¡Oh, muslos suaves, y la blanca dorada superficie lunar del vientre, con la enroscada cueva del ombligo!
Max Aub, Yo vivo
Pehea ka piko? («¿Cómo está el ombligo?»).
Saludo tradicional en Hawai
Por la ventana entraba una brisa tenue, pero se presentía el amanecer y era evidente que el sol no tardaría en brillar con la fuerza acostumbrada. Durante unos segundos, antes de darme la vuelta, he evocado el ombligo perfecto de Flora Simmons, su monte de Venus imberbe y los pórticos de un rosa tierno e intenso, como los pétalos entreabiertos de una flor carnosa, enjoyados con dos esférulas doradas. Mi encabritada desnudez se ha orientado con la docilidad de una brújula, buscando a la propietaria de esos atributos. Pero a mi lado, en lugar de la figura yacente y sinuosa de mi amada traductora, había un charco considerable que todavía puedo distinguir desde donde escribo, aunque algo ha menguado, y que se extendía desde el hueco de la almohada empapada donde anoche resplandecía su cabellera flamígera hasta la parte de la cama donde se posaron sus pies seductores, de largos dedos coronados por uñas pintadas de escarlata.
—¡Flora! —la he llamado, por si se hallaba en el baño, único lugar de mi ático diminuto que no puede avistarse desde la cama.
No he obtenido respuesta. El charco estaba tibio y era levemente untuoso. Por la noche había hecho un calor horrible, que nuestros ardores no habían atenuado. Casi no podía asir su cuerpo húmedo, resbaladizo, y a ella le ocurría lo mismo con el mío. Habíamos desconectado el gran ventilador que se cierne como un antiguo instrumento de tortura sobre mi cama, porque hacía demasiado ruido y además temíamos enfriarnos. Y habíamos prescindido del aire acondicionado, porque ella me había dicho que le producía cefalalgia. ¡Cefalalgia! Por sus e-mails sabía que era una traductora concienzuda, pero con frecuencia empleaba las palabras más rebuscadas como si fueran de uso común, y en eso y en el fuerte acento se notaba que su español era aprendido.
Así pues, nos movíamos despacio, casi a cámara lenta, como esos púgiles que entablan una danza sigilosa antes de entrar en combate. Evitábamos los besos, aunque a ratos yo le lamía el sudor de los párpados y el embriagador licor de mandarinas que había escanciado con cuidado en el pequeño cuenco de su ombligo. Nos acariciábamos sólo entre las piernas, para no acaloramos más aún, hasta que por fin ella tiraba de mi tenso manubrio y con infinitas precauciones nos trabábamos íntimamente.
Ni siquiera entonces hacíamos uso inmediato de los movimientos pélvicos convencionales. Permanecíamos mirándonos a los ojos, como esos amantes orientales que retrasan el orgasmo cuanto pueden, hasta que el deseo empezaba a desbordarse, imperioso, y nuestros vientres se juntaban e iniciaban un vaivén placentero. Al abandonar su umbrío túnel, con los últimos temblores de la excitación, mi congestionado báculo producía un chasquido como el del metal que se enfría. Varias veces, en el transcurso del lance amoroso, tuvimos que interrumpimos para secamos con las toallas o para refrescamos bajo la ducha, antes de seguir ofrendando al insaciable Eros.
¿Se habría disuelto Flora en la cama, como el licor de mandarinas y mis fluidos seminales se habían desvanecido en las oquedades volcánicas de su cuerpo propicio? Mirando el charco he tenido una sensación combinada de frustración y lánguido desconcierto. Mi varita mágica seguía enhiesta, restallante, rezumando lava y añoranza. ¿Era posible que aquel ombligo de belleza ideal y aquella fisura agamuzada con sus aderezos labiales se hubieran desvanecido del todo, a causa del calor abrumador de la ciudad, sin haberlos disfrutado más que durante unas horas?
Me he levantado con el primer atisbo del sol, para descubrir que las pertenencias de Flora tampoco están en el piso. Ni sus prendas blancas y adorables ni su gastada bolsa de viaje ni el cuaderno negro, de lomo y cantos rojos, donde había anotado las noventa y seis dudas que le había suscitado mi novela y que le habían servido de pretexto para el viaje. He salido a la terraza y he comprobado que su coche no está en la calle. Es como si todo lo suyo se hubiera desintegrado con ella.
Me he duchado para desprenderme del sudor y he rastreado el ordenador en busca de nuestra breve y cautelosa correspondencia. No he encontrado los cándidos e-mails de Flora, ni siquiera en la papelera de reciclaje. Y no recuerdo haberlos borrado. En estos momentos es lo último que querría haber borrado.
Apenas han transcurrido unos minutos desde que me duché, y ya estoy sudando de nuevo. No sé qué pensar. ¿Existe de veras una mujer llamada Flora Simmons o es fruto de una insolación, de un golpe de calor, de uno de esos espejismos que tanto abundan en los desiertos, donde los ilusionados viajeros creen atisbar un oasis de sombras o un lago promisorio entre las formas ondulantes de las dunas? Quizá, si lo escribo, logre averiguarlo.
La culpa es de este calor de los veranos en la ciudad de Valencia: un calor infernal, enloquecedor, malsano. Siempre, desde que tengo uso de razón, he procurado huir de él. Pero este año el tiempo se me echó encima. Me hallaba absorto escribiendo una novela de ámbito londinense titulada Los amantes de la niebla, que tenía que haber entregado a la editorial hace meses, pero me había encariñado con la protagonista y me resistía a abandonarla a su suerte, convencido, como estaba, de que yo la comprendía mucho mejor que el rebaño de pintores prerrafaelistas que la acosaba. Por desgracia, el rebaño se encontraba más cerca de ella, y tendía sus redes con astucia y determinación. Uno tras otro la utilizaban como modelo para sus cuadros, menospreciaban sus propios esfuerzos como artista, le hacían promesas que no cumplían. Enferma y decepcionada, ella contraía el engañoso hábito del láudano.
La novela estaba abocada a un final trágico, que yo podía diferir pero no alterar. A principios de julio, cuando conseguí terminarla y acudí a las agencias de viajes, me explicaron que ya no quedaban billetes para ninguno de los lugares que me interesaban.
—Todos los destinos están cubiertos —me anunció con orgullo un joven de aspecto solemne, sin invitarme siquiera a tomar asiento.
¿Puede imaginarse una frase más terrible? Es como anunciarle a uno que el futuro se le ha escapado de las manos, y que no le queda otra opción que purgar su tardanza en una celda sofocante. Porque mi ático, que en invierno resulta íntimo y acogedor, al llegar el verano se convierte en un verdadero horno. El problema se agrava los días de poniente, cuando unas nubes de polvo sahariano, rojo como el té sudanés, invaden la ciudad y la sumen en un sopor milenario. Esos días conviene no salir a la calle. Cuando, para colmo de males, la presión del agua es insuficiente para ducharse o hay restricciones, no queda otro recurso que acudir a la playa abarrotada, abrirse paso entre los niños vocingleros y sumergirse hasta el cuello en el mar aceitoso, veteado de estrías movedizas.
Sabía todo eso, pero me había confiado y de pronto todos los destinos, el Londres de mi novela inclusive, estaban cubiertos, como no se cansaban de repetirme en las agencias. Lo peor es que ni siquiera había tomado la precaución de aclimatarme. Mi piel conservaba una palidez lechosa, y me encontraba fofo y cansado por el esfuerzo persistente de escribir el libro. Como tantos animales, necesitaba adaptarme para no sucumbir a la severidad del clima, y cambiar mi blanco pelaje de invierno por el bronceado del verano.
Salí a la terraza comunal, de la que sólo yo conservo la llave. Como siempre, la ciudad estaba inmersa en una ola de calor bochornoso. Al lado opuesto de la calle, en la terraza de otro edificio, un hombre muy atezado de mediana edad, en bañador, leía un periódico. Más lejos, junto a una buhardilla de paredes blancas, una mujer de piel pálida como la mía, con gafas de sol, un turbante que le recogía el pelo y un sucinto bikini negro, estaba tendida boca abajo sobre una toalla ocre, que era como un trozo de playa trasplantada. Otros hombres y mujeres aparecían en las azoteas o se intuían entre parapetos y bosquecillos de antenas. A veces eran sólo una cabeza, unos hombros tostados o unas piernas rosadas extendidas.
Tuve envidia de aquellos adoradores de Helios, de su sencilla desnudez, de su indolencia, de su voluntad de permanecer bajo el sol inclemente. Y tuve miedo de no poder soportarlo, de que la cabeza me estallara o se me coagulara la sangre.
Fue la visión de la mujer pálida lo que me decidió. Mientras estaba contemplándola se dio media vuelta y se sentó en cuclillas. Llevaba los senos al aire, pero tomó una tira de tela y se la anudó detrás de la espalda. Luego dobló repetidamente la cintura del bikini sobre sí misma, hasta que sólo quedó un pequeño triángulo negro. Tomó un frasco de aceite bronceador y fue vertiendo su contenido en la palma de una mano y extendiéndolo con suavidad, desde los dedos de sus pies hasta las rodillas y los muslos suntuosos que brillaban al sol. Había tanta complacencia, tanto abandono en aquellos gestos simples, ancestrales, que uno tenía que sentirse forzosamente conmovido. Con igual parsimonia se ungió el vientre, antes de tenderse sobre la espalda con las piernas entreabiertas, como una atleta en reposo.
Estaba a unos setenta u ochenta metros, y no podía distinguir su ombligo salvo con los ojos de la imaginación. Soy, lo diré de una vez, un fetichista del ombligo, un onfalófilo recalcitrante. Pensé en la mixtura del sudor y el aceite en el recipiente umbilical, y me acordé del versículo del Cantar de los Cantares, que figura al principio de mi novela erótica La hendidura del ombligo y que es un poco el lema onfalófilo por excelencia: «Tu ombligo es como un cáliz redondo al que nunca le falta licor». Si eso lo escribió realmente Salomón, debió de ser un hombre muy sabio.
Enardecido por la imagen de la mujer pálida y por el ensueño de su vientre lustroso, extraje del pantalón corto mi tallo trémulo y lo acaricié con decisión, al tiempo que arqueaba las piernas y agitaba la pelvis, como si ensartara a una amante invisible. Apenas un instante después, una lluvia de gotas perladas se esparció por el parapeto y resbaló hasta las losas porosas.
Ese día inauguré la costumbre de tenderme yo también al sol. Cerraba la puerta de la terraza desde fuera, me desnudaba por completo —nadie podía verme, porque mi edificio es el más elevado de los alrededores—, me cubría minuciosamente de aceite tropical y me tendía sobre una tumbona de madera pintada de blanco, herencia del propietario anterior. Con frecuencia, para relajarme, me masturbaba previamente, mirando a la mujer del turbante en la lejanía y aspirando el olor dulzón de mi piel ardiente y oleaginosa como si fuera el suyo.
Me adormecía sobre la tumbona y al despertarme, empapado en sudor, solía descubrir que mi varita mágica había vuelto a alzarse y se exhibía en toda su moderada longitud, enhiesta como el gnomo n que marca la hora en los relojes solares. Ahora mismo, mientras escribo esto, miro por la ventana del ático, hacia la terraza comunal y la tumbona, y siento la extrañeza de estar aquí dentro y no ahí fuera, presentando armas, bajo el sol que desborda las esquinas del cielo.
Fui prudente, sobre todo los primeros días. Me exponía sólo durante una o dos horas, renovaba la capa de aceite en mi piel, me remojaba con la manguera al tiempo que regaba las plantas sedientas en sus macetas y bebía agua con regularidad, para evitar la deshidratación. Cuando había poniente o no podía resistir el aliento abrasador del mediodía, me refugiaba en casa, ponía en funcionamiento el aire acondicionado y trabajaba en mi ensayo Historia del ombligo, un texto lúbrico y prolijo que empecé hace años y para el que aún no he encontrado editor, o bien repasaba y ordenaba mi colección de fotografías de ombligos, que consiste básicamente en recortes de revistas y en imágenes extraídas de internet, donde abundan las páginas alusivas y hay incluso un juego, Guess the navel, que consiste en identificar a las celebridades por sus ombligos. Tarea ímproba, porque los ombligos tienen su propio carácter y rara vez concuerdan con los rostros de sus poseedores.
Poco a poco, a medida que transcurría el mes de julio, la mujer pálida y yo cambiamos simultáneamente de color y pasamos del blanco lechoso al dorado, y luego al moreno y al color tabaco, que es el extremo límite de que es capaz un cuerpo no africano en su esfuerzo de transformación. Y no sólo nosotros. Al arreciar el sol, el juego de blancos dados de las azoteas se hacía más cegador y los cuerpos leonados de los adoradores de Helios que se tendían entre las antenas adquirían tonos más oscuros.
La onfalofilia es una afición que apela por igual a la sensualidad y a la estética. Una tarde memorable me encontraba sentado ante el ordenador comparando formas y proporciones: el ombligo de corte horizontal, como un surco, de la egipcia Nefertiti; el orificio hondo y profundo de la Venus de Milo, a medio camino entre los senos y el pubis; el cáliz redondo de la Andrómeda de Rubens, centro gravitatorio de un vientre opulento; el ombligo menudo, como una huella dactilar temerosa, de la cantante Cher; la ranura vertical y semicerrada de Carmen Electra; el afamado grano de café de Raquel Welch, que para algunos constituye la perfección onfálica, con su anillo umbilical por arriba, su hendidura vertical en el interior y por abajo una leve depresión que desciende con suavidad hacia el mar impecable del vientre. Pero no puedo seguir en este tono, so pena de derramarme aquí mismo. Así que me apresuro a cambiar de párrafo.
Me interrogaba, como en otras ocasiones, sobre las causas de la valoración más bien escasa del ombligo en el arte, en la historia, en la configuración del deseo, y me consolaba pensando en las jóvenes, que desde hace pocos años han vuelto a desnudarse la cintura en las calles, al tiempo que adoptan la moda del ombligo alhajado, perforado por aros o botones metálicos que lo enriquecen con brillos ilusorios.
De pronto, en la pantalla, un icono parpadeante me informó de que acababa de recibir un mensaje. Abrí el correo por mera rutina, convencido de que procedería del servidor atento o de algún amigo ocioso, y me encontré con una sorpresa halagadora. Una tal Flora Simmons me informaba de que había sido contratada por la editorial inglesa Running Books para traducir mi «maravillosa novela» La hendidura del ombligo. De hecho, le quedaban diez páginas para concluir el trabajo. Como ya he contado, el mensaje original se ha perdido. Cito sus escritos de memoria:
«Como siempre ocurre al traducir, me han surgido dudas que me gustaría comentar con usted. Son, por lo común, expresiones y cuestiones de estilo que no estoy segura de haber interpretado con acierto. Me hace mucha ilusión conocerle porque admiro su obra, sobre todo en su vertiente erótica. Creo que lo mejor será acabar la primera versión de mi traducción y mandarle por e-mail una lista con mis preguntas. Luego, si le parece bien, podríamos vemos. Entenderé, sin embargo, que prefiera mantenerse en contacto conmigo por e-mail o por teléfono».
Le contesté de inmediato, rogándole que me tuteara y comunicándole mi buena disposición. No era para menos. Ya habían transcurrido dos o tres años desde la publicación de La hendidura del ombligo, novela onfalófila que había obtenido un éxito razonable de crítica pero no de ventas. Ahora, los aficionados ingleses tendrían también su oportunidad. Y no era imposible que, a diferencia de los españoles, supieran aprovecharla.
Ya a comienzos de agosto recibí otro mensaje de Flora. Empezaba con este comentario, que entonces consideré un mero elogio y que hoy, al evocarlo, me inquieta profundamente: «Ayer terminé el trabajo, con una mezcla de satisfacción y tristeza. Has escrito uno de esos libros que alteran la percepción de las cosas. Mientras lo traducía, también yo me daba cuenta de que estaba cambiando. Ahora mismo, ni siquiera estoy muy segura de saber quién soy, o más bien de saber quién es esa mujer llamada Flora Simmons».
A continuación recuperaba el tono profesional e incluía la lista prometida, con las preguntas numeradas. La primera se refería al título: «La hendidura del ombligo. The navel’s depth. The navel’s hole. The navel’s goblet. ¿Alguno de estos títulos te suena mejor en inglés que el otro?». Flora quería saber también si yo estaba de acuerdo con la traducción del versículo del Cantar de los Cantares que ella había encontrado en una antigua Biblia inglesa: The navel is like a round goblet, which wanteth not liquor.
Había preguntas de una ingenuidad conmovedora e incitante. Así, por ejemplo, citaba una frase de mi texto: «Tendré que aliviarme yo mismo y volveré a dejarlo todo perdido», y acto seguido me interrogaba: «Dejarlo todo perdido, ¿a qué se refiere?». O bien escribía: «No entiendo la referencia de que durante un año estuvo sacrificando a Onán de ese modo. ¿Quién es Onán? ¿Por qué, teniendo un papel tan importante, sólo se le menciona una vez?».
Más adelante se interrogaba graciosamente sobre un matiz: «En la página 69 cuentas que, al ver el ombligo de su mujer, Charles Button se quedó impotente ante su belleza. ¿Quieres decir que se quedó tan atónito ante la belleza del ombligo que no pudo hacer el amor? He empleado paralyzed, es decir paralizado, porque impotent en inglés sugiere un estado permanente o un problema crónico, y no algo que simplemente ocurre en un momento dado. ¿Estás de acuerdo?».
¿Cómo no iba a estarlo? Sobre todo porque en los capítulos siguientes el tal Charles daba pruebas sobradas de su recuperación.
Seguimos intercambiando mensajes. Flora quería venir a visitarme desde Londres, donde vivía, para discutir las dudas conmigo. Me informaba de que disponía de un calendario flexible, y me pedía que le propusiera una fecha. Dos jornadas de un par de horas serían suficientes. Le escribí que tenía el mes entero libre y me ofrecí a recogerla en el aeropuerto y a hospedarla en mi casa. Me contestó que seguramente no encontraría billete de avión, y que de todos modos prefería viajar en su coche. Aprovecharía para hacer un poco de turismo por el camino. Nada me dijo acerca de dormir bajo mi techo.
Anteayer me llamó por teléfono. Acababa de llegar a Barcelona y quería asegurarse de que al día siguiente me encontraría en Valencia. Tenía una voz cálida que modulaba sin cesar, como si recitase. Intenté que viniera directamente a casa, pero se mostró renuente. Quedamos ayer a mediodía en la explanada del IVAM. Quería, de paso, conocer el museo.
La explanada del IVAM es uno de esos lugares esteparios, de una aridez extrema, donde la ciudad parece desintegrarse y donde ese fenómeno tan discutido de la combustión espontánea, en el que sin causa manifiesta un ser humano vivo empieza a arder mientras los objetos de su entorno permanecen intactos, se me antoja posible. Comprendí, pues, que Flora no estuviese allí.
La encontré en el amplio vestíbulo, o mejor dicho me encontró ella, porque había visto fotos mías en las contraportadas de mis libros.
—¡Vicente! —me llamó, y el corazón me dio un vuelco al advertir su opulenta cabellera dorada, su juventud y su aire de tranquilo misterio.
—La traductora Simmons, supongo —repuse, remedando a Stanley.
Llevaba, en un gesto que interpreté como de buena voluntad y aquiescencia, un top blanco con tirantes que le dejaba el ombligo al descubierto, un pantalón de lino blanco y unas sandalias ligeras, de inspiración oriental. Al sonreír me pareció por un momento que se alejaba. Nos besamos en las mejillas.
—¡Qué moreno estás! —exclamó con admiración.
—Es el sol —repliqué, separando las manos y mirando hacia arriba como quien se rinde ante lo inevitable—. ¿Llegaste hace mucho?
—Hace sólo una hora, pero ya he tenido tiempo de aburrirme.
Me señaló la entrada de una exposición que yo ya conocía, donde se mostraban cuadros de una zafiedad tan extraordinaria que merecían ser ocultados. Comenté que últimamente la programación del IVAM era discutible y errática, y le pregunté si había visto las esculturas de Julio González. Me dijo que no y le indiqué el camino.
Dio un grito de alborozo al descubrir las minuciosas flores metálicas, con su ombligo de bronce en el centro. Le gustaba, como a mí, la pequeña figura de reminiscencias cubistas —casi un adorno de chimenea— de una mujer recostada, leyendo. Mientras Flora la observaba me fijé disimuladamente en su ombligo: un cráter perfecto, de labios uniformes, con un botón protuberante. Pero lo que más me asombraba era su evidente parecido con Elizabeth Siddal, la protagonista de Los amantes de la niebla, tal como la habían pintado los prerrafaelistas y yo la había descrito en mi última novela: una joven pálida de fulgurantes cabellos de oro, ojos verdes y piernas largas. Tenía incluso el labio superior levantado, con un ligero repliegue en el centro, detalle perceptible en muchos de los cuadros para los que Elizabeth había posado.
Le pregunté si había oído hablar de ella, y volvió a sonreírme.
—He visto la Ofelia de Millais en la Tate. Todos dicen que me parezco a ella.
—¿Y qué crees tú?
—Soy una mujer de mi tiempo. No tengo por qué parecerme a nadie.
Pensé que era una respuesta digna de mi heroína, y que parecía mucho más segura de sí misma al natural que en sus cartas.
Fuimos en su coche a comer junto al mar, en uno de los restaurantes que frecuentó Hemingway. Al menos allí se notaba cierta brisa. Pedimos un arroz con verduras, pero apenas lo probó. Había épocas, según me contó, en las que le costaba tragar. Recordé, de pasada, que lo mismo le ocurría a Elizabeth. Mientras yo daba buena cuenta del arroz, me preguntó hasta qué punto La hendidura del ombligo era un libro autobiográfico, y si había en mí algo del protagonista.
Qué locura, me dije. Ella y yo somos como dos personajes de mis novelas, pero cada uno procede de una novela distinta.
Le respondí que La hendidura del ombligo era autobiográfica en un sesenta o un setenta por ciento. También yo, como Charles Button, había nacido bajo el signo de Onfalos, y me había convertido definitivamente en un adorador umbilical a los doce años, la noche en que, en la pantalla de un cine de verano que se veía desde mi dormitorio, había contemplado a una Anita Ekberg de proporciones gigantescas en el papel de Salma la bayadera, bailando una danza del vientre memorable por sus movimientos cadenciosos, sus azules velos transparentes y sus ajorcas tintineantes. Durante una semana entera había asistido a la proyección de la película Zarak, de Terence Young, rogando que nunca la quitaran e intentando acompasar los movimientos de mi mano inexperta con las monumentales caderas de Anita. Júbilo de la belleza cinematográfica gozada en la levedad de una noche estival; desnudez radiante de la carne que se yergue y palpita ante los encantos de un ombligo ornamentado con una piedra azul enmarcada de plata, imagen que ha atravesado los años y ahora vuelve y permanece aquí.
Cambiaron de programa, pero al año siguiente tuve ración doble con la proyección de El tigre de Esnapur y La tumba india, obras perdurables de Fritz Lang en las que Debra Paget, en el papel de Sheeta, bailaba ante la estatua de una diosa altiva las dos danzas más sensuales que haya trenzado jamás ser alguno. ¡Oh, ombligo alhajado de Sheeta, cumbre de la voluptuosidad terrena, hecha de carnes suaves, libres y perfumadas, déjame sentir la calidez de tu vientre dorado y morir con mis labios pegados a los tuyos! Lo siento. He de interrumpirme y alejarme. La emoción es demasiado fuerte.
Ya me incorporo, tras rendir homenaje. Creo que no es éste el lugar indicado para reproducir las desventuras de mi improbable alter ego, Charles Button, ni para glosar su contumaz pasión por los ombligos, que las mujeres de su vida ridiculizan o, en los casos más favorables, aceptan con resignación y cierto grado de disgusto. Para eso está el libro. Pero sí he de consignar que no tuve secretos para Flora y que, a las dos horas de conocerla, ya estaba revelándole mis fantasías más recónditas. A diferencia de mi exesposa, que siempre las consideró como anomalías propias de una mente enferma, mi traductora se mostró comprensiva e interesada.
Dimos un breve paseo por la playa antes de regresar al coche. La pequeñez de mi ático le sorprendió. Siempre he pensado que es un lugar donde sólo cabe hacer dos cosas bien: escribir y hacer el amor. Al advertir que dudaba, le expliqué que yo dormiría en el sofá, por exigencias del guión. Dejó su bolsa de viaje junto a la cama, recogió algunas prendas y fue a ducharse. Al salir del baño llevaba el cabello húmedo y vestía un top de manga corta y una falda recta, larga hasta los pies, que parecía extraída de mis ficciones orientales. Iba descalza, como corresponde a una bayadera del Indostán.
Fue leyéndome las preguntas que me había enviado, y anotando mis respuestas en un cuaderno. Cuando yo dudaba, porque había partes de la novela que se habían difuminado en mi memoria, buscaba la página correspondiente y me esforzaba por desentrañar mis antiguas fabulaciones. Avanzamos rápido. Las dos jornadas de un par de horas previstas se juntaron en una sola tarde.
La corrección de la novela dio paso a una apasionada disertación sobre los ombligos. Le hablé del mito griego de Onfalia, la del hermoso ombligo; de los tortellini en forma de anillo, que al decir de los boloñeses tienen la forma y el tamaño exactos del ombligo de la diosa Venus; de la vieja discusión sobre si Adán y Eva tenían ombligo, que se mantuvo durante varios siglos y que llevó a la Iglesia onfalófoba a excomulgar a más de un pintor heterodoxo.
En el restaurante de la playa le había contado cuánto me gustaba pensar en los ombligos femeninos como copas y beber de ellos. Con la voz espolvoreada de ronquera, Flora me preguntó si quería beber del suyo. Fui a por el licor de mandarina y al volver la encontré acostada en la cama, desnuda. Por un instante creí entrever dos ombligos. Era que el vellón estaba completamente rasurado, y el pórtico que lucía entre las piernas reproducía en cierto modo el que ostentaba en medio del vientre, salvo por dos esférulas doradas que le perforaban los labios mayores. Era, en efecto, una mujer de su tiempo, y no tenía por qué parecerse a nadie. Me pidió que desconectase el aire acondicionado, porque le producía cefalalgia.
El resto ya lo he contado. O casi.
Salgo a la terraza y busco a la atezada mujer del turbante. Me cuesta reconocerla porque ya no lo lleva. Se ha soltado la ampulosa cabellera dorada, que parece vibrar a causa del calor, y está sentada con las piernas cruzadas, leyendo un libro de color malva. Busco unos prismáticos e intento identificar el título, pero no lo consigo hasta que cambia de postura. Lo reconozco por la ilustración de la portada. Es, o al menos eso creo, La hendidura del ombligo. ¡Por fin, una de mis lectoras! Me pregunto si encontrará mi novela suficientemente incitante. No me gustaría decepcionarla.
Como si respondiese a mis dudas, se acuesta sobre la toalla y se desprende de la tira de tela que hace las veces de sostén. Lee un poco más y empieza a acariciarse los senos, el ombligo, la fúlgida entrepierna. Con una mano sostiene el libro y con la otra se masturba delicadamente. Me pregunto qué pasaje habrá suscitado esos goces e imagino la proximidad de su cuerpo cálido y lustroso. Sin dejar de mirarla con los prismáticos, me acaricio a mi vez. Quizá haya otras personas observándola, desde otras azoteas.
Me viene a la memoria una pregunta de Flora. En algún lugar de La hendidura del ombligo yo había escrito: «Quería lamerla, chupetearla, deshacerla en mi lengua». Y ella, como si se dirigiese al mismísimo Charles Button —pero ¿acaso no era así, en el fondo?—, me había interrogado con su afán de precisión característico: «¿Lo dices en el sentido figurado de que te hubiera gustado que se disolviera al contacto de tu lengua o realmente querías que desapareciera por completo?».
Sé que mi destino es derretirme también, como ella y como todos nosotros, bajo el ombligo deslumbrante del sol.
El Vedat, marzo de 2002