EL HECHICERO NEGRO DEL CASTILLO NEGRO

ANBREW J. BLACK OFFUTT

Kimon el koneriano contempló el castillo negro que se elevaba hacia el cielo sin luna, cuyas lóbregas torrecillas y minaretes parecían oscuros dedos que mostraran el camino hacia los dioses de las sombras. Kimon se rió entre dientes, produciendo el sonido ronco y grave propio de un hombre gigantesco que procede de una oscura tierra bárbara. Bueno, pensó, el mago negro Reh y todos sus demoníacos guardianes no tardarían en reunirse con aquellos sombríos dioses de Atramentos…, a no ser que lo hiciera él mismo. Desató la empuñadura negra de su larga espada, Devoradora, lanzó una ojeada al anillo que llevaba puesto, y ascendió la colina que subía hasta el castillo.

Un hombrecillo llamado Kohl le había hablado del lugar. En el castillo negro de Atramentos, le dijo Kohl, está la princesa Sabell, cautiva del hechicero Reh. El alcázar resultaba inexpugnable a causa de los conjuros de Reh y sus demonios. La princesa era la única que conocía el paradero de las joyas de Chthon: gemas que pagarían el rescate del mismo rey Minaceos. ¡Ningún hombre iba a rescatar princesas sin alguna razón! En una lóbrega taberna, donde tomaron varias copas de vino, los dos hombres decidieron compartir el tesoro. Después, como uno de ellos era bárbaro y tales hombres son conocidos por tener principios y confiar en sus músculos y ser más magnánimos que traidores, Kohl explicó a Kimon cómo llegar al lugar. También le explicó los poderes del anillo que llevaba; aunque no era mágico, anulaba todos los conjuros lanzados contra su poseedor.

Se levantaron y partieron, con Kohl abriendo la marcha. En la oscura calle dijo, por encima del hombro:

—Me atrevería a llevar a muy pocos hombres detrás de mí con los conocimientos que te he impartido, oh Kimon. Pero es bien sabido que vosotros, los bárbaros, sois hombres de honor, incapaces de apuñalar a nadie por la espalda, y…

Fue entonces cuando Kimon, comprendiendo súbitamente que Kohl ya no le era necesario, le apuñaló por la espalda. Naturalmente, cogió el anillo, antes de arrojar al hombre a la negrura de un callejón.

Tras andar una manzana había vuelto atrás para coger el monedero de Kohl.

Ahora, al levantar la vista hacia el castillo, Kimon se rió entre dientes. ¿Dónde le habían dicho a aquel pobre idiota tales tonterías sobre el honor de los bárbaros? Meneando la cabeza, puso el pie en la colina sobre la cual se alzaba el sombrío castillo.

El monstruoso pájaro apareció volando como una gran nube de tormenta cargada de lluvia, haciendo el ruido de un trueno al mover sus alas correosas. Se detuvo encima de su cabeza, estabilizándose sobre unas alas del tamaño de una vela de trirreme, y las dobló para lanzarse en picado contra él. Su pavoroso grito invadió el aire rasgado por su paso: «¡Kamikaze!»

Devoradora devoró.

Llevándose una mano a los arañazos de más de dos centímetros de profundidad que ponían al descubierto los músculos de su vigoroso tórax, Kimon bajó la mirada hasta el cuerpo del pájaro caído. Se retorcía incluso muerto, y un horrible icor viriscente brotaba de su cuello. Después se desvaneció.

Kimon siguió adelante, haciendo caso omiso de las heridas de quince centímetros de longitud que surcaban su pecho; eran relativamente insignificantes y se curarían en uno o dos meses. Además, la sangre que manaba de ellas proporcionaba algo de calor a su carne desnuda. Al acercarse empezó a experimentar la peculiaridad del lugar, la perversidad que lo impregnaba. Zarcillos colgantes de materia espectral semejantes a telarañas parecían contorsionarse sobre su rostro. Parpadeó y meneó la cabeza, alzando las manos para apartarlos de su camino. Pero sus dedos no tocaron cosa alguna. Sus ojos no vieron cosa alguna. Allí no había nada; ni telarañas, ni zarcillos, ni nada, sino únicamente su misteriosa sensación. Se estremeció. Ningún hombre ni bestia había sido capaz de atemorizar al gran bárbaro. Pero aquel mal tangible nacido de brujos y sombras, el oscuro mundo de la necromancia y los espectros, el mundo de las apariciones e intuiciones y cosas que un hombre podía sentir pero no ver… aquello hizo estremecer a Kimon y sus dientes castañetearon. Tocó el anillo, acordándose de que había luchado con un demonio del hechicero y lo había vencido sin otra cosa que sus músculos y su espada.

Pero ahora el miedo extendía sus garras hacia él y le atenazaba el corazón. Se estremeció de nuevo. Empezó a temblar. Sintió un chorro de agua caliente y un desabrido sabor en la boca y, lloriqueando, dio media vuelta para huir.

Entonces, con las rodillas temblorosas, y las manos frías y húmedas, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Profirió una salvaje maldición bárbara a pesar del mágico miedo que le atacaba. Como si estuviera sobre arenas movedizas, se volvió lentamente, muy lentamente, a mirar el castillo. Levantando la mano izquierda, apuntó el anillo hacia aquellos nebulosos torreones.

—¡Os desafío! —vociferó, y por tres veces repitió las palabras que Kohl le enseñara cuidadosamente, durante media hora escasa de ensayo. Y el anillo pareció cobrar vida, brillar y despedir un tenue resplandor, y conferir fuerza a su brazo.

La bruma se desvaneció. Las fantasmales telarañas interrumpieron sus invisibles contorsiones. Su miedo le abandonó. Y ante él apareció… ¡el castillo negro de Atramentos! Ya no era una imprecisa silueta de pavorosa y atroz negrura; ahora sólo era un montón de negrísimo basalto, que resaltaba claramente contra el cielo. La puerta se alzó ante él, inmensa y sólida. Una cadena con eslabones tan grandes como sus pulgares estaba sujeta a la anilla, y atada a las altas lanzas que había a ambos lados.

Con una exclamación bogada, Kimon desenvainó a Devoradora. Aspiró profundamente y, asiendo la espada con las dos manos, la levantó por encima de sus hombros para dejarla caer con toda la fuerza de sus vigorosos músculos. Una lluvia de chispas brotó de la cadena. La sacudida trepó por sus brazos como lenguas de fuego. El rebote de la espada estuvo a punto de cortarle de un tajo la cabeza.

Traqueteando, la cadena aguantó.

Entonces lo vio. Estaba simplemente atada a la lanza de la izquierda. ¡Qué tonto! Sintiéndose avergonzado, la desató y la pasó a través de la anilla. Apoyó un pie en la puerta y empujó. La puerta cedió, de un modo extraño, sin crujir. Un olor a muerte, a tierra pútrida que albergara cadáveres en descomposición, salió a recibirle con un helado abrazo. Con Devoradora en la mano, entró en la oscuridad del vestíbulo.

La serpiente se encontró frente a él antes de que pudiera darse cuenta de su existencia. Sus relucientes escamas se alzaron ante él, y sus ojos amarillentos le contemplaron como los mismísimos fuegos del Hades. Mucho detrás de él vio su inmenso cuerpo que se extendía a lo largo del vestíbulo. Olfateó el desagradable olor de su aliento cuando silbó, sintió una oleada de aire fétido, y se apartó de un salto cuando los ojos centellearon, como las brasas de un fuego que se atiza, para atacarle.

Kimon reaccionó con una velocidad incluso mayor que la del reptil. La enorme cabeza pasó silbando junto a él. Devoradora pasó silbando tras ella. El cuerpo del monstruo se estremeció y agitó con las últimas convulsiones de la muerte mientras la cabeza se estrellaba contra el suelo y se alejaba rodando. Rezumó un gran charco de nigrescente icor. La última sacudida de la terrible cola alcanzó a Kimon justo debajo de las rodillas y le envió por los aires a través del vestíbulo hasta una gran estancia adyacente, donde se desplomó de bruces en el suelo. En ningún momento soltó a Devoradora.

Y para Kimon fue una suerte que no lo hiciera.

—¡Diablos negros de Lincar! —murmuró, poniéndose en pie; afortunadamente sólo había rodado unos cien o doscientos metros y no tenía más que unas cuantas costillas rotas. Estiró un dedo roto con una rápida sacudida, mirando a su alrededor. Allí había luz, y cuando bajó la vista, el cuerpo de aquel reptil gigantesco se desvaneció. Pero sus peripecias no habían terminado.

Acercándose a él había unos hombres que no eran hombres, vivos aunque no vivos…, criaturas muertas pero no muertas. Había media docena de ellos, mostrando las heridas abiertas que les causaron su violenta muerte. Los ojos de uno estaban abiertos como platos y su lengua negra colgaba fuera de su boca igual que en el momento en que fue muerto por el reptil en un pasado no muy lejano. Eran criaturas devueltas a la vida espectral por los conjuros de Reh, y Kimon se vio a sí mismo reflejado en ellas. Aquéllos eran sus predecesores; supuestos héroes que habían acudido a aquel lugar en algún momento del pasado con la misma misión que él. Con sus manos agarrotadas en alto, avanzaban espasmódicamente hacia él.

Kimon recibió al primero con un golpe de espada que envió su brazo rodando por el suelo, mientras un chorro de sangre negra brotaba del muñón. Los dedos siguieron doblados. El alarido que se escapó de la garganta de la criatura heló la sangre a Kimon. Sin embargo, el grito y la sangre coagulada le revelaron que aquellos hombres podían estar muertos, pero que también estaban vivos, y podían ser exterminados. Apartó de un puntapié a la criatura, cuyo brazo cercenado seguía rezumando un chorro escarlata por el que se escapaba su seudovida.

Devoradora era una cosa viva que salpicaba las paredes, el techo y el suelo con el líquido rojizo que levantaba a su paso. Cual negro gigante de Minatoa, avanzó sembrando destrucción. Soltó la espada, notando que las uñas de un moribundo le desgarraban el brazo al caer. Kimon asió a uno de los hombrecillos por los talones y le hizo describir un arco que derribó a uno, dos, tres de los otros. Entonces soltó al hombrecillo y oyó un ruido semejante al de un melón que se estrella cuando su cráneo chocó contra la pared y despidió una maloliente mezcla de sangre roja y materia gris. Mientras los demás se retraían, invadidos por el miedo, Kimon se precipitó sobre ellos como el lobo se precipita sobre los polluelos. Golpeó la cabeza de los tres hombres que había derribado.

El pavoroso grito de batalla de Kimon se escapó de sus labios cuando se volvió hacia el hombre cuyo brazo había arrancado: «¡Uiiiiiiii!», gritó, y la cabeza de la criatura fue a reunirse con el brazo en el resbaladizo suelo cubierto de sangre coagulada. Dio media vuelta a tiempo para esquivar una enorme hacha en manos de una criatura cuyo rostro era una espantosa herida, causada por el monstruoso pájaro del exterior, que en otro tiempo le había dado muerte. Kimon alzó un pie para completar la destrucción de lo que antaño fuera una cara, machacando la nariz y los dientes y haciendo salir los ojos de sus órbitas, que volaron como ágatas por los aires… causando diversas heridas en los pies de Kimon, cubiertos con sandalias. La sangre bañó sus piernas y sus pies.

Pero aún quedaban cuatro, y Kimon se abalanzó sobre ellos para hacerles seguir la misma suerte de sus camaradas. Y la siguieron. Eran cosas sin inteligencia, vueltas temporalmente a la vida para servir de máquinas de combate al señor de aquel terrorífico castillo. Los gritos de los lisiados y los moribundos estaban en los oídos y las venas de Kimon, y unió a ellos su propio grito de batalla para darse ánimos. La razón desapareció.

Todos cayeron, en un charco formado por sus jugos carmesíes, mientras sus almas ansiaban reunirse con su liberador, la siempre hambrienta Devoradora. Y Devoradora devoró y bebió, y una vez más los hombres muertos murieron. Las lóbregas estancias de aquel tenebroso castillo apestaron a sangre coagulada, y se llenaron con el temible grito del gran bárbaro procedente de las montañas de Koneria y los gritos agónicos de aquellos enviados para destruirle.

Y se encontró nuevamente solo, respirando entrecortadamente, pues había matado a muchos, y estaba al límite de sus fuerzas. A su alrededor se amontonaban los cadáveres, y las manos y extremidades que ya no estaban unidas unas a otras. Su pies chapoteaban en la sangre derramada y los dedos le escocían. Se arrancó deliberadamente la piel desgarrada del brazo, pues le molestaba al cortar la cabeza de aquellos que aún no habían sido decapitados. Suponiendo que fracasara, Reh no podría volver a utilizar a aquellos hombres que debían encontrarse desde hacía tiempo en las sombras del más allá. Se enderezó, cubierto con su propia sangre y la de los demás, y miró alrededor.

—¡Reh!… ¡La más negra criatura que hay sobre la faz de la Tierra!… ¡Reh, que resucitas a hombres muertos! ¡Reh, comandante de las legiones del Hades! ¡Tu gigantesco gorrión ha muerto ahí fuera, y tu asqueroso gusano, en el vestíbulo! ¡Y a mis pies yacen diez cabezas separadas de sus cuerpos en descomposición! ¿QUE MÁS enviarás a recibir a Kimon de Koneria?

Su voz resonó en las estancias vacías, se introdujo en oscuras habitaciones vacías y volvió a salir, subió por la larga escalera que había frente a él y le envolvió con el eco producido en las paredes de basalto negro. Aguardó, y no obtuvo contestación. Volvió a llenar los pulmones de aire para repetir su desafío, y volvió a abrir las mandíbulas para gritar. Entonces, arriba de las escaleras, apareció Reh, el Hechicero Negro del castillo negro de Atramentos. Estaba muy pálido.

Sus ojos lanzaron llamas al mirar a Kimon, tal como hicieran los de la serpiente. Una nariz delgada sobresalía entre ellos, tan curvada como el pico del prodigioso pájaro. Debajo de esa nariz, unos zarcillos retorcidos de un bigote negro como los espectrales zarcillos que habían acariciado a Kimon a la entrada de la guarida del hechicero. Y debajo del bigote había una abertura sin labios a modo de boca, muy semejante a las viejas heridas de los hombres muertos que yacían a los pies de Kimon.

Debajo de esto, como es natural, Reh llevaba el uniforme oficial de la Asociación de Hechiceros, Brujos y Magos: una túnica negra de holgadas mangas.

—Kimon de Koneria, ¿verdad? ¡Y tú has destruido a todos mis guardianes y penetrado hasta el corazón de mi fortaleza! ¡Pues bien, Kimon, sé bienvenido! Únete a mí, tú que eres el más fuerte de todos los hombres, y ya no tendré que preocuparme por los intrusos. ¡Sé el guardián del castillo negro!

Los ojos de Kimon eran como los burbujeantes pozos de alquitrán de Nigressa al devolver la mirada al taumaturgo.

—¿Unirme a ti, criatura infernal? ¿Vivir aquí, como guardián de esta tumba? ¡Amo demasiado la vida para convivir con la MUERTE! ¡Tiene que ser una BROMA!

Los caídos mostachos de Reh se agitaron como tentáculos cuando su boca pretendió sonreír. Movió la mano, trazando invisibles dibujos en el aire. Y el aire se llenó de la dorada luz de un millar de velas; las suaves melodías de laúdes y el profundo retumbar de tambores y el estridente sonido de las gaitas. Una visión apareció ante los ojos de Kimon: una visión de las más finas y suculentas viandas y los más ricos vinos servidos en áureas copas; una visión de almohadas hechas con las materias más blandas. Y había mujeres: esbeltas muchachas con senos tan redondos como las copas; ojos que hablaban de amor y deseo, caderas que se agitaban y balanceaban ante él, Y había otras, también, más del gusto del broncíneo bárbaro: mujeres de pecho corpulento con agujeros de ombligos en su redondeada barriga y brazos para estrujar a un hombre en un apasionado abrazo. Sus ojos eran para él, sólo para él, así como sus formas, verdaderos cálices de sensualidad. Kimon las vio, y las contempló, y su gran espada quedó relegada al olvido en una mano inerte mientras se dirigía hacia ellas con los ojos de los hombres muertos-vivos que había rematado. La baba salpicó su pecho desgarrado.

Entonces el mago rompió su propio conjuro con la excesiva confianza que en sí mismo tenía:

—Aquí se vive bien, Kimon de Koneria, y para un hombre como tú… ¡esta vida es mucho mejor que la del superficial mundo exterior!

La neblina se desvaneció del cerebro de Kimon como disipada por el sol matinal. Nuevamente sus ojos, claros y centelleantes, se clavaron en el hombre cubierto por la túnica negra que había arriba de las escaleras.

—¿Vida? ¿Llamas VIDA a esta execrable ilusión? ¿Llamas SUPERFICIAL al mundo de los hombres vivientes? No, hechicero, ¡tu necromancia sí que es superficial! Tu mundo es la MUERTE, y yo me ocuparé de que te reúnas en él con todos los demás muertos.

—Kimon —dijo Reh, enrollándose las mangas—, eres un estorbo para mí.

Kimon puso un pie en el primer escalón, y entonces Reh extendió los brazos. Unas muñecas como de descarnado esqueleto emergieron de sus mangas. Una luz azul brilló y danzó en las yemas de sus dedos. En el mismo instante en que tendió los brazos, apuntando al bárbaro con sus garras para electrocutarlo, Kimon alzó a su vez la mano para mostrarle el anillo. Y por tres veces, gritó:

—¡TE DESAFÍO!

Un relámpago se escapó de las manos de Reh. Fue a desintegrarse frente a Kimon, en chisporroteantes haces de color cobalto. Centelleó ante su cara de tal modo que parpadeó y cerró los ojos para protegerse del deslumbrante fulgor. Pero no sintió nada; nada más que la energía transmitida por el anillo a lo largo de su brazo, haciéndole temblar como una telaraña a impulsos del viento.

Abrió los ojos. En torno suyo, el rayo azul seguía brillando, pero era dominado por el poder del anillo. Con un alarido salvaje se precipitó escaleras arriba, sosteniendo el anillo frente a él y blandiendo a Devoradora. Su grito rasgó el aire:

—¡Uiiiiiiiii!

—¡El anillo! —gritó Reh, con una nota de horror en su voz—. ¡Tienes el anillo de Sprag! ¿Cómo lo has…? ¡Anula mi magia! No… atrás… NO…

Reh de Atramentos murió chillando y agitando sus esqueléticos brazos cuando Devoradora mordió su cráneo, frente, nariz, boca y cuello y se cubrió hasta la empuñadura con su sangre. Kimon dejó el cuerpo donde cayó y volvió a bajar las escaleras, resbalando con la sangre y rodando los últimos cincuenta metros. Chapoteó nuevamente entre aquel silencioso río de sangre con sus islotes de cadáveres decapitados. Recorrió el sombrío pasillo y se internó por otro, dejando huellas escarlata, hasta encontrar la enorme puerta con bordes de bronce que Kohl le describiera.

El primer mordisco de Devoradora la partió en dos, y Kimon derribó una de las mitades. Descendió en la oscuridad.

Y siguió descendiendo. Contó hasta diez, su límite, y dobló un dedo, tras de lo cual empezó otra vez, y después repitió la acción dos veces más. Naturalmente, había cuarenta y nueve escalones; siete veces siete. Sin embargo, el aire no estaba viciado, aunque era cada vez más fresco y húmedo. Siguió avanzando en la penumbra, deseando haber llevado una antorcha. Pero a lo lejos se veía un resplandor que bien podía ser una luz.

Dobló una esquina y se encontró envuelto en luz, tan repentina y brillante que parpadeó y se llevó una mano a los ojos. Entonces Kimon blandió la olvidada espada, pues vio al hombre. Iba armado y llevaba armadura, y el nasal del yelmo hacía de su cara una siniestra máscara de palidez. Primeramente el hombre levantó una mano para ordenarle que se detuviera, extendiendo dos dedos, pero se la llevó rápidamente a la boca al estornudar. No era extraño, pensó Kimon, reflexionando sobre la humedad universal de las mazmorras. A lo largo de la historia, una mano de obra deficiente había hecho las mazmorras húmedas y sofocantes.

Alzó la espada cubierta de sangre y siguió avanzando.

Las manos del hombre volaron hacía la oxidada hebilla, y dejó que el cinturón y la espada cayeran al suelo.

—¡Loados sean los dioses! ¡Has venido a rescatarme! ¡Sálvala, salva a la brincesa Sabell! ¡Devuélvenos la libertad, bor favor! Guardia, me llamaba guardia… ¡a mí!…, y he tenido que obedecerle contra mi voluntad, traer comida y agua, vino y demás bara esta bobre muchacha. —Retrocedió un paso, con expresión ofendida, y extendió un brazo para entregar a Kimon una anilla de la cual pendía una enorme llave.

Envainando la espada, Kimon la cogió. A la luz de un centenar de antorchas encendidas, alimentadas por alguna hechicera fuente de aire en aquel lugar, miró entre los barrotes de la celda.

Ella era muy hermosa. Su cabellera dorada le caía sobre los hombros y sus brazos eran torneados y blancos como la nieve. Su pecho hubiera satisfecho al hombre más exigente: grande, vivo con su respiración excitada. Su vestido, según él observó con más interés que compasión, estaba tremendamente raído y era demasiado fino para la helada humedad de la prisión. Los ojos de ella recorrieron su alta figura. Estornudó.

Resguardados por los párpados, los ojos de Kimon no se apartaron de la muchacha ni en el momento de inclinarse hacia la cerradura. Su nariz estaba ligeramente roja…, pero ¿quién iba a mirarle la nariz?

—Un hombre llamado Kohl me envió, princesa. Dijo que sólo tú conocías el paradero de cierto tesoro… que yo, naturalmente, le prometí entregar. Yo sólo he venido en calidad de héroe para rescatarte de ese malvado Reh. Pero he encontrado mi tesoro en ti…

Ella asintió sin hablar. Sus ojos estaban fijos en la cerradura.

—¡Ah! —exclamó, cuando la llave dio la vuelta y él abrió la reja. Ella permaneció dentro, hermosa y pura, y Kimon pensó que nunca había visto una mujer tan bella, a pesar de la nariz roja. Extendió una mano; ella extendió las suyas. Él se acercó, la asió por los brazos y la aproximó a su pecho para que sus labios pudieran beber el néctar de los de ella. Los párpados de la princesa se cerraron cuando alzó la cara hacia él.

—Ahora, Kandentos —dijo, y su boca se encontró debajo de la de Kimon.

El techo se derrumbó sobre su cabeza. Ella se desasió del abrazo mientras él caía al suelo de la celda. Estaba aturdido, pero no inconsciente, ya que únicamente había sido alcanzado por el borde de la hoja de Kandentos. Kimon dio media vuelta y miró a su alrededor antes de perder el tiempo necesario para levantarse; esto le había salvado la vida más de una vez. Vio al guardia Kandentos quitándose el yelmo y tirándolo encima de la espada que había empleado para herir a Kimon. Sin el nasal, la nariz del carcelero se veía grande y roja. El rugido de Kimon retumbó en su garganta.

La muchacha sacó decididamente a Kandentos de la celda. Con un rápido movimiento, cerró la puerta, dio la vuelta a la llave y la tiró por el pasillo. Agarrando el brazo de Kandentos, se volvió a Kimon, con los labios fruncidos. Kimon se asombró al ver manchas frescas de color carmesí en su vestido.

—¡Estúpido bárbaro! —exclamó nasalmente—. ¡Machista! ¡Vaya un atávico imbécil! ¡Mírate…, eres un bruto que sólo sirve para matar; todo cubierto de sangre… y qué olor! —Se volvió de nuevo hacia el antiguo carcelero, que estaba secando afanosamente la sangre de Kimon del corpiño de su vestido—. ¡Kandentos —susurró—, piensa!

Y se besaron.

—Vamos, Kandentos, mi amor, hemos de encontrar el tesoro. —Volvió a besarle—. ¡Humm! Tú no eres un bruto maloliente… ¡Qué asco! Ten cuidado con mis brazos, ¡ese hombre-mono me los ha llenado de cardenales! —Asiendo a Kandentos por el brazo, y moviendo provocativamente las caderas, se volvió para dirigir una última mirada a Kimon.

—¡Br-r-r-a-a-a-ak!

Mientras contemplaba cómo se alejaban por el pasillo en dirección a las escaleras, Kimon estornudó.

se terminó

GLOSARIO DE TÉRMINOS

esta vez de verdad: fin