Jorge Campos: Campo de los almendros
JORGE CAMPOS
CAMPO DE LOS ALMENDROS
La primavera se acercaba. Las ramas de los arbolitos se cubrían de brotes y de hojas pequeñas de un verde pujante, como de ganas de vivir. La llovizna de aquellas noches había barrido la nevada con que las flores disfrazaban el campo de almendros. Campo bajo un clima agradecido, cercano al mar, extendiéndose hasta más arriba de la peña de Ifach, adentrándose hacia la seca Mancha por las tierras de Villena.
Pero aquel campo estaba marcado por un destino trágico. Cayó sobre él una extraña plaga. Desde aquel atardecer, millares de pies —zapatos, botas de intendencia, algún tacón de mujer— se apelotonaron en el redil humano en que repentinamente, por una orden, quedó convertido aquel terreno. Una masa gris rellenó el aire entre los troncos, apagando la animada coloración de las alegres ramitas. Dos, tres días y los árboles quedarían pelados, sin hojas, como invadidos por un súbito mal, como si sobre ellos también hubiera caído la derrota.
Los primeros fueron llegando con el crepúsculo, una tarde que se apresuraba a desaparecer, con un sol dejándose caer hacia otro lado. La columna de los que iban viniendo, de ancho irregular con claros correspondientes a la indecisión: salir o quedarse en la encerrona del puerto. Hubo un momento en que cesó el goteo de nuevos llegados. Fue cuando resonó, tableteante, ampliado y algo desfigurado por la distancia, el disparo de las ametralladoras. El eco del sonido retumbaba más en la oscuridad y ponía una coloración trágica en el destino de los que habían quedado inermes, apelotonados, aferrándose a aquel último refugio. Todo ocurría tras la revuelta de la carretera y el camino que los había traído. Las detonaciones llegaban como un resplandor. Casi todos pensaron en la matanza en masa, la réplica tajante a la desobediencia, el comienzo del fin irreparable del que no se salvaría ninguno. Luego un silencio, todavía más aterrador después del retumbante ruido, y, con él, la noche en medio del campo, rodeados por soldados fusil en mano y ametralladoras que lo cerraban por todas partes. Fue la hora en que oficiales italianos recorrieron el campo llevándose a todas las mujeres. Nadie intentaba oponerse. Era un acto más del destino que estaba moviendo sus vidas.
La noche era negrísima. Todos se fueron tendiendo en el lugar donde habían quedado. El cansancio y la desaparición del motivo que les había tenido tensos durante tantas horas les hicieron dormir rápidamente pero con un sueño quebradizo, poco profundo, como si las mentes no quisieran abandonar el asidero a una realidad, como en un viaje incómodo. Sueño interrumpido dos o tres veces por disparos, por un estallido de granada que se prolongó en sucesión de tiros de fusil, ráfagas cortas de ametralladora. La frialdad de la madrugada los devolvió a la realidad de su situación, a lo desconocido, lo impreciso, lo irreal.
La mañana despejaba con la luz las previsiones más negras. La luz devolvía tranquilidad y normalidad. Se comentaba la posible suerte de los que hubieran intentado escaparse, cuando llegó, espesa y a paso rápido, la expedición con todos los que habían quedado en el puerto en la noche anterior.
Fueron entrando y filtrándose entre los que habían pasado allí la noche, y no venía con ellos ninguna historia de ametrallamientos. Los disparos se habían hecho al aire para acelerar la salida, pero muchos prefirieron permanecer quietos en lo oscuro, antes de desafiar a una imprecisa suerte. Otra orden había cerrado el puerto hasta la mañana siguiente.
La luz clara parecía despejar inquietudes. Los cuerpos se desentumecían y las ropas se desarrugaban. Por unas horas todo parecía adquirir un tono menos dramático, aunque el día no prometía agua para lavarse o afeitarse, ni señales de desayuno.
Hacia mediodía unas mujeres que se habían acercado con botijos, cántaros y vasos se iban filtrando entre los grupos y recogían billetes arrugados —a veces más de uno— por cada trago de agua. Dinero del diablo, del que se decía que no valdría y que a la vuelta a sus casas —¿volverían a sus casas?— se convertiría en papeles vacíos de valor como proclamarían los numeritos rojos de cada uno. La mañana semejaba adquirir tonos de normalidad y amistosa relación entre los hombres. Los oficiales italianos, bien uniformados, contentos de su final de la guerra, entraban en el campo y cambiaban frases con quienes les parecían oficiales de graduación alta o personas de cierto relieve político. Alguno de ellos traía con él a un grupo de muchachas jóvenes, de las separadas en la noche anterior, permitiéndoles visitar a sus familiares.
Las mujeres de los botijos, los vestidos coloreados de las chicas, la promesa de un día soleado quitaba angustia y tintes negros a aquella enorme reunión de gentes, dándole carácter de una espera no rodeada por la tragedia. Vino una orden y desaparecieron las mujeres y los tragos de agua. La acompañó la noticia de que se iba a repartir un suministro de víveres. Espera, también, dirigida tanto al hoy como al mañana, a la suerte que amenazaba.
Pero el aire de esperanza no duró. Vinieron el desánimo, la amargura, la inseguridad. Los oficiales, corteses, amables, recogieron y se llevaron de nuevo a las muchachas y echaron a las mujeres de los botijos. El centro del día reanudaba las angustias del hambre que volvía. El campo apretujaba más que el puerto a los congregados. Su suelo, desigual, con bancales, era apisonado por cientos de pasos.
Cuando el sol caminaba ya por la segunda mitad de su carrera estaban casi todos echados en el suelo. Destacaba, hacia lo alto del terreno, un hombre vestido como de gran gala, con abrigo y gorra galoneados. Una gorra de plato azul marino, como el resto de su uniforme. Erguido, silencioso, con los brazos cruzados. A su lado dos lujosas maletas de cuero y muy poco separado de él, un soldado. Sugería el milagro de un avión llegando para recogerle.
Pero el personaje más atrayente estaba más cerca de los muchachos. Quizás hubieran pasado inadvertidos su zamarra y sus pantalones de pana, sus gruesas botas. Lo que destacaba y daba color a todo era su gorra; una gorra de cuero, que parecía charolado, con visera, pero también con orejeras y cogotera abrochadas en lo alto. Lo grueso del material y la superposición de sus partes daban una impresión de tamaño desmesurado, de artificio que el poseedor de tan excepcional cubrecabeza tenía que llevar gravemente como para conservar el equilibrio.
El rostro, muy curtido, alargado, con un bigotillo recortado, se animaba con dos ojos muy negros, muy movedizos rodeados de numerosas y profundas patas de gallo que le daban un aspecto de animal vivaz y astuto. Estaba recostado sobre dos sacos que parecían servirle de apoyo o que trataba de proteger manteniendo los brazos sobre ellos.
De los tres muchachos, uno, Fernando, se reía casi a carcajadas.
—¡Ché, qué tío! Mirad lo que lleva, parece un biplanut.
Se acercó a él mirándole descaradamente y los otros le siguieron. Alguien, cercano, les explicó sin ser preguntado, con acento de reconvención, como si la explicación fuese innecesaria:
—Es el capitán Benito.
¿Capitán? ¿Guerrillero? ¿Veterano luchador del campo andaluz o extremeño? Personaje entre grotesco y de leyenda. Se abandonaba sobre sus sacos, no todo él: sus ojillos se movían sin detenerse mucho tiempo en cada punto, como a la espera, agazapados, dispuestos al descubrimiento, al salto y a la presa.
El hombre también los miraba. Como si los oyera y no los oyera al mismo tiempo. Les hizo una señal con la mano. Dudaron. Los miraba inquisitivos, como valorándoles.
Les hizo nuevas señales con la mano. Les sorprendió que con voz inexpresiva les dijera:
—Voy a ver qué hay por ahí. Tened cuidado de que no me toquen estos sacos.
Se sentaron al lado de ellos. Cerrados, atados, no era fácil descubrir el contenido. Fernando hurgó en las costuras, acercó las narices, exclamó:
—¡Ché, tú, si es un jamón! ¿A ver el otro?
El otro negó su contenido. Era como una almohada rellena de tacos que se desplazaban al empujar.
El hombre misterioso volvió. Les anunció:
—Dentro de media hora darán suministro. Venid dos conmigo y traed una manta. El otro que se quede cuidando de las cosas.
Le acompañaron. Trajeron chuscos y latas de sardinas que se repartieron entre el grupo que el extraño personaje fue designando. Todo el resto del campo se agrupaba también en torno a una especie de jefes de grupo recién formados. Cuando concluyeron de comer continuaron sentados junto al hombre de la gorra y su fantástico equipaje. Durmieron a su lado. A la mañana siguiente dos de los muchachos iniciaron un deambular sin propósito. En el límite norte del campo, perpendicular a la carretera y a lo que se consideraba puerta de entrada, se agrupaban unos curiosos junto a algunos soldados de los que vigilaban el campo. Llegaron hasta allí. Se habían retirado las ametralladoras y los centinelas dejando un amplio espacio vacío. Había junto a la puerta y enfrente de ella unas formaciones rectangulares de soldados italianos con sus jefes al frente o a un lado, que los prisioneros del campo también contemplaban. Con facilidad llegaron hasta la primera fila. El contraste entre la abigarrada distribución de las gentes en el campo y las geométricas y limpias formaciones era como el de la luz y la sombra.
Los muchachos avanzaron o la fila tras ellos se retiró. El caso es que, cuando oyeron voces y pensaron a quién podían ser dirigidas, estaban solos como a cuatro pasos de los curiosos. Los dos miraban extrañados; aquello era como un lugar distinto, un lugar donde cada uno tenía asignado un puesto y sabía el lugar que debía ocupar. Un oficial se dirigía a ellos alzando y moviendo los brazos. Fernando daba codazos a su compañero. Una de aquellas formaciones se dirigía hacia donde estaban ellos. Estorbaban. En pocos pasos iba a alcanzarles el avance rápido de los soldados. Dieron entonces unos pasos apresurados hacia un costado para quitarse de en medio. Pero las voces aumentaban. Ahora era otro oficial el que hacía aspavientos indicándoles que se fueran de allí. Una formación, desde el otro lado, se dirigía hacia ellos, como al encuentro del primer grupo. Se apresuraron a retroceder girando en ángulo recto. Los gestos no cesaron hasta que se alinearon junto a los que contemplaban el espectacular relevo. Quedaron quietos, mirando el inesperado espectáculo, la ceremoniosa parada. Un camión, estrecho y alto de baquet, bonito como un juguete, que entraba lentamente, les hizo moverse otra vez y quedaron junto al poco espeso grupo que miraba desde la entrada del campo. El camión los ocultaba a la vista de los que desfilaban y de varios de los centinelas.
Se entendieron sin necesidad de hablarse, con una sola mirada. Con pequeños pasos hacia atrás se incrustaron entre los que curioseaban. No tardaron en hallarse detrás de la primera fila de mirones —hombres y mujeres de la ciudad, algún chicuelo y hasta soldados españoles de los que se iban a hacer cargo del campo—. Siguieron su movimiento observando si eran advertidos. No. Sobrepasaron aquella pendiente hasta la carretera. De nuevo codazos y acuerdo tácito. Despacio primero y a pasos largos después echaron a andar por la carretera, hacia el interior, huyendo instintivamente del mar. El campo quedaba atrás. Un poco de carretera y una curva lo hicieron desaparecer.
Se detuvieron, respiraron. Se iba dibujando la realidad de una nueva situación. ¿Dónde iba aquella carretera? ¿Había controles? Se miraron: Fernando con su gastado y deslucido capote verdoso de carabinero, su amigo con la chaqueta grande y un abrigo de extraño corte que había sido en Argentina limpio y elegante. La carretera no mostraba a nadie, pero a cada recodo podía surgir un control, una pareja de la Guardia Civil, un pueblo con canciones y banderas.
Despeinados, fantasmales, arrugados y sucios, muestra viva del «rojo», del hombre a perseguir. Sin documentación ni papel ninguno.
—Si nos piden la documentación… Si nos coge la Guardia Civil…
Pocas palabras más. Dieron la vuelta. El relevo estaba terminado. Los centinelas eran ya todos españoles y ocupaban sus puestos. Se habían alejado los curiosos de la ciudad y cuando los dos chicos trataron de entrar se lo impidió un soldado.
—Queremos entrar.
El soldado insistía en que estaba prohibido visitar a los prisioneros. Ellos repetían que eran prisioneros, que habían salido de allí dentro. Al soldado se unió otro. Ellos volvían a decir con insistencia que eran de los de dentro, que se podía comprobar, que estaban allí sus maletas. Por fin un sargento los dejó pasar. Volvieron al interior, como chicos temerosos de un castigo. Les devolvió la tranquilidad adentrarse entre los grupos. Buscaron al de la extraña gorra y se sentaron a su lado.