PAS DE DEUX
KATHE KOJA
Le gustaban jóvenes. Le gustaban los hombres jóvenes, los príncipes. Y le gustaban jóvenes cuando todavía podían gustarle, porque a esas alturas, en ese preciso momento, estaba harta de los hombres mayores e inteligentes, los que siempre sabían qué decir y que sonreían de determinada manera cuando ella hablaba de la pasión. Los jóvenes no sonreían o, si lo hacían, era con una perplejidad conmovedora, puesto que no acababan de comprenderlo, no estaban seguros, no lo comprendían del todo… Eran quienes mejor sabían lo que no sabían: que todavía les quedaba mucho por aprender.
—¿Aprender qué? —La profunda voz de Edward surgió de la jaula de la memoria—. ¿Qué queda por aprender? —Cogió la botella y se sirvió un trago—. ¿Y quién va a dar la lección?
Tenía sonrisa de insecto y unos ojos inexpresivos que parecían de una muñeca. Ahí estaba, con las sábanas amontonadas descuidadamente al pie de la cama, una gran cama con dosel semejante a un galeón que había heredado de su primera esposa, como las sábanas, hechas a medida. Todo ello era el regalo de boda que le había hecho la madre de su primera esposa; Adele se llamaba, y a él le gustaba decirlo, le gustaba fingir que también se la había follado (¿sería fingimiento?), que en la misma noche había estado con la madre y con la hija, que lo había hecho varias noches y que había esparcido su simiente entre las piernas de las dos. Y la remilgada de Alice no podía compararse, decía Edward, con la sublime Adele, que había estado en todas partes, había vivido en París y en Hong Kong y había escrito una biografía de Balanchine; Adele, que desde los veintiún años sólo vestía de negro…
—No acierto a ver —dijo él con la cabeza hacia atrás, la rodilla doblada y su polla, corta y gruesa, como una salchicha a medio comer— qué crees poder enseñarme. ¿No estás siendo un poquitín absurda?
—Todos tenemos algo que aprender —repuso ella.
Él se rió y salió de la habitación para volver con un libro, Balanchine y yo. En la tapa había una fotografía en color de Balanchine y en la parte de atrás una pequeñita en blanco y negro de Adele.
—Lee esto —dijo entregándole el libro—. A ver cuántas cosas no sabes. —El aliento le olía a whisky. Se volvió a tumbar en la cama con el vaso sobre el pecho, un pecho grande y peludo como el de un animal. Le gustaba tumbarse desnudo con las ventanas abiertas y contemplarla. Entonces, sabiendo que estaba helada y que se le estaban entumeciendo los músculos, le preguntó—: ¿Tienes frío? ¿Has notado alguna corriente de aire?
«No», podría haber respondido ella. O «Sí» o «Vete a la mierda» o mil cosas más, pero al final no había respondido nada y se había ido. Le había dejado allí, en su cama con dosel, y se había buscado un lugar propio, su propio espacio. Se había ido a vivir encima de su salón. Tenía un salón de baile y, aunque llevaba mucho tiempo fuera, ahora había vuelto y pronto, en uno o dos meses, tendría dinero suficiente para mantener la calefacción y las luces encendidas, y también mantenerse ella fuerte. Mantenerse fuerte, aquélla era su frase en aquel momento, la frase en la que cifraba su mundo: mantenerse en movimiento a toda costa. ¿Era demasiado mayor para bailar? Hacía mucho tiempo que lo había dejado, se había olvidado de demasiadas cosas, había perdido la elegancia elitista del cuerpo torturado, del cuerpo como herramienta del movimiento. ¿O de la voluntad? No. Mientras tuviera piernas, brazos y una espalda que doblar o torcer, mientras pudiera moverse, podría bailar.
Sola, con frío, en la oscuridad…
A veces cuando oscurecía demasiado incluso para ella, salía de casa e iba a discotecas donde por el precio de una cerveza podía bailar toda la noche al ritmo de thrash o steelcore. Se trataba de un baile diferente del que practicaba con la barra: daba sacudidas y se retorcía hasta quedar agotada, con el pelo pegado a la cara, la camiseta pegada al cuerpo, echándose agua sobre el cuello en el servicio en medio del humo y el hedor para luego volver con la cabeza gacha, los ojos cerrados y el cuerpo tenso y martirizado por el movimiento. Era increíble verla, lo sabía, los hombres se lo decían, la seguían cuando abandonaba la pista, se aproximaban a su taburete junto a la barra del bar y le decían que era una bailarina magnífica, y aproximándose más y más le hacían la pregunta inevitable: ¿por qué bailaba sola? «Necesitas pareja», le decían, pero naturalmente eso no era posible, realmente no lo era, porque no había nadie con quien ella quisiera bailar, nadie que pudiera hacer lo que ella podía hacer, de manera que se encogía de hombros y a veces sonreía, hacía un gesto de negación con la cabeza y decía «No» apartando la mirada. «No, gracias».
A veces le invitaban a copas y a veces se las bebía. A veces, si eran lo bastante jóvenes, si eran lo bastante amables, se los llevaba a casa, subía a su piso, con sus persianas a medio bajar y su desvencijado futón, sus desordenados montones de revistas de baile, sus viejas zapatillas de bailarina y sus trapos ensangrentados, y se los follaba, lenta o rápidamente, en silencio o soltando pequeños gemidos jadeantes o aullidos de perra, con la cabeza hacia atrás en la oscuridad y el ruido amortiguado del calefactor. Luego se tumbaba al lado de ellos, se apoyaba sobre un codo, les hablaba del baile, de la pasión, de la diferencia entre el hambre y el amor, y allí, en la oscuridad, entre las subidas y bajadas de su voz, que era procesional como el agua o como la música, tumbados allí en la húmeda calidez creada por sus cuerpos, se sentían empujados (por sus palabras, por su cuerpo) a hacerlo de nuevo, a tender el puente entre el hambre y el amor… Eran jóvenes y podían seguir haciéndolo toda la noche. Luego la miraban y decían «Eres preciosa». Lo decían todos. «Eres preciosa. ¿Puedo llamarte?».
«Claro que puedes llamarme», decía ella inclinándose sobre ellos, con la respiración más lenta y el sudor de los pechos como un leve hormigueo; les veía la cara, les veía sonreír y vestirse (vaqueros y camisetas de manga corta, chalecos desgarrados y chaquetas de camuflaje, pañuelos en la cabeza y pendientes diminutos de plata y oro) y les veía irse; y antes de que se fueran les daba el número, se lo escribía en la mano, el número de la tintorería donde solía llevar los trajes de Edward. Pero ¿cómo podía considerársela cruel?, se preguntaba. ¿Cómo podía constituir una falta dejar de ofrecer lo que no tenía? Era peor pretender lo contrario, era peor embaucarles cuando sabía que ya les había dado todo lo que podía darles: una noche, su conversación… Nunca se llevaba a casa al mismo en dos ocasiones y siempre había discotecas y bares en aquella ciudad de bares y discotecas, y luces en la oscuridad, y la botella tan fría como el conocimiento en su cálida y resbaladiza mano.
A veces volvía andando de los bares y las discotecas. Para ella no suponía nada caminar diez, treinta, cincuenta manzanas; nadie la molestaba y siempre iba sola. Cabizbaja, las manos a cada lado como un delincuente, como una criminal de película, pensaba en medio de la oscuridad, en medio de la lluvia de las cuatro de la madrugada o de la última desdeñosa ráfaga de nieve. El hielo era como un cosmético para empolvarse la cara; el frío le solidificaba el sudor de su corto pelo; Edward le decía que parecía una condenada a cadena perpetua. «Pero ¿qué te proponías?», le preguntaba mientras ella se revolvía el pelo delante del espejo del cuarto de baño y se quitaba los mechones cortados y los rizos muertos mientras su imagen de perfil se reflejaba en el cristal como si estuviera desfigurada, desenfocada, en continuo movimiento. «No tienes el corte de cara para un peinado así», le decía mientras acercaba una mano para poner la cara bajo la luz, que parecía una pistola encima de ella. Aquella sonrisa suya, que parecía la de un rey que ha abdicado el trono… «Una vez Alice se cortó todo el pelo, todo, para herirme. Ella lo negó; me dijo que lo único que quería era un cambio de aspecto, pero yo la conocía, sabía que ésa era la razón. Adele… —su nombre parecía miel en su boca, como siempre— también lo sabía, y se cortó el pelo para herir a Alice. Naturalmente, a ella le quedaba de maravilla. Estaba muy atractiva y tenía aire de marimacho. Pero ella tenía el corte de cara adecuado, la estructura ósea… —le decía casi con ternura, dándole palmaditas en la cara con ambas manos, como cuando juegan los niños, como si ella tuviera cara de niña, apretándole las mejillas en el espejo—. Que es lo que tú no tienes».
Y ahora tenía que andar con aquel frío; le dolían todos los huesos de la cara, le dolían hasta los dientes, y oía el sonido del viento en sus oídos incluso cuando ya estaba sana y salva en casa, con la llave echada y el murmullo del calefactor. Y a pesar de lo tarde que era y el frío que hacía se quitó toda la ropa menos los leotardos, se quedó descalza y con los pechos desnudos y bailó en la oscuridad, sudando, jadeando, notando la cruel punzada en el costado, en la garganta y el corazón, y tropezando con obstáculos invisibles; chocó fuertemente contra la barra con la cadera y al oír el amortiguado golpe del metal contra la carne y de la carne contra el metal, como al copular, como al follar, deseó haber llevado a alguien a casa; habría estado bien follarse a un joven caliente en la oscuridad, pero estaba sola, de manera que siguió bailando, giró sobre sí misma y golpeó la barra, la golpeó una y otra vez hasta que literalmente no pudo moverse; se quedó con las rodillas juntas y jadeando, jadeando de miedo al éxtasis mientras al otro lado de la amarillenta persiana por fin empezaba a amanecer.
El libro de Adele estaba donde ella lo había arrojado, en el suelo del cuarto de baño. Sin embargo una noche, después de bailar y con el estómago revuelto (la cerveza o algo que no le había sentado bien), lo cogió del suelo, lo hojeó y miró las fotografías que incluía, y aunque no estaba muy bien escrito (al parecer Adele no escribía tan bien como bailaba), hubo algo, una frase, que le resultó tan desconcertante como una bofetada o un puñetazo: «Para mí —decía Adele— Balanchine era un príncipe. Debes encontrar a tu príncipe y hacerlo tuyo». Encontrar a tu príncipe. ¡El príncipe Edward!, pensó, y se echó a reír con el pantalón arrugado sobre los tobillos y la diarrea amarilla. Rió durante largo rato, y sin embargo la frase se le quedó grabada en la memoria, y empezó a mirar, aquí y allá, a los jóvenes de las discotecas; miraba, juzgaba y se preguntaba, y a veces, por la noche, inmovilizada y jadeando debajo de ellos, mientras hablaba sobre el hambre y el amor, se preguntaba qué era un príncipe, cómo se reconocía a uno, cómo se sabía que se había encontrado a uno. ¿Era algo que tenía en el cuerpo? ¿Una quemadura? ¿Una marca silenciosa? El cuerpo no engaña; de eso estaba segura. Y con toda probabilidad Adele, a juzgar por el aspecto que mostraba en la pequeña fotografía en blanco y negro (aquella nariz arqueada de pájaro y los huesos prominentes que mostraban el cráneo que había bajo la carne como si quisieran insultar a la vida), también lo había sabido.
El cuerpo no engaña…
Tenía diez años y se dirigía a la clase de ballet, obligada por su insufrible madre.
—Así aprenderás a moverte, cariño. —Su madre era menuda, gorda y nerviosa y daba palmaditas en las mejillas a su hija, que las tenía redondas y la barbilla pequeña y huesuda—. Así aprenderás a sentirte más cómoda con tu cuerpo.
—Pero si ya me siento cómoda. —Mentira de niña malhumorada que aparta la mirada y apoya la sien tercamente contra el cristal de la ventanilla—. Además prefiero jugar a fútbol. ¿Por qué no puedo practicar fútbol?
—Bailar está mejor. —Su madre hizo girar torpemente el viejo coche para entrar en el aparcamiento del centro comercial, ACADEMIA DE BAILE, ponía en una elegante letra color azul. La academia tenía unos estores baratos de papel de arroz y se encontraba entre la peluquería canina Mindy y una ferretería de rebajas. Dentro era más pequeña de lo que parecía desde la calle y hacía un espantoso frío seco de aire acondicionado; en la barra había tres jóvenes de aspecto apático, dos mayores que ella y una mucho más joven, todas con ropas coloridas, y al otro lado de la pared se oían ladridos de perros.
—¿Viene para todo el semestre?
Y su madre, que era una mujer apocada, contestó:
—Bueno, sólo queríamos ver qué tal le va en las clases preliminares. Déjele probar a ver si…
—No quiero bailar. —Era su propia voz. No había hablado muy alto, pero aun así las chicas la miraron, como si fueran estorninos encaramados a una rama o prisioneros en una celda—. Quiero jugar a fútbol.
La mujer la miró fijamente. No se tomó la molestia de sonreír.
—Ah, no —dijo—. Nada de deportes para ti. Tú tienes cuerpo de bailarina.
—¿Eres bailarina? —le gritó al oído con aquella ansiosa voz de joven que tenía—. Me refiero a si bailas profesionalmente.
—Sí —respondió—. No.
—¿Puedo invitarte a una copa? ¿Qué estás bebiendo?
Y bebieron una cerveza, y luego otra, y otra hasta llegar a seis. Camino de su casa se detuvieron a comprar una botella de whisky añejo (¿un gesto principesco?) y sentados en la oscuridad lo bebieron mientras él la desnudaba, le arrancaba la húmeda camiseta como si fuera su piel, sus espartanas bragas blancas y su falda negra de algodón, hasta dejarla desnuda, borracha y temblando, con los pezones erectos y totalmente a oscuras en la habitación.
—Cómo te mueves —le dijo él, y se lo repitió una y otra vez, con la voz queda de quien ha acertado a ver un prodigio—. Hay que ver cómo te mueves. Me he dado cuenta enseguida de que te dedicabas al baile de alguna manera. Me refiero a que te ganas la vida bailando. ¿Haces ballet? ¿Eres…?
—Mira —le dijo ella—. Voy a mostrártelo.
Y bajaron al estudio, cogidos de la mano y desnudos en la oscuridad. Su erección estaba decreciendo, pero él era joven; bastaron uno, dos o seis leves tirones para ponérsela dura como una tabla, como una barra tiesa y preparada. Primero ella bailó para él, alrededor de él, como una Salomé sin velos, frotándose los senos sobre su espalda, atrapándole los muslos con los suyos; como estaba borracho costó más, pero no mucho. No había pasado mucho tiempo cuando se tumbaron, jadeando con las bocas juntas, y ella le explicó cuál era la diferencia entre el hambre y el amor, entre lo que se necesita y lo que se debe tener…
—Eres preciosa —le dijo él, comiéndose las sílabas y con una sonrisa que denotaba una gran sencillez, una sonrisa profunda y tierna. Era dudoso que hubiera oído nada de lo que ella le había dicho. Con el pene apoyado sobre ella como un dedo, en un gesto de confianza, le preguntó—: Entonces ¿puedo… puedo llamarte?
Había polvo, había motas de suciedad pegadas a su piel, a la piel de la cara con la que ella estaba tocando el suelo… No era un príncipe. O al menos no lo era para ella. Se lo decía su cuerpo.
—Claro —dijo—. Claro que puedes llamarme.
Cuando se hubo ido, volvió arriba, cogió el libro de Adele y empezó a releerlo página por página.
Se habían acabado las clases de ballet, tanto si tenía cuerpo de bailarina como si no. Lo había dejado y ahora era demasiado tarde para el claque o la danza moderna y también para el fútbol, de modo que pasó el verano con su padre, subiendo y bajando lentamente las cuatro plantas de su piso sin ascensor. Con la mirada clavada en el televisor, él le preguntó:
—¿Por qué no sales? —Encendió otro cigarrillo mentolado. Fumaba tres o cuatro paquetes diarios; para cuando ella cumpliera dieciocho años ya estaría muerto—. Deberías salir a conocer chicos o algo así.
—No hay chicos en este edificio —dijo ella. En la televisión emitían un musical, en el canal Artes en América. Dos mujeres estaban cantando una melodía sobre viajes y trenes—. Además hace mucho calor.
El aire acondicionado funcionaba, pero defectuosamente. Y siempre olía a moho, humo y la loción para después del afeitado que se ponía su padre cuando se vestía para salir. «Manten la puerta cerrada con llave», le decía antes de marcharse. ¿A quién iba a abrírsela? Se quedaba sentada delante del televisor, con la barbilla apoyada sobre la mano, en medio de la corriente de aire y oyendo el tráfico en la calle. En septiembre su padre la mandó de nuevo a casa de su madre y al colegio. Nunca volvió a ir a las clases de baile.
—Es un trabajo a tiempo parcial —le dijo la chica. Rondaría los veinte años. Tenía la piel muy morena y los ojos muy oscuros, y era severa, como una joven Martha Graham—. Tenemos el tope de estudiantes en la clase.
—¿Cuántos?
—Cincuenta.
Cincuenta bailarinas, todas más jóvenes que ella, todas anhelantes, entregadas y ambiciosas. Las zapatillas y la ducha, el olor a crema hidratante, el olor de los cuerpos calientes, los suelos brillantes y los espejos, los espejos en todas partes, el brillo aún más intenso de la barra y una voz en su cabeza como la de Adele que le decía: No, no puedes hacer esto.
—No —respondió, levantándose con tal ímpetu que a punto estuvo de caerse y tirar la silla al suelo—. No puedo, de veras, no puedo dar una clase ahora.
—No es un trabajo para dar clases. Es un trabajo de ayudante.
Mantener las duchas limpias, ocuparse de las grabaciones, ayudarles a calentar, verles bailar, no, no podía hacerlo…
No, no, se dijo mientras volvía a casa. Pero ¿qué te proponías? Parecía una condenada a cadena perpetua… Todavía tenía el número de Edward en su agenda, todavía lo tenía apuntado con tinta negra. No podía pagar el salón de baile y el piso. Llevó todo abajo —el futón, las revistas de baile, el teléfono— y lo arrojó a una esquina, lejos de la barra. A veces el retrete no funcionaba bien. A los jóvenes no parecía importarles.
Guardaba el libro de Adele bajo la almohada, con la cara de Balanchine hacia abajo, como una sota no deseada, un príncipe de corazones o un rey de bastos. Y la de Adele, en blanco y negro, vuelta hacia arriba, con la nariz afilada y la mirada fija y constante, nuestra señora del movimiento perpetuo…
—Tienes un aspecto espantoso —dijo Edward. Severo como se había mostrado la joven profesora detrás de su escritorio, así se mostró él en el restaurante mientras la miraba fijamente—. ¿Lo sabías? Estás consumida.
—Necesito dinero —le dijo ella—. Tengo que pedirte dinero prestado.
—No estás en situación de devolvérmelo.
—No. No lo estoy. Por lo menos ahora no. Pero cuando lo esté…
—Te has vuelto loca —dijo, y pidió para los dos crema de puerros, sopa de estragón y pescado. Y también vino blanco.
El camarero la miró con cara de extrañeza. Podía oír a Adele riéndose; tenía una risita inhumana, como cuando se le da cuerda a un reloj al revés.
—¿Dónde vives ahora? ¿En un vertedero?
No estaba dispuesta a decírselo; no iba a enseñárselo. Luego, después de la cena, a él le entraron ganas de follar, pero ella tampoco estaba dispuesta a aquello. Se cruzó de brazos y guardó silencio.
—¿De dónde has sacado todo esto? —le preguntó mientras apartaba las sábanas; al parecer no se sentía defraudado. Su erección parecía más pequeña, gruesa pero débil, como una serpiente desdentada, como un gusano. La temperatura era alta en la casa y el dormitorio estaba tan caliente como un corazón con palpitaciones. La gran cama seguía pareciendo un galeón; las sábanas y las cortinas eran de color cereza.
—Parece mentira todo lo que te entregas —dijo—, todo lo que sufres por tu arte… El ballet y el baile te importaban un bledo cuando te conocí. —Eso no es cierto, pensó ella, pero no se lo dijo. ¿Cómo iba a explicárselo? Naturalmente del ballet pasó a hablar de Adele—. Ni siquiera has leído su libro sobre Balanchine —dijo rascándose los testículos—. Si realmente te gustara el baile, lo leerías.
«Siempre fue un estúpido —advertía Adele en su libro—. Encuentra a tu príncipe…».
—Necesito el dinero ahora —le dijo—. Esta noche.
Y, para su sorpresa, él se lo dio, en ese momento y en efectivo. Qué rico debía de ser para dar tanto con tanta despreocupación. Se lo puso en las manos, le cerró los dedos sobre él y dijo:
—Ahora chúpamela. —De pie, desnudo, su polla empezó por fin a moverse—. Sí, eso es. Sé buena chica y chúpamela.
Ella no contestó.
—¿O prefieres quedarte sin dinero?
Los billetes estaban calientes, calientes como la habitación en que se encontraba, calientes como la mano que rodeaba la suya. En un solo movimiento levantó sus manos entrelazadas y alzó la suya, brusca y rápidamente, para golpearle en la barbilla con tal fuerza que él tuvo que abrir su mano y la suya quedó libre y dejó caer los billetes al suelo. Luego se fue precipitadamente, con los dedos doloridos y entumecidos a causa del frío que hacía en la calle.
Adele no dijo nada.
—¿Tienes…? —le preguntó uno de los jóvenes, agachado entre sus piernas. Ella estaba con las rodillas dobladas sobre el futón y la sábana arrugada. La colcha se había desteñido y ahora era color arena—. ¿Tienes condones? Es que yo no tengo.
—No —dijo ella—. Yo tampoco tengo.
Adelantó el labio inferior como un niño que se siente engañado y hace pucheros.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Bailar —dijo ella—. Podemos bailar.
Consiguió trabajo en una librería de segunda mano. Tenía un horario irregular, las horas que nadie quería, y cada hora, cada minuto, suponía una irritación, una comezón insoportable. Cogía libros de texto sobre medicina, novelas románticas, biografías de gente famosa, libros de bricolaje y en una ocasión incluso Balanchine y yo, que de inmediato metió en su mochila sin pensárselo dos veces. ¿Por qué no? El libro ya era suyo y éste era un ejemplar en mejor estado, la fotografía era más nítida y las páginas no estaban dobladas, blandas o rotas. También solía llevarse dinero que no debía a sabiendas de que era algo censurable, y aun así a veces cobraba de más por los libros, no mucho, un dólar de vez en cuando; se llevaba el dinero al bolsillo y se quedaba con las propinas. ¿Qué otra cosa podía hacer? El trabajo no le permitía pagar nada y le impedía hacer muchas cosas, le robaba un tiempo que necesitaba, que le era preciso tener: ninguna escuela o compañía le contrataría hasta que fuera lo suficientemente buena y profesional como para poder enseñar. Había dejado pasar demasiadas cosas, había perdido demasiado tiempo y ahora tenía que ponerse al día, recuperarse y seguir trabajando. Pero sólo disponía de un número limitado de horas al día; ya se levantaba a las seis para bailar antes de ir a la librería; luego, después de trabajar todo el día, iba a las discotecas para practicar el otro tipo de baile que, al tiempo que la agotaba, también la refrescaba, la renovaba y la animaba a bailar de nuevo, de modo que ¿qué otra cosa iba a hacer?
A veces (esto tampoco le gustaba, pero su vida estaba ahora llena de cosas que no le gustaban) dejaba que los jóvenes le compraran cosas: el desayuno, donuts, café para llevar que se bebía más tarde, café frío que se bebía en la fría calle cuando iba a trabajar a la librería… Hasta que se dieron cuenta de que robaba, nunca supo cómo, pero así fue y la despidieron, quedándose con el sueldo de la última semana para resarcirse de lo que había robado, de modo que aquella noche bailó como si le fuera la vida en ello, contorneando los brazos y sacudiendo la cabeza; tenía la sensación de que iba a dislocarse el cuello, que era lo que quería: que se le rompiera y su cabeza saliera volando, se estampara contra la pared, manchándola de rojo y gris, y quedara reducida al silencio. No hay ningún príncipe para ti… Nada, Adele no le decía nada, pese a que ella le preguntaba: «¿Qué harías tú? Dime, ¿qué harías tú? He de saberlo. Tengo que saber qué he de hacer». Luego, sola y jadeante junto al bar donde no podía permitirse pagar una cerveza, fue abordada no por uno de los jóvenes, no por un príncipe, sino por una persona distinta, un hombre mayor vestido de pantalón negro y chaqueta que le dijo que era una magnífica bailarina, que era realmente atractiva y que, si estaba interesada, tenía una proposición que hacerle.
—¿Desnuda?
—Son fiestas privadas —dijo él. Olor a cigarrillos mentolados y un sofá de cuero rojo sobre el que colgaba una serie de desnudos de Nagle—. No te tocarán jamás. Jamás. No consta en el contrato y no te voy a pagar para eso. A mí tampoco me pagan para eso. —La miró fijamente, como si ya estuviera desnuda—. ¿Llevas maquillaje alguna vez? Un poco de carmín no te sentaría mal. También podrías hacerte algo en el pelo.
—¿Cuánto? —preguntó, y él se lo dijo.
Silencio.
—¿Cuándo? —preguntó, y él también se lo dijo.
La música altísima… Llevó su propio magnetófono y un surtido de cintas, veintidós posibilidades, desde The Stripper hasta rock ligero, pasando por thrash. Podía bailar al ritmo de cualquier música y hacerlo desnuda no le importó tanto como se había temido. No le fue tan difícil como creía, pese a que al principio fue duro. Las vulgaridades que le dijeron… eran tan distintos de los jóvenes de las discotecas… La cosa cambiaba seguramente porque iba desnuda, pero luego no le pareció diferente o quizá se había olvidado de prestar atención, se había olvidado de todo excepto de la sensación que le producía la música, y esto no había cambiado, la música y el sudor y los músculos de su cuerpo, sus músculos de bailarina… Bailaba en cuatro fiestas cada noche y en seis si la noche era buena. Una noche bailó en diez, pero fue excesivo y estuvo a punto de caerse de la mesa y romperse un brazo. Con tanto trabajo no tenía tiempo para sí misma, para el baile de verdad, cuando estaba sola en la oscuridad; y el invierno al parecer iba a durar eternamente, siempre tenía las manos heladas; las ventanas de su salón estaban rotas y las tapó con cartones y cinta aislante con manos temblorosas, manos cada vez más delgadas. Quizá el problema era que tenía los dedos más largos, era difícil saberlo, con lo oscuro que estaba siempre, y sin embargo cabía la posibilidad de que hubiera perdido algo de peso, tres o cuatro kilos; en las fiestas la llamaban flaca o esmirriada, y le decían «Menea ese culo esmirriado que tienes, guapa» o «¿Dónde tienes las tetas?», pero ya no prestaba atención a nada, le daba igual; se había dado cuenta de que en lugares como aquél jamás encontraría a su príncipe, a su pareja, a la persona tenía que hacer suya. «Encuentra a tu príncipe», recordaba, y aunque Adele no se mostraba tan juiciosa últimamente, aunque le hablaba con menos frecuencia, ella seguía siendo la única que lo comprendía y el nuevo ejemplar que había adquirido de su libro había acabado destrozado como el anterior. Había leído entre líneas y, aunque Adele hablaba muy poco de su propia vida (al fin y al cabo se trataba de una biografía de Balanchine), parte de sus apreciaciones, de sus suposiciones y de los esfuerzos que había realizado acababan trasluciéndose y aclarándose en la relectura; es como yo, pensaba mientras leía y releía ciertos pasajes, ella sabe qué significa tener necesidad de bailar, qué significa tener que sacudirse la necesidad como si fuera un amante inoportuno o un príncipe, para luego buscarla de nuevo con las manos y el cuerpo destrozados, buscarla porque es lo único que necesitas: la diferencia entre el amor y el hambre. «Encuentra a tu príncipe», encuentra una pareja, porque nadie puede bailar eternamente a solas.
En aquel interminable invierno fue a diversas discotecas, locales en los que nunca había estado, calles que había evitado pero a las que tenía que ir porque no podía volver a las antiguas discotecas, donde había demasiados jóvenes cuyas caras y cuerpos conocía, jóvenes que jamás serían su príncipe. Algo le decía que tenía que darse prisa, pues el tiempo la quemaba y se escurría; era la voz de Adele la que tenía en la cabeza, retazos de su libro, frases murmuradas por su memoria tan a menudo que cobraban la fuerza de una oración, de un canto, el canto llano mutilado por las palpitaciones de su sangre en la cabeza mientras bailaba y bailaba y bailaba, y los jóvenes no se acercaban con tanta frecuencia o entusiasmo aunque su baile seguía siendo soberbio e incluso mejor que antes; a veces los sorprendía mirándole fijamente y abandonando la pista, entonces volvían la cabeza y apartaban la mirada; ¿acaso creían que no les había visto? Con los ojos cerrados seguía sabiéndolo, el cuerpo no engaña, pensaba. Sin embargo los que sí le hablaban, los que se acercaban eran diferentes ahora, se había producido un cambio fundamental.
—Oye. —No sonreía y mantenía la mano cautelosamente en la copa—. ¿Estás con alguien?
Estoy buscando a un príncipe, pensaba.
—No —decía con expresión de calma antes de volver de nuevo a su piso (era la única regla en cuyo cumplimiento insistía: ella no iba a sus casas) manteniendo el rigor de la visión: dejar que el cuerpo decida…
—¿Tienes un condón?
—No.
Y obtenía una y otra vez el mismo resultado, ni príncipe ni pareja; indiferente, se separaba de ellos deslizándose; a veces ni siquiera habían terminado, y ellos seguían meneándose con frustración, pero como ni siquiera le ofrecían la esperanza de un trato considerado, tampoco recibían consideración a cambio. Indiferente, los apartaba bruscamente, a empujones, y la mayoría se enfadaba, algunos amenazaron con pegarle y uno o dos lo hicieron, pero al final soltaban un juramento, se vestían, se iban y ella se quedaba sola. Por los diminutos agujeros del cartón se filtraba la luz y el serpentín del calefactor despedía un olor dulzón e inquietante, ella doblaba y flexionaba los pies y los dedos, de los que había desaparecido la carne para mostrar la extensión y la finura del tendón y la inalterable estructura del hueso.
Había dedicado un fin de semana entero a fiestas de asociaciones de estudiantes universitarios; en un lugar le habían arrojado cerveza y en otro le habían abucheado porque era demasiado delgada, de manera que le habían impedido bailar y la habían echado. Esto ocurría cada vez con mayor frecuencia. Quizá bailaba en dos fiestas durante una noche o en una. A veces no bailaba en ninguna. En el despacho de las láminas de Nagle le dijeron:
—¿Qué eres? ¿Una anoréxica o algo así? Yo no hago tratos con gente rara. No me dedico a ese negocio. Si quieres seguir bailando, más vale que comas lo suficiente.
Lo que él no comprendía, por supuesto, era algo que Adele sí comprendía perfectamente: que la carne no era necesaria. De hecho era un impedimento para moverse. Bastaba con ver la facilidad con que giraba ahora, su firme dominio del espacio y la distancia vertical: bailón lo llamaban los bailarines, esa cualidad aérea también llamada elevación. Estaba más unida al movimiento cuando tenía menos cuerpo que soportar. ¿Por qué había de sacrificar eso para satisfacer a aquellos estúpidos?
—Debes de pesar menos de cuarenta kilos.
Ella se encogió de hombros.
—En cualquier caso tienes suerte. Hay una fiesta la semana que viene. Se trata de una especie de despedida. El que la organiza ha visto tu foto en el book y te ha seleccionado. Te quiere a ti en concreto.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Quiere que vayas pronto. Quizá espera que le hagas un bailecito especial. De tocarte, nada; él ya lo sabe. Se trata de una especie de regalo para el invitado de honor, ¿comprendes? Tienes que estar allí antes de las ocho.
Le entregó una de las tarjetas en las que apuntaba los datos de los clientes: una dirección y un número de teléfono.
Era la dirección de Edward.
—Oye, necesito… necesito un condón o algo así. ¿Tienes uno?
—No.
—Oye, estás… estás, no sé, sangrando ahí abajo. ¿Tienes la regla o qué?
No respondió.
—Deberías haber aceptado el dinero —dijo Edward, observándola cuando entró. La biblioteca falsa, los libros sin leer, los estantes llenos de estúpidas ranas de cristal, guerreros enanos de jade y chicas con ojos de rubí—. Tienes peor aspecto incluso que la última vez que te vi, peor incluso que en esa fea Polaroid del book… Me figuro que no estarás trabajando mucho, ¿verdad? ¿Es ésta la idea que tienes del baile profesional?
Ella se encogió de hombros.
—¿Has dejado el ballet? —Él sirvió un vaso de vino. Luego también se encogió de hombros y sirvió otro—. Vamos, bébetelo. —Para eso había pagado. Para que hiciese lo que él quisiera. Parecía una asistenta o un paquete de entrega a domicilio. Una prostituta—. El hombre con el que hablé me dijo que no mantienes relaciones sexuales con tus clientes. ¿Es eso cierto?
—Bailo —dijo ella. La habitación tenía exactamente el mismo aspecto, el mismo tipo de luz, los mismos olores. En el dormitorio, en la cama, las sábanas serían rojas, brillantes y suaves—. Voy y bailo.
—Desnuda.
—Con una tanga.
—A ritmo de tango. ¿Puedes bailar eso? ¿Tiene buen ritmo? Por Dios… —exclamó cuando ella se quitó el abrigo—. Pero ¿has visto qué aspecto tienes? Tienes que ir al médico. Estás en los huesos.
—¿Hay una fiesta? —preguntó ella—. ¿O se trata de una invención tuya?
—No; hay una fiesta, pero no es aquí ni esta noche. Esta noche puedes bailar para mí. Si lo haces bien, te daré una propina. ¿Están permitidas las propinas? ¿O se suma a la cuenta?
Ella no contestó. Estaba pensando en Adele, imaginándosela en aquella casa, escogiendo la ropa de cama, escogiendo la cama en la que, según presumía Edward, los dos habían hecho el amor antes de la boda, antes incluso de que él y su hija, la hija de Adele, fueran novios formales. «La manera que tenía de mover el cuerpo —había dicho— era increíble».
—Háblame de Adele —le dijo con el escozor del vino en los labios y en las llagas que tenía dentro de la boca. En el vino, que era de un tono claro, había un hilillo de sangre—. ¿Cuándo la viste por última vez?
—¿A qué viene eso ahora?
—Dímelo —exigió ella.
Había sido allí, dijo él, ella estaba en la ciudad y habían quedado para cenar en un restaurante sueco. Sólo tenía cuatro o cinco mesas, era el secreto mejor guardado de la ciudad, pero, cómo no, ella lo sabía, ella siempre lo sabía todo.
—Después de cenar volvimos a casa —dijo—. Y nos acostamos en nuestra cama.
—¿Cuántos años tenía entonces?
—Pero ¿qué importa eso?
—¿Cuántos años tenía?
—¿Sabes? Viéndote ahora resulta difícil creer que haya llegado a tocarte alguna vez. Desde luego ahora no me gustaría hacerlo.
—¿Cuántos años tenía?
Se lo dijo, confirmando lo que ella ya sabía: cabía establecer un paralelismo, pues era parecido a lo que había entre ella y los jóvenes, los posibles príncipes; además allí, en uno de los estantes (¿cómo era posible que no se hubiera fijado en ella antes?) había una fotografía de Adele. Adele a los treinta años quizá, o quizá algo mayor, con su mirada severa por una vez relajada y transformada en la mirada de la auténtica Medusa, reina de un movimiento más antiguo, sinuoso y extático.
—Acábate el vino —dijo Edward. Su voz le sonó lejana, como la de Adele—. Acábate el vino y puedes marcharte.
¿Me marcho?, le preguntó a la fotografía de Adele. Ésta, sin mover los labios, le respondió: No, no debes irte. Eso es precisamente lo que no debes hacer. Inclinándose, sacó el libro, Balanchine y yo, del bolso donde llevaba las cintas de música; aquella noche llevaba su propia música, la susurrante voz de Adele en su cabeza.
—Echa una ojeada —le dijo a Edward casi sonriendo—. Echa una ojeada. —Y empezó a desnudarse, zapatos y medias, falda y blusa; se despojó de cada una de las prendas con la misma deliberación que si estuviera dando golpes.
—Estás enferma —repuso Edward. No quería mirarla—. Muy enferma. Tienes que ver a un médico.
—No necesito un médico.
Sin sujetador, sus senos planos parecían hojuelas deshinchadas y hacían pensar en los muertos de hambre que aparecen en televisión. Sin música, sin sonido, empezó a bailar, pero no como en las fiestas, ni siquiera como lo hacía a solas, sino de una manera diferente, más básica y descansada; bailaba jadeando, con sudor en la cara y el cuerpo, y Edward, que estaba de pie con el vaso en la mano, la miraba fijamente, no dejaba de mirarla. Ella le habló del príncipe, del príncipe y la pareja, de toda su búsqueda, de sus equivocaciones y sus extravíos. ¿Estaba hablando en voz alta? Luego, dirigiéndose a la fotografía de Adele, preguntó: ¿Lo sabe? ¿Puede aprender? ¿Lo entenderá alguna vez?
El cuerpo no engaña, le dijo Adele. Pero él está atrapado en su cuerpo. Siempre ha estado a nuestra disposición, a la mía y a la tuya. Está atrapado y necesita salir. Yo no conseguí ayudarle a salir, de modo que ahora eres tú quien debe hacerlo. Sácale.
—Sal de aquí —dijo él.
Su cuerpo giraba con una pierna en alto, a la altura del hombro; mira esos tendones, qué flexibles son, cómo se extienden. La diferencia entre el plomo y el aire, entre la carne y las plumas, entre el hambre y el amor…
—Ahora escúchame —dijo ella.
Escúchame ahora, pensó, y la pequeña fotografía de Adele se iluminó, floreció como si la luz surgiera de su interior, como si su corazón la iluminara, y con ambas manos cogió las figurillas de jade y cristal, las ranas y los soldados, y las arrojó al suelo, contra la pared, para destrozarlas y hacerlas añicos. Gritando, él intentó sujetarla, trató de cogerle las manos, trató de acompañarla en el baile, pero está atrapado, le dijo Adele, la fotografía iluminada; lo sé, respondió ella, cómo no voy a saberlo, y cuando él se acercó de nuevo, ella le golpeó violentamente con el talón, le dio una patada de karate en la entrepierna, un golpe que lo hizo caer, contraerse y acurrucarse en el suelo, encogerse como el gusano rojo de su polla en la base de sus testículos, como un gusano atrapado en la acera, encogiéndose de terror ante la ausencia de tierra.
El cuerpo no engaña, dijo Adele.
Edward respiraba con dificultad y emitía un sonido húmedo, lloroso. Ella le dio otra patada, más fuerte esta vez, una patada lenta y calculada. En pointe, dijo, mirando con una sonrisa a la fotografía y enganchando con un dedo la tanga al anguloso arco pelviano.
Kathe Koja es autora de las novelas Cipher, Bad Brains, Skin, Strange Angels y Kink. Sus relatos han aparecido también en muchas antologías. Vive en Detroit con su marido, el pintor Rick Lieder, y su hijo.