2… Jan
La segunda vez que Jan Delvian pensó en la edad aquel día fue mientras se miraba a un espejo. Unas hebras grises eran visibles en su melena azabache, perfectamente cortada y recogida con un lazo formado también por cabellos, pero no suyos, sino de su esposa, Ann. Aquellas hebras le recordaron que ya estaba próximo a los cuarenta, a ese momento decisivo en que un hombre debe saber con certeza cuál es su lugar en el mundo y hacia dónde se dirige.
El traje resbalaba sobre su piel como una película de espines; un instante de lluvia electrónica congelado en torno a su silueta. No se reflejaba en el espejo, así que Jan sólo pudo contemplar con nitidez su cabeza y parte de su cuello. El resto era una figura desdibujada cuyos movimientos producían fisuras en el cristal.
Cerró el puño y evaluó el gesto. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué pensar en la edad justo en ese preciso instante, minutos antes de una batalla en la que iba a jugarse la vida?
Era extraño cómo funcionaba su mente. Cerrar el puño. Anticipar la vejez. Tal vez fuera parte del proceso de búsqueda de aquella respuesta sobre la que nunca había hablado con Ann.
—Jan, estamos a punto —dijo una voz que provenía de algún lugar junto a su oído—. Doce minutos para el primer contacto. ¿Cómo vas tú?
—Bien. —Extendió los dedos falange a falange. El movimiento le recordó a una estrella de mar—. Estoy tranquilo.
—Perfecto. Vamos a mandar el servidor a buscarte. Puedes ir inicializando la armadura si quieres.
—Gracias, control. Activando noción de inteligencia.
El traje despertó a la vida como un bebé. Los átomos de su tejido se alinearon con las invisibles máquinas que flotaban a su alrededor, orbitando en torno a su cuerpo a un segundo de distancia, lanzadas con precisión hacia el futuro. Jan nunca podría alcanzarlas en vida, pero sabía que estaban allí, muy cerca, velando por su seguridad. Confiriéndole poderes prácticamente divinos para que él los empleara en la batalla.
—Hola, Jan.
—Hola, preciosa. ¿Cómo has nacido hoy?
—Sin dolor —respondió la armadura—, aunque preveo nuevas facultades que antes no poseía. La organización espontánea de mi cerebro acaba de inventarlas.
—Te felicito. Me gusta que te vuelvas más inteligente cada vez.
La puerta descorrió sus hojas. Un robot flotante apareció en el umbral, dispuesto a guiar al soldado a los niveles superiores del edificio.
Jan se despidió del espejo, rompiéndolo con una pulsación de su dedo. Ya habría tiempo para completar los rituales después.
Siguió al servidor mientras calibraba los sistemas de la armadura, ajustándolos a su secuencia de ADN. Para estar totalmente sincronizado con ella no bastaba con encenderla y ceñirla: debía fundirse con la maquinaria a un nivel tan profundo que resultase difícil saber dónde acababa el hombre y dónde empezaba su coraza. De hecho, estaba alcanzando cotas realmente altas de fusión con el traje, casi del orden del noventa y dos por ciento. Todo un récord.
Llegó a la plataforma de aterrizaje, en la cúspide del edificio. Era un espacio circular abierto, sin presencia humana pero vigilado por docenas de robots. Jan miró al cielo, una cúpula verde azulada salpicada de nubes. Algunas estrellas brillaban lo suficiente para imponerse a ese escudo de luz, hiriendo con su presencia el dulce despertar del amanecer. La brillante Tetis se ocultaba tras el horizonte, dejando que su gemela, la melindrosa Styrge, dominara el firmamento.
Aún no había rastro del enemigo.
—Noventa y tres por ciento de fusión.
¿Por qué aquellas máquinas se sentían tan cercanas hoy a su alma?
Estrellas de mar. Ahora lo recordaba. Su hijo pequeño le había pedido en una ocasión que le explicara qué diferencia había entre los meses de octubre y noviembre: por qué uno tenía que durar más que el otro. Él había respondido que se trataba de un error topográfico: los enanitos trabajadores que habían proyectado los meses del año se habían confundido de instrumentos al medirlos. Su hijo le trajo entonces su pequeña regla de cincuenta enoooormes centímetros, y le pidió que, por favor, midiera noviembre para él. Jan se excusó, claro, alegando que tenía prisa por completar alguna nimiedad, y ahora se descubría arrepintiéndose.
Ojalá pudiera haberlo hecho tiempo atrás. Ojalá él también poseyera un mapa de noviembre.
—Estoy listo —anunció por el comunicador—. Cuando queráis podemos desatar los gritos.
* * *
—No te impacientes, amigo —sonrió la experta en estrategias Gáimbeli Smakys en la sala de guerra, a medio mundo de distancia. Conocía a Jan desde hacía años y había aprendido a interpretar su taquigrafía verbal, más expresiva en ocasiones que el lenguaje convencional—. El contacto aún no ha rebasado el anillo defensivo en torno al sol.
Dejó el canal que los unía en espera. Tenía mucha experiencia con los guerreros y sabía lo verborréicos que se volvían cuando se ponían nerviosos.
—¿Estado del objetivo? —preguntó.
—A punto de atravesar la cromosfera —respondió un analista. La sala de guerra estaba llena de ellos, chicos y chicas jóvenes vestidos de blanco como niños pequeños, llenos de inocencia, o ancianos a punto de morir, dispuestos en anillos humanos que flanqueaban máquinas y abrazaban hologramas. Ni siquiera Gáimbeli podría asegurar qué parte de la sala era real y cuál existía sólo en un plano virtual—. Se ha situado en una trayectoria que interceptará la órbita de nuestro planeta en once minutos.
—¿Velocidad?
—Dos potencias de C. Tiene una masa de aproximadamente dos mil toneladas métricas, y una longitud de novecientos metros.
Gáimbeli arrugó el entrecejo. Era demasiado pequeño. Las últimas cinco manifestaciones que les habían visitado tuvieron el tamaño de la segunda luna de Fraal, y un quinto de su masa. ¿Por qué ésta era comparativamente tan minúscula? ¿Había un propósito inteligente en esa variación?
—No me gusta —masculló—. Usaremos el cordón defensivo lejano. Preparados para disparar.
La computadora obedeció, impartiendo órdenes a las naves de guerra que defendían el planeta. La respuesta de sus respectivos capitanes no se hizo esperar: una retahíla de protestas e intentos de aclarar las órdenes invadió los canales. No entendían por qué debían arriesgar sus naves acercándose tanto al enemigo, si en cada ocasión previa el armamento convencional había demostrado ser inútil contra las manifestaciones. Por algún motivo, éstas sólo eran vulnerables al contacto directo con un ser humano.
Para ser franca, Gáimbeli tampoco podía explicarlo, pero prefería arriesgarse con tácticas nuevas a recurrir a las que habían tenido éxito en el pasado. El enemigo, fuera lo que fuese, podría haber estudiado sus estrategias y haber diseñado esta forma específica para combatirlas.
—Cordón defensivo preparado —insistió—. Abran fuego en cuanto estén listos.
—Allá van… —murmuró el analista, cerrando los ojos.
Las cortinas de datos quedaron cegadas durante breves instantes, mientras cientos de pequeños soles en miniatura ardían sobre el enemigo. No eran núcleos de luz aislados, sino colmenas de destellos. Ciento sesenta mil toneladas de bombas detonaron, ardieron, rabiaron y rugieron en unos segundos demasiado cortos para contarlos. Fue tal la potencia de la detonación que la energía liberada envolvió a todos los planetas del sistema con un manto de rayos gamma.
Gáimbeli tableteó con los dedos en la consola.
—Vamos, vamos —urgió—. Necesito conocer el estado del objetivo. ¿Ha sido destruido?
—Negativo —informó con voz relajada el ayudante—. Las lecturas muestran una atenuación muy leve en el campo R, pero se mantiene estable. No parece haber sufrido daños de importancia.
Por primera vez apareció una imagen nítida del objeto en las pantallas. Gáimbeli oyó que una voz lanzaba una exclamación de asombro por el canal secundario: era Jan, que podía ver todo lo que ocurría en la sala de guerra gracias a la conexión a través de la armadura.
El objeto al que llamaban prosaicamente «el enemigo» parecía una metáfora de la alienidad. De lejano parecido a una mancha solar compuesta de mercurio, su movimiento y la capacidad de reflejar el universo que lo rodeaba cambiaba cada pocos segundos. Las computadoras lo analizaron y trataron de inferir sus propiedades, imaginar su estructura o establecer su auténtica naturaleza, pese a los poquísimos datos con los que contaban para empezar a apilar teoremas. A pesar de su increíble rapidez de procesamiento, cuando se enfrentaban a las manifestaciones, las IAs eran como simios amontonando cubos de colores para intentar alcanzar de un zarpazo cuántico la comida. Miraron al objeto cara a cara, de igual a igual, de un ser superior a otro. Trataron de sumergirse como ballenas invisibles en los misterios de su física, cribando con tamices barbados un enigma que era demasiado extremo para una mente basada en el carbono. Tal vez incluso para la de una inteligencia artificial.
Aun así, lo intentaron. Cualquier información, por nimia que fuese, les sería tremendamente útil en los próximos minutos.
—Su eje F parece ser el que gobierna su física. A partir de ahora lo llamaremos cuerpo extraño Y-26 —decidió Gáimbeli, recogiéndose el pelo.
—Catalogado —respondió el ayudante—. Atención: segunda andanada entrando en el espacio normal… ahora.
El siguiente ataque estuvo compuesto por proyectiles de masa digital. Gáimbeli no sabía si tendrían alguna utilidad contra la manifestación (era imposible establecer si poseía algún sistema nervioso que la gobernara. Había muchas otras maneras de controlar un ente con cierto grado de autonomía en el universo, aparte de la inteligencia), pero quería agotar todas las posibilidades.
Tampoco pareció verse afectado en lo más mínimo por las bombas de pulverización lógica. Maldiciendo por lo bajo, la estratega maximizó la ventana que la mantenía en contacto con su soldado.
—Jan, prepárate —advirtió—. Entras tú.
—De acuerdo. Todos los sistemas listos.
De repente, sucedió algo imprevisto, una variación no catalogada en ninguno de los ataques anteriores. El objeto aceleró sin previo aviso, acercándose a la órbita de Fraal de un salto instantáneo. Las alarmas se dispararon. Los cruceros de combate alzaron los escudos y se prepararon para vaciar las santabárbaras.
En la sala de guerra, Gáimbeli alzó una mano perentoria, obligando a la flota a permanecer tranquila.
—¡No ataquen al enemigo! —gritó por el comunicador—. Que nadie abra fuego. Volvemos al plan original. Jan, puedes comenzar tu ataque.
Los capitanes asintieron, preparando sus ojivas y poniendo distancia entre sus naves y el blanco. Los sensores de puntería de un centenar de destructores se fijaron sobre éste mientras, muy abajo, en el planeta, un hombre hablaba con la armadura que lo llevaría a la batalla.
* * *
—¿Estás lista? —preguntó Jan.
La coraza indicó que sí, acelerando al máximo las máquinas de desfase temporal. El flujo de energía alcanzó cotas similares a las que la ciudad que descansaba a sus pies gastaría durante una década de existencia.
—Nivel de defensa operando sobre límites. Cuando tú quieras, Jan.
El soldado contuvo el aliento.
—Pues vamos a explorar noviembre —murmuró, y se colocó en cuclillas.
Un estampido sacudió sus oídos: la barrera del sonido se rompía.
Como un proyectil acelerado a velocidades prodigiosas, Jan salió disparado hacia el cielo. Desapareció durante dos segundos de los radares que lo seguían, saliendo de la atmósfera, y entró de nuevo en el espacio normal, a cincuenta kilómetros del enemigo.
Éste reaccionó cambiando de forma: se replegó sobre sí mismo en una décima de segundo, formando una esfera perfecta de mercurio.
—Sabe que vamos a matarlo —dijo Jan.
La voz de Gáimbeli le respondió serena:
—No pierdas tiempo. Creo que trama algo.
Jan se abalanzó sobre el enemigo, golpeándolo con toda la cinética de su movimiento. Hubo un encontronazo de fuerzas de gran magnitud. Las IAs aprovecharon este breve acercamiento al blanco para analizarlo más exhaustivamente; la coraza física de mercurio parecía tener el mismo espesor que una hoja de papel, y no era compacta.
Gáimbeli se preocupó. En lugar de una muralla, parecía algún efecto de tensión superficial del campo R.
Pero su hombre no lo había atravesado.
—¿Qué haces, Jan? ¿Por qué no lo golpeas? —preguntó.
El soldado describió una órbita veloz en torno al objeto. Este contraatacó, lanzándole haces de rayos de alta energía que esquivó a duras penas.
—He retrasado mi ataque. Observa mi reflejo sobre esa superficie.
En la sala de control, los analistas advirtieron el problema. El reflejo del traje de Jan aparecía nítido en el espejo de mercurio, un fenómeno que desafiaba todas las leyes de ese plano de la existencia.
—Esto no me gusta —masculló la estratega—. Será mejor que retrocedas. Trazaremos un nuevo plan cuando sepamos con exactitud a qué atenernos.
—Negativo. Lo tengo al alcance de la mano. Basta con que traspase ese blindaje y toque su núcleo. Si me alejo, es posible que ya no pueda volver a acercarme tanto.
—¡Obedece, Jan! Algo me dice que lo que ese campo protege no pertenece a este universo.
—¿Análisis? —preguntó a la armadura.
—Imposible de determinar. El ente alienígena es distinto a todo lo que hemos visto antes, incluso a las otras manifestaciones. Aconsejo prudencia.
A regañadientes, el soldado retrocedió. Era una minúscula mancha humana volando a velocidades supersónicas en torno a una masa especular de casi quinientos metros de diámetro. Una mota de polvo atacando a un leviatán.
La esfera volvió a cambiar de posición. La supermanada de naves más cercana disparó cuñas de proyectiles que se dividieron en un enjambre de pequeños cohetes. Una escuadra de veloces caza-bombarderos la atacó desde su misma trayectoria. Abrieron sus pétalos y ametrallaron al blanco con salvas de proyectiles.
El enemigo no pareció verse afectado por ninguno de los ataques. Viró en redondo, despreciando toda la cinética de su movimiento, y atacó a los cazas que lo perseguían. Una docena de ellos se volatilizaron sin dejar rastro. Los cruceros disparaban desde la misma curva del planeta, dibujando ríos de luz y haces de fuego, arrojando lanzas hechas de la misma materia que formaba el corazón de las estrellas. El espacio se convirtió en un lienzo de colores actínicos y explosiones cuánticas, una batalla en tiempo real que se desarrollaba en varias dimensiones paralelas.
Y Jan, en medio del armagedón, hacía girar aún más rápido sus máquinas.
—Necesito más energía… —musitó, y describió otra órbita en torno al enemigo.
* * *
—Está usando el pozo de gravedad del planeta como ancla —comprendió Gáimbeli—. Es como un iceberg: lo único que vemos de él es esa esfera tridimensional, pero por debajo… —Un escalofrío recorrió su espina dorsal—. ¡Jan!
—Te escucho.
—La tensión superficial del campo es como la capa de hielo de un lago.
—¿Podremos romperla?
—Creo que lo que quiere ese engendro es precisamente eso —caviló la estratega, muy concentrada—. Debes rozarlo, pero sin llegar a romper la cáscara de mercurio. Las propiedades de tu traje detendrán su capacidad de regeneración el tiempo suficiente para que puedas atacarlo.
—¿Estás segura? Me estaré arriesgando mucho si no la penetro al primer golpe.
—Confía en mí. —Gáimbeli cruzó los dedos a la espalda.
La estratega sudaba, a sabiendas de lo arriesgado del plan: si lograba insuflar suficiente calor en la grieta para que el volumen de espacio contenido en el enemigo se mantuviese estable, tal vez Jan pudiera alcanzar el núcleo. Pero si la energía no llegaba a un límite mínimo, explotaría con una fuerza equivalente a cientos de bombas nucleares.
El guerrero obedeció, acercándose al blanco mientras ejecutaba complejas cabriolas. El objeto no cesaba de bombardearlo con haces de partículas. Al mismo tiempo, Gáimbeli ordenó al destructor insignia de la flota que se aproximara con sus pantallas levantadas y se preparase para emitir una enorme cantidad de calor. El navío encendió sus motores, expeliendo un haz de plasma de cien kilómetros de longitud.
Jan rozó al enemigo con los dedos, obligándolo a retrasarse unas millonésimas de segundo respecto al flujo temporal estándar. En respuesta, la esfera se plegó en torno a él, anclándose tenazmente a su brazo. Su diámetro total disminuyó en un parpadeo, de quinientos a sólo un par de metros de anchura.
El soldado gritó, sintiendo cómo el enemigo penetraba en su coraza. El brazo derecho le ardía como si estuviese hirviendo.
Gáimbeli agitó los puños.
—Vamos —rogó—. Ahora déjate arrastrar, maldito cabrón…
Jan aceleró al máximo, empujando la esfera hacia la antorcha de fusión. Pesaba. Algo la anclaba con dedos invisibles al pozo de gravedad de Fraal.
—¡Muévete! —gritó.
Los gigantescos impulsores del crucero se aproximaron a menos de doscientos metros, y el universo ardió.
Jan no podía ver nada, salvo un flujo infinito de energía que bañaba ferozmente su cuerpo. Se sintió infinitamente pequeño en comparación a los gigantescos ingenios que proyectaban calor a su espalda. El traje aumentó al máximo la rotación de las máquinas de desfase temporal, tratando de protegerlo de la vorágine de fuego y los disparos a quemarropa del enemigo.
Su brazo hirvió aún más. El soldado chilló de dolor, pero no cesó su ataque. Empujó con todas sus fuerzas, introduciendo la mano unos centímetros más en la coraza del enemigo. Sus dedos se extendieron con lentitud, con la parsimonia de una estrella de mar, falange a falange.
El núcleo tenía que estar muy cerca. Sudor, calor, centímetros que parecían kilómetros, su brazo que dolía como el infierno…
De repente tocó algo sólido.
Rió salvajemente, saliendo del cono de plasma convertido en un pequeño cometa humeante. La esfera de mercurio, aún pegada a él, se arrugó como un pergamino consumido por las llamas.
El soldado respiró con alivio: era el efecto habitual. Ahora desaparecería, demostrando una vez más que el contacto directo con un ser humano era anatema para lo que guardaban aquellas cosas en su misterioso núcleo.
No sucedió.
En lugar de encogerse hasta desaparecer, el objeto comenzó a hincharse.
Asustado, Jan convocó energía dentro de un campo moldeable en su mano en forma de cuchillo. Se dispuso a golpear la esfera con intención de despegarse de ella.
El ayudante virtual de Gáimbeli se envaró por la tensión:
—¡El artefacto está comprimiendo grandes cantidades de energía!
—¡Cuidado, Jan! —advirtió Gáimbeli, aterrada—. ¡Está entrando en…!
La estática cegó su señal. El soldado dudó, retrasando su ataque un brevísimo instante.
—¿Qué…?
El objeto alienígena explotó.
La realidad pareció astillarse a su alrededor. El tiempo mismo fluyó más lentamente. Las neuronas de su sistema nervioso se encendieron debido a la formidable onda de energía. Las naves dispararon sus misiles. Jan sintió que se iba, que se perdía… su conciencia se fracturó en imágenes inconexas. Momentos de su niñez, besos robados, incógnitas súbitamente despejadas…
Las naves continuaron disparando alocadamente. El universo se expandió un poco más.
Jan Delvian cerró los ojos, y dejó de existir.