FALLO TÉCNICO
Hay personas que tienen un gran miedo a la muerte, pues no ven muy claro el asunto que sigue después. Por ello, si un día (y sobre todo si ese día fuera el último de nuestra existencia) alguien nos ofreciera una posibilidad de prolongar nuestra estancia en este mundo, es muy posible que, de no habernos ido las cosas extremadamente mal, lo aceptásemos.
Pero, ¿saben?, los contratos están llenos de letra menuda, y los que los redactan son muy aficionados a las trampas legales...
—Prendergast —dijo el Director de Departamento, secamente—. Hoy tenemos ese asunto del Contrato XB2823. Ocúpese del mismo, ¿quiere?
—Muy bien, señor.
Robert Finnerson estaba muriéndose. En dos o tres ocasiones anteriores, había estado bajo la impresión de que quizá estuviera muriéndose. Se había sentido aterrorizado, y absolutamente opuesto a la idea; pero esta vez era diferente: no estaba indignado, pues no le cabían dudas de que había llegado su momento. Y, no obstante, aún seguía oponiéndose; era bajo protestas como aceptaba la inminencia de aquella solución sin sentido.
De todas maneras, era absurdo morir a los sesenta años y, tal como él veía las cosas, aún sería más estúpido morir a los ochenta. Un esquema de cosas en el que la sabiduría adquirida al vivir era simplemente eliminada de aquella manera, era, para decirlo muy suavemente, verdaderamente ineficiente. ¿Qué significaba todo aquello? Que otra persona tendría que seguir el proceso de aprender todo lo que la vida había empleado sesenta años en enseñarle a él, para ser finalmente eliminada a su vez. No era extraño que la raza fuese tan lenta en llegar a alguna parte, si es que estaba llegando a alguna parte, considerando que tenía que seguir este sistema de diez pasos adelante y nueve hacia atrás.
Recostado sobre la almohada y esperando el fin en la silenciosa habitación en penumbras, todo el planteamiento de la existencia parecía sufrir alguna futilidad básica de concepción. Era un asunto al que algunos de esos ilustres científicos debiera prestar alguna atención... solo que, naturalmente, siempre estaban demasiado ocupados tonteando con asuntos mucho menos importantes; hasta que llegasen a su estado presente, cuando averiguarían que era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Como sus reflexiones habían estado girando sin método y, en diferentes ocasiones, por órbitas elípticas similares, no le resultó posible determinar en qué momento de las mismas se dio cuenta de que ya no estaba solo en la habitación. Simplemente, fue creciendo en él la sensación de que había alguien más allí, y giró la cabeza sobre la almohada para ver quién podía ser. El delgado hombre con aspecto de oficinista al que se halló contemplando le resultaba desconocido y, sin embargo, de alguna manera no le parecía sorprendente.
—¿Quién es usted? —le preguntó Robert Finnerson.
El hombre no le replicó inmediatamente. Parecía tener más o menos la misma edad de Robert, con un rostro amistoso, pero poco distinguido, y un cabello canoso que ya escaseaba. Su comportamiento era respetuoso, pero los ojos que contemplaban a Robert a través de unas sencillas gafas de aro dorado eran observadores.
—Le ruego que no se alarme, señor Finnerson —le solicitó.
—No estoy alarmado en lo más mínimo —le dijo testarudamente Robert—. Simplemente le pregunto quién es usted.
—Mi nombre es Prendergast... aunque, naturalmente, eso no importa...
—Nunca oí hablar de usted. ¿Qué es lo que quiere?
Prendergast le dijo modestamente:
—Mis patronos desearían presentarle una propuesta, señor Finnerson.
—Es ya demasiado tarde para propuestas —le respondió cortante Robert.
—Ah, sí, naturalmente, eso es cierto para la mayor parte de las propuestas, pero creo que esta puede interesarle.
—No veo cómo... De acuerdo, ¿cuál es?
—Bueno, señor Finnerson, nosotros... es decir, mis patronos, saben que usted... esto... está programado para finalizar el veinte de abril de 1963. Que, naturalmente, es mañana.
—Desde luego —dijo Robert con calma, y con la sensación de que debería haberse sentido más sorprendido de lo que estaba—, yo ya había llegado a una conclusión similar por mí mismo.
—De acuerdo, caballero —aceptó el otro—. Pero también poseemos la información de que usted se opone a esta... bueno... programación.
—¡Desde luego! —repitió el señor Finnerson—. ¡Cuán sutil es usted! Si eso es todo lo que tiene que decirme, señor Pendlebuss...
—Prendergast, caballero. No, esto es simplemente una forma en que hacerle saber que nos damos cuenta de la situación. También sabemos que es usted un hombre con una considerable fortuna personal; y, bueno, hay un viejo dicho acerca de que uno no puede llevársela consigo, señor Finnerson.
Robert Finnerson miró más atentamente a su visitante.
—¿Adonde quiere usted llegar? —dijo.
—Simplemente, señor Finnerson, que mi firma está en situación de poderle ofrecer una revisión de la programación... a cambio de unos ciertos emolumentos.
Robert estaba ya demasiado apartado de su estado normal como para que pudiera apreciar la poca probabilidad de aquella improbabilidad. No se le ocurrió interrogarse acerca de si sería posible. Dijo:
—¿Qué revisión?... ¿Y qué trato sería ese?
—Bueno, hay varias formas alternativas —le explicó Prendergast—. Pero la que le recomendamos que considere es nuestro Sistema de Reversión. Es nuestro trabajo más habitual, que originalmente fue creado a causa de la gran cantidad de gente que, en posición similar a la de usted, expresaba el deseo: «Si pudiera volver a vivir de nuevo mi vida».
—Ya veo —dijo Robert, y desde luego así era. El hecho de que hubiera leído en algún lugar acerca de los legendarios tratos de este tipo, ayudaba a paliar la irrealidad de la situación—. ¿Y cuál es el precio?
Prendergast permitió que fuera aparente un cierto matiz de desaprobación.
—El cambio —dijo, remarcando la palabra—, el cambio que ofrecemos en el caso de una Revisión es un pago a nuestra firma del setenta y cinco por ciento de su capital presente.
—¡Setenta y cinco por ciento! ¿Cuál es esa firma de que habla?
Prendergast negó con la cabeza.
—Usted no la conoce demasiado, pero es una empresa realmente antigua. Hemos tenido, y seguimos teniendo, gran cantidad de clientes notorios. En los viejos tiempos acostumbrábamos a trabajar sobre la base de... bueno, supongo que se le podría llamar un intercambio directo. Pero con el auge del comercio cambiamos de métodos. Hemos averiguado que es mucho más conveniente para nosotros el tener un capital que se pueda invertir en lugar de acumular almas... especialmente dado su bajo valor actual en el mercado. En todos los aspectos, es una gran mejora. Nos beneficiamos considerablemente, y a ustedes no les cuesta nada más que un dinero que, de todas maneras, van a perder... y siguen ustedes pudiendo decir que su alma es suya... al menos, dentro de lo que permite la ley de cada país. Sus herederos se mostrarán un tanto molestos, eso es todo.
Esto último no era un problema que preocupase a Robert.
—Mis herederos están ahora dando vueltas alrededor de esta casa, como buitres —dijo—. No me importa en lo más mínimo que se sientan desilusionados. Entremos en detalles, señor Snodgrass.
—Prendergast —dijo su visitante, con mucha paciencia—. Bueno, el método acostumbrado de pago es...
Fue un antojo, o lo que parecía ser un antojo, lo que llevó al señor Finnerson a visitar Sands Square. Habían pasado muchos años desde que había estado allí por última vez, y aunque la idea de volverla a visitar había surgido en él de vez en cuando, nunca le había parecido tener tiempo bastante. Pero ahora, en la convalecencia que seguía a la extraordinaria, o casi diríamos mejor milagrosa recuperación que había desilusionado tanto a sus parientes, se encontró por primera vez en muchos años con una abundancia de tiempo libre en sus manos.
Despidió al taxi en la esquina de la plaza, y se quedó durante algunos minutos contemplando la escena con una mezcla de sensaciones. Era al mismo tiempo más pequeña y menos acogedora de lo que recordaba. Más pequeña, en parte porque la mayoría de las cosas parecían más pequeñas cuando uno las volvía a visitar al cabo de un período de varios años, y en parte porque la totalidad del lado sur, incluyendo la casa que había sido su hogar, estaba ocupada ahora por un tremendo bloque de oficinas; y menos acogedora porque el nuevo bloque enfatizaba la decrepitud de aquellas casas georgianas que habían sobrevivido a las bombas y que por consiguiente tenían que superar su previsto período de existencia en veinte o treinta años.
Pero si la mayor parte de las cosas se habían hecho más pequeñas, los árboles, ahora cubiertos de hojas, habían crecido considerablemente, pareciendo cubrir el cielo con sus ramas, aunque hubiera un menor número de ellos. Un cambio eran las brillantes hileras de tulipanes en bien cuidados parterres donde antes no había crecido más que laurel, de aspecto decrépito. Y el mayor cambio de todos era que el jardín ya no estaba reservado a los residentes, pues la verja de hierro, que durante tanto tiempo había sido empleada para proteger este privilegio, había sido enviada al chatarrero en 1941, y nunca había sido reemplazada.
En un estado rememorativo, y con un rastro de melancolía, el señor Finnerson cruzó la calle y comenzó a pasear de nuevo a lo largo de los senderos que en otro tiempo le fueron tan familiares. Le complacía, y al mismo tiempo le entristecía, el descubrir la semioculta caseta del jardinero, que tenía el mismo aspecto que hacía cincuenta años. Le molestaba el fijarse en la ausencia del asiento circular que antes rodeaba el tronco de un árbol familiar. Siguió vagando, notando esto y recordando aquello, pero en general recordando demasiado y comenzando a lamentar el haber venido. El jardín era placentero, parecía más cuidado que antes, pero a él le resultaba demasiado lleno de fantasmas. Por encima de todo había la tristeza de la gloria perdida, con la decrepitud a su alrededor.
En el lado este, sobrevivía un montículo bien recordado. Se acordó, mientras caminaba lentamente hacia su cima, que se decía, aunque fuera poco probable la certidumbre de ello, que era el último fragmento de las defensas que Londres había preparado contra la amenaza de un ataque monárquico.
En el círculo de matorrales que lo coronaba se hallaba un duro asiento, aislado. Sintió el deseo de ocultarse en aquel punto, como le había gustado ocultarse hacía medio siglo. Con su pañuelo, sacudió los excrementos de paloma y las otras suciedades. La sensación de alivio que notó en el relajarse al sentarse le hizo preguntarse si no habría estado sobrevalorando su recuperación. Se sentía inusitadamente cansado...
La paz fue destruida por la insistente voz de una muchacha.
—¡Bobby! —llamaba—. ¡Señorito Bobby! ¿Dónde está usted?
El señor Finnerson estaba irritado. La voz le molestaba. Trató de no hacer caso cuando llamó de nuevo.
Entonces, apareció una cabeza sobre los matorrales que le rodeaban. El rostro era de una muchacha. Encima del mismo llevaba un sombrero de paja color azul oscuro con una cinta de marinero atada con un lazo sobre la mejilla izquierda. Era un rostro hermoso, aunque en aquel momento presentaba un ceño profesional.
—Oh, ahí está, niño malvado. ¿Por qué no me contestó cuando le llamé?
El señor Finnerson miró hacia atrás para hallar al niño al cual se dirigía. No había nadie. Mientras se giraba se dio cuenta de que había desaparecido el asiento. Estaba sentado en el suelo, y los matorrales parecían más altos de lo que había pensado.
—Venga ya. Llegará tarde al té —añadió la chica. Parecía estar mirando al mismo señor Finnerson.
Bajó la vista, y se sintió muy asombrado. Su mirada, en lugar de encontrarse con unos pantalones a rayas, descansaba sobre unos pantaloncitos cortos de sarga azul, rodillas huesudas, calcetines blancos y zapatos infantiles. Movió su pie y el que se hallaba dentro de aquel zapato infantil le respondió. Olvidando todo lo demás ante este descubrimiento, se siguió mirando, y vio que vestía una chaquetita de marinero con grandes botones metálicos. Y al mismo tiempo comprobó que estaba viéndolo todo bajo el ala curvada de un sombrero amarillo de paja.
La muchacha tenía un tono de impaciencia en la voz. Avanzó por entre los matorrales y dejó ver su grácil figura envuelta en una larga capa color azul marino. Se inclinó. Una mano, que recatadamente venía cubierta en la muñeca por un puño almidonado, emergió entre los pliegues de la capa y se aferró a su antebrazo. Fue obligado a ponerse en pie.
—Vamos ya —repitió ella—. No sé lo que le pasa esta tarde.
Atravesados los matorrales, lo asió por la mano, y llamó de nuevo:
—Bárbara, venga.
Robert trató de no mirar. Algo en su interior siempre lloraba como si le hubieran hecho daño cada vez que miraba a Bárbara. Pero, a pesar de su decisión, su cabeza giró. Vio a una pequeña figura, ataviada con un delantal blanco, que volvía la cabeza, y luego venía corriendo por sobre la hierba, como si se tratase de una muñeca de gran tamaño. La miró. Casi se había olvidado de que en otro tiempo ella era así: tan capaz de correr como cualquier otro niño, olvidando también qué hermosa y alegre cosilla había sido.
Era desde luego el sueño más verídico que jamás hubiera tenido. Nada en él estaba distorsionado o resultaba absurdo. Las casas rodeaban la silenciosa plaza con un aire de respetabilidad. En los cuatro costados seguían el mismo modelo, variando únicamente unas de otras por los colores de la pintura de primavera que la mayor parte de ellas habían recibido. Los diversos sonidos de la vida que le rodeaban también eran de un tipo que había olvidado: nada de gemidos crecientes de los cambios de marcha, nada de acelerones de motores, nada de chirridos de neumáticos; en lugar de esto, un sonido totalmente diferentes mezcla de numerosos ruidos de cascos de caballos, débiles o fuertes, y el chirrido y traqueteo de los carros. Entre ellos se oía el tintinear de cadenas y atalajes, mientras que en algún punto de una calle cercana una tiorba tocaba una tonadilla en otro tiempo familiar. Los parterres de tulipanes habían desaparecido, el asiento de madera rodeaba al viejo árbol como antes, la verja de puntas de lanza se alzaba tal como la recordaba, preservando hoscamente la intimidad del jardín. Le habría gustado hacer una pausa para saborear de nuevo todo aquello, pero no se lo permitieron.
—No se haga el remolón —le regañó la voz desde arriba—. Ya llegamos tarde a su té, y eso no está bien.
Hubo una pausa mientras abría la puerta de la verja y los dejaba salir, luego, llevándolos de la mano, cruzaron la calle hacia una familiar puerta delantera, magnífica en su brillante pintura verde reciente y su picaporte de bronce. Era un tanto desconcertante el averiguar que entraban por los escalones hacia el sótano y no a través del impresionante portal.
En el cuarto de los niños todo era tal como antes, y miró a su alrededor, recordando.
—No hay tiempo para embobarse, si quiere usted tomar su té —dijo la voz desde encima.
Fue a la mesa, pero continuó mirando alrededor, reconociendo a viejos amigos. El caballo balancín al que le faltaba el belfo inferior, la alta protección frente a la chimenea, y la alfombra situada delante de ella. Los tres barrotes que cruzaban la ventana. La procesión de animales domésticos en las caras de los grandes dados. La lámpara de gas que ronroneaba suavemente sobre la mesa. Un calendario que mostraba a un grupo de tres gatitos muy peludos, y debajo, en rojo y negro, el mes: mayo de 1910. ¿1910?, reflexionó. Eso quería decir que tenía siete años.
Al final de la comida... una comida bastante insípida quizá, pero indudablemente saludable, Bárbara preguntó:
—¿Vamos a ver ahora a mamá?
La enfermera agitó la cabeza.
—Aún no. Ha salido; y también su papá. Supongo que vendrán a verles cuando regresen... si se portan ustedes bien.
Todo aquello le resultaba extrañamente claro y detallado: el baño, el meterlos en cama. Recuerdos olvidados volvían a él con una extraordinaria realidad que le asombraba. La enfermera se detuvo en una ocasión en su tarea para contemplarlo inquisitivamente y decir:
—Bueno, está usted muy callado esta noche, ¿no? Espero que no se esté poniendo enfermo o algo así.
Y no hubo tampoco un difuminarse de las vívidas impresiones cuando se halló dentro de la cama con solo la parpadeante luz nocturna que mostraba los contornos de la familiar habitación. El sueño estaba durando ya mucho tiempo... pero en los sueños puede ocurrir esto, puede incluirse toda una secuencia en algunos segundos. Quizá aquella fuera una forma especial de sueño, una especie de gran final mientras estaba sentado allá en el jardín en aquel asiento; quizá fuera parte del proceso de la muerte: aquello a lo que la gente se refería cuando decía: «toda su vida pasó ante sus ojos», solo que era un pasar terriblemente lento. Posiblemente se debía a que se había excedido en su paseo: después de todo, aún seguía siendo un convaleciente...
En aquel momento pensó en aquel hombrecillo de aspecto burocrático, Pendlealgo... no, Prendergast, y el pensamiento le llegó con tal fuerza abrupta que se sentó en la cama, mirando locamente a su alrededor. Se dio un pellizco: la gente siempre hacía esto para asegurarse que estaba despierta, aunque nunca había comprendido por qué no iban a estar soñando que se pellizcaban... Desde luego, parecía estar despierto. Saltó de la cama y se quedó en pie, mirando a su alrededor. El suelo era duro y sólido bajo sus pies, el frío del aire bastante perceptible, la respiración regular de Bárbara, dormida en su cuna, perfectamente audible. Tras unos momentos de asombro, se metió de nuevo, lentamente, en la cama.
Gentes que desean: «Si pudiera vivir mi vida de nuevo». Aquello era lo que había dicho ese tipo Prendergast...
Ridículo... totalmente absurdo, por supuesto. Y, además, la vida no comenzaba a los siete años de edad... cosas así no podían suceder, iban contra todas las leyes de la naturaleza... y, sin embargo, supongamos... simplemente supongamos... que en una ocasión, en una posibilidad entre muchos millones...
Bobby Finnerson se quedó quieto, contemplando en silencio el increíble panorama de posibilidades. Las cosas le habían ido bastante bien la última vez, simplemente a través de su percepción inteligente, pero ahora, armado con el conocimiento previo, ¡a qué cosas no iba a llegar! Sabiendo por anticipado la próxima aparición de la radio, de los plásticos, de los productos sintéticos de todo tipo, con la advertencia previa de las guerras que iban a venir, del boom que seguiría a la primera... y de la crisis de 1929. Conocedor de las tendencias. Conociendo las armas de la segunda guerra mundial antes de que llegasen, dispuesto para el advenimiento de la era atómica. Recordando infinidad de fragmentos de información útil, adquiridos de una forma deslavazada en cincuenta años... ¿dónde estaba la trampa? Inquieto, estuvo seguro de que debía haber una trampa en algún sitio: algo que le impidiera comunicar su conocimiento útil. Uno no podía desorganizar la historia, pero ¿qué era lo que le podía prevenir de contar, digamos, a los norteamericanos lo de Pearl Harbour, o a los franceses los planes alemanes? Debía haber algo que impidiese eso, pero, ¿qué era?
Había una teoría que había leído en algún sitio... ¿algo acerca de universos paralelos...?
No. Simplemente no había explicación para todo aquello; a pesar de la aparente realidad; a pesar de que se pellizcase a sí mismo, era un sueño... un simple sueño... ¿o no?
Algunas horas más tarde, crujió una madera del suelo. La puerta, suavemente abierta, dejó entrar una rendija de brillante luz del pasillo, y luego la cortó. Quedándose muy quieto y pretendiendo dormir, oyó como unos pasos cuidadosos se aproximaban. Abrió los ojos para ver como su madre se inclinaba hacia él. Durante unos momentos la miró, incrédulo. Parecía muy hermosa en su traje de noche, con los ojos brillantes. Fue con asombro que se dio cuenta de que apenas si era una muchachita. Ella le miró fijamente, con una suave sonrisa. Alzó una mano para tocarle la suave mejilla. Luego, como con un relámpago, le llegó el recuerdo de lo que le iba a pasar a su madre. Se atragantó.
Ella se inclinó y lo abrazó, hablando en voz baja para no molestar a Bárbara:
—Vamos, vamos, Bobby, cariñito mío, no hay nada de qué llorar. ¿Te he asustado al despertarte? ¿Has tenido un sueño horrible?
Él se sorbió la nariz, pero no dijo nada.
—No te importe, cariño. ¿Sabes?, los sueños no puede hacer daño. Olvídalo ya, y vuélvete a dormir.
Lo arropó, besándole suavemente, y se volvió hacia la cuna en donde Bárbara dormía tranquila. Un minuto más tarde se hubo ido.
Bobby Finnerson se quedó silencioso pero despierto, mirando al techo, asombrándose y, tentativamente, planeando.
La siguiente mañana, siendo sábado, llevaba consigo la formalidad de ir a la sala de estar a pedir la asignación de uno. Bobby se sintió un tanto asombrado al ver a su padre. No simplemente por la absurda apariencia del alto y estrangulante cuello y la chaqueta abrochada hasta muy arriba y de feas solapas, sino por su falta de distinción; parecía un joven mucho más ordinario de lo que él recordaba. También estaba allí tío George, aparentemente invitado a pasar el fin de semana. Saludó alegremente a Bobby:
—Hola, jovencito. Por Júpiter que has crecido desde la última vez que te vi. No pasará mucho antes de que nos estés ayudando en el negocio, si sigues este ritmo. ¿Qué te parecería eso?
Bobby no le contestó. Uno no podía decir: «Eso no sucederá porque mi padre va a morir en la guerra, y tú vas a arruinar el negocio con tu estupidez», así que le devolvió la sonrisa de una forma vaga al tío George, y no dijo nada en absoluto.
—¿Vas ya a la escuela? —añadió su tío.
Bobby se preguntó si iría. Su padre vino al rescate.
—Hasta ahora, solo va a un jardín de infancia por las mañanas —dijo.
—¿Qué es lo que te enseñan? ¿Sabes los reyes de Inglaterra? —persistió tío George.
—No le hagas preguntas difíciles, George —protestó el padre de Bobby—. ¿Los sabías tú cuando tenías solo siete años... o acaso los sabes ahora?
—Bueno, de todas maneras, sí debe saber quién es el rey que ahora tenemos, ¿no es así, muchachote? —preguntó tío George.
Bobby dudó. Tenía la fea impresión de que debía haber algo oculto en aquella pregunta, pero tenía que correr el albur.
—Eduardo VII —dijo, y pronto supo por sus rostros que se había equivocado—. Quiero decir Jorge V —corrigió rápidamente.
El tío George asintió.
—Aún suena raro, ¿no es así? Supongo que pronto comenzarán a poner G. R. en las cosas en lugar de E.R.
Bobby salió de la habitación con sus seis peniques del sábado, y la sensación de que iba a ser menos fácil de lo que había supuesto el representar correctamente su papel.
Tenía la determinación autoprotectora de no revelarse hasta que estuviera muy seguro del terreno que pisaba, particularmente hasta tener algún tipo de respuesta a su pregunta que más le dejaba perplejo: aquel conocimiento que tenía de las cosas, ¿era de cosas que debían suceder, o de cosas que podían suceder? Si únicamente era lo primero, entonces se vería limitado a un papel similar al de Casandra; pero si era el segundo, entonces las posibilidades eran... Bueno, ¿había límite para ellas?
Por la tarde iban a jugar al jardín de la plaza. Salieron de la casa por la puerta del sótano, y ayudó a la pequeña Bárbara a realizar la laboriosa tarea de subir los escalones mientras la enfermera le decía unas palabras a la cocinera. Caminaron a través de la acera y se quedaron esperando en el bordillo. La calle estaba vacía excepto por el carro de altas ruedas de un carnicero que se acercaba rápidamente hacia ellos. Bobby lo miró, y repentinamente toda la horrible escena saltó de nuevo a su memoria, como una fotografía muy definida.
Aferró el brazo de su hermanita, arrastrándola de vuelta hacia la verja. En aquel mismo momento vio como el caballo se encabritaba y comenzaba a galopar. Bárbara tropezó y cayó mientras giraba hacia ellos. Con un tremendo esfuerzo, tiró de ella a través de la acera. En la puerta de la verja también tropezó, pero no la dejó ir de la mano. En alguna forma, la hizo caer a través de la puerta tras él, y juntos rodaron escalones abajo. Un segundo más tarde se oyó un estrépito de patear incontrolado de cascos encima de ellos.
El cubo de una rueda rozó la verja y delgados y brillantes radios de la rueda saltaron en todas direcciones. Un único grito desesperado surgió de los labios del conductor mientras era lanzado de su asiento, y luego el caballo se alejó con los restos del carro golpeando y resonando tras él, mientras la calle quedaba sembrada de trozos de carne.
Hubo una cierta reprimenda, que Bobby recibió filosóficamente y perdonó porque tanto la enfermera como los demás estaban bastante asustados. Su silencio cubría un febril trabajo mental. Ellos no sabían, como él, lo que debía haber pasado. Él sabía cómo la pequeña Bárbara debía haber estado tendida en el pavimento, chillando por el dolor de un pie tan aplastado que la iba a dejar lisiada, envenenando de esta manera el resto de su vida. Pero, en lugar de ello, estaba simplemente aullando de una forma muy saludable por la sorpresa y algunos coscorrones.
Allí estaba la respuesta a una de sus preguntas, y se sintió algo estremecido cuando la supo.
Atribuyeron su subsiguiente «melancolía» al shock producido por su escapatoria por los pelos, e hicieron todo lo que pudieron para sacarle de ella. No obstante, aún seguía así a la hora de dormir, pues cuanto más estudiaba la situación más perpleja se tornaba.
Entre otras cosas, se le acababa de ocurrir que únicamente podía interferir en una ocasión en la vida de una persona. Ahora, por ejemplo, al salvar a Bárbara de aquella herida que la iba a lisiar, había alterado totalmente su futuro: ya no había posibilidad de que interfiriese de nuevo con los planes del destino para con ella gracias a su conocimiento previo, pues ahora no tenía ni idea de lo que sería su nuevo futuro...
Esto le llevó a reconsiderar el problema del futuro de su padre. Si de alguna manera lograse que no se hallara en aquel lugar especial de Francia cuando un proyectil de artillería cayese sobre él, quizá no muriese, y, si esto no ocurría, entonces nunca surgiría el problema de impedir que su madre llevase a cabo aquel desastroso segundo matrimonio. Ni quedaría el tío George solo para arruinar el negocio, y si el negocio no se arruinaba, las circunstancias de toda la familia serían diferentes. Probablemente lo enviarían a una escuela más cara, y así iniciaría una trayectoria totalmente diferente, etcétera, etcétera.
Bobby dio vueltas en la cama sin poder dormir. Aquello no iba a ser tan fácil como había pensado... no iba a ser nada fácil.
Si su padre seguía con vida, habría una diferencia en cada punto en que tocase las vidas de los demás, interferencia que se iría ampliando como una serie de círculos en un estanque. Quizá no afectase a las cosas grandes, a los puntos sólidos de la historia... pero otras cosas si podrían afectarlos. Supongamos, por ejemplo, que se diera previo aviso de un cierto asesinato que iba a ser intentado algo más tarde en Sarajevo...
Resultaba claro que uno debía permanecer muy alejado de las grandes cosas. Uno debía fluir tanto como le fuera posible con el curso previo de los acontecimientos, aprovechándose de ellos, pero teniendo mucho cuidado en variarlos lo menos posible. Sería difícil... realmente difícil...
—Prendergast, tenemos una queja. Una queja seria acerca de XB2823 —anunció el Director de Departamento.
—Lamento oír eso, señor. Estoy seguro...
—No es culpa suya. Han sido los tipos esos de Psiquiatría de nuevo. Hágame el favor de ir a verlos y darles una buena bronca por no hacer una limpieza adecuada. Dígales que ese tipo ya ha dislocado todo un ganglio de vida... y que tenemos mucha suerte de que solo sea un ganglio sin importancia. Será mejor que se pongan al trabajo rápidamente.
—Muy bien, señor. Me ocuparé de eso de inmediato.
Bobby Finnerson se alzó, bostezó, y se sentó en la cama. En un rincón de su mente tenía la sensación de que aquel era un día algo especial, como el cumpleaños o navidades, solo que realmente no era nada de eso. Pero era un día en que había pensado en realizar algo muy especial... que ahora no lograba recordar. Miró alrededor por la habitación, y a la luz del sol que entraba por la ventana; nada sugería que hubiera algo especial. Sus ojos cayeron sobre la cuna en la que Bárbara seguía durmiendo pacíficamente. Salió silenciosamente de la cama y cruzó la habitación. Aviesamente, tendió la mano para dar un tirón a la cabellera que se hallaba sobre la almohada.
Le parecía una forma tan buena como cualquier otra de comenzar aquel día.
De tiempo en tiempo, a medida que se hacía mayor, volvió a sentir aquella sensación de que había algo especial. Pero jamás pudo hallar una verdadera explicación para la misma. De alguna manera, parecía unido a una sensación, que le venía repentinamente, de que ya había estado en cierto lugar antes, de que de alguna manera ya había sabido aquello con anterioridad... aunque eso no era posible. Como si la vida fuera algo menos obvia y lineal de lo que parecía. Y también tenía sensaciones similares, destellos de familiaridad con algo que estaba haciendo, una sensación que notaba a veces, digamos durante una conversación, de que le resultaba familiar, como si ya hubiera sucedido antes...
No fue un fenómeno confinado a sus años juveniles. Tanto durante sus primeros años de madurez como posteriormente, le sucedía inesperadamente en ciertas ocasiones. Le dijeron que se trataba de un truco de la mente. Y también le dijeron que ni siquiera era una cosa fuera de lo común.
—Prendergast, veo que el contrato XB2823 debe ser renovado otra vez.
—Sí, señor.
—Recuerdo que la última vez hubo algunos problemas técnicos. Valdría la pena que se lo recordase previamente al Departamento de Psiquiatría.
—Muy bien, señor.
Robert Finnerson estaba muriéndose. En dos o tres ocasiones anteriores, había estado bajo la impresión de que quizá estuviera muriéndose. Se había sentido aterrorizado...
Título original:
TECHNICAL SLIP