Un día de julio cuesta arriba, a la hora de la siesta, mientras sufría los efectos de una perezosa digestión, aromatizada por el vino negro de Toro, y notaba los regueros de sudor, que se le iban sobaco abajo en el sopor de las tres de la tarde, la descubrió en un álbum de fotografías que el francés Alfred Regnier le había dedicado a la ciudad (Eds. du Minotaure, París, 1996). Entre grandes monumentos, siluetas de torres engreídas contra el sol del crepúsculo y calles abrumadas por las citas de la historia, al correr distraído de las páginas, aquella mujer le salió de ojo. Se veía que el fotógrafo, entre tanta piedra ilustre y tanta sociología de salón, se había encariñado, quizá con un gesto de alivio y hasta de revancha, con la imagen de aquella granada feminidad, que amenazaba con quebrar la superficie lisa del papel y a la que había concedido la atención de media docena de páginas, que no obstante no agotaban las expectativas inéditas de aquella belleza exuberante, que se prometían detrás de cada escorzo y del lado de allá de cada perspectiva. Aquellos retratos, de una impecable perfección formal, por un milagroso procedimiento técnico, habían conseguido tener a foco todos los niveles de aquel cuerpo tan orográficamente accidentado, con excesivos contrastes volumétricos, permitiendo de este modo contemplada con rigurosa comodidad visual por delante y por detrás, por arriba y por abajo, de frente y de perfil, en su totalidad avasalladora y en la minuciosidad detallada de sus arriscado s cauces anatómicos, cumbres desafiantes y valles recatados. La visión del conjunto ofrecía la rara originalidad de un atractivo ecuménico, mientras la concreta precisión de sus partes despertaba la tentación de un conocimiento más profundo, espoleado por las penumbras más excitante s y la insalvable curiosidad de la voraz imaginación.

Porque la fatal parada en su contemplación, con morosidad de ensueño, no obedecía a la sorpresa de su rostro, de un clasicismo inverosímil, entre la serenidad de los museos y la picardía de los burdeles, o a las proporciones áureas de su figura irreprochable, sino al atrevimiento suicida de sus pechos, adelantados como un voladizo arriesgado, en difícil horizontalidad sobre el vacío, y mayormente, a la plenitud lunar de su trasero, que había subyugado a la cámara hasta hacerse imprescindible en toda la serie de las fotografías, que no podían ocultar, desde cualquier ángulo que ensayara un punto de vista diferente, la exaltación de aquellas curvas, ni disimular una admiración sin límites por aquellas heterogéneas geometrías, que imponían su presencia, incluso postergadas al envés de una púdica frontalidad de altar mayor. Visible en todo su extenso contorno, enriquecido por la hendidura central, que lo duplicaba en dos hemisferios concienzudamente simétricos, o relegado al esbozo de una retaguardia, imposible de eludir, exigía sus inalienables derechos incluso en competencia con la frondosidad literaria del pubis acaracolado, beneficiario de viejas devociones y de procelosas metáforas eruditas. La cosa merecía la pena y así lo había apreciado el fotógrafo, que no había perdido ningún encuadre sin poner de relieve la rotundidad de las dos semiesferas, trucadas de inclinaciones ovoidales, ni la liviandad de aquellos dos globos cautivos, dudosos entre la fuerza de la gravedad y la tendencia a la ascensión vertical de su masa. La tenaz desnudez de la modelo favorecía la comprobación de todas sus excelsas cualidades, de las que la morbidez, la densidad y la turgencia no eran las únicas.

Que la mujer, aunque de ningún modo pudiera parecerlo, fuera de piedra, como las otras obras de arte que la acompañaban en el álbum, añadía nuevas razones para el pasmo y la delicuescencia. Las dos convexidades paralelas de sus hemisferios orientales, puesto que los occidentales quedaban eclipsados por la opulencia y la descarada plenitud de los otros, no perdían nada en su versión pétrea, ni el exacto trazado de la raya de en medio declinaba menos vertiginosamente hacia aquel hueco insondable, que prometía la misma tentación abismal que si fuera de carne y a la que los reflejos inoportunos del papel satinado velaban incitante mente allí donde más necesarios eran la claridad y los excesos. La previsible inmovilidad de la modelo permitía el tiempo adecuado para la juiciosa ponderación del delicioso rosario vertebral, que se prolongaba, ya sin inocencia, hacia la quebrada del paraíso presentido entre las dos esplendorosas columnas, que reforzaban aquel inimaginable artificio de líneas rectas y curvas y que, salvado el promontorio de las nalgas en claroscuro, se remansaban plácidamente en el inicio de las piernas, sin perder nada de su poderío ornamental y sustentatorio, ni olvidar tampoco la gracia de su diseño ni la repetición de su duplicidad funcional, que inauguraban los muslos, como la continuación de una aventura por entregas, de presumible final feliz en compañía de la esplendorosa madurez de una mujer en sazón, florecida en piedra tostada de piel de verano.

Cuando la vio, fija en el papel, irreverentemente consentidora, con el beneplácito de su silencio y el ofertorio de su grupa encrespada, don Sergio Bustamante de Acevedo, canónigo penitenciario de la Santa Iglesia Catedral de Salamanca, se quedó de una pieza, como quien ve visiones. No había visto nada igual en su ya larga vida, que rondaba los sesenta años, bien aprovechados y mejor conservados. Es verdad que su conocimiento de estas geografías abisales era relativamente limitado, por mor de su ministerio y de sus hábitos; pero no exigua ni horra como pudiera pensarse a bote pronto. Sus caídas, y aun sus recaídas, en la tentación de la carne no eran infrecuentes en su vida, aunque también es verdad que había frecuentado más las mujeres de papel que las de carne y hueso. Sin embargo, podía presumir, aunque no lo hacía, de una experiencia sexual, si no plenamente satisfactoria, al menos confortable y suficiente. Y de una experiencia visual más que suficiente. Lo que no quiere decir que no hubiera probado los frutos prohibidos del cercado ajeno, desde sus desbordamientos masturbatorios en el Seminario Conciliar y sus discretos escarceos homosexuales con sus compañeros de galera escolar a sus correrías femeninas en sus años de párroco rural, llevadas en el secreto de la más estricta clandestinidad y con el placer añadido de la trasgresión del voto de castidad y la posibilidad del escándalo y de la previsible y dura penitencia episcopal, sin olvidar su relación amorosa, más duradera y más rentable, con una cuarentona alemana, que se cruzó en su camino eclesiástico como una exhalación deslumbradora y lo dejó herido y doliente para los restos, sin que consiguiera desalojada de su memoria y sin que encontrara parangón posible con ninguna otra mujer de las que fue probando después en el ejercicio de su sagrado ministerio, en añagazas fugaces y decepciones permanentes. Quiere decirse que estaba bastante acostumbrado a valorar el cuerpo femenino y los generosos atributos de su riqueza diferencial, lo que le hacía aumentar la adoración por aquella mujer del álbum, que no se le iba de la cabeza ni en el perdido sosiego de su dormitorio de soltero ni en el ámbito ascético del coro catedralicio, a la hora de los oficios divinos.

Aquellas fotografías habían venido a resucitar viejos rescoldos nunca apagados del todo, que él creía vestigios inanes de su pasado, sin remisión y sin virulencia, y le devolvieron a su entrepierna apaciguada, por no decir resignada, el calor fervoroso y hasta el entusiasmo de sus años jóvenes, agobiados de curiosidad y alanceados cruelmente por deseos insatisfechos, recordandole la memoria con los recuerdos de las noches pasadas con la alemana, que hacía el amor con incansable marcialidad prusiana y con una disciplinada resistencia, que formaba parte de su sentido del deber de walkiria en trance, sin fisuras, sin reniegos, hora tras hora, sacrificándolo todo al triunfo final, fiel a la consigna del «Deutschland über alles», que al señor canónigo le sabía a gloria teutónica. En el santuario de sus devociones había pensado que aquella mujer del álbum la sustituiría en su imaginación, aunque pudiera parecer imposible, a pesar de las dimensiones y de la ponderada distribución de los recursos musculares del culo real, que no tenían ni comparación con la solidez, la sedosidad y el trazado de las posaderas de esta mujer de papel, que no sólo por este motivo, pero en gran parte por él, podía calificarse de extraordinaria y que al mismo tiempo ni comprometía su buen nombre ni se cansaría de su trato, ni exigiría ningún capricho ni pediría ninguna acrobacia de sus limitados recursos eróticos de buen canónigo preconciliar, a la vieja usanza.

El dorado de la piedra salmantina complementaba con su mentido rubor la tentación de poseer, aunque sólo fuera visualmente, pues no le quedaba otro remedio, aquel cuerpo, saludablemente moreno y compacto, como recién salido de la playa y madurado por la intemperie salmantina. Porque contra lo que pudiera suponerse, aquella piel inmaculada no tenía nada de la rugosidad de las otras figuras que se asomaban a las páginas del libro. Porque también en esto aquella mujer era excepcional. Se notaba que la piedra había sido trabajada con tanta intensidad, cincelada con tanta delectación y repasada una y otra vez con tanta minuciosidad de sobo que la superficie, que brillaba con calidades humanas, había perdido su aspecto pétreo para adquirir una tersura, una limpieza y una trasparencia propias de la epidermis de aquellas muchachas que, agobiadas por el temprano calor de la primavera, se desprendían de sus ropas invernales y permitían el oreo de grandes parcelas de su cuerpo sonrosado, delicadamente pudoroso, que traían a mal traer al señor penitenciario, que se sofocaba dentro de su sotana ignominiosa, tratando de evitar que sus ojos se prendieran de los relieves más acusados de sus siluetas jubilosas, ágiles, impúdicas y desenfadadas, con sus faldas minimalistas y el reclamo devastador de sus axilas al sol.

A fuerza de mirar aquel álbum, recorrer aquellas páginas, que acabaron por abrirse espontáneamente en cuanto cogía el volumen, y seguir con minuciosidad de cartógrafo el perfil de aquella figura esplendorosa, empezó a pensar que no era posible tan absoluta perfección y tan escandalosa lascivia en aquel adorno de piedra de algún rincón de la Santa Basílica Catedral, donde se certificaba su ubicación. Necesariamente tenía que haber sido hecha por un cantero que se habría adelantado a su tiempo y la habría concebido según una estética moderna, más que hiperrealista, fotográfica. Sobrepasaba las alturas de la imaginación, porque reunía en una rara acumulación de detalles, que des realizaban la piedra, todos los excesos deseables de un cuerpo de mujer, magnificado por la fantasía creadora del artista, ya que no podía ser la copia fiel de ningún original, pues era inconcebible que hubiera existido nadie que alcanzara aquel conjunto de floraciones femeninas, empezando por la altura, determinada en gran parte por la longitud del fémur, y siguiendo por el pandero eminente, los labios frutales, que condescendían una sonrisa, los pechos erizados, con el rosetón de los pezones de inusitada altanería, el vientre combado con mansedumbre de trigo candeal, indeciso a caballo entre la línea recta y la línea curva, insinuado con la tensión de un arco de ballesta sin estrenar, el monte púbico con sembraduras celestiales y aledaños de vértigo, las axilas en un claroscuro incitante, apenas cubiertas de un vello acogedor, los brazos torneados, sin músculos, pero con la dureza del mármol, que se venciera hacia la docilidad del terciopelo, los dedos largos de las manos como para tocar pianos o masturbar obispos, las rodillas prietas, olímpicas y mañaneras, el declive generoso y abundante de los muslos, la abultada cosecha de las pantorrillas deslizándose con suavidad hacia los pies, rendidos en el finisterre de los dedos deliciosos, con los sugestivos espacios interdigitales y la indefensión infantil y temerosa de sus diminutas falanges, ingenuamente desamparadas, invitando a la glotonería y a la comunión feliz de la lengua enamorada, con su recatada intimidad y su fragilidad de rosas secretas.

Todo aquello no podía ser fruto de la mano de un escultor, que de ser cierto hubiera muerto en el empeño, entregado a la agotadora tarea de reproducir minuciosamente los datos de su memoria visual. Aquello, esplendente y sereno, debía de ser una diosa de verdad, retratada por una óptica enamorada, que había extremado las delicias de su deseo y había retocado —nunca mejor dicho— aquella figura con la cuidadosa intensidad de una caricia y la entrega laboral de un esclavo apasionado. Y sobre todo don Sergio no se creía que aquella maravilla estuviera en Salamanca y no hubiera sido descubierta ya por sus antecesores, que habían servido al culto divino, desde que el templo había sido inaugurado hacía más de cuatrocientos años. Para salir de dudas y amparado en el anonimato de un seudónimo, que propuso la Lista de Correos para la contestación, don Sergio le pidió aclaraciones y seguridades al autor de la fotografía, con la admiración de un devoto entusiasmo por aquella colección de temas salmantinos, que enaltecían la ciudad y endiosaban a aquella criatura, decorativo florón de las múltiples bellezas urbanas. La contestación, entre la sorpresa y la satisfacción, no se hizo esperar. Era efectivamente una figura que adornaba la Catedral Nueva y que, probablemente, por pudor había sido relegada a la parte alta del recinto sagrado, oculta a la curiosidad de las miradas. Entregado a la captación de los innumerables puntos de atracción de la ciudad prodigiosa por más de un motivo, el fotógrafo había explorado todos sus rincones para dejar testimonio de su admiración por aquel conjunto de monumentos artísticos y ofrecer, hasta donde le fuera accesible, una versión original, al margen de la habitual y pobre estética de las postales del turismo y de su escasa imaginación, sujeta a la tópica repetición de unas perspectivas gastadas por el uso y desprovistas ya de significación. A él también le había sorprendido aquella mujer, inesperadamente descubierta en la penumbra piadosa de las alturas del templo, inserta en aquel ambiente tan poco propicio a la exuberancia impúdica de su figura y a la edénica desnudez de su cuerpo, bocatto di cardinale. Sin duda, aunque hasta entonces no se hubiera reconocido, formaba parte del patrimonio ciudadano, con los mismos derechos que la rana de la fachada de la Universidad o el verraco del Puente romano del «Lazarillo». Como es sabido, los antiguos pedreros eran menos melindrosos que los actuales imagineros, como se demuestra en el hombre masturbador de la crestería del Patio de Escuelas Menores, a la vista de todos, en perpetua espera del orgasmo, que le cuesta arrancar de la piedra y que también formaba parte de su álbum homenaje.

Don Sergio sufrió una decepción y una alegría. Desde el momento en que recibió la carta, que confirmaba la real existencia de aquella mujer en la Salamanca de sus pecados, se dedicó en cuerpo y alma, con furia de adolescente, a buscada, porque había llegado a sustituir a todas sus otras pesadillas eróticas y a frecuentar sus poluciones nocturnas, que como un inesperado regalo de su vejez nostálgica habían vuelto a manchar sus sábanas y alterar el ritmo de su vida, con aquella apresurada caída contra el sexto mandamiento, que era el menos peligroso a sus años y, a pesar de todo, el más deseado en su soledad de célibe. No tuvo ojos más que para aquella mujer, estableció la estrategia de su aproximación, descartó las pistas falsas, punteó sus hallazgos, fue cercando su escondrijo y, cuando su mirada se encalló en las distancias y en las sombras, se compró unos prismáticos potentes, que parecían rayos X y que acercaban tanto las imágenes más lejanas que parecían taladrar las vaporosas faldas de las muchachas del verano, que cruzaban bajo su balcón y le ofrecían a la vista la fina línea de la costura de sus bragas y la trayectoria tensa de los tirantes de sus sujetadores. Pero nada de lo que aquellos prismáticos taumatúrgicos le pudieran aproximar al gozo de la mirada y al calor de la entrepierna se podía ni comparar con la mujer requerida, deseada, soñada, hipostasiada y endiosada por la imaginación febril y hambrienta de aquel canónigo sesentón, que a lo largo de su vida había ido cayendo en todos los pecados capitales, hasta quedarse solo frente a aquel último destello de vida, aquella última oportunidad de concluir la serie de sus capitulaciones ante la irrefrenable tentación del pecado, debajo de la rigidez vertical de sus vestiduras talares, que amenazaban con delatar un bulto sospechoso a la altura del bajo vientre cada vez que veía a una muchacha rozagante y pinturera pasar por delante de su casa.

El recorrido de sus prismáticos ávidos por los altos de la Catedral Nueva le condujo a un estado de permanente excitación y a un universo desconocido e insospechado, que aguijoneó todavía más su fantasía erótica, ya de suyo encrespada y siempre a punto, manteniendo su mente encendida en perpetua combustión ante aquel último resplandor desconocido. Y encontró de todo en su premiosa exploración, pues recorrió con milimétrica atención aquella orgía de piedra, que poco a poco fue revelándole sus secretos, escondidos entre la hojarasca de los grutescos, los atrevimientos de las entalladuras, la serialización de las cenefas y los perifollos de aquellas regiones celestiales, que cubrían los capiteles de las columnas, las balaustradas asomadas al vacío de la nave central y los adornos de las nervaturas ojivales, que ascendían hacia los techos. Porque junto a aquellas ornamentaciones confusas y reiterativas fueron apareciendo, con la precisión que sus potentes prismáticos le acercaban al alcance de la mano, escenas que iban desde una sirena mirándose a un espejo hasta un universo de monstruos libidinosos, de figuras humanas y fantásticas entregadas a las posturas más desordenadamente lúbricas, que no se paraban en barras. Don Sergio no salía de su renovado asombro ante aquellas promiscuas procesiones de pecadores entregados al nefando pecado contra natura, revueltos en una zarabanda de sexualidad desatada, enhebrados unos con otros en cadenas interminables, que circundaban los capiteles de las columnas; vírgenes desnudas con el cabello suelto, en proa al éxtasis de sus placeres solitarios, que obligaban al incrédulo mirón a reajustar el foco de su aparato, que se le iba en un temblor de pasmo y curiosidad; efebos imberbes a punto de ser penetrados por viejos lujuriosos de barbas simétricamente rizadas y largas manos extendidas en procuración ciega de las diminutas, frágiles y asustadas pilulinas infantiles de sus víctimas; centauros salaces y ninfas enceladas, en series, dispuestas en espiral, de felaciones voraces de fauces descoyuntadas, junto a espléndidas amazonas cabalgadas por emporrados alazanes encabritados de alegría; joviales sátiros de vergas descomunales persiguiendo muchachas asustadas y felices, que apenas podían ocultar la satisfacción de sus sonrisas; barbudos machos cabríos sodomizando monjas, sorprendidas y complacientes, atrapadas con furia por sus bestiales parejas, con los olla res abiertos y el placer gritado asomando entre sus grandes dientes caprinos; ristras imaginativas de sesenta y nueves, que ensartaban cuerpos jóvenes, que alternaban con esqueletos rientes, entregados a la resurrección de orgasmos olvidados.

Pero la creciente y delirante sorpresa de don Sergio, ante aquel espectáculo depravado, no le impidió seguir adelante con su primitivo proyecto de dar con aquella mujer, recatada a pesar de todo, en comparación con aquella tropa de pecadores, que la convertían a ella, por contraste, en una casta representación de la pureza virginal. Estaba desnuda, sí, pero secretamente anhelante, decentemente esperando la mirada que la hiciera vivir, al contrario de aquella parva de inmorales, entregados al desafuero de sus instintos más soeces, que no mostraban síntomas de arrepentimiento, exhibiendo sus vergonzosas acciones al aire sagrado del templo. Y además ella estaba más escondida, recatadamente oculta, pues seguía sin aparecer, contrariando sus pesquisas y desanimando su insistencia, su devota admiración y la lógica inquisitorial con que la cercaba con los prismáticos, que se le habían convertido en un objeto doméstico de uso diario. Había momentos en que el ánimo le desfallecía, por la intensidad de su inquietud nerviosa, que le hacía recorrer pacientemente, anticipándole el gozo del descubrimiento y el tenaz riego sanguíneo de su pobre miembro viril, ostensiblemente degradado, aquel remoto campo visual en busca de aquella mujer, sin más resultado que algún ocasional dolor de cabeza y algún pasajero empañamiento de sus ojos, enturbiados por el cansancio de la atención y la humillación del esfuerzo. Había momentos en que el desánimo era tan grande que pensaba dejarlo, abandonar aquella locura y renunciar al gozo de contemplar directamente a aquella mujer, que sería con toda probabilidad el último desnudo de su vida, como una preciosa despedida, una última concesión a su vocación de mártir, desde que sus padres, pobres labriegos, aspirantes a una vejez tranquila con un obispo en la familia, lo metieron en el seminario, contra sus deseos, a los quince años. Pero eran desfallecimientos pasajeros, que empleaba para tomar resuello y disimular su furtiva actividad de mirón, a escondidas de los otros canónigos y a espaldas de los fieles, que hubieran denunciado su extravagante actitud, que le tenía horas y horas peregrinando por los adornos arquitectónicos del recinto sagrado, en busca de la representación de una mujer imposible, encarnación del pecado y servidora del infierno. Sin embargo, una vez pasado el achuchón del desánimo y las precauciones, volvía a escudriñar los paisajes pétreos del horizonte catedralicio con renovada premura y ciega obstinación, por aquel dicho de que los dioses cuando quieren perder a un hombre le privan de la vista, que le quedaba en los fondos de la memoria como un resto sin identificar de los estudios clásicos de su preparación humanística. Porque encontrar a aquella mujer le era necesario para seguir viviendo, para completar su destino de pecador, al que el Dios misericordioso de su fe perdonaría sin duda de buena gana, al comprender la inocencia de su empecinada porfía. Que mejor pecar contra el sexto mandamiento que encubrir injusticias, amparar ladrones, festejar asesinos, justificar guerras o enriquecerse con la sangre de los desheredados.

Y la encontró y se quedó también él de piedra, sin aliento, sin fuerzas para sujetar debidamente los prismáticos, que sufrieron la explosión de aquella belleza, la súbita revelación de un milagro, la inconcebible comprobación del portento biológico de una diosa, más bella que ninguna mujer, como correspondía a su rango divino, más poderosamente aguerrida que la pletórica imagen de la fotografía y con la ventaja de ser felizmente tridimensional. La penumbra a la que se asomaba la cubría de misterio y agrandaba y enriquecía las oquedades de su cuerpo, que desnudaban la anatomía de la perfección. Los pechos, erguidos y tirantes, estaban rodeados de precipicios sombríos; las piernas entreabiertas, como una cancela, dejaban ver un desfiladero de paredes adivinadas a través de unas tinieblas incitantes; las mejillas se le ahuecaban en unas convexidades difuminadas que orientalizaban sus pómulos; la gruta de sus axilas se perdía en un fondo de presentimientos gozosos. Los intersticios digitales de sus pies sugerían un remedo diminuto y encantador de las puertas del sexo; la hendidura vertical entre las nalgas, ligeramente escorada hacia la derecha, obligada por la indolente posición de la cintura, se dibujaba como un sendero crepuscular que prometía la noche y el amanecer al mismo tiempo, y, hasta las costillas, en tenue relieve, insinuaban con delicada imaginación unos vallecitos estriados de cuencas ocultas y cumbres nevadas. La boca agotó sus adjetivos. Olvidada de los cánones griegos, ofrecía la generosidad desmesurada de su diseño de labios abultados, que dejaban entrever el cielo, en forma de dientes, de lengua, de paladar, de túnel infinito, donde se perdía el tino, el conocimiento y la vida.

Aquella visión le empapó las manos de sudor y le encendió la entrepierna hasta los límites de la ebullición. Redondeó los ojos de estupor, se quejó débilmente, maldijo su condición terrestre, envidió a los volátiles, lloró de gusto y de impotencia, se resignó a la espera, bajó los prismáticos y cerró los ojos, como para preservar la visión. Pero no hacía falta, porque seguía viéndola incluso con los ojos abiertos, con la precisión de una moneda recién acuñada. Estaba rodeado de la luz festival del verano, que caía de los vitrales y de las ventanas del cimborio, amenazando las sombras. A aquellas horas, las naves de la santa iglesia estaban vacías y ardían con un fuego devorador que las llenaba de lejanías y extrañezas. Los prismáticos volvieron a salvar las distancias y se orientaron solos en aquel escenario de hojas de acanto, cresterías, entablamentos y cenefas, y decidió subir a veda de cerca, a estar a su lado, a confirmar la sinceridad de su belleza, acariciar aquella piel tan tejida de promesas, a probar la resistencia de sus promontorios naturales y la suavidad de sus vaguadas. Ya no le hicieron falta los prismáticos para completar el proyecto de su gozo, la diferida ascensión al cenit de su placer. Con sólo conocer el lugar donde se hallaba, la tenía más próxima, más incondicionalmente familiar, más disponible. Le parecía mentira no haberla encontrado antes, sobre todo viendo las puntas de sus pezones, allí arriba como dos faros de advertencia y de reclamo, y temió que su descubrimiento alentara la curiosidad de otras miradas, otras desatadas devociones, que le desposeerían del avaro privilegio de su exclusiva propiedad. Exploró con temor sus alrededores, que se habían empezado a llenar de ruidos y de presencias indeseables y no detectó más que la confirmación de la costumbre. El pasmo de los turistas, la penosa insistencia de las beatas de rodillas, los visitantes ilustrados con el vocabulario a punto de los expertos y la admiración a flor de piel. Un compañero de coro se apresuraba hacia la sacristía, con la conciencia de su individualidad señera y los soberbios pliegues del manteo en su estela. El calor de fuera hacía más apetecible el frescor de las capillas, el cobijo agradecido de los gruesos muros de piedra.

Inmediatamente empezó a estudiar la estrategia de su aproximación. El problema era alcanzar el nivel de los capiteles, porque después había paramentos, saledizos, ménsulas y corredores, frontispicios y balaustradas que facilitaban el camino. El espacio entre aquellas veredas practicables y el lugar donde estaba la mujer se podría salvar aunque con algún peligro, pues no ofrecía más problema que el riesgo de un metro largo que un tablón oportuno o una liana sólida podrían vencer holgadamente. El presentimiento del final de su aventura hacía más febril el análisis de los preparativos, más agudas las iniciativas de su ingenio y más rápida la selección de los medios. Necesariamente habría que esperar la complicidad de las sombras y la bendita colaboración de la luna llena para llevar a cabo sus planes. Su confesonario, amplio y recogido, pues no en vano era el Penitenciario de la Catedral, fue el escondite idóneo para esperar la hora en que los visitantes se marcharan y las puertas del templo se cerraran, con toda la noche por delante para cumplir sus objetivos. Una mirada hacia el punto exacto, que ahora identificaba fácilmente, donde anidaba la bella, reconfortaba sus ánimos y aceleraba sus prisas, que hacían correr sus pulsos como si se hubieran vuelto locos. Con ayuda de un viejo libro de fábrica, iluminado con planos a escala y minuciosidad técnica, resolvió la mayor parte de los obstáculos de su trayectoria, que debería iniciar en lo alto de las grandes puertas, próximas al principio del itinerario de su enceguecida voluntad. Después, un conjunto de escalerillas de sacristía, cordajes trenzados y riostras manejables le permitieron acceder a la cornisa, que recorría las paredes a una altura de vértigo y le dejaba frente a la diosa. Calculó que le daría tiempo de llegar hasta ella, tocarla, calibrar sus posibilidades de penetración, fornicarla a gusto, si hubiera lugar, y si no, acariciarla hasta el orgasmo, y volver a bajar para deshacer los artilugios de su ascensión y borrar las huellas de su descabellada aventura, como si allí no hubiera pasado nada. El refugio del confesonario le permitiría reponer el sueño perdido y entregado, reconfortado y listo, a la jubilosa mañana de agosto, regada por las mangueras municipales, con la memoria embellecida por los recuerdos de la noche y los remordimientos haciendo más gustosa aquella última recaída en el pecado.

Los escasos percances del camino los solventó con audacia y una decisión imparable, que le fue acercando a la diosa soñada, paso a paso, al borde del precipicio, por vericuetos peligrosos y cortadas a pico. Pero en ningún momento dudó de aquel alpinismo euforizante, ni tuvo la tentación de recorrer el camino de vuelta, antes de gozar la visión celestial prometida. Las distancias fueron acortándose y la inminencia del encuentro le hizo aumentar la prudencia y refrenar los saltos de alegría del corazón desbocado. Los últimos metros los hubiera recorrido, aunque fuera a rastras, porque por nada del mundo hubiera renunciado a llegar a la meta. Y, cuando llegó, una nube de emoción le cubrió los ojos y le impidió verla, como si la avidez de la mirada hubiera sobrepasado los recursos ópticos de su sistema ocular. Una niebla impertinente retrasó el instante supremo de la verdad. Sus apresurados parpadeos, como los limpiaparabrisas de un coche, no consiguieron eliminar aquella bruma, que le venía del alma más que de las pupilas abiertas, lacrimosas, disponibles, preparadas para cualquier alucinación, para cualquier aparición sobrenatural. Porque, en un segundo, se vio protagonista de un milagro medieval, con visiones extraterrenales, trasportado hacia desconocidos placeres orgánicos y arrebatado por un éxtasis inefable de larga duración e incierto término. Esperó, acuciado por la codicia de sus sentidos, encontrarse frente a una criatura seráfica, y se encontró frente a una mujer de carne y hueso, de una sublime contundencia femenina, hecha a partes iguales de sueño y de realidad, que vagamente le recordaba a la mujer del álbum; pero que la mejoraba en muchos detalles, que sería largo de precisar, más acogedora, más cálidamente conformada, más desbordadamente atractiva, por la invitación de sus ojos, la agresividad condescendiente de sus pechos, la plenitud áurea de sus muslos, la henchida comba horizontal de su vientre y la oscura sima de su sexo, perlada de deseo, como una boca a punto de hablar.

Pero nada le impidió acercarse a ella, salvar el vacío, abrazarse a la ternura de sus hombros, unirse a su sexo confortable; recorrerla con la lengua por los itinerarios convergentes, que siempre terminaban entre las piernas gozosamente separadas, calurosamente renovadas; olfatearla hasta sus más recónditos rincones y aspirar los efluvios de sus túneles genitales y de sus postrimerías anales; recorrerla incansablemente por las erectas colinas de sus pechos, por las felices llanuras que se derivaban hasta sus axilas, por la lúbrica atracción del ombligo ciego, incapaz de convertirse en un segundo sexo, en el camino alternativo del gozo; agarrarla, palpada, estrujarla, con la apremiante tarea de abarcarle la totalidad del trasero y volver una y otra vez a las praderas del sexo, a los maizales del pubis, a la hendidura salada del esfínter rectal. Y sentir la curiosidad insaciable de sus manos, desordenadas, manipulando con tiento y sabiduría babilónica su pene erguido como una antena, con impertinencia de telescopio, con audacia de desesperado, con monumentalidad airosa de campanario, en medio del yermo. Sus piernas se trabaron en una confusión de caricias, en busca de una relajante posición rentable. Después, como para reparar el olvido de un deber incumplido, se bajó a los dedos de los pies y los fue succionando uno a uno, separándolos con fruición de cirujano y besando sus indecisos espacios, tímidos, inermes y temblorosos de impericia y sorpresa. Y otra vez la ascensión gloriosa y acelerada por los muslos, que iban ganando en delicadeza, en transigencia cómplice y en calor, a medida que se acercaba al final. Y el repaso a fondo e insistente de los dos finales, hechos agua plural, diluvial e incontenible, derramada generosamente por las manos afanosas, por los labios sedientos, por la nariz entrometida y urgente, hasta que su entusiasmo perdió pie y se precipitó en el vacío.

En el corto vuelo de aquella caída, pudo entrever un remolino de interiores femeninos y una trémula carne de mujer, sólida y zozobrante. Entonces, con sorpresa, con nostalgia y con desesperación, después de muchos años, sintió en sus entrañas la avenida creciente, la inundación incontenible de sus cauces seminales, la irrupción de una fuerza incontrolable, de una corriente oceánica que lo arrastraba todo, la memoria, el gozo, la plenitud y la locura, y explotó en una eyaculación de gran calibre, gloriosa, elíptica, intensa, abundante e interminable, que roció como una llovizna benéfica de nieve cálida las piedras de las comisas y saledizos, las verjas de las capillas, el aire y las penumbras, los trasversales rayos del sol, la imaginería de las advocaciones y la sorpresa milagrera de los fieles que se cruzaron en la verticalidad de su camino apresurado, como la lluvia de un hisopo sagrado y gigantesco que bendijera aquel decorado de rezos, inciensos, recuerdos y páginas de la historia del arte y de la eternidad. Y finalmente se despertó, empapado en sudor y algo más, frente a una luminosidad total, que llenaba de felicidad la Salamanca de las tres y cuarto de la tarde.

Madrid, marzo de 2002