Mercè Rodoreda: Las calles azules
MERCÈ RODOREDA
LAS CALLES AZULES
Se había acabado el verano…
La ciudad enviaba cada día más hombres al frente.
Ella hacía ya tiempo que le quería. Nunca se habría atrevido a decírselo, pero los acontecimientos se precipitaban y parecía que el mundo se iba a acabar. La muerte iba por las calles azules, entraba en las casas y se alzaba por la noche sobre las ciudades. La muerte, que venía con la guerra, la abrumaba y al mismo tiempo le daba valor. La enfrentaba con las más profundas realidades de la vida.
A pesar de todo, actuaba juiciosamente. Pero temblaba. Quería decírselo… y ¡debía seguir el dictado de su voluntad!
Y cuando estuvo frente a él, exclamó precipitadamente:
—Quiero decirle algo.
—Diga —respondió el hombre, serenamente, con una voz tan grave que conmovía y que le transmitía amparo y consuelo.
—Me cuesta…, no podré.
Se le agolpaban en la mente palabras pueriles. Se sentía débil para dar el paso, pero fue valiente, y, acercándose a la mesa, cogió un papel y escribió sencillamente: «Le amo».
Se lo dio.
Él lo leyó sin inmutarse y lo dobló sobre su pulgar. Se giró rápidamente hacia ella, que permanecía quieta con el corazón desbocado.
—Ahora me voy —dijo ella apresuradamente, sin mirarlo, pero con gran congoja.
Él se levantó.
Previamente, ella le había quitado el papel de entre los dedos, lo había hecho pedazos y los había dejado sobre la mesa. Unos se reflejaban en el cristal, otros habían caído al suelo.
Hubo un largo silencio.
Se dieron la mano. Ella esperaba. Necesitaba demostrar que era sincera, que pretendía dar mucho y no pedir nada.
Lo miraba a los ojos fijamente, como suplicando que él descubriera toda la verdad en su interior… Sus bocas se unieron en un beso intenso y los dientes de ella se clavaron en los labios de él.
Y se fue.
Llovía. Ella llevaba consigo emociones profundas de las que no quería desprenderse. Caminaba por las calles despacio, mojándose, mientras miraba la claridad azul que se adentraba en el asfalto empapado que deformaba aquello que reflejaba, cerca y lejos de la gente; y pensaba en labios contra labios, en la vida, tan fuerte.
Y recibió una nota.
«Llámeme por teléfono», pedía de modo imperativo.
La lluvia de invierno caía densamente sobre todas las cosas.
—No pude —respondió ella.
Y una nueva nota de él.
«La he hecho buscar por todas partes. No la he podido encontrar. ¡Necesito encontrarla!».
Estas palabras la atemorizaron. No había dormido hacía días pensando en el momento en el que se encontrarían para no separarse hasta quién sabe cuándo.
Se encendía de fiebre.
«¡Necesito encontrarla!».
Era demasiado. Todo iba calando en su espíritu. Cada vez era más intenso el deseo de besarle, cada vez con más pasión…, y le decía a sus manos:
—Le amo.
Por la tarde, el teléfono comunicaba las dos voces. Las dos únicas voces de la ciudad azul.
—Mañana —dijeron.
Ella acudió.
La noche había hecho mella en sus ojos cansados. Toda la noche con el pensamiento clavado en aquel hombre.
Y ahora estaban juntos y no sabían qué decirse. Sobre aquella mesa en la que había escrito días antes había un jarrón de flores rojas. Las manos de él, entrelazadas, temblaban. Estaba muy pálido. Callados, sentados uno frente al otro.
Ahora era ella la que hablaba.
—… hace tiempo que le quería. Quizá no me habría atrevido a decírselo nunca…
Otra vez el silencio denso de pensamientos y otra vez la voz de ella.
—Yo no busco nada, no quiero nada. Sólo decirle que le amo a usted. Era una necesidad más fuerte que la sensatez… Le quiero… Sus cartas me… —y no encontraba las palabras—… me emocionaron.
Y de repente, como regresando de un largo camino:
—… ¡Oh! ¿Qué iba diciendo?
Había llorado.
Él miraba cómo se debatía con la dificultad de expresarse, analizando la sinceridad de su voz. Y exclamó, rompiendo la quietud:
—Si yo le dijera que esperaba algo, le engañaría… Si le dijera que me era usted indiferente, también.
Ella tampoco quería mentir ni halagar.
—Me ha hecho falta encontrar una justificación para mi comportamiento… Es la guerra… —en un sorprendente exceso de sinceridad—. Me hubiera matado… Necesitaba reconciliarme con la vida. Queriéndole a usted quiero a la vida —quiso decir «quiero la vida que es usted» pero temió que él lo encontrara excesivo, por poco natural, y acabó—, y eso es usted.
El hombre tardó en responder y al final dijo:
—Ahora la entiendo.
Y añadió despacio, mirándola a los ojos, que ella mantenía abiertos, pendientes del más leve gesto, del más insignificante movimiento de labios:
—Me ha agitado usted el alma.
Y continuó, todavía con temblor en las manos, los codos sobre y contra los brazos del sillón, una pierna sobre la otra:
—Todo este tiempo he vivido pendiente de la guerra… Ahora… ha despertado toda mi sensibilidad.
Y hablaron de cosas ajenas a ellos dos.
—Ayer estuve fuera: por la tarde. Y por la noche. Fui al pueblo. Volvimos cuando todavía no se había hecho de día… Todo estaba nevado, ¿sabe?
Estas palabras quedaron incrustadas en el alma de ella. Como si hubiera ido con él. Juntos en medio de la noche, de la nieve. De él emanaba la vida con fuerza. No quería moverse de su lado, pero era imprescindible hacerlo.
Se separaron. Se dieron la mano. Fue cuando él la atrajo fuertemente hacia sí. La miró y buscó con premura sus labios, que ella rehuyó, apoyando la cabeza en su pecho reclamando ternura. El hombre la cogía por la cintura. Sentía sus manos contra los riñones. Entonces alzó la cabeza y llegó un beso con labios y dientes.
Al separarse sus bocas, se miraron como si tras ellos no hubiera nada y como si la vida real hubiera empezado en ese instante. Ella le acariciaba la cara, le pasaba la mano por los cabellos rebeldes, por el pecho… Él la besaba repetidamente en los ojos y las mejillas. Y suplicó:
—No se vaya, todavía…
Pasaron unos cuantos días. En los campos de batalla el frío paralizaba las operaciones. La nieve evitaba que se derramara más sangre. En las trincheras, el estruendo de los cañones ensordecía a los hombres desalentados por su inactividad.
La niebla cubría los caminos, la ciudad. Circulaban rumores de posibles ataques aéreos. La muerte vendría por cielo y por mar. La visión de la sangre le hacía enloquecer.
Era necesario que la tierra se empapase bien.
«Ahora ya puedo morirme», pensaba la mujer.
Pero justo cuando las palabras se ordenaban en fila en su cabeza, nacían en su espíritu unos inmensos deseos de vivir.
Aquella noche apagaron las luces. El primer pensamiento fue para él. ¿Dónde estaba? Si hubiera podido verle…
Empezaron los tiros por las esquinas, era una locura. Ella salió a la calle. La noche, muy negra, era una explosión de estrellas. La oscuridad de la noche daba miedo. Corría algo de brisa. El ruido de los tacones sobre el empedrado se confundía con los disparos, con los gritos, con los ladridos de los perros. Ella, con las manos, cerraba sus labios como si los dos únicos besos quedaran así encerrados dentro de su boca. ¿Y él? Solo con pensar en él, nada la hacía estremecer. Hubiera huido a través de la noche no para decir «le amo» sino «te amo»; decirlo dentro de su boca, entre sus brazos, que le apretarían hasta hacerle daño.
Más días.
El teléfono.
—Pensaría usted que la había olvidado.
—¡No! —categóricamente.
Estaba segura de que no la había olvidado. No por vanidad o presunción, sino porque, como hombre no vulgar ni banal, habría de recordarla por el simple hecho de ser una mujer que le amaba.
Él:
—Querría verla. Hablar.
Ella:
—Mañana.
El sitio era otro. Quedaron como si fuera la primera vez. Rieron.
—Tenemos tantas cosas que decirnos…
El teléfono les interrumpió. Él fue a cogerlo. Ella observaba la estancia, los muebles, un fusil en una silla, los árboles desnudos, sin hojas, a través del balcón.
—¿Le dan miedo las armas? —dijo al volver mientras señalaba el fusil.
—Ahora no.
—¿Por qué?
—Porque estoy con usted.
Él le cogió la mano y la apretó con fuerza.
—Cuando se marchó aquel día, me desconcertó, ¿sabe? Estuve más de media hora caminando de un lado para otro en el despacho… Pensé en tomarla.
La mujer se recluyó en sí misma. Aquello era demasiado ardiente, excesivamente profundo para su sensibilidad. Ella respondió:
—Quisiera decirle una cosa.
—Diga.
Había dejado de mirarla.
—No. Ahora no. Aquí no es posible… No sabe en qué momento tan adecuado ha venido.
Y de pronto:
—Cuando vuelva tendremos tiempo. Mañana parto hacia el frente.
Fue una pedrada en la cara.
—¿Mañana?
La voz salía gélida. Le habría golpeado por haberlo dicho de aquella manera, como restándole importancia.
Sus miradas se encontraron y no supieron separarlas. Estuvieron más de un minuto así.
Fue una despedida sin lágrimas ni besos. Punzante. ¡Él, que era su vida, iría a la muerte…! Veía un desfile interminable de hombres: el fusil a la espalda, la canción en la boca, las banderas al viento. Al principio, enloquecidos de entusiasmo. Más tarde, valientemente dignos.
Sí que volvería. Se acabaría la guerra y llegaría el tiempo para amar. Sólo habría viento y sol y campos perfumados en los que tumbarse para coleccionar estrellas.
Si no temiera ser una carga, iría con él sin dudarlo. Para decirle cada día «valor, que te quiero», pero no se atrevió a decirlo y ahora él ya estaba allí. En las primeras líneas de combate, enfrentado a la muerte. «Digo como Napoleón: no se ha hecho la bala que pueda herirme». Lo había dicho con arrogancia, con ese aire de valentía que le caracterizaba.
Ella escribía en un papel que no leería nadie:
—Le quiero profundamente, con una inmensa ternura.
Inútilmente había intentado cambiar el usted por el tú. No podía. Esperaba anhelante las noticias de la guerra. Cada pequeño avance le parecía una inmensa victoria. Cada pequeña derrota, el fin del mundo.
«¿Cuándo se acabará la guerra? ¡Qué él vuelva ya!…». Se reprendía a sí misma por su egoísmo. No estaba solo en la lucha. Pero sólo lo veía a él en su ánimo de vencer y entonces es cuando las palabras que había escrito con tanta emoción le producían pena. Repetía: «Le quiero profundamente. Con toda mi ternura. ¡Profundamente!».
Pero ¿qué valían sus pensamientos en comparación con la vida?, ¿qué deseaban sobre todas las cosas todos aquellos que iban a darla?
Por la noche le perseguían los recuerdos de uno de los primeros entierros de la revuelta.
Flores rojas temblaban sobre el féretro, cubierto con la bandera roja, ardiente bajo el sol. Encabezaban la marcha unos cuantos coches. Los hombres subidos, en pie, apuntaban con revólveres y fusiles a un enemigo invisible. Llevaban un brazalete con las insignias del partido. Detrás de los coches, precediendo al cadáver, iban dos filas de obreros abrazados a sus fusiles, caminaban solemnemente, con el rostro endurecido por un odio y dolor profundos.
Y él murió, no como un héroe sino como un valiente. Ocurrió en el asalto a una trinchera. En el avance frenético una bala le atravesó el estómago: lo doblegó. Se levantó de nuevo apretando los dientes. Una segunda bala pasó silbando rozando el corazón. Las rodillas tocaron el suelo. Ya no podía ver. Un hilo de sangre le brotaba de los labios. Intentó levantarse de nuevo, seguir a los compañeros que le dejaban atrás. Derecho, tambaleándose, alzó los brazos, estirados, y el pesado fusil. Y cayó como una roca, la boca contra la tierra que defendía y que no se atrevió a tragar su sangre.
Su nombre se escribió en una pizarra. En una lista. Pronto lo supo la ciudad. La muerte pasó misteriosamente cerca de ella, sin que se percatara de su presencia. La muerte entró en las calles azules por la nieve y el barro de los caminos, y se colocó descaradamente bajo sus ojos sin lágrimas ni sollozos. Sólo una palabra como defensa contra el dolor del corazón, que martillea de manera terrible su mente: «le amaba, le amaba».