N47º 28.275 E013º 10.296

Por un momento, Beatrice sintió la tentación de dar curso libre a sus lágrimas y llorar por todo lo que no volvería a ver: el sol, el cielo, los rostros de sus hijos. Pero llorar consumía fuerza y embotaba la mente.

«Déjalo para más tarde», se dijo. Su voz resonaba sorda en las paredes del pozo, consoladora y sensata. Precisamente lo que necesitaba en ese momento, todos sus sentidos y su razón.

El agua, según comprobó, era demasiado profunda para estar de pie. Aun así, cuando estiraba el cuerpo y se sumergía hasta la nariz notaba el fondo bajo los pies, pero era blando y cenagoso. Tendría que intentar nadar sin moverse de sitio, moderando los movimientos, lo que al mismo tiempo la mantendría caliente. O, al menos, la temperatura de su cuerpo no descendería tan deprisa.

Se quitó los zapatos y los calcetines debajo del agua. Bien. A continuación palparía la pared, de forma sistemática, como si fuera ciega.

Pequeños salientes aquí y allá, pero ninguno que sirviera. Las paredes resbalaban a causa del musgo. Incluso cuando Beatrice probó con una piedra que sobresalía algo más que el resto, los dedos se le resbalaban al intentar tirar hacia arriba.

No se rindió. El diámetro del pozo no era grande, si estiraba los dos brazos lateralmente, tocaba fácilmente los lados opuestos de la pared con las palmas de las manos.

Se colocaría atravesada en el pozo, apoyada en los pies y la espalda cuando quisiera descansar. Y querría hacerlo. Pronto. Si no conseguía escalar para salir…

De repente tomó conciencia de que ya no sabía en qué lugar de la garganta circular del pozo estaban los trepadores. Había girado varias veces y había perdido la orientación en la oscuridad.

Pero pensó que, incluso si lo supiera, incluso así…, estaban situados demasiado arriba. Sería imposible asirlos de un salto. Tenía que escalar, pero las paredes eran demasiado resbaladizas.

Pese a ello, lo intentó. Recordó el modo en que los deportistas de escalada libre desafiaban las cortadas rocosas apoyándose a izquierda y derecha con los pies y las manos, pero ella no encontraba ningún asidero. Tras cuatro intentos estaba agotada y pateaba jadeante en el agua. Sentía la herida de la mano izquierda palpitar velozmente.

No le quedaba otro remedio que esperar. Graduar bien sus fuerzas y esperar que Sigart subestimase a la policía.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

Beatrice contaba las respiraciones. Si el tiempo transcurría ahí abajo, también lo hacía arriba, ahí donde por fin concluía la oscuridad.

Aunque seguramente no tan despacio. Siguió contando, contaba y deseó tener un reloj en el que poder comprobar cuánto tiempo aguantaba.

Lo peor era el frío. Los dientes le castañeteaban sin control, ya hacía tiempo que se le habían entumecido los dedos de las manos y de los pies, por lo que cualquier otro intento de escalar fracasaría. Lo había intentado una y otra vez.

«Estoy tan cansada…».

Pero dormir era morir. La inmovilidad era la muerte. Pese a ello, Beatrice se giró en el agua y se apoyó con las rodillas y los hombros en las piedras de la pared. Miró hacia arriba y se preguntó si percibiría cuándo salía el sol. Si entre las rendijas de la tapa del pozo entraría un rayo de luz.

Sería bonito.

Volvió a pedalear, sin mucha fe. Lo suficiente para que la nariz y la boca quedaran por encima de la superficie. Cuando el mundo despertara de nuevo nadie la echaría en falta. Florin se extrañaría de que no hubiera acudido al despacho. A las nueve o las nueve y media la llamaría. «Tan tarde…».

A no ser que hubiera novedades. Entonces ya se pondría en contacto con ella a las ocho, quizá.

Flexionar los dedos. Abrir, cerrar, abrir, cerrar. ¿Llegaban a moverse? No lo notaba.

Flotar. Imposible, no había espacio suficiente. Pero le dolían mucho los brazos.

De repente la boca se le llenó de agua, tosió, jadeó, volvió a toser. ¿Se había adormecido? El frío paralizaba su cuerpo y su mente; fuera como fuese, tenía que mantenerse despierta.

Beatrice empezó a cantar. La primera canción que acudió a su mente fue «Lemon Tree» de Fool’s Garden. Fuerte, más fuerte de lo que ella había pensado, debía de ser a causa del pozo.

Si había alguien ahí, ¿la oiría quizá?

Cantó lo que se le pasaba por la cabeza, de vez en cuando mantenía la respiración para no perderse ningún ruido procedente de la superficie.

No. Solo silencio y su propio y eterno chapoteo en el agua. El mundo estaba muy lejos y no sabía nada.

Beatrice dejó de cantar al caer en la cuenta de que le costaba mucho esfuerzo y que eso era peligroso. Pero al menos tararear… Le vino a la mente la primera canción en inglés que Jakob había aprendido en la escuela.

Twinkle, twinkle, little star

How I wonder what you are

Up above the world so high

Like a diamond in the sky

Se la había cantado en la cocina, dando saltos, resplandeciente, y cuando llegó a like a diamond in the sky los ojos se le habían abierto como platos y…

Pero ¿estaba llorando? Le escocían los ojos, le parecía que tenía la nariz hinchada. Tenía clavada la melodía en la garganta como un bocado que se ha atragantado.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

Uno. Dos…

Mina hace la rueda en la alfombra de la sala de estar. «¡Mira, mira!».

Jakob se saca de detrás de la espalda tres flores de diente de león. «Las he cogido para ti».

«¡A ver si te enteras!», ríe Evelyn, y Achim dice: «Ninguna de ellas es tan bonita como usted vestida de uniforme».

Cinco. Seis.

Un cruasán sin mermelada. Dedos curvados. «No hagas nada que yo tampoco haría —advierte divertida Evelyn—. Levanta la cabeza aunque tengas el cuello sucio».

La cabeza. Arriba. Frío, mucho frío.

Una taza de aromático café, la espuma de la leche crepita. Florin coloca una mano sobre la suya, sobre la frente le cuelga un mechón de cabello oscuro, que se une al arco de la ceja.

—Beatrice.

—Sí —contesta ella. ¿La ha oído?

Jakob le rodea el cuello con los brazos.

«La señora Sieber me ha dado una estrellita».

Es cierto, Beatrice la ve brillar. Twinkle, twinkle.

Algo se derrumba ahora. Con un estrépito.

You’re indestructible, always believe in, because you are gold. Evelyn canta de una forma preciosa, como nadie sabe hacerlo.

«Bea. Mírame».

También David está aquí. Tira de ella, la arrastra, le hace daño. Si pudiera hablar le diría que no desea volver a verlo. Que no debe.

Se rompe, y ella puede volar.

—¡Ya la tenemos!

—¡Bea!

Que no me molesten. Ahora no.

—Tenemos que despertarla. ¡Bea!

Sacudidas. Le presionan el rostro. Luz.

—Ha abierto los ojos. Gracias a Dios. Todo ha ido bien, ¿me oyes, Bea?

Sí. No. «Lentamente».

Entonces regresan las cosas, las formas, los nombres. Florin.

El frío.

Beatrice sintió el suelo firme bajo su cuerpo. Unos focos cortaban el gris oscuro de las primeras horas matinales. Había muchas personas corriendo de un lado a otro junto a ella, una muchedumbre.

—Qu, qu… —La boca no le obedecía.

Alguien le levantaba el torso y le quitaba la camisa.

—¿Dónde están las mantas? ¿Cómo es que tardan tanto? Stefan, tu chaqueta.

Olor a goma de mascar.

A su lado, Florin estaba de rodillas, empapado. Bechner le tendía una manta de lana y él se la ponía sobre los hombros, la envolvía tan estrechamente con ella que no podía mover los brazos. Luego se quitaba su propia camisa mojada.

—La ambulancia está en camino. No puede tardar mucho. —Florin la abrazaba, la mantenía apretada contra su pecho—. No te duermas, ¿me oyes? Tienes hipotermia.

—Co, co… cómo…

Él la estrechó con más fuerza.

—El SMS que me enviaste era raro. Estuve pensándolo cinco minutos y luego te llamé, pero el móvil estaba apagado. Tampoco contestaste en el fijo, pero ya sé que Achim… —No concluyó la frase—. Primero teníamos que ir en busca de Sigart y eso me provocaba una sensación rara. ¿Quién podría haberlo secuestrado en el hospital, sin que nadie se percatara ni lo viera? Así que volví a hablar con su médico por teléfono y le pedí que me detallara cuál era su estado. «No es tan malo», dijo. El paciente se había recuperado, habían operado las heridas de las amputaciones y si no se producía una infección le darían el alta en uno o dos días. Le pregunté por la pérdida de sangre. No era tan grave. Pero ¿y las heridas en el cuello? No eran profundas, ningún vaso sanguíneo se había visto dañado. —Beatrice notaba cómo Florin agitaba la cabeza—. Con ello lo tuve claro. Me subí al coche y fui a casa de Sigart, no había nadie. Luego fui a la tuya. No sé exactamente por qué.

El pecho de Florin descendía y ascendía despacio y tranquilo. Beatrice ajustó su propio ritmo de respiración al de él. El prado estaba lleno de agentes de operaciones especiales que deambulaban por todas partes, atrapó fragmentos de frases y supo que estaban buscando a Sigart.

—Busqué tu coche, pero no lo veía por ninguna parte, aunque había muchos sitios donde aparcar delante de tu casa. Así que llamé a la puerta. Volví a intentar localizarte por el móvil. Regresé a casa de Sigart. Busqué más a fondo por los alrededores. Y encontré tu coche.

¿Y de inmediato extrajo la conclusión correcta? Beatrice se esforzó por plantear la pregunta de forma que se entendiera. Tardó, pero lo consiguió. Bien.

—Fue lo primero que pensé. El sótano del bosque. Golpes de ciego, para ser sincero, pero cuando encontramos tu móvil abajo supe que había tenido suerte.

—El mi… mi y… el de… N… Nora.

—No. Únicamente el tuyo. Pero tú no estabas. Entonces descubrimos un signo en las tablas del cobertizo, un seis, y con ello lo tuve todo claro.

—Sigart —susurró Beatrice—. ¿Sa… sabéis ya dó… dónde…?

—No. Puede ser… No estoy seguro, pero creo que he visto desaparecer algo en el bosque cuando hemos llegado. Tal vez era él, tal vez solo un animal.

¿Había esperado? ¿Para saber el final de la apuesta?

—He… he ganado —murmuró—. ¿Florin? Mi móvil, por fa… favor.

—¿Seguro?

Ella asintió.

Sigart se había llevado el móvil de Nora Papenberg y había dejado el suyo. «Y yo sé por qué».

—¿Stefan? —Florin no la abandonaba—. Beatrice quiere su móvil, ¿se lo traes, por favor?

Sintió cómo le acariciaba delicadamente el cabello mojado y cerró los ojos. A lo mejor se dormía un momentito.

—¿Qué has ganado?

—¿Humm?

—Acabas de decir que has ganado.

—Ah, sí. Como… una apuesta.

Florin no preguntó más. Cada vez que un escalofrío recorría el cuerpo de Bea, Florin la estrechaba más fuerte contra sí, como si quisiera darle calor con su propio cuerpo. De vez en cuando una gota de agua le caía del cabello y resbalaba por la mejilla de Bea como una lágrima.

Stefan llegó con el móvil. Se acuclilló a su lado.

—La ambulancia viene enseguida, he vuelto a telefonear. —Sonrió con timidez a Bea—. ¿Mejor?

—Sí.

—Por suerte. Nos hemos llevado un susto de muerte cuando te hemos descubierto en el pozo. ¿De verdad que no nos has oído gritar? —No esperó respuesta—. Florin enseguida ha bajado, seguro que te hubiera subido, incluso sin cuerda, si hubiera sido necesario. —Su sonrisa ya no era tímida.

—Gracias, Stefan. ¿Le das el móvil a Bea?

Trató de incorporarse, pero el simple amago de movimiento le dolía, cada músculo de su cuerpo le provocaba dolor. Florin la sujetó cuando agarró el móvil, pero los dedos estaban demasiado rígidos y paralizados para sostenerlo. Cayó junto a ella en la hierba. Cerró toda la mano en torno a él, pero era como si asiera un instrumento para cuyo empleo careciera totalmente de ejercicio. El teléfono volvió a deslizarse entre sus dedos.

—¿Fuisteis vosotros los que le pusisteis la pila?

—No, lo encontramos así —dijo Stefan. Florin liberó un brazo y cogió el móvil.

Entonces fue Sigart. Si había recibido lo que tenía que recibir.

—Hazlo por mí —le pidió a Florin, cuando Stefan volvía con su aparato de radio al coche patrulla—. El PIN es 3799.

El pitido conocido cuando pulsó las teclas. La melodía con que el aparato anunciaba que estaba listo.

Nada más.

—¿No hay ningún mensaje escrito? —preguntó para estar segura.

—No. Vuelve a tenderte, ¿vale? —Le subió la manta hasta el cuello—. Todavía no se ha estabilizado la circulación. ¿Crees que puedes comer algo? Bechner tiene pastillas de chocolate en la bolsa y el médico de urgencias ha dicho por teléfono que la combinación de azúcar y grasa ayuda a subir la temperatura del cuerpo.

Se sacudió a causa de los temblores y la risa.

—Si le pillo el chocolate a Bechner todavía le caeré mejor de lo que ya le caigo.

De nuevo Florin la estrechó contra sí, pero esta vez de otra forma, como si quisiera transmitirle algo más que el calor de su cuerpo.

—Deberías correr el riesgo.

—De acuerdo —susurró. Había una cicatriz pequeña y arqueada en el pecho de Florin, justo por debajo de la clavícula. Le habría gustado acariciarla, pero los dedos no le servían de mucho—. Menudo rollo.

—¿Hum? ¿Qué dices?

¿Lo había dicho en voz alta?

—Nada. Es que estoy un poco cansada…

I’ll send an SMS to the world

I’ll send an SMS to the world

I hope that someone gets my

I hope that someone gets

Beatrice se sobresaltó como si la hubieran golpeado. Un mensaje nuevo. No cabía duda de quién era el emisor. De repente sintió un miedo atroz de que Sigart no se hubiera atenido a su acuerdo. ¿Qué sucedía si enviaba fotos de un Mooserhof en llamas? ¿Por qué se había distraído?, en caso contrario ya haría un rato que un coche patrulla habría partido para comprobar que su familia estaba bien. Que todos estaban con vida.

—Bea, ¿te encuentras mal?

—No…, yo…, ábrelo tú, Florin. —Cerró los ojos y apretó los párpados—. ¿Es una foto?

Tardó un segundo en contestar y ella sintió que algo en su interior se desgarraba.

—No. Pero no entiendo todo lo que dice.

—Enséñamelo.

Florin le sostuvo el móvil delante del rostro. Al principio, la escritura se desvanecía ante sus ojos, pero luego las letras fueron adquiriendo nitidez.

«Thanks for the hunt, Beatrice.

»JAFT.

»N47º 28.239 E13º 10.521».

Debería haberse sentido aliviada, pero lo consiguió solo en lo que afectaba a sus hijos. No les haría nada. A nadie más. Se sobreentendía. Se lo repitió varias veces en su interior, pero eso no le impidió que el vacío que sentía fuera dilatándose.

—Nos envía a unas nuevas coordenadas. —Florin no daba crédito—. ¿Es que no ha entendido que hemos iniciado una persecución a gran escala y que ya no vamos a seguirle el jueguecito?

—Sí. Lo sabe. Con toda certeza. —Tendría que contarle a Florin por qué precisamente les había dado las gracias Sigart, una y otra vez. Solo a él. Pero no ese día.

—JAFT. ¿Por qué no TFTH como es habitual?

Beatrice sacudió la cabeza despacio. El acrónimo la había hecho sonreír en varias ocasiones. Era uno fácil de recordar.

Just another fucking tree —murmuró, mientras en la carretera se detenía la ambulancia—. Un cache de árbol con técnica de cable.

Nada hizo desistir a Florin de acompañar a Bea. La llamada le llegó todavía camino del hospital. Stefan había encontrado a Sigart con las coordenadas del SMS. Colgado de un árbol.

Tan deprisa. Lo debía de haber preparado todo con mucha antelación: un nudo corredizo se hace tan bien con siete como con diez dedos.

El médico de urgencias comprobó el gotero que proporcionaba a Beatriz el suero reconstituyente. Ella cerró los ojos. «Un perdedor con cicatrices por dentro y por fuera». ¿Había tenido al final la oportunidad de ganar algo?

Una apuesta quizá. O una retirada según sus propias reglas.

El avión voló alrededor de la cama de Beatrice, para lo cual tuvo que realizar arriesgadas maniobras y emitir unos inquietantes sonidos.

—Soy un Boeing 767 y aterrizo ahora en África —anunció con una cantinela el avión.

—Calla. Mamá tiene que estar tranquila. —Mina estaba sentada junto a Beatrice y le sostenía la mano con cuidado, como si fuera de algodón de azúcar—. Siempre hace ruido. Si te descuidas tirará el palo.

De hecho, Jakob se deslizaba peligrosamente cerca del palo del gotero y barría con sus maniobras de desviación los periódicos de la mesilla.

—¡Jakob! ¡Deja eso de una vez! —Tono de mando, pero para la forma de ser de Mina, casi cariñoso.

—¡Graaaah! ¡Soy una excavadora y saco de las profundidades del mar el barco hundido! —Con un sonoro chasquido, la pila de periódicos volvió a aterrizar en la mesilla de noche.

En dos días, Beatrice podría volver a casa. Tenía tantas ganas de que le dieran el alta que casi le dolía.

—¿Iremos a comer a algún sitio cuando salga? ¿Qué pensáis? ¿O mejor preparo yo algo?

—No, no sabes tanto —dijo Jakob, plantándole un beso húmedo en la frente—. Yo quiero ir a McDonald’s.

—¿Y tú? —Beatrice acarició el dorso de la mano de Mina.

—No sé. En casa. O… podríamos comer en el Mooserhof y que papá viniera con nosotros. ¿Puede ser?

«Tampoco tiene que sentarse a mi lado».

—Claro que sí. Lo haremos de este modo: un día comemos en casa de la abuela, otro día en McDonald’s y otro día cocino yo.

—Y luego volvemos a empezar por el principio —gritó Jakob, dejándose caer sobre ella en plancha.

Golpearon a la puerta y entró Richard. Rosas amarillas en la mano izquierda y periódicos nuevos en la derecha. Desde que se había enterado de que el hombre que casi había matado a su hermana lo había utilizado como fuente de información para obtener detalles del pasado de ella, no se había presentado ni una sola vez en el hospital sin flores.

—Ha salido otro artículo nuevo sobre el caso —anunció, liberando a Beatrice de Jakob—. Una entrevista con tu jefe, Hoffmann.

—Dios mío. ¿Qué dice? ¿Que está orgulloso de haber aclarado los crímenes pese a sus deficientes colaboradores?

—No. Los elogia a todos. A sí mismo también, claro.

Ya lo leería más tarde. O no.

Mientras Richard conseguía que una enfermera le diera resignada otro jarrón de flores y ponía las rosas en agua, Mina contaba nuevas anécdotas de la gata Cinderella y Jakob se transformaba en una locomotora de vapor, los pensamientos de Beatrice volaron una vez más hacia Bernd Sigart. Los diarios se habían excedido haciendo análisis, los psiquiatras forenses habían concedido entrevistas, el primero Kossar, quien había descrito a un hombre fuertemente marcado por los trastornos postraumáticos con patrones de conducta agresivos.

Perogrulladas. Nada falso, por supuesto que no. Pero tampoco completo.

«Si hubiera terminado la carrera, ¿habría reconocido antes quién era el Owner?». Beatrice llevaba días dándole vueltas a esa idea. Le había pedido a Richard que le consiguiera los documentos sobre estudios de perfeccionamiento, aunque no había salido airosa. «Cuidarse» era lo que tenía que hacer.

Media hora más tarde, Richard decidió que necesitaba tranquilidad, prometió un helado a los niños y se los llevó al Mooserhof.

«Mi ex marido los trae, mi hermano los recoge, mi madre les da de comer». Beatrice se puso de lado y cerró los ojos. Richard tenía razón. Cursar estudios no era una gran idea.

Cuando volvió a despertarse, Florin estaba sentado junto a la cama. Lo supo antes de abrir los ojos, olió la loción para después del afeitado y se le escapó una sonrisa. Luego olisqueó. Flotaba otro aroma en la habitación.

—La focaccia todavía está caliente —le oyó decir—. Queso de cabra, prosciutto y hojas de espinaca. Un plato de antipasti con tomate e involtini de acelgas.

—Bárbaro —susurró, todavía con los ojos cerrados—. ¿Y el prosecco?

—Lamentablemente, no. Luego lo recuperaremos. Pero puedo ofrecerte tres tipos de zumo recién exprimido. Naranja y mango, pera y saúco o papaya y kiwi.

Ella parpadeó. Florin había acercado la silla a la cama y esperaba, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Beatrice se apartó el cabello de la cara y se enderezó. Él ya le había hecho entender que no quería que le diera las gracias por visitarla cada día con exquisiteces gastronómicas.

Siempre se proponía preguntarle por qué se tomaba tantas molestias, pero en cuanto él se sentaba junto a ella, no lo conseguía. No sabía, simplemente, qué respuesta quería oír.

—Dalamasso ha retirado su denuncia —informó Florin irrumpiendo en los pensamientos de Beatrice—. Hoffmann se afligió un poco, pero en este momento está disfrutando de demasiada celebridad para pensar en ti.

Nada de suspensión de sus funciones. Beatrice suspiró hondo. Había apartado la idea a un lado, pero el alivio de ese momento le mostró lo mucho que le había pesado.

Cogió el tenedor pequeño que Florin había colocado sobre una servilleta azul oscuro y pinchó uno de los tomates aliñados.

—¿Comes tú también?

Él se miró brevemente las manos y luego la miró a los ojos.

—No, ha venido Anneke y vamos a comer dentro de media hora.

—Ah, muy bien. —Hacer llegar el tomate a su boca con ayuda de un trozo de pan blanco de modo que no cayera ninguna gota de aceite en las sábanas exigía toda su atención. Estupendo. En el rato que requirió tal maniobra pudo recobrar la serenidad—. Entonces date prisa y sé puntual. Vosotros estáis pocas veces juntos, a mí me ves cada día.

Él no respondió, sino que le tendió un trozo de focaccia caliente y olorosa. Ella lo cogió y le señaló la puerta con la cabeza.

—Vete. No la hagas esperar.

Florin asintió.

—¿Estás segura de que tienes todo lo que necesitas?

Algo en el tono de su pregunta hizo que Beatrice pensara que Florin no solo se refería a la comida.

—Segurísima.

—De acuerdo. Entonces, hasta mañana.

—Oye, que no tienes que venir si Anneke…

—Claro que no tengo que venir —la interrumpió él—. Hasta mañana, entonces.

Se volvió una vez más junto a la puerta.

—Te he dejado una tontería, espero que te guste.

Ella miró alrededor, no vio nada, y cuando se disponía a preguntar a Florin, este ya se había ido. Con un suspiro, que no sabía si era de bienestar o de melancolía, se recostó sobre la almohada y comió hasta que no quedó nada. Luego zapeó un rato sin que encontrara ningún programa que le interesase y cogió el libro de la mesilla que había comenzado a leer el día anterior. Los espantos de los hielos y de las tinieblas había permanecido cerrado durante años en la estantería, pero tras la noche en el pozo había pedido a su madre que se lo llevara al hospital. Nadie, salvo ella, lo había encontrado divertido.

Le gustaba el estilo con que estaba escrito y se sumergió junto con el irremisiblemente perdido Admiral Tegethoff en las grandes extensiones de hielo del océano Ártico.

Frank Sinatra de repente empezó a cantar.

Moon river

wider than a mile

I’m crossing you in style

some day.

Oh, dream maker, you heart

breaker,

wherever you’re going

I’m going your way.

Beatrice ya había encontrado el móvil hacía un rato. La pantalla estaba iluminada. Un mensaje nuevo.

Two drifters off to see the

world.

There’s such a lot of world

to see.

We’re after the same rainbow’s end

waiting round the bend,

my huckleberry friend,

Moon river

and me.

«Ha cambiado la melodía de mis SMS», pensó. Leyó el mensaje una vez que hubo terminado la canción.

«Que descanses, Bea».

Se quedó mirando largo rato las tres palabras. Luego dejó el libro a un lado, contempló el techo y escuchó con atención los sonidos de la tarde en el hospital.

Solo mucho más tarde, apagó la luz.