UNOS PASOS DETRÁS DE ÉL
John Wyndham se dedicó también a escribir, además de verdadera SF, relatos de la más pura fantasía. Y, su tratamiento fue en ocasiones cómico (como puede verse en el relato Cuestión de confianza, publicado en N. D. n.° 13) o trágico, como podrán comprobar en el cuento que les ofrecemos a continuación.
—No deberías haberlo matado —dijo con resentimiento Smudger—. ¿Por qué diablos hiciste un disparate así?
Spotty se volvió para mirar la casa: un espectro negro sobre el cielo nocturno. Se estremeció.
—Era cuestión de él o yo —murmuró—. No lo habría hecho si no se me hubiera echado encima, y ni aun entonces, si se hubiera acercado de un modo normal.
—¿Qué quieres decir con eso de normal?
—Como las demás personas. Pero era raro... No era... En fin, creo que era un loco..., un loco peligroso.
—Lo único necesario era darle un golpecito para dejarlo aturdido —insistió Smudger—. No había por qué partirle la cabeza.
—Tú lo viste. Te digo que no se portaba como un ser humano —Spotty se estremeció de nuevo, al recordarlo, y se inclinó para frotarse suavemente la pantorrilla de su pierna izquierda.
El hombre había entrado en la habitación mientras Spotty revisaba rápidamente el contenido de un cajón. No había hecho ruido alguno. Fue una simple sensación de alerta lo que impulsó a Spotty a dar la vuelta y verlo allí. Le bastó sólo la primera mirada para comprender que había en él algo raro. La expresión de su cara, su actitud, eran extrañas. Con su pijama color crema, podría haber pasado por un ciudadano vulgar, despertado en mitad del sueño, y demasiado inquieto para perder tiempo en ponerse una bata y las zapatillas. Pero no era así. Un ciudadano vulgar habría mostrado nerviosidad, o por lo menos cautela; lo más probable era que hubiese tomado algo para emplearlo como arma. Aquel hombre estaba allí, agazapado, con los brazos ligeramente levantados, como si se dispusiera a saltar.
Cualquier ciudadano que distendiera los labios como aquel hombre, relamiéndoselos con ansia, debería de ser alguien que mejor estaría encerrado en una celda. Claro está que la profesión de Spotty le había fortalecido los nervios; pero el aspecto de aquel hombre se los alteró. A nadie le gusta descubrir un ladrón en su casa. Y además, no cabía duda de que aquella víctima miraba a Spotty con satisfacción; una satisfacción malévola y desagradable, como la de un zorro a la vista de una gallina suculenta. A Spotty no le gustó el aspecto del hombre, y por eso sacó la barra de metal que llevaba siempre para las emergencias.
Lejos de mostrarse alarmado, el hombre avanzó un paso más, y se irguió, girando sobre las puntas de los pies, como un luchador.
—No se acerque a mí, amigo —dijo Spotty, blandiendo la barra de plomo en señal de aviso.
O el hombre no lo oyó... o sus palabras no le interesaban. Con su cara, larga y delgada, hizo una mueca de fiera. Se acercó un poco más. Spotty retrocedió lentamente hasta el borde del escritorio.
—No quiero líos. Así que no se acerque a mí —repitió.
El hombre se agachó de nuevo. Spotty lo miró entornando los ojos, observó una gran contracción en los músculos del hombre y se previno un instante antes del ataque.
El hombre se le echó encima de un salto, simplemente, como un animal.
A mitad del salto se encontró con la bota de Spotty, alzada de repente, que lo golpeó en el cuerpo y lo derribó. Cayó en el suelo, doblado por la cintura, llevándose una mano al vientre. Con la otra mano, con sus dedos engarfiados como garras, amenazaba a Spotty. Al mismo tiempo, sacudía la cabeza, mostrando unos dientes curiosamente agudos y separados, como los de un perro dispuesto a morder.
Spotty sabía, tan bien como Smudger, que lo único que necesitaba era un golpecito para aturdirlo. Iba a administrárselo con habilidad profesional cuando el hombre, retorciéndose de un modo extraordinario, consiguió hincar los dientes en la pierna de Spotty. El dolor fortísimo e inesperado fue lo suficiente para estropear la puntería de Spotty y quitarle toda eficacia al golpe. Por eso tuvo que golpearlo de nuevo, más fuerte esta vez...; demasiado fuerte. Y, aún entonces, casi tuvo que meterle la mano en la boca para soltarle los dientes hincados en su pierna.
Pero la causa principal de la inquietud de Spotty no era el dolor de la pierna..., ni siquiera el hecho de que había matado a un hombre, sino la clase de hombre que había matado.
—Era como un animal —dijo, y el recuerdo lo inundó de sudor—; como una fiera salvaje. ¡Y qué aspecto tenía! ¡Qué ojos, Dios mío! ¡No era humano!
Aquel aspecto del asunto interesaba poco a Smudger. No había visto al hombre hasta después de muerto, cuando era igual a cualquier otro cadáver. Su preocupación actual era que un simple asalto se hubiera convertido en asesinato: un modo de obrar que, hasta entonces, siempre había evitado.
El asunto le había parecido muy sencillo; no debería haber ofrecido inconveniente alguno. Un hombre que vivía solo en una casa grande... un hombre bastante raro. Los viernes, los domingos y, a veces, los miércoles, había en la casa reuniones a las que acudían unas veinte personas, que no se iban hasta la madrugada. La información se la había dado a Smudger su hermana, que a su vez se había enterado por la mujer que limpiaba la casa. La mujer hablaba mucho de lo que ocurría en esas reuniones, pero sin especificarlo. Pero desde el punto de vista de Smudger, lo único importante era que, en las otras noches, el hombre se quedaba solo en la casa.
Al parecer, era comerciante. La gente le llevaba a la casa curiosidades y objetos diversos, para vendérselos. Lo que más le interesó a Smudger fue saber que los pagaba bien y con dinero contante y sonante. Eso era importantísimo; tanto que, a su lado, la mala reputación de la casa, sus extraños muebles, y los rumores de las cosas raras que ocurrían en ella, carecían de importancia. Lo único digno de atención eran los hechos de que el hombre vivía solo y tenía en su poder objetos valiosos.
Smudger creyó al principio que sería un trabajo para un hombre solo y que, con un poco más de información, podría hacerlo él, sin ayuda de nadie. Había descubierto que el hombre tenía teléfono, pero no perro. Estaba casi seguro de cuál era la habitación donde guardaba el dinero. Desgraciadamente, la fuente de información de su hermana era limitada. No sabía si el hombre tenía alarmas contra ladrones a precauciones similares y como desconfiaba de la mujer de la limpieza, no se decidió a entrar en la casa con cualquier subterfugio, para hacer una investigación preliminar. Por eso se asoció con Spotty, conviniendo en darle el cincuenta por ciento de lo que obtuvieran.
La repugnancia con que dio aquel paso se había convertido ahora en sincero pesar; no solamente porque Spotty había cometido la tontería de matar al hombre, sino porque, tal y como habían salido las cosas, el propio Smudger podría haberse quedado con el ciento por ciento del botín... y no habría hecho el disparate de matar al hombre, si lo hubiera descubierto.
El maletín que llevaba estaba ahora completamente lleno de billetes, además de una serie de objetos de oro y plata, a los que probablemente se les podría seguir muy bien la pista, pero que resultarían útiles fundiéndolos. Lo irritaba el pensar que todo el botín podría haber sido suyo, y no simplemente la mitad.
Los dos socios permanecieron unos momentos entre los arbustos, escuchando. Satisfechos por fin, salieron por un agujero del cerco, y avanzaron cautelosamente a lo largo del campo cercano, protegidos por la sombra.
La principal sensación de Spotty era de alivio por haber salido de la casa. No le había gustado el lugar desde el momento en que entró. Antes que nada, los muebles eran distintos de todos los que conocía. Ídolos desagradables o figuras talladas de tipos diversos aparecían en lugares inesperados, surgiendo de repente de la oscuridad, iluminadas por los rayos de luz de su linterna, haciéndole espantosas muecas. Había cuadros y tapices macabros y asquerosos. Spotty no era particularmente sensible; pero le parecieron muy poco apropiados para adornar con ellos su propia casa.
La misma cualidad se extendía a objetos más prácticos. Las patas de una gran mesa de nogal estaban talladas en forma de místicos monstruos de aspecto repulsivo. Los dos cuencos que había sobre la mesa eran dos pulidas calaveras humanas, o unas imitaciones extraordinariamente buenas. Spotty no se imaginaba por qué razón había en una de las piezas un crucifijo cabeza abajo y, bajo él, en un estante, una fila de candeleros con nueve velas negras..., y a ambos lados dos cuadros de una indecencia tan repugnante que casi lo dejó sin aliento. Todas aquellas cosas se habían combinado para hacerle perder casi por completo su serenidad habitual.
Pero aunque ahora había salido del lugar, no se sentía del todo libre de su influencia, ni volvería a sentirse tranquilo hasta que él y su socio se hallaran en el auto y a varias millas de distancia de allí.
Después de bordear varios sembrados, salieron a la blanca y polvorienta carretera donde habían dejado el auto. La examinaron cuidadosamente. El cielo se había limpiado ya de nubes y a la luz de la luna vieron que el camino estaba desierto en ambas direcciones. Spotty se abrió paso a través del cerco, saltó la cuneta y se encontró en la carretera, en medio de un profundo silencio, roto sólo por el ruido que hacía Smudger al atravesar el seto.
Habría dado una docena de pasos cuando la voz de Smudger lo detuvo.
—¡Eh, Spotty!, ¿qué llevas en los pies?
Spotty se detuvo y miró hacia abajo. Sus pies no tenían nada raro; sus botas eran las mismas de siempre.
—¿Qué...? —comenzó a decir.
—¡No! ¡Detrás de ti!
Spotty miró hacia atrás. Desde el punto donde había salido al camino, hasta unos dos metros detrás del lugar en que se encontraba, había una serie de pisadas, que se destacaban oscuras sobre el blanco polvo. Levantó el pie y examinó la suela de la bota; el polvo se adhería a ella. Volvió los ojos y miró una vez más las huellas. Eran oscuras y brillantes.
Smudger se inclinó para mirarlas más de cerca. Cuando alzó de nuevo los ojos, había en su cara una expresión de perplejidad. Miró las botas de Spotty y luego volvió los ojos a las brillantes marcas. Las huellas de unos pies descalzos...
—Aquí ocurre algo raro —dijo, intrigado.
Spotty, mirando hacia atrás, dio un paso hacia adelante. Dos metros detrás de él surgió de la nada otra huella de un pie desnudo.
Una extraña flojedad se apoderó de Spotty. Dio un paso más. Tan misteriosamente como antes, apareció otra huella. Spotty se volvió y miró a Smudger, con los ojos muy abiertos. Smudger le devolvió la mirada. Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Luego, Smudger se inclinó, tocó una de las huellas con el dedo y después se lo iluminó con la linterna.
—Roja —dijo—; como la sangre...
Las palabras rompieron la inmovilidad de Spotty. El pánico se apoderó de él. Miró locamente en torno de sí, y luego echó a correr. Las huellas lo siguieron. Smudger corrió detrás. Se fijó en que las huellas no eran ya la marca de un pie entero, sino sólo de la parte anterior, como si lo que las hacía corriera también.
Spotty estaba asustado, pero no lo suficiente para olvidarse del lugar donde habían dejado el auto, bajo unos árboles. Corrió a él y saltó adentro. Smudger, respirando pesadamente, subió por el otro lado y dejó en la parte de atrás el maletín.
—Vamos a salir de aquí cuanto antes —dijo Spotty apretando el botón de arranque.
—Tranquilízate —le aconsejó Smudger—. Tenemos que pensar.
Pero Spotty no estaba para esas cosas. Apretó el acelerador y salieron velozmente al camino.
Un kilómetro más allá, Smudger, que había estado mirando todo el tiempo por la ventanilla, metió la cabeza.
—No se ve nada —dijo, aliviado—. Creo que lo hemos despistado; pero..., sea lo que sea..., si esas huellas nos siguieron desde la casa hasta el lugar donde estaba el auto, nos podrán seguir la pista hasta allí, cuando sea de día.
—De todos modos habrían encontrado las huellas del auto —replicó Spotty.
—Pero, ¿y si todavía nos siguen? —sugirió Smudger.
—Tú has dicho que no nos seguían.
—Tal vez no han podido alcanzarnos. Pero suponte que vinieran un poco más atrás, dejando un rastro...
Spotty se había recobrado grandemente, y era casi el mismo hombre práctico de siempre. Detuvo el auto.
—Muy bien. Vamos a verlo —dijo secamente—. Y si vienen..., ¿qué?
Encendió un cigarrillo con una mano que casi no temblaba. Luego se asomó por la ventanilla del auto y estudió el camino. La luz de la luna era lo suficientemente fuerte para descubrirles cualquier señal oscura, si la hubiera.
—¿Qué crees que era? —preguntó, mirando hacia atrás—. Los dos no hemos podido ver visiones...
—Eran huellas muy reales —Smudger miró la mancha que tenía aún en el dedo.
Una idea repentina indujo a Spotty a levantarse la pernera derecha del pantalón. Las marcas de los dientes se veían aún en ella, y también un poco de sangre, que le había manchado el calcetín, pero que no podía explicar lo demás.
Transcurrieron varios minutos. Las huellas seguían sin manifestarse. Smudger bajó y recorrió un trecho del camino, para cerciorarse. Al cabo de un momento de vacilación Spotty lo siguió.
—No se ve nada —dijo Smudger—. Creo que... ¡Eh! —se interrumpió, mirando más allá de Spotty.
Spotty se volvió. Detrás de él había un rastro de oscuras huellas de pies desnudos, que procedían del auto.
Spotty se quedó mirándolas. Volvió al auto. Las huellas lo siguieron. Cuando se sentó tras el volante, estaba mucho más abatido.
—¿Y bien?
A Smudger no se le ocurría ninguna idea; en realidad, estaba muy confuso. Varios aspectos de la situación luchaban por atraer su atención. Los pasos no lo seguían a él; por consiguiente se sentía menos asustado de ellos y de sus posibles consecuencias. Pero marcaban un rastro muy claro para cualquiera que quisiera seguir a Spotty; y lo malo era que, si Spotty y él seguían juntos, la pista llegaría hasta él.
La inmediata solución que se le ocurrió fue separarse y que Spotty se encargara de buscar una salida a sus preocupaciones. Lo mejor que podían hacer era dividir en aquel momento el botín. Si Spotty lograba despistar a las huellas, tanto mejor. A fin de cuentas, Smudger no había tenido nada que ver con el asesinato.
Iba a sugerir la solución a Spotty cuando se le ocurrió otro aspecto del problema. Si detenían a Spotty con parte del botín, el caso quedaría descubierto. También era posible que Spotty, al verse en un aprieto y sin nada que perder, hablara. Lo más seguro sería que él, Smudger, se quedara con todo. Luego, si Spotty lograba librarse de las comprometedoras huellas, podría ir a retirar su parte.
No cabía duda de que aquél era el único camino seguro y razonable. Lo malo fue que Spotty, cuando se lo sugirió, no pensaba del mismo modo.
Siguieron unos cuantos kilómetros más, cada uno ocupado con sus pensamientos. En un camino tranquilo y desierto se detuvieron de nuevo. Spotty volvió a bajar del auto y se alejó un trecho de él. La luna estaba más baja, pero seguía iluminando lo suficiente para mostrar las huellas que lo seguían. Volvió, más preocupado y asustado que nunca. Smudger decidió evitar una posible pérdida y seguir adelante con su primer plan.
—Mira —sugirió—; ¿qué te parece si repartiéramos ahora el botín, y tú me dejaras solo, un poco más allá en el camino?
Spotty vacilaba, pero Smudger insistió.
—Si puedes deshacerte del rastro, santo y bueno. Si no..., ¿de qué sirve que nos detengan a los dos? De todos modos, tú fuiste el que lo liquidó. Y uno tiene más posibilidades de escapar que dos.
Spotty no parecía muy entusiasmado, pero no le quedaba otra alternativa.
Smudger tomó el maletín y lo abrió entre los dos. Spotty comenzó a separar los montones de billetes, formando dos pilas. Era un buen botín. Conforme Smudger lo miraba, iba sintiendo una gran tristeza al pensar que la mitad de aquello no beneficiaría a nadie cuando detuvieran a Spotty. Un verdadero desperdicio, en opinión suya.
Spotty, con la cabeza inclinada sobre los billetes, no se fijó en que Smudger sacaba del bolsillo una barra de plomo. Smudger la descargó sobre la parte posterior de su cabeza con tal fuerza y limpieza, que no es probable que Spotty se diera siquiera cuenta de lo que ocurrió.
Smudger detuvo el auto al llegar al puente siguiente y tiró el cadáver de Spotty por encima de la baranda. Se quedó mirando un momento las ondas que se ensanchaban en el agua, y luego siguió adelante.
Tres días después, Smudger llegaba a su casa. Entró en la cocina, calado hasta los huesos, agarrando con fuerza el maletín. Estaba pálido, agotado y casi no podía tenerse en pie. Tomó una de las sillas y cayó pesadamente en ella.
—¡Bill! —murmuró su esposa—. ¿Qué pasa? ¿Te persiguen?
—No, Liz... Al menos, no es la policía. Pero algo me persigue.
Señaló una marca que había junto al umbral de la puerta. Al principio, la mujer creyó que era la húmeda huella del pie de Smudger.
—Toma un trapo húmedo, Liz, y limpia el umbral y el corredor antes de que alguien vea eso —dijo él.
Ella vaciló, perpleja.
—Por amor de Dios, hazlo pronto, Liz —le instó él.
Medio aturdida aún, ella atravesó el oscuro corredor y abrió la puerta. La lluvia caía con tal fuerza, que parecía brotar del suelo. Las alcantarillas eran verdaderos torrentes. Todo estaba empapado excepto el escalón del umbral, protegido por el pequeño alero del porche. Y en el umbral se veía la ensangrentada huella de un pie desnudo...
Como en medio de una pesadilla, se arrodilló y comenzó a limpiar con un trapo húmedo. Cerró la puerta, encendió la luz y vio las huellas que llegaban hasta la cocina. Cuando las hubo limpiado, volvió adonde estaba su esposo.
—¿Te han herido, Bill?
Él, que estaba de codos sobre la mesa, con la cabeza apoyada entre las manos, alzo los ojos para mirar a su mujer.
—No —dijo—. No soy yo el que deja las huellas, Liz...; es quien me persigue.
—¿Quién te persigue? ¿Quieres decir que han venido siguiéndote todo el camino desde que hiciste el trabajo? —preguntó ella, incrédula—. ¿Cómo volviste?
Smudger se lo explicó. Su único interés, después de tirar el cadáver de Spotty al canal, fue deshacerse del auto. Lo había robada para el trabajo, y la matrícula y la descripción circularían entre la policía. Lo llevó a un lugar aislado, y se apeó de él, para volver a pie, tal vez para pedirle a alguien que lo llevara. Después de caminar unos cuantos metros, miró hacia atrás y vió la línea de huellas detrás de él. Se asustó mucho; más de lo que quería reconocer ahora. Hasta aquel momento había supuesto que, como a quien seguían era a Spotty, lo seguirían hasta dentro del canal. Ahora, al parecer, habían trasladado su atención a él. Dio unos cuantos pasos más: lo seguían. Haciendo un gran esfuerzo por dominarse, consiguió no correr. Se dio cuenta de que, si no quería dejar una pista clara, tenía que volver al auto. Y así lo hizo.
Más adelante probó de nuevo, y lleno de abatimiento y desesperación, obtuvo el mismo resultado. Volvió al auto, encendió un cigarrillo y comenzó a trazar sus planes con toda la serenidad posible en aquellas insólitas circunstancias.
Lo que tenía que hacer era buscar algún lugar donde las huellas no se vieran... o no se marcaran. De repente tuvo una inspiración y dirigió el auto hacia el río.
El cielo comenzaba a nublarse. Smudger creyó que había logrado meter el auto por el camino de sirga, sin que lo vieran. Por lo menos, nadie lo llamó mientras atravesaba las altas hierbas, hasta el borde del agua. Desde allí fue corriente abajo, con los pies dentro del agua, hasta que encontró un bote, venerable y decrépito, pero que servía para sus fines.
Desde entonces el viaje continuó tranquilo, pero también muy incómodo. Durante el día sintió mucha hambre, pero no se atrevió a dejar el bote hasta que fuera de noche, y sólo lo hizo en las calles más oscuras, donde las marcas no podían verse. Aquel día y los dos siguientes se los pasó esperando que lloviera. Por fin, una mañana, en medio de un aguacero espantoso que parecía iba a durar varias horas, hundió el bote y se dirigió a su casa, confiando en que el agua borraría las huellas. Al parecer, había sido así.
Liz se quedó menos impresionada de lo que él esperaba.
—Creo que ha de ser algo que llevas en las botas —dijo, con sentido práctico—. ¿Por qué no te compraste unas nuevas?
Él la miró con hosco resentimiento.
—No es nada de mis botas —contestó—. ¿No te he dicho que hay algo que me persigue? Ya has visto las huellas. ¿Cómo podían proceder de mis botas? Piensa un poco.
—Pero eso no tiene sentido; al menos, como tú lo dices. ¿Qué es lo que te persigue?
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo él, amargamente—. Lo único que sé es que produce las huellas... y que cada vez se están acercando más.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Lo que he dicho. El primer día estaban como a unos dos metros de distancia. Ahora están a menos de metro y medio.
No era una explicación como para que Liz pudiera comprenderla con facilidad.
—No tiene sentido —repitió.
Tampoco lo tuvo en los días siguientes; pero ella dejó de dudar. Smudger permaneció en casa; lo que lo seguía, fuera lo que fuera, se quedó con él. Las huellas se veían por todas partes: en las escaleras, arriba, abajo. Liz empleaba casi todo su tiempo en limpiarlas, por si alguno venía y las veía. Comenzó a ponerse nerviosa; pero no tanto como Smudger...
Ni la misma Liz podía negar que los pies se iban acercando cada vez más a él..., un poco más cada día.
—¿Y qué ocurrirá cuando me alcancen? —preguntó temeroso Smudger—. Dime, Liz: ¿qué puedo hacer? ¿Qué diablos puedo hacer?
Pero Liz no sabía qué sugerirle. Ni había nadie a quien ellos se atrevieran a preguntar.
Smudger comenzó a soñar por las noches. Gemía, y Liz lo despertaba preguntándole qué le ocurría La primera vez, él no pudo recordarlo; pero el sueño se repetía, y cada vez era más claro. Una sombra negra aparecía y se inclinaba sobre Smudger, mientras él estaba en la cama. Su forma era vagamente masculina, pero flotaba como suspendida en el aire. Gradualmente, iba bajando hasta posarse sobre Smudger..., pero sin peso alguno: como si estuviera hecha de niebla. Flotaba hacia su cabeza. Él se aterrorizaba pensando que iba a taparle la cara y ahogarlo, pero al llegar a la garganta, la sombra se detenía. Smudger sentía un pinchazo en uno de los lados del cuello. Se sentía extrañamente débil como invadido por un repentino cansancio. Al mismo tiempo, la sombra iba densificándose. Smudger, comenzaba a sentir su peso encima de él. Luego, afortunadamente, Liz lo despertaba.
Tan real era la sensación que, al afeitarse, se examinaba cuidadosamente el cuello en el espejo. Pero no veía señal alguna.
Poco a poco, las huellas rojas y brillantes se iban acercando... Medio metro detrás de sus talones..., veinte centímetros..., diez centímetros...
Por fin llegó una mañana en que Smudger se despertó cansado y abatido. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse. Cuando se miró al espejo, había una marca en su garganta. Llamó a Liz, espantado. Pero era una señal muy pequeña, y Liz no le dio importancia.
Sin embargo, a la mañana siguiente la laxitud de Smudger era aún mayor. Necesitó toda su fuerza de voluntad para levantarse. La palidez de su cara asustó a Liz... y a él mismo cuando se la vio en el espejo al afeitarse. La señal roja de su cuello se destacaba con más claridad...
Al día siguiente no se levantó.
Dos días más tarde, Liz estaba tan asustada que llamó a un médico. Fue una confesión desesperada. A ninguno de los dos le gustaba el doctor, que sabía o adivinaba demasiados detalles acerca de las ocupaciones de sus pacientes. Habían llamado al médico para que curara a Smudger, no para que lo sermoneara por su modo de vivir.
Llegó, gruñó, protestó, le recetó un tónico y luego habló con Liz.
—Está gravemente anémico —dijo—. Pero tiene algo más; algo mental... ¿Tiene usted alguna idea de lo que es?
La negativa de Liz no fue muy convincente. El médico ni siquiera fingió creer en ella.
—No soy ningún mago —dijo—. Si usted no me ayuda, yo no podré ayudar a su marido. Algunas preocupaciones crecen y se infectan como un absceso.
Liz siguió negando. Durante un momento estuvo tentada de hablarle de las huellas; pero la cautela la obligó a callar por miedo a decir más de lo prudente.
—Piénselo bien —le aconsejó el médico—. Y hábleme mañana, para decirme cómo está.
A la mañana siguiente no cabía duda de que Smudger estaba muy mal. El tónico no le había hecho ningún bien. No se levantó de la cama, y, cuando abrió los ojos, éstos parecían enormes en aquella cara anormalmente pálida y demacrada. Estaba tan débil, que Liz tuvo que darle de comer con una cuchara. Tenía miedo de morirse. Liz también estaba asustada. La voz con que telefoneó al médico expresaba inequívocamente una gran alarma.
—Muy bien, pasaré por ahí dentro de una hora —dijo el doctor—. ¿Se ha enterado usted ya de lo que le pasa?
—N... nooo... —balbuceó Liz.
Cuando vino el médico ordenó a Liz que se quedara abajo, mientras él subía a ver al enfermo. A ella le pareció que transcurría un tiempo interminable, hasta que oyó sus pisadas en la escalera y salió a recibirlo. Lo miró a la cara, con muda ansiedad. La expresión del médico era seria y perpleja. Ella tuvo miedo de lo que él diría. Pero al fin le preguntó:
—¿Va... va a morir, doctor?
—Está muy débil..., muy débil... —dijo el médico—. ¿Por qué no me habló usted de esas pisadas que él cree que lo siguen a todas partes?
Ella lo miró, alarmada.
—No importa —continuó el médico—. Me lo ha contado todo. Yo sabía que tenía algún peso mental. Y no me sorprendió su relato.
Liz se quedó mirándolo.
—¿No...?
—Dadas las circunstancias, no —aseguró el médico—. Una mente oprimida por un sentimiento de pecado puede jugar malas pasadas. Hoy en día hablan de complejos de culpa y de inhibiciones. Los nombres cambian. Cuando yo era niño, a eso se lo llamaba mala conciencia. Cuando uno conoce los hechos principales, estas situaciones resultan clarísimas para cualquier hombre de experiencia. Su esposo se dedicaba... Bueno, para hablar claramente, había ido a asaltar la casa de un hombre que se interesaba por la mística y el ocultismo. Allí le ocurrió algo que lo impresionó profundamente, alterando su juicio. Como resultado de ello, le cuesta trabajo distinguir entre las cosas reales que ve y las imaginarias que le muestra su conciencia inquieta. No es muy complicado. Piensa que lo siguen. En su subconsciente recuerda las líneas del poema: «Porque sabe que un demonio espantoso —le sigue de cerca los pasos...». Y las dos cosas se unen. Además de eso, parece poseído de una vampirofobia primitiva. Ahora bien; una vez que le hayamos ayudado a disipar esa obsesión, él... —se interrumpió de pronto, al ver la expresión del rostro de su interlocutora—. ¿Qué ocurre? —preguntó.
—Pero, doctor —dijo Liz—, esas huellas... Yo... —y su voz se quebró ante un ruido procedente de arriba, mitad gemido y mitad grito.
El doctor subió las escaleras antes de que Liz pudiera moverse. Cuando ella lo siguió, tenía en el corazón una opresora certidumbre.
Desde el umbral de la puerta vió cómo el médico se inclinaba sobre la cama. Un momento después éste se volvió, con ojos graves, meneando ligeramente la cabeza; le puso la mano en el hombro, y salió silenciosamente de la habitación.
Durante varios segundos, Liz permaneció allí, mirando hacia la cama, sin moverse. Luego, bajó la mirada al suelo. Tembló. Una risa aguda, espantosa, le sacudió el cuerpo mientras veía las huellas rojas de unos pies desnudos, que se apartaban del lado de la cama, atravesaban la habitación y bajaban por las escaleras, tras el doctor...
Título original:
CLOSE BEHIND HIM