó de la silla, dejó la habitación y regresó diez minutos más tarde con un archivo de color azul.
—Aquí está. Melanie Dalamasso. Flauta y composición. Hay una nota: se dio de baja por razones de salud hace aproximadamente cinco años.
—Gracias. —Beatrice estrechó la mano de la mujer y salió al aire libre, a los jardines Mirabell bañados por una turbia luz del sol. Encontró un banco y extendió las piernas.
Había dado en el blanco. No era necesario seguir buscando, Dalamasso era un apellido italiano y se ajustaba perfectamente al cabello oscuro que había mencionado el Owner. Y Beatrice no tendría que recurrir ni siquiera a Google para solucionar el resto del enigma. De niña tenía un diccionario de nombres y lo hojeaba devotamente cada vez que conocía a alguien.
Su propio nombre era con frecuencia en ese contexto motivo de risas, pues Beatrice significaba «la que trae alegría». Su mejor amiga en la escuela atendía al nombre de Nadine: esperanza. Pero en la fila de delante se sentaba una Melanie, una chica de pelo cobrizo, con pecas en el rostro, el cuello y los brazos. Siempre se habían tronchado de que Melanie significara «la morena».
Melanie Dalamasso no solo había dejado de estudiar, sino que al parecer había dado carpetazo a toda su vida autónoma. Vivía con sus padres, pero permanecía desde las ocho de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde en una clínica psiquiátrica diurna.
—La tendremos en observación continua, pero todavía no la interrogaremos.
Florin fue paseando la mirada por cada uno de los presentes hasta que se detuvo en Hoffmann. Este acabó asintiendo.
—Nuestro equipo mirará con lupa a cualquiera que se acerque a ella. He hablado con sus padres y con el médico que la atiende y por ambas partes recibiremos apoyo. Salvo lo dicho, nada más que pueda sernos de ayuda: nadie sabe cuál fue el detonante de la crisis de Melanie. —Cogió un vaso de agua que Stefan le tendía y se lo bebió de un trago—. Siempre fue difícil, con tendencia a sufrir trastornos depresivos.
Beatrice había leído las declaraciones de los padres antes de la reunión: ya no sabían qué hacer. Describían a Melanie como una chica callada, introvertida, que desde pequeña se atrincheraba con su flauta. Había acudido con ocho años por vez primera a una psicoterapeuta porque había dejado de comer después de que a dos niñas de su clase se les hubiera ocurrido la original idea de apodarla «hipopótamo».
Lo que otros niños habrían contestado chivándose llorosos a los profesores y los padres, o dando un puntapié a las guasonas, dejó deshecha a Melanie durante semanas. Puso como condición para volver a empezar a comer que la cambiaran de escuela. Los padres cedieron a la petición y la matricularon en un colegio privado con el arte como punto central. Siguieron un par de años durante los cuales se pensó que el problema se había «normalizado», como lo formuló la madre. Sin embargo, al llegar a la adolescencia Melanie empezó a sufrir cambios extremos de estados de ánimo que se presentaban con renovados episodios de ayuno y de bulimia. Los padres pensaban que si en esa época no hubiera tenido la flauta se habría desmoronado. De nuevo tuvo que intervenir un psicoterapeuta y hubo que internar a la joven tres semanas durante las vacaciones estivales.
Con dieciocho años, Melanie superó la prueba de admisión en el Mozarteum. Se instaló en un diminuto apartamento de un espacio, cerca del Salzach, soñaba con hacer carrera como solista y se enamoró de un compañero de estudios que, si bien no correspondía a sus sentimientos, se lo dijo de buenas maneras y se convirtió en una especie de amigo para ella. Él la puso en contacto con un grupo de estudiantes que hacían excursiones, iban por las noches a cafés o al cine y estudiaban juntos los exámenes de teoría de la música. Melanie incluso llegó a compartir piso durante un tiempo con dos chicas del grupo.
«No estaba en el centro, pero seguía con ellos y le iba tan bien…», se citaba en el informe a la madre de Melanie. Lo que pasó entonces nadie lograba entenderlo: Melanie se separó del grupo y siguió su propio camino. Volvió a encerrarse en sí misma y empezó otro de sus incontables intentos por adelgazar. Preguntarle, rogarle, no servía de nada, como siempre. Una conocida dijo a la madre que había visto a Melanie con un hombre que por la edad podría haber sido su padre. Estrechamente abrazados y ciegos para el resto del mundo, paseaban por el mercado navideño de Hellbrunn.
La madre de Melanie se debatía entre la alegría y la preocupación. Su hija estaba enamorada, era feliz, pero no pensaba en presentar al hombre a sus padres o al menos en hablarles acerca de él. Siempre que intentaban cautelosamente sacarlo a colación, abandonaba la comida familiar de los domingos.
Medio año después, de un día para el otro, se produjo el colapso. La señora Dalamasso recibió la llamada a las diez de la mañana, justo al comienzo de las vacaciones. Mientras la orquesta ensayaba un concierto estival, Melanie se había puesto de repente a gritar y había sido imposible calmarla. Cuando la madre llegó, la ambulancia ya estaba allí y el médico de urgencias sedaba a Melanie.
«Desde entonces se ha aislado. Apenas habla y, si lo hace, solo pronuncia fragmentos de frases inconexas. Los médicos suponen que sufre de un tipo de autismo de nacimiento que ha culminado en este momento», concluía el padre.
¿Cómo es que el Owner quería matar a alguien como Melanie?
—Pese a ello hablaremos con la mujer. —Beatrice escuchó en ese instante el final de la réplica de Hoffmann—. Kossar podría encargarse de eso, es psiquiatra, sabe tratar con enfermos.
—Psiquiatra forense —intervino Florin—. No creo que los médicos de Melanie Dalamasso lo consideren necesario. Yo abogo por dejarlo tal como está y que nos concentremos en lugar de ello en proteger a Melanie. Hasta ahora, las conversaciones con las personas hacia las que apuntaba el Owner nos han aportado muy poco o nada. —Florin entrelazó los dedos y señaló con un pequeño gesto de la cabeza las fotos que estaban desplegadas delante de ellos sobre la mesa de reuniones—. He enseñado a los padres las imágenes de las otras víctimas, desde Papenberg hasta Estermann. No han producido el menor efecto de reconocimiento. Para mostrarle las fotos a la chica necesitamos la autorización de los médicos, pero incluso si la obtenemos causaremos, como mucho, perjuicios y no sacaremos ningún provecho de ellos. Melanie lleva años sin hablar, eso no se alterará simplemente porque le mostremos un par de fotos. Así que mientras sea incapaz de contarnos lo que sabe o piensa… —Hizo un gesto de impotencia.
Una persona destrozada. De vuelta en su despacho e inclinada sobre el escritorio, Beatrice depositó las fotos de las víctimas ante sí, al final una nueva: Dalamasso. Su cabello oscuro enmarcaba un rostro redondo. Unos párpados pesados sobre unos ojos castaños, la nariz algo respingona. Una boca bonita de contornos desdibujados, lo que daba la impresión de estar torcida.
Papenberg. Liebscher. Beil. Sigart. Estermann. Dalamasso. Un solitario irresoluble. Con unos movimientos escasos, Beatrice cambió de sitio las fotos y dejó que la nueva ordenación obrara su efecto. Papenberg estaba ahora en el medio, Beil junto a Dalamasso, Estermann en el extremo derecho, Liebscher a medias por encima de este. Sigart un poco en diagonal, la esquina superior derecha de la foto tocaba la comisura de la boca de Papenberg.
Beatrice colocó, como séptima carta, la foto del último mensaje. Un joker oscuro. El Owner que se comunicaba con la escritura de Papenberg.
«Estáis unidos por algo. Un enigma detrás de los enigmas».
Pero las fotos permanecían mudas. Al igual que los muertos.