1… Lina
La capitana Lina Kolbrand se encontraba flotando en el Halo de su nave, disfrutando de la sensación de caída libre a través del nexo gaseoso. Su pájaro, un elegante balandro con dos mástiles de impulso, cortaba las concentraciones de hidrógeno de la nebulosa como un bisturí plateado.
Lina estaba triste, pero no sabía por qué. Tal vez la sensación de soledad extrema estuviese jugueteando con sus sentidos, acostumbrando a su cerebro a percibir que no había absolutamente nada en un radio de cien años luz. Hacia estribor, el cúmulo Sentrigys (una breña orbital clásica de gigantes azules) atraía con sus zarcillos enormes columnas de polvo. Era el objeto más alejado del núcleo de la Variedad, el último remanso de materia antes de la nada del Bolzai.
A menudo, Lina había observado en esas estructuras cósmicas una cualidad que se acercaba a la sensibilidad. Sentrigys parecía irradiar una majestuosidad serena y a la vez trágica. ¿Era real, o sólo una proyección de la mente humana? ¿Estaba adjudicando sentimientos a los accidentes naturales que divisaba desde el puente de su pájaro?
Por fortuna, Sentrigys no obedecía ni desafiaba a su sentido de la cordura, sino que parecía inocentemente ajena a sus intentos por humanizarla.
Lina llevaba tiempo en el espacio. Flotar en el Halo era una experiencia única, una comunión con el siguiente paso evolutivo al que aspiraba todo aquel que se lanzaba al vacío cabalgando tecnologías incomprensibles, pero algo en su interior comenzaba a reclamar la fisicidad de un planeta. A reclamar la tierra, el aire, la luz no totalizada por los instrumentos, experimentada como una caricia cálida y no como un mero flujo de partículas lleno de información sobre el pasado y el futuro. Echaba de menos un estado menos complejo de su mente, aquel con el que había nacido cuando sólo era una niña y su cerebro no se había añadido como un disco duro externo a la mente global de la nave. ¿Era la sencillez de la materia un premio al que aspirar, un descanso para una mente acostumbrada a ser más que humana? ¿Estaba buscando la diosa celeste, la vagabunda cósmica, involucionar por unos minutos a una forma más simiesca para reposar de su estado divino?
Se había preguntado en numerosas ocasiones si valdría la pena retroceder a una fase anterior de su vida, más relajada, antes de saber que el precio de la sabiduría y de la inmortalidad que buscaba se encontraba más allá de lo que podría pagar. Podía jugar como una niña con hojas rotas y conchas de mar, lanzando al océano de las estrellas sus pedazos; pero las ondas de esos chapoteos seguirían estando siempre demasiado lejos para que mojasen sus pies. Era el misterio congelado de los cuerpos celestes. El enigma de las Antiguas Edades, que la llamaba con un canto de sirena que podía oír, y muy nítido, dentro de la calidez uterina del Halo.
Sí, estaba triste. Y ninguna de estas cábalas explicaba por qué.
—Sé que estáis ahí —murmuró, para nadie en particular, salvo quizá para la breña de gigantes azules—. Salid de la madriguera, vamos…
Los zánganos que la perseguían estrecharon el perímetro de búsqueda. Sabían que la Eurídice estaba allí, en alguna parte, riéndose de ellos. Lina se sentía orgullosa de su habilidad para sortear las defensas Ur, del juego mortal que sostenía con unos sistemas de vigilancia capaces de detectar variaciones químicas en la nube a media unidad astronómica de distancia, pero no tenía ganas de reír: su ansia de matar había sido saciada por aquella noche.
Tres horas antes había emboscado un transporte de enlaces por nucleón procedente de Dérelon, en los sistemas de la Espingarda Púrpura: cuatro naves pesadas, un nautilo de comunicaciones y seis balandros de vigilancia. Poseían suficiente potencia de fuego para arrasar toda una colonia, pero eran muy lentos. Lina había aprendido a engañar a su software predictor de trayectorias con un truco tan simple como peligroso.
Había colocado a la Eurídice al acecho, cabalgando la onda de choque de un lejano quásar. Se había pasado jornadas enteras en vela elucubrando un complejo plan de aproximación al convoy, que incluía mover de su sitio un púlsar y hacerlo estallar para que el frente electromagnético confundiera sus antenas. Pero se llevó una grata sorpresa cuando la cognoscitiva la puso al día de los fenómenos locales: un anillo de agujeros negros se había desplomado cincuenta mil años atrás en las proximidades de Calipsos, enviando una onda de choque en todas direcciones. Casualmente, esa onda iba a alcanzar al convoy en menos de doscientas horas.
Lina postergó astutamente su intervención cinco días, esperando a que el fenómeno estelar los alcanzara. Cuando sucedió, su ataque relámpago fue devastador. Las pantallas de radar del enemigo quedaron cegadas quince angustiosos segundos, durante los cuales el mundo exterior dejó de existir. La Eurídice, con las posiciones de todas las naves del convoy memorizadas, sólo tuvo que bombardear despiadadamente (y a ciegas) los puntos en los que preveía que estarían los transportes al cabo de unos segundos.
«Resplandece. Mi universo resplandece. Con luz y vida, con oscuridad y muerte. Con las decisiones de simples corsarios como yo, que acaban por afectar a los destinos de muchos».
Redujo las naves Ur a chatarra. La carga útil de estas naves, ahora una densa nube de energía, se desparramó por el vacío. Lina logró pescar casi un cuarenta por ciento de aquellos enlaces atómicos, un tesoro en energía pura que valía su peso en oro, por utilizar una expresión popularizada por los antiguos piratas de los océanos.
Por supuesto, las patrullas Ur no habían tardado en reaccionar. Una vez que obtuvo su premio, Lina alzó contramedidas y abandonó el lugar de la matanza como si la muerte le pisara los talones, huyendo hacia las profundidades de la nebulosa.
Lina se despejó. El Halo entró en modo de alerta: había captado una señal, una débil pulsación de motores semejantes a los de la Eurídice.
La capitana ordenó al reactor principal desconectar la energía. La nave se convirtió en un proyectil azul que caía hacia el punto de salto, silenciosa y majestuosa como el grito de un dios que hablara en pájaros.
—Vamos, salid de donde estéis… —masculló, inquieta.
Ese fue el momento que otra nave similar a la Eurídice escogió para hacerse visible, surgiendo de los zarcillos de gas como un cetáceo cromado. Navegaba con impulsión propia, acercándose a ella como un tigre al acecho.
Lina blasfemó y reactivó los sistemas. De nada le servía navegar en silencio absoluto si a otra nave le daba por cantar ópera en todas las frecuencias a mil metros de su posición.
Activó los cañones y apuntó al recién llegado. En menos de lo que tardó en realizar la primera exploración con sus sensores, recibió un mensaje directo de la otra nave.
—Vaya, parece que el imbécil quiere dialogar. —Se dirigió a su cognoscitiva—: Abre el canal dos.
Una ventana mostró el busto de un hombre corpulento, de rostro dócil y barba rala. Era tan feo que resultaba repulsivo a la vista, con ojos demasiado separados, una nariz roja y bulbosa y una túnica de seda que le caía sobre el pecho montañoso, formando arrugas sobre el vientre.
—¡No dispares! —rogó el hombre—. Estamos en el mismo bando, compañera.
—Yo no soy compañera de nadie —contestó Lina glacialmente—. Y menos aún de un furtivo.
—El demonio se reconoce en el espejo. He visto los restos de la calamidad que dejaste ahí atrás.
—¿Cuánto tiempo llevas en este sector?
—Más o menos el mismo que tú. Los urtianos deben de estar realmente cabreados. ¿Cuánto les has robado, quince mil megatones sin adulterar? Ha sido el golpe más impresionante que he visto en años.
—Corta la cháchara —le ordenó Lina, comprobando las posiciones de los zánganos Ur. Algunos se acercaban peligrosamente—. ¿Qué quieres?
—Tal vez podríamos compartir una parte de esa preciosa carga que llevas si te ayudo a deshacerte de las patrullas. He captado la baliza de reconocimiento de un destructor a tres UAs de aquí.
—¿Un destructor? Imposible.
—Ahora mismo está escudado por el reflejo de Sentrigys en la nube, pero no tardarás en localizarlo. Y entonces será muy tarde para escapar. Esos monstruos sólo enseñan los dientes cuando ya te tienen entre sus garras.
—Espera… yo te conozco, ¿verdad? —Lina ubicó aquel rostro deforme en otro decorado menos majestuoso—. Te vi en la Reserva de Beltra, en la Espingarda. Eras uno de aquellos apestosos comerciantes de monos.
—¿Te ofrecí degustarlos, por casualidad?
—Le partiste el cráneo a uno durante mi almuerzo.
—Yo no tengo la culpa de que los sesos pierdan su frescura si no se mata al animal justo antes de consumirlos. Para eso sirven los orificios que hay en el centro de las mesas, ¿no lo sabías? Tienen el diámetro justo de sus testas.
—Sentí náuseas durante tres días. Gracias por recordármelo. Ahora quiero ver cómo te largas de aquí a toda velocidad antes de que decida hacer lo mismo contigo.
El hombre sonrió con falsa beatitud.
—Calma, calma. La crueldad también forma parte de la naturaleza humana. Nuestra prioridad ahora son los urtianos. Da la casualidad… de que conozco un atajo para atravesar la nube sin colisionar con ningún asteroide vagabundo. Tengo las coordenadas de un túnel memorizadas en mi cognoscitiva. Podríamos salir de aquí sin esperar a alcanzar el punto de salto seguro.
—¿Cómo has cartografiado la nube?
—No he dicho que el trabajo sea mío, sólo que poseo el resultado —puntualizó—. Se lo robé a una aspilla zonográfica que hacía un reconocimiento cerca del borde, hace un semestre. Sólo hay que extrapolar las trayectorias de los cuerpos errantes y jugar un poco a las canicas.
Lina se sintió tentada; una señal muy potente emanaba del otro lado del cúmulo de nubes, algo lo suficientemente grande como para despertar a su sexto sentido. Por primera vez temió que el cuento del destructor fuese verdad.
El furtivo prosiguió:
—A cambio de un rápido desestibaje de tu carga, puedo facilitarte las coordenadas y salir zumbando.
—Ya. Te doy un porcentaje del botín y un segundo después me veo convertida en átomos en el corazón de alguna nova.
—Qué desconfiadas sois las mujeres…
—Lo justo para seguir vivas.
La señal se hizo patente en el radar. Ya no era una interferencia: un objeto de gran masa y velocidad se acercaba. Por su eco de impulso, Lina dedujo que cabalgaba tecnología Ur.
El furtivo parecía nervioso.
—¿Y bien? ¿Hay trato? —urgió.
La capitana encogió los hombros.
—Pásame las coordenadas. Las verificaré.
—Una mierda.
—Estoy a cuarenta segundos del punto de salto. O lo hacemos a mi manera o no hay negocio.
El hombre se mordió el labio inferior. Lina conocía de sobras a la gente de su calaña. Se había encontrado con muchísimos vagabundos que querían sacar tajada de los logros de otros. A menudo le parecía que el complicado carácter de esos furtivos, junto con su astuta y cruel inteligencia, se concentraba en sus cejas de rata y sus habituales mentones huidizos, un rasgo común (o al menos a ella se lo parecía) de cualquier rata de cloaca lo suficientemente rica como para haberse comprado una nave propia.
Tras unos segundos de indecisión, al tiempo que los perros exploradores de los zánganos los localizaban y apuntaban con sus armas, el furtivo escupió:
—Eres una chupapollas.
—Ya te gustaría.
—Está bien —claudicó él—. Aquí van los datos. Pero date prisa en analizarlos o te van a pillar con las bragas bajadas. Y a mí también.
Instantáneamente, la Eurídice recibió un paquete de bits. Lina minimizó rápidamente la ventana que la mantenía en contacto con el furtivo y pidió a la cognoscitiva que lo comprobase. Una línea quebrada apareció superpuesta al plano estelar, zigzagueando peligrosamente cerca de enjambres de meteoros, pero desembocando finalmente en una región segura a media docena de segundos luz.
En principio no parecía haber truco. Pacientemente, empezó a comprobar si alguno de los fenómenos a los que se aproximaba la curva podía haber afectado a los cálculos.
—¿Lo hacemos o no? —la apremió el furtivo, sudando—. ¡Los tenemos encima!
—Un segundo.
—¡Ni un segundo más, puta! —gritó—. He cumplido con mi parte: ahora dame la mitad de la carga.
—¿La mitad? Estás loc…
La capitana enmudeció. Dos pulsaciones se hicieron visibles en el radar a menos de cien kilómetros de su popa.
Activó los sistemas defensivos y alzó contramedidas. La Eurídice viró a estribor, casi chocando con la nave del furtivo, y ejecutó una maniobra que la impulsó lateralmente. El Halo impidió que Lina saliera despedida de su puesto de mando, pero notó el brusco acelerón.
Unos cuantos indicadores despertaron, fluctuaron, volvieron a caer a cero. Los sensores creyeron detectar algo justo en su ruta. Lina, aterrada, ordenó virar.
La violencia de la maniobra hizo temblar el casco. Como si hubiese chocado con una roca y rebotado, su nave soportó un viraje tan brutal que a punto estuvo de partirla en dos.
De la nube surgieron los zánganos, cayendo sobre su sombra. La estela de la Eurídice entró en contacto con la malla que habían tendido, chisporroteando en el vacío. Maldiciendo, la capitana recuperó la verticalidad dentro del Halo y confirió máxima presión a los propulsores. Los mástiles ventrales de impulso brillaron como soles.
—Animo, preciosa —suplicó—. Vuela, por lo que más quieras.
La vaporosa tirantez de la nebulosa se quebró, dejando pasar el corpachón de un destructor urtiano. Lina tragó saliva. Tenía expuestas sus bahías de lanzamiento de misiles.
Pero no iban a disparar. Rezó por no equivocarse esta vez. Si había algo que podía interesarles más que castigarla por su atroz crimen, era recuperar la carga.
Tratarían de cogerla viva, y si veían que era imposible, la volarían en pedazos. Las preocupaciones filosóficas con las que se había divertido elucubrando antes volvieron a ella. Querer regresar a un estado más simple de la existencia, y con él a una vida sencilla (como la de su hermana, allá en la colonia) era un juego mental con el que entretenerse imaginando posibilidades: Lina dejando de asaltar convoyes urtianos, buscándose un marido y un trabajo como mensajera varios saltos arriba y debajo de su planeta natal, viendo cómo se le hinchaba la barriga al son de la canción de cuna de varios hijos… no estaría mal, y menos cuando las consecuencias de sus actos hacían aún más deseable esa vida. Aquellas elucubraciones dejaron de ser un agradable juego en cuanto tuvo al destructor en su popa, para convertirse en una lejana utopía.
Su teoría parecía ir bien encaminada. Delante del destructor, un enjambre de zánganos y naves rápidas cerraron filas en torno a su trayectoria.
El balandro del furtivo le mostró su cuaderna por babor.
—Te dije que no quedaba tiempo —graznó el hombre, arrugando como un pepino su nariz roja—. ¿Sabes qué? Me voy a largar tan deprisa de este matadero que no voy a dejar ni un miserable eco de plasma. Que te follen, a ti y a tu carga.
—Parece que tú tampoco juegas limpio, ¿eh? —gruñó Lina en respuesta—. Las coordenadas que me diste me conducirían a salvo por el interior de la nube, pero de cabeza al cuadrante que ocupaba ese destructor hace unos minutos.
El furtivo hizo un mohín.
—Te lo dije: la crueldad es intrínseca a la naturaleza humana. Si hay que caer en sus garras, mejor tú que yo, preciosa.
—Entiendo. —Lina entrecerró los ojos, cargando una salva de torpedos de masa digital. No dañarían la integridad de las naves urtianas, pero muestrearían su software a través del casco y lo confundirían con oleadas de datos.
Los sensores del furtivo debieron captarlo, pues opinó, divertido:
—Eso no te servirá de nada, chochito. Las cognoscitivas Ur no siguen una pauta lógica fractal, como las nuestras. No piensan de la misma manera.
—Lo tengo presente. Por cierto, «amigo» —Lina esbozó su sonrisa más sarcastica—, ¿cuándo dijiste que habías entrado en la nebulosa?
—Al mismo tiempo que tú. ¿Por qué?
La sonrisa se le congeló en la cara.
—Porque no es a los urtianos a quienes estoy apuntando —puntualizó Lina, dando la orden mental para el disparo.
Al momento, varias esferas de interferencia digital estallaron en torno al balandro del furtivo. Su imagen virtual se deshizo en una sacudida de estática, y el navío empezó a escorar.
Lina lo esquivó y siguió de largo, recorriendo a la máxima velocidad posible la distancia que la separaba del punto de salto. Los urtianos cayeron sobre el furtivo, que siguió volando inercialmente unos segundos más. Los zánganos se posaron sobre el casco del balandro, bombardeándolo con cascadas de neutrones. El desgraciado debió morir en el acto, imaginó Lina.
La capitana sintió algo de lástima por él, pero la sensación pasó rápido (de hecho, en cuanto la palabra «mono» vino a su cabeza). La apuesta había sido arriesgada, pero con toda la interferencia de la nube era casi imposible que los urtianos supieran con certeza cuál de las dos naves había asaltado el convoy.
—Algunos tienen más «naturaleza humana» que otros —murmuró, y preparó la nave para el salto.