Capítulo 15. Superando a la maestra
Mientras la calidad de nuestros proyectos y prestigio en Nepal iban aumentando día a día, en España estábamos sumidos en una profunda crisis económica. Si no hubiera sido por los préstamos que nos hacían Maya y los amigos de Kami, algunos meses no nos hubiera sido posible pagar a los maestros.
Para que el proyecto hubiera funcionado bien, la infraestructura de Amics de Vicki Sherpa en Barcelona tendría que haber crecido. Hubiéramos necesitado a alguien que, además de la administración, hubiera podido desarrollar un plan de captación de fondos y difusión del proyecto, tal y como yo lo comencé al inicio del mismo. Paradójicamente esta etapa coincidió con la baja de tres personas que habían sido claves en el montaje de la ONG: Miquel Martí tuvo que dedicarse más a las tareas de la Unesco y, aunque siempre nos ha ayudado cuando le hemos necesitado, se marchó. Ramón Prats se fue a vivir a Estados Unidos de América y Maria Antònia Pujol fue nombrada vicedecana de la Universidad de Barcelona, con lo que tenía demasiado trabajo al que atender.
Se quedó mi hermana como capitana del barco. Le siguieron un grupo de jóvenes extraordinarios a los que espero que la vida me dé un día la ocasión de agradecer y devolver las horas de sacrificio, de dolor y de angustia que le dedicaron al proyecto. Eran Bibiana Calvera (Bibí), las hermanas Mercé y Gloria Basaganyas y Ramón Peris. A pesar de su juventud, su falta de tiempo y su falta de medios y de experiencia en el mundo de las ONG, aquel grupo de jóvenes realizaron trabajos monstruosos que fueron decisivos para el desarrollo de los proyectos allí.
Eran épocas muy duras para ellos. Bibí me contaba que iban a las empresas a pedir subvenciones y siempre acababan teniendo la misma conversación:
—Hola, venimos de parte de una ONG —decía Bibí.
—¿De parte de quién? —contestaban.
—De una ONG —repetía ella incansable.
—¿Y eso qué es? —decían ellos.
—Una Organización No Gubernamental —contestaba Bibí.
—¿Y cómo se llama? —se interesaban las empresas.
—«Amics de Vicki Sherpa» —decía Bibí.
—¿Amigos de quién? —repetían asombrados.
—Amics de Vicki Sherpa —respondía Bibí con paciencia.
—¿Y ésa quién es? —concluían.
Sin embargo, a pesar de trabajar en un terreno que no estaba de moda, ellos consiguieron hacerse con un grupo de patrocinadores que siempre han apoyado nuestra causa. De aquella época nació la colaboración de la Escuela Betania Patmos y de la escuela Barkeno, y también la ayuda de algunos miembros de la comunidad pakistaní de Barcelona: Malik, a quien todos llamamos cariñosamente Chacha, que en urdu significa «tío»; Atzal, profesor y periodista, y Abasi, una persona increíblemente voluntariosa, que se han convertido en miembros de nuestra familia, y siempre nos han apoyado en la organización de todo tipo de actividades.
Nuestra junta directiva consiguió financiación para la construcción del edificio de la escuela. Para ello, sacaron fondos de la Generalitat y del Fondo de Cooperación y Desarrollo. Era un proyecto gigante, que lo iba a presentar Arquitectos Sin Fronteras bajo la dirección de Pere Armadás, profesor de la Universidad Politécnica de Barcelona.
Otra de las gestiones que hicieron fue el transporte de un autobús que había donado la empresa Sarfa, a través del Rotary Club Costa Brava. Aquello fue una aventura sin nombre, que culminó en un auténtico fracaso.
El autobús se llenó de piezas de recambio por si surgían reparaciones, también lo llenaron de material escolar, medicinas y otras donaciones. Se acordó que el vehículo viajara vía marítima hasta Calcuta, donde una empresa de transportes nepalí habría de llevarlo, atravesando la India, hasta llegar a Nepal.
Como la demanda de gestiones se hacía cada vez mayor, la sede de la organización se trasladó a un local que pertenecía a Mercé Escayola. Los miembros de la nueva junta, a pesar de dedicar incontables horas de trabajo y un esfuerzo sobrehumano a nuestra organización, no daban abasto para satisfacer las necesidades mínimas del proyecto. Durante muchos meses, mi hermana Imma, Bibí, Mercè y Gloria iban todos los días al salir del trabajo. Luego, se reunían los sábados y domingos. Aquel esfuerzo les servía sólo para atender las necesidades mínimas, porque cada uno de ellos tenía que trabajar durante el día para ganarse la vida y había gestiones que debían hacerse en horario laboral y que se quedaban por hacer.
Las iniciativas para la recaudación de fondos y la difusión del proyecto eran mínimas, porque cualquier movimiento suponía una carga adicional imposible de soportar. Paradójicamente, en Nepal, cada año iba aumentando el número de niños escolarizados y los proyectos adicionales que ya he explicado con anterioridad. Eso suponía una inversión cada vez mayor en infraestructura, mobiliario, personal y otras cosas que desde la asociación era imposible proporcionar.
Por mi parte me sentía cada vez más sola, más abrumada y con mayor desolación. A nivel personal había contraído deudas económicas, ya que no sabía distinguir entre mi vida privada y mi profesión: muy a menudo, cuando visitaba las barracas de los pobres, volvía a casa y les llevaba lo que tenía para comer. Se inició así un círculo vicioso que acabó destruyendo mi vida familiar. Todos los días venía alguien a pedirme comida; a veces, me esperaban sentados en el umbral de la puerta. Eran los padres de mis estudiantes: venían con sus hijos y me contaban sus problemas: algunos necesitaban medicinas; otros, me pedían ropa; los ruegos eran constantes. Estaban hambrientos y yo no me podía negar. Para mí eran como la prolongación de mi propia familia. Un día, al abrir la nevera, descubrí que estaba completamente vacía. Me había quedado sin leche para mi hijo. Era de noche, había estado todo el día trabajando y no tenía ni dinero para comprar ni comida para cenar. El niño lloraba; Kami, como era habitual desde hacía varios meses, aparecía pasada la medianoche, apenas nos veíamos y nuestra relación se hacía cada vez más distante. Cogí el teléfono y le pedí a Maya que si podía prepararme comida. Ella mandó a su marido para que viniera a buscarnos al niño y a mí. Aquella noche Maya y yo lloramos largo y tendido:
—Eres una persona muy especial, Vicki —me dijo Maya—. Nunca he conocido a nadie con más capacidad y más fuerza que tú, pero, precisamente por ser como eres, debes cuidarte. No consientas que los pobres te empobrezcan a ti también.
Aquellas palabras me hicieron reaccionar. Recordé una frase de Emerson que expresaba muy bien la situación que estaba viviendo en aquel momento: «Para poder elevarme, tienes que estar en un terreno más alto». ¿Cómo pretendía yo ayudar a los pobres desde mi angustia, mi infelicidad y mi pobreza?
A la mañana siguiente me presenté en la escuela Lincoln School, que estaba regida por los americanos. Fue una intuición repentina. Necesitaba trabajar en alguna institución que me permitiera recuperar la dignidad económica que había perdido. Al igual que las demás ocasiones en que he escuchado mi intuición, habría de encontrar una agradable sorpresa: la escuela Lincoln necesitaba una profesora de español para empezar a trabajar a partir del mes de agosto. Estábamos en el mes de febrero del año 1995. Aquello significaba un trabajo a tiempo completo: de ocho a cuatro de la tarde. Aunque sabía de antemano que no era la solución ideal, intenté buscar los aspectos positivos de aquella oferta. Tendría que aprovechar la oportunidad que se me presentaba para remontar económicamente. A otros niveles aquélla podría ser una ocasión maravillosa para delegar parte de mis funciones en Nimdiki y potenciar el liderazgo dentro de la comunidad nepalí. Yo podía continuar trabajando en la escuela Daleki durante las tardes, cuando saliera de Lincoln School.
Fue en esa época, en casa de Karuna Rana, cuando conocí a mi hermana Marilú Sharif. Ella es mi hermana, como también lo es Mercé. Marilú, la que, por encima de mi proyecto y de los niños de Nepal, se ha interesado por el ser humano que soy yo. Ella es la que, a partir del día que la conocí, se encargó de que, paralelamente al proyecto, Vicki Subirana estuviera bien y fuera feliz. Cuando Marilú entró en mi vida, sentí el verdadero calor de alguien que me quería. Y ese amor no era suave y distanciado, era tan abrasador como si fueran llamas de fuego que calentaban mi interior. Esas llamas destruyeron el enganche de algunas garrapatas que tenía pegadas desde hacía tiempo con el falso nombre de «amigas», aquellas que se alimentaban de mi miseria y que, por lo tanto, cuanto más desgraciada era yo, más felices se sentían ellas. Esas garrapatas se enganchaban a mí en función del proyecto que dirigía, se nutrían de mi infelicidad y divulgaban mis secretos y mi vida personal sin ningún escrúpulo.
Gracias al sustancioso salario de la escuela Lincoln, al cabo de unos meses pude devolver todas mis deudas y me convertí en una persona económicamente libre. Me corté el pelo, me pinté las uñas, me puse las zapatillas de footing y volví a correr; me compré ropa femenina y adelgacé. Marilú tuvo mucho que ver en ese cambio: me llamaba todos los días para saber si había hecho mis deberes y si el plan que nos habíamos propuesto estaba funcionando bien.
Maya se alegró muchísimo de mi prosperidad, pero «mis garrapatas» comenzaron a murmurar diciendo que mi nuevo aspecto no era el más apropiado para representar a alguien que trabajaba en el Tercer Mundo: ellas preferían tener a una Vicki gorda, fea y subyugada económicamente. Claro que Marilú era quien mejor describía la patética situación que había vivido y me decía:
—La vida que llevabas tú antes no la llevan ni los mártires, ni las monjas. Estas últimas, el día que se pongan viejas y enfermas, tendrán a la comunidad religiosa detrás, que les seguirá poniendo el plato en la mesa y las cuidará. Dime, Vicki: si tú no miras por tu presente y tu futuro, ¿quién lo hará?
En aquella época aprendí una técnica muy eficaz para sanar la mente cuando me enteraba de que alguien trataba de calumniarme. Es una sabia combinación entre el budismo y el cristianismo: cuando sabía que alguien me quería mal, en lugar de devolverle malas palabras o malos pensamientos, cogía el rosario de Dudjom Rimpoche y recitaba las palabras de Jesucristo: «Perdónale, Dios mío, porque no sabe lo que hace». Con este antídoto, la energía negativa que te mandan queda diluida y se transforma en algo que va a ser beneficioso para ambos.
Cuando mi hijo Lobsang ya hablaba bien, se le practicó lo que los sherpas denominan «la ceremonia del pelo»: mi hijo tenía 2 años y medio, y nunca antes se le había cortado el pelo. Los sherpas creen que si se profana esta tradición antes de que el niño empiece a hablar, se le extermina la fuerza, porque, con el cabello, se corta también una de las mayores fuentes de energía de la criatura. Si se practica este rito antes de que el niño hable, se puede quedar mudo, tonto, o perder parte de su poder mental.
Esta tradición tiene un enorme parecido con la leyenda de Sansón, el último de los siete jueces de Israel, héroe nacional de la lucha contra los filisteos. Su fama va ligada a numerosos episodios de su guerrilla personal y a su fuerza. El secreto de esta fuerza residía en su larga cabellera. Cuando Dalila le cortó su cabellera mientras dormía, Sansón perdió su fuerza y fue encarcelado. Pero, con el tiempo, su cabello creció nuevamente y pudo destruir el templo de Dagón, donde perdió la vida junto a miles de sus enemigos.
Mi hijo lucía una pelambrera que nada tenía que envidiar a la del mitológico Sansón. Mi suegra estaba contentísima de que hubiéramos respetado aquella tradición tan importante para ella. Mi madre, en España, sin embargo, estaba que se la llevaban los demonios, porque decía que mi hijo, de no cortarse el pelo, lo tenía enratonao.
Para la ceremonia, tuvimos que consultar con el lama, para que nos indicara el mejor día, hora y lugar. Preparamos para ello una sábana blanca que se puso en el medio del jardín. Luego colocaron al niño encima. El barbero, utilizando tijeras y un peine nuevos, comenzó a cortarle el pelo mientras el lama encendía incienso y rezaba mantras sin cesar. Al niño lo dejaron con la cabeza más pelada que un cazón. Liaron el pelo, junto con los objetos que habían servido para el ritual, en la sábana blanca y se lo llevaron para echarlo en un río donde nadie lo pudiera profanar.
En aquella época nos avisaron de que el autobús que nos había regalado la empresa Sarfa acababa de llegar a Nepal. Fuimos a presentar los documentos para poder sacar el vehículo de la aduana, pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando descubrimos que los aduaneros no estaban dispuestos a darnos lo que era nuestro. A partir de aquel día comenzaron a ponernos una pega tras otra hasta que aquel asunto se convirtió en un gran problema. Los aduaneros de Nepal, con los colmillos afilados y la boca haciendo babas, al ver que se trataba de una pieza suculenta, no querían darnos el autobús sin hincarle el diente.
Estuve dos años trabajando en el caso. Contraté a los mejores abogados, pero todos ellos desistían porque veían que aquello era un enfrentamiento directo con el gobierno y no querían meterse en un berenjenal.
Al cabo del tiempo, impotente, perdida y desgarrada por la injusticia y la insatisfacción, escribí una carta a Su Majestad la Reina de España, de la que reproduzco a continuación algunos fragmentos:
«Querida Majestad,
»Soy una ciudadana española residiendo en Nepal desde hace siete años. El motivo por el cual dejé mi trabajo de maestra en España y me vine a vivir aquí fue el establecimiento de una escuela para niños pobres y marginados del país [...].
»Uno de mis objetivos principales al escribir el proyecto fue la formación del personal docente, ya que, en Nepal, todavía no se exige una cualificación específica para trabajar en las escuelas [...].
»Además de las actividades mencionadas anteriormente, la escuela imparte clases de alfabetización a los padres de los niños de la escuela, que asisten diariamente con el ánimo de mejorar el lastimoso estado de ignorancia y miseria en el que se encuentran.
»Hasta ahora hemos conseguido sacar adelante el proyecto trabajando gratuitamente para la causa que nos ocupa [...].
»Para disminuir los gastos del presupuesto, la Universidad Politécnica de Barcelona, juntamente con Arquitectos Sin Fronteras, han conseguido financiación económica de la Generalitat de Catalunya para la construcción del edificio de la escuela que se está llevando a cabo en el distrito de Balaju.
»Hace aproximadamente tres años, la empresa Sarfa nos regaló un autobús de la marca Pegaso, ya que los niños vienen al colegio desde diferentes zonas de Katmandú y el alquiler nos cuesta muy caro. El autobús, que salió de España vía marítima, venía cargado de materiales escolares, medicamentos, ropas y demás objetos provenientes de donaciones que, muy bondadosamente, la gente española había otorgado para los niños de la escuela.
»Bajo el pretexto de que el autobús tiene más de cinco años y de que esto va en contra de la regulación nepalí para la entrada de vehículos en el país (basada en la prevención de la polución), el vehículo permanece desde hace dos años en la frontera de Birgunj.
»Hace algún tiempo nos dieron a conocer la noticia de que el autobús iba a ser subastado. Teniendo en cuenta el motivo por el cual no nos ha sido concedida su entrada, considero una gran injusticia que otras personas se beneficien del vehículo después de la subasta, ya que este autobús debería utilizarse, de entrar en el país, para la causa por la cual fue donado y no para otros intereses.
»Hasta ahora hemos intentado todos y cada uno de los recursos legales sin resultado alguno. Humanamente me siento agotada: en Nepal no tenemos embajada para poder recurrir al consejo. Ésta es la razón por la cual me dirijo a Su Majestad, porque sería de una gran ayuda si Su Majestad pudiera interceder a través de Su Majestad el Rey de Nepal para que nos ayudara en este asunto.
»Siento un gran cariño y profundo respeto por Su Majestad y el tenerle como reina del país en que nací me honra como española y como ser humano.
»Muy respetuosamente,
Victòria Subirana».
Fueron muchas las diligencias que se hicieron al respecto. Las colaboraciones de los representantes de la embajada española en Nueva Delhi, a través del señor Álvaro del Castillo (que falleció tiempo más tarde) y de su sucesor, el señor Alberto Escudero, y también José Antonio de Ori, fueron encomiables y constantes, pero dieron escaso resultado.
A partir de entonces me llamaron varias veces a palacio para entrevistarme con el secretario del rey de Nepal, pero las gestiones no parecían dar resultado alguno: los aduaneros habían saqueado el autobús y amenazaban con subastarlo. Irónicamente, nos ofrecieron comprarlo como únicos postores por once millones de pesetas. La corrupción estaba servida. Los buitres que viven de picotear en las entrañas de los pobres infectaron el sector aduanero de Nepal. Eran carroñeros y apestaban...
En febrero del año 1998 recibí una sorpresa de las mejores que me han dado en mi vida: una noche, cuando ya estaba en la cama, me llamó Pep Ros diciendo que Rodrigo Ferrer había sido destituido de su cargo político. El nuevo director había accedido a que se terminara el documental que habíamos empezado en el año 1993. En TV3 corrían nuevos aires, aires de esperanza, de justicia, de creatividad sin límites y de compasión.
Pep Ros y Josep María llegaron a Nepal a las dos semanas de la noticia. Habían pasado cinco años desde que empezáramos las primeras grabaciones en Cataluña. Lobsang había crecido mucho y, paralelamente, el proyecto había crecido con él.
Las filmaciones se llevaron a cabo teniendo en cuenta que yo me encontraba dividida entre mi trabajo en la escuela Lincoln y los proyectos de mi organización.
Lo que más sorprendió a Pep Ros fue ver cómo se estaba llevando a cabo la construcción de nuestro nuevo edificio. Pere Armadás (de Arquitectos Sin Fronteras), en el diseño de construcción, había implementado por primera vez en Nepal una técnica arquitectónica importada directamente del más puro estilo Gaudí: se trataba de lo que se llama microconcreto ferrocemento, que se obtiene a partir de mezclar arena, cemento y agua en una tela metálica con varillas de acero, para construir una bóveda que aguanta por sí misma el peso de la gravedad. Aquello fue una auténtica revolución en Nepal, porque los materiales eran muy baratos y el resultado, extraordinario, todo ello gracias a la ayuda del Fondo de Cooperación y Desarrollo, la Universidad Politécnica de Barcelona y de la Generalitat.
La construcción de aquel edificio, que en un principio tenía que servir para cobijar a los niños de la escuela Daleki, se había convertido en otro proyecto diferente: el terreno para construir tenía que ponerlo VEDFON y nos fue imposible comprarlo en un lugar céntrico, ya que el precio del solar estaba muy caro. Pronto nos dimos cuenta de que, al tratarse de un terreno que se encontraba ubicado en una zona rural, se hacía imposible el traslado de la Daleki. Entonces se decidió que aquélla sería una nueva escuela, destinada a escolarizar a los niños pobres de aquella zona. La escuela se llamaría Escola Catalunya y se construyó gracias al esfuerzo que pusieron los arquitectos Pere Armadás, Xavi Codina, Arola, y Albert Ponts, que supieron organizar a los trabajadores de la construcción de origen nepalí que hicieron la obra.
Esta escuela fue inaugurada en diciembre del año 2000 por una persona que reúne cualidades poco frecuentes. Se trataba del director de Proyectos Internacionales de la Generalitat de Catalunya, el señor Jaume Giné. Un hombre justo donde los haya, con una carrera política y humana excelente y remarcable. El señor Giné quedó muy sorprendido al ver el nivel y la calidad de todos nuestros proyectos, ya que no paraba de elogiarlos, lo cual fue motivo de muchísimo orgullo para mí y para mi equipo. Era la primera vez que un experto en cooperación internacional nos visitaba. Vino acompañado de su esposa Rosa María Guix, que me impresionó por su bondad y sencillez. Las sugerencias y consejos de Jaume Giné fueron un estímulo que nos ayudó a recobrar la autoestima, y a proyectarnos en el futuro con esperanza renovada.
En aquella época, además de los proyectos que ya he explicado con anterioridad, teníamos también lo que llamábamos negocios de familia, es decir, minicréditos para que las familias pudieran progresar en el terreno económico.
Pep decía:
—Para situarme un poco, hazme una lista de los proyectos que tenéis y, luego, una lista de las actividades que haces tú.
Cuando terminaba mi relato Pep no podía creer que mis palabras fueran ciertas.
Veía que habíamos progresado mucho y con mucha calidad, pero no se cansaba de decirme que me veía como una máquina. Él y Marilú coincidían en las mismas cosas. Marilú estaba indignada de ver el esfuerzo sobrehumano que tenía que realizar para combinar mis dos trabajos con las tareas de madre, esposa y ama de casa.
Cuando Pep y José María terminaron con la filmación, dejaron a una Vicki agotada física y mentalmente, pero feliz, porque con aquel documental se iba a hacer justicia: una vez más el bien había triunfado sobre el mal.
Un mes después de que se fueran los reporteros, contraje una enfermedad a la que los médicos no daban explicación. Tuve que estar en cama varios días. En realidad creo que se trataba de un terrible agotamiento. Me sentía triste y mal. La Escuela Lincoln me había enseñado muchas cosas. Adoraba a los americanos que había conocido allí, pero yo no había ido a Nepal para trabajar en una escuela de niños ricos. Me sentía terriblemente sola y no era feliz.
Decidí hacer caso a mi corazón y tirarme de nuevo al abismo de lo desconocido: dejaría la escuela americana y me marcharía a Barcelona. Removería cielo y tierra hasta encontrar un sueldo para mí. Un sueldo que compensara todos los ratos de angustia, los desvaríos emocionales y los trastornos físicos que había padecido durante los ocho años y medio que había permanecido en Nepal. Casi nueve años de voluntariado eran más que suficientes. Aquel día comprendí las palabras de Jesús y su mensaje: «Amar al prójimo como a uno mismo». Yo había amado más al prójimo que a mí misma, había desafiado una ley universal, y, siempre que eso ocurre, uno lo paga caro.
En cuanto pude expresar verbalmente aquel pensamiento, comencé a mejorar. En Nepal nadie me entendía. Miento: nadie excepto Nimdiki, Maya y Marilú.
En abril de aquel mismo año, TV3 emitió nuestro reportaje en el programa 30 Minuts. Fue un éxito tan grande que batió todos los récords de audiencia en TV3 existentes. Dicen que la audiencia era superior a los partidos del Barça. Tuvimos una influencia económica y divulgativa extraordinaria. Se lo debíamos todo a la lealtad de un periodista: Pep Ros. Ojalá la vida lo trate con la justicia y el amor que se merece.
Después del programa las cosas nos empezaron a ir mejor. Fue como si nos hubiera llovido agua bendita, ya que el grupo de jóvenes que había lidiado con la organización hasta aquel momento estaba tan harto de pasar penas, que se había tenido que retirar para sobrevivir. La única que quedaba llevando una cruz cada vez más pesada de arrastrar era mi hermana y el voluntario Domènec, un gestor de ONG, a quien Imma recurrió cuando se dio cuenta de que se había quedado sola y no podía más. Una organización con seis proyectos a espaldas de dos personas que, además, son voluntarias y no tienen disponibilidad para trabajar, era un cuadro abstracto, difícil de entender. Tendría que vivir muchas vidas para poder agradecerle a mi hermana las horas de angustia, los llantos, los disgustos y la sensación de impotencia que aquella hermosa mujer en la plenitud de su vida tuvo que soportar para que no se derrumbara la organización.
A raíz del programa el señor Joan Granados, que en aquellos momentos ejercía el cargo de diputado en el Parlamento de Catalunya, intercedió con el Honorable Presidente del Parlamento, el señor Joan Reventós, para que me recibiera.
Antes de marcharme a Barcelona, quería intentar resolver un problema de difícil solución: se trataba de los maestros que se iban de la escuela sin previo aviso. Cuando una de aquellas personas que habíamos formado con tanto esfuerzo se marchaba, era insustituible. Este asunto nos estaba afectando seriamente. A menudo los nuevos maestros no entendían el sistema, como en el caso de Ram Kumar, que sustituyó a Rochan cuando éste se marchó de un día para otro sin avisar.
Ram Kumar era un chico de carácter fuerte, que pronto comenzó a sembrar discordia y dispersión entre el personal docente. Yo impartía seminarios todos los domingos y les animaba para que continuaran trabajando en equipo, prepararan las lecciones entre todos y ayudaran a Ram Kumar en su formación. Sin embargo, aquella tarea se hizo muy difícil, porque la mayoría eran mujeres, y en el contexto cultural de Nepal, no estaba bien visto ponerse en un plano superior al de los hombres. Paradójicamente el plan inicial quedó totalmente modificado y, en lugar de aprender de aquellas mujeres expertas, Ram Kumar tomó la batuta de la orquesta y empezó a despotricar contra la escuela diciendo que aquellos niños estaban todo el día jugando, que no aprendían nada, que en la escuela de sus sobrinos a los 4 años, además de leer y escribir, ya sabían sumar y restar, multiplicar y dividir. No tardó mucho en hacerse un corrillo de seguidores, formado por algunos padres, dos miembros de la junta directiva de VEDFON y un par de maestras que se habían dejado engatusar.
Un día vino a verme una comisión para pedirme que revisara la pedagogía y las normas de la escuela. Me aconsejaron que lo mejor era permitir a los maestros el uso de los castigos físicos, porque, de lo contrario, no sabían cómo hacer para mantener la disciplina. Como aquello no les dio el resultado esperado, fueron a ver a mi marido para pedirle que me hiciera cambiar de idea. Kami estaba convencido de que a los niños, en la escuela, había que pegarles un poquito para poder mantener el orden. Según él, éstos no eran niños europeos: se trataba de críos medio salvajes y sin hábitos que sólo atendían cuando se les enseñaba el palo.
Aquello terminó en una buena pelea entre mi marido y yo. Parecía que Kami estuviera padeciendo de amnesia, ya no se acordaba de lo mal que lo habíamos pasado en la escuela de Pemba, donde los castigos físicos de los niños nos obligaron a marchar. Cada vez me encontraba más sola tirando del carro. Acabé diciéndole que, del mismo modo que yo no podía hacerle de guía e indicarle qué camino debía elegir a la hora de hacer trekkings, le agradecería que respetara mi profesión y mis principios y me dejara hacer las cosas a mi manera.
Hablé largo y tendido con Nimdiki, Maya y Marilú, y les dije que necesitaba plantearme seriamente el tema de la universidad de magisterio, pero no tenía ni idea de cómo empezar.
Maya, tan práctica como siempre, me dijo que lo primero que teníamos que hacer era solucionar los problemas con los maestros y con la junta directiva, después teníamos que ponernos manos a la obra para ver cómo montábamos la escuela de magisterio.
Como Maya era miembro de la junta, ella misma me dio la solución: hicimos una reunión en la que ella leyó un texto de Buda y otro de la diosa Saraswati (diosa de la sabiduría y de la educación), donde se ponía de manifiesto que a los niños había que educarlos con amor y con ternura. Los argumentos fueron muy convincentes y se aprobó por mayoría que se tenía que reforzar la normativa contra los castigos físicos, porque creíamos que lo que allí había pasado no se podía volver a repetir. Los que vinieran de fuera deberían acatar las normas de la escuela; de lo contrario, el principio pedagógico del centro estaba condenado a desaparecer.
Marilú me sugirió que hablara con su marido para ver cómo podíamos empezar a pensar en montar una escuela de magisterio. El tema de la formación de los maestros no estaba dando el resultado esperado y yo me sentía nerviosa y decepcionada. ¡Tantos esfuerzos para que en cualquier momento todo se echara a perder!
El marido de Marilú, Mohammed Sharif, que había trabajado durante treinta años en las Naciones Unidas ejerciendo cargos de alta responsabilidad y que conocía muy bien el tema de la cooperación internacional, me dijo que lo mejor sería comenzar con un proyecto chiquitito que dependiera de la Universidad de Tribhuvan. Habló con el decano de la Facultad de Educación y nos dio una cita. Se trataba de un newar de Bhaktapur llamado Prithu Charan Badhya. Era un hombre de frente ancha, de unos 55 años. Escondía su calvicie tocado con un topi haciendo juego con su dawra suruwal, el traje típico nepalí que vestía asiduamente. Tenía una cara preciosa, de ojos mongoles y una sonrisa dulce y especial que inspiraba confianza. Cuando le vi por primera vez, supe que se trataba de alguien honrado que tenía verdadero interés en mejorar el sistema educativo de aquel país, y que, a pesar de trabajar con pocos medios, había evitado siempre caer en la corrupción.
Cuando escuchó mi idea, pareció muy sorprendido, porque era la primera vez que alguien le proponía montar una escuela de magisterio en Nepal. Lo que queríamos hacer era preparar estudiantes que después de haber completado la selectividad pudieran acceder a nuestros cursos y trabajar en las escuelas de enseñanza primaria y los parvularios de Nepal.
Sharif y yo nos hicimos asiduos de aquella oficina: íbamos y veníamos a diario, porque los trámites burocráticos eran muy lentos. Cuando Sharif vio que no quedaba ningún cabo suelto, me dijo claramente que había llegado el momento de marcharme a España y buscar una contraparte que mereciera mi confianza. Necesitaba una universidad que entendiera bien mis principios pedagógicos y que pudiera trabajar conmigo codo a codo y poner en práctica nuestro plan.
Un mes antes de marchar a Barcelona adoptamos a mi hija Dhamu. Venía de las montañas del Himalaya. Tenía 2 años y medio, y fue para nosotros como un regalo de los dioses. Yo hacía tiempo que deseaba una hija; Lobsang estaba creciendo y se sentía solo, sin nadie con quien poder jugar. Dhamu resultó ser una niña superdotada: además de poseer una exótica belleza, desarrolló una rápida capacidad de adaptación. Sólo hablaba una lengua: el sherpa, y tuvo que adaptarse a las exigencias de un hogar occidental, y a un nuevo idioma. Mi madre, a quien mandé llamar para ocuparse de la niña, estaba con ella de día y de noche. Ella guió sus pasos en el despertar que la trajo a conocer un mundo diferente. Al principio se pasaba las noches llorando, sin que mi madre y yo pudiéramos entenderla. Luego, lentamente, se acostumbró. Dhamu llenó de ternura cada rincón de nuestra casa. Sharif y Marilú venían a verla todos los días y nos ayudaban. Una vez más me di cuenta de lo afortunada que era de tenerlos como amigos, más que amigos: ellos se habían convertido en mi familia, siempre estaban conmigo para lo que hiciera falta, con su amor incondicional.
A finales de junio nos marchábamos todos a España. Regresaba sin saber lo que me esperaba. Lo único que sabía era que llevaba un documento en la maleta para hacer una escuela de magisterio en Nepal. Suena un poco surrealista, ¿no es así?
Estaba decidida a confiar aquel proyecto a la universidad donde yo me había formado, porque era gente que me merecía confianza. Hablaría con Ricard Torrents, el rector de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Vic, para llevar a cabo las gestiones burocráticas de rigor. No podía creer que aquella iniciativa tan ambiciosa estuviera a punto de fraguarse. Era algo inimaginable, infinitamente grande. Estábamos hablando de la primera universidad de magisterio del país, algo que, para bien o para mal, pasaría a formar parte de la historia de Nepal.
Todo fue a pedir de boca, ya que el rector quedó fascinado con el proyecto. Me dijo que estaba interesado en apoyar aquella idea y enseguida formamos un equipo asesor compuesto por las que habían sido mis profesoras de universidad.
El señor Ricard y yo desarrollamos una relación entrañable. Tuve la suerte de compartir esta amistad con otra de las grandes en pedagogía, su esposa Mité. He de confesar que la quiero tanto que, de haber nacido hombre, me hubiera casado con ella.
Sinceramente, creo que Ricard es uno de los hombres más eruditos de nuestro país. Él también se entregó por completo a una misión que ha cambiado la historia de la educación en Cataluña. Me atrevo a decir que el sistema pedagógico de la Universidad que él mismo fundó, podría servir de modelo para resolver algunos de los grandes conflictos educativos que nos acosan en nuestro siglo.
Lo primero que se hizo fue firmar un convenio para asegurar las funciones de las tres contrapartes: VEDFON-AVSH iba a ocuparse de la financiación, la Universidad de Tribhuvan debería proporcionar la infraestructura y las aulas, y la Facultad de Ciencias de la Educación de Vic redactaría el proyecto y formaría a los voluntarios para impartir clases en Nepal[19].
Hacía tiempo que en mi cabeza barajaba un nombre para ponerle a la Universidad. Mi hermana Imma tuvo la última palabra en aquella decisión. Quería que aquel centro de formación de maestros llevara el nombre de mi maestra, Maria Antònia Canals. Maria Montessori, que de niña la había tenido en su regazo, había ido a la India para montar escuelas. Maria Antònia, en el parvulario Daina, me había instruido a mí. India y Nepal eran países hermanos. La rueda de la vida nos había unido a través de la pedagogía: tres nombres, tres mujeres, tres países.
La primera Escuela de Magisterio de Nepal comenzó su andadura en el año 1999 y habría de ser un éxito celebrado en todo el país. Hasta la actualidad, se han formado en este centro unos cincuenta alumnos aproximadamente, la mayoría de los cuales están trabajando en escuelas de Nepal.
En estos momentos este proyecto se encuentra en una fase de revisión: se está estudiando la posibilidad de que pase a formar parte de la cátedra Unesco, que desde la Universidad de Vic colabora para la gestión de otros proyectos en el Tercer Mundo.
Después de formalizar los trámites de la escuela de magisterio, cumplí con la cita que tenía prevista en el Parlamento de Catalunya y conocí al Honorable Joan Reventós, quien me prestó todo su apoyo. Allí me reencontré con Pere Jordi Piella, alcalde de Ripoll, que también era parlamentario y, junto con la diputada Marina Geli, organizaron varios actos en beneficio de la organización. El favor más grande, sin embargo, se lo debo a Joan Granados, por quien siento un gran cariño y admiración. Él fue quien mejor comprendió mi situación en aquellos momentos. Habló con Manel Rius que trabajaba en el Departamento de Educación de la Generalitat y consiguió que se otorgara a Amics de Vicki Sherpa una subvención destinada a financiar mi sueldo.
Aquel gesto generoso pondría fin a mi servicio de voluntariado en la asociación durante casi nueve años.
Aquel verano terminé un máster en Michigan State University y consolidé una relación entrañable con el director del programa y ex decano, el señor Bruce Burke. Él es uno de los eruditos americanos en materia educativa y habría de ayudarme a terminar los libros de texto para parvulario que había comenzado siete años antes con la ayuda de mi profesora Maria Antònia Pujol.
Bruce Burke me aconsejó leer el libro de Jerome Bruner The Culture of Education, y a raíz de esas lecturas, di un giro de 360 grados al enfoque de aquellos libros. Guiada por la sabia mirada de Bruce, finalicé aquel proyecto.
Cuando regresé a Nepal aquel año la vida me había cambiado por completo. Poco a poco iba recuperando el respeto y la dignidad que me debía a mí misma y cada cosa se iba poniendo en su lugar.
Durante las fiestas de Dasain del año 1997, aprovechando que los proyectos estaban cerrados, me fui a pasar unos días a un hotelito en la montaña de Nagarkot. Quería respirar aire puro, meditar y disfrutar con mis hijos de la vida familiar. Kami dijo que no podía acompañarnos porque tenía trabajo. Los niños estaban preciosos, el clima era benévolo y todo parecía estar impregnado de una magia especial.
En aquel hotel se encontraba hospedada una chica que decía ser de Malasia, que viajaba con un apuesto francés. El primer día estuvimos hablando largamente, la muchacha era bonita y agradable, y juntas lo pasamos bien. Al día siguiente ella quería proseguir la charla, pero yo no tenía ganas de conversación: lo que realmente me interesaba era jugar y hablar con mis hijos, ya que, con la rutina diaria, no había podido dedicarles todo el tiempo que hubiera deseado y no quería desperdiciar aquella ocasión. La chica de Malasia, sin embargo, era persistente y no dejaba de rondarme. Yo pensaba: «¡Qué pesada es esta mujer!». No quería ser grosera con ella, pero no sabía cómo quitármela de encima. Para colmo de los colmos, coincidía con ella en cualquier parte, era como mi sombra. Ella no hacía más que preguntarme cosas: que si mi marido, que si la escuela, que si ella, que si los niños, que si patatín que si patatán. Al final, haciendo acopio de valor, le dije claramente que necesitaba dedicar más tiempo a mis hijos y, cada vez que la encontraba, le decía cortésmente: «Adiós».
El día que ya nos íbamos, vino a recogernos mi marido: la mujer de Malasia, poniendo de manifiesto su interés y curiosidad por mí, se reunió inmediatamente con nosotros con la excusa de que quería que mi marido le organizara un trekking, con lo cual nos tuvo pillados una hora más. Yo tenía ganas de estrangularla, porque aquél era el único día de las fiestas en que los cuatro podíamos estar juntos y aquella pesada no hacía más que incordiar.
Cuando íbamos de regreso a casa, Kami me dijo que, como aquel día era la fiesta principal, quería invitarnos a comer en un restaurante ubicado en un hotel, donde se comía muy bien. Al terminar la comida, mientras estábamos tomando café, la chica de Malasia apareció de repente frente a mí.
Yo no podía creer lo que veía, porque era como si el demonio me hubiera echado una maldición. Las apariciones de aquella mujer con el apuesto chico francés empezaron a obsesionarme. Ella, haciendo acopio de su simpatía, se abalanzó sobre nosotros y nos arrebató la conversación que manteníamos mi marido, los niños y yo.
Me fui a casa sin entender muy bien lo que me sucedía, pero sentía como si aquella mujer estuviera persiguiéndome, y experimentaba un rechazo hacia ella que, por ser totalmente infundado, no me hacía sentir bien.
A la mañana siguiente nos levantamos temprano para ir a trabajar. Yo había quedado con Maya, Marilú y Nimdiki para ir a ver al decano de la Facultad de Educación. Como no tenía transporte, le pregunté a Kami si podía hacerme el favor de llevarme en su moto. Él me contestó que antes tenía que ir a visitar a la chica de Malasia a su hotel y que, si quería ir con él, más tarde me acompañaría a casa de Marilú. Yo reaccioné de repente, como si me hubieran resucitado de entre los muertos, y con una convicción que me salió de dentro, le contesté:
—De eso ni hablar. Estoy de esta mujer hasta la coronilla. Así que ve tú solo, que ya me iré yo por mi cuenta.
Kami, sin embargo, insistió tanto en que le acompañara, que llegó a convencerme. Al final, por la pura pereza de no discutir más, nos marchamos juntos al hotelito donde se hospedaban la chica de Malasia y el francés.
Nada más llegar, la mujer corrió entusiasmada a darme una noticia que yo, por rechazo automático, casi no escuché.
Salimos del hotel y Kami me dijo que, antes de llevarme a casa de Marilú, tenía que hacer un encargo en la oficina de la compañía aérea Royal Nepal Airlines. Yo me senté allí a regañadientes, porque presentía que, si Kami no se daba prisa, iba a llegar tarde a mi cita con el decano de la Facultad. Me senté en los sillones mullidos que tenían en la sala de espera y, de repente, la imagen de la chica de Malasia se despertó en mi interior. En aquellos momentos recordé con viveza el mensaje que me había dado unos minutos antes, cuando fuimos visitarla a su hotel:
—¿Sabes Vicki?
—¿Qué? —le pregunté con desgana.
—Ayer por la noche, en el hotel donde nos encontramos, a la hora de comer, reconocimos a la infanta Cristina y a su marido, que por lo visto están en Katmandú de luna de miel.
Cuando me dijo eso, yo la había mirado como si fuera un bicho raro, y tengo la impresión de que preferí callarme sin hacer ningún comentario, pues lo que me decía carecía totalmente de sentido para mí.
Sin embargo, mientras recopilaba aquellos datos, mirando fijamente el rojo del sillón, me di cuenta de que aquella muchacha de Malasia se había cruzado en mi camino solamente para darme aquella información. El secreto que me acababan de revelar había dado sentido y razón a nuestro repentino encuentro. Noté cómo bullía la sangre dentro de mí. Me sentí agradecida al azar, que me ponía al alcance a un miembro de la Casa Real, alguien que podría llevar de nuevo mi mensaje a Su Majestad la Reina de España en un momento en que yo necesitaba agilizar los trámites correspondientes al autobús. Tenía que hacer todo lo posible por encontrarme con ella.
Lo primero que hice fue coger el teléfono y llamar a Marilú:
—Marilú, no puedo ir hoy, cancelad las reuniones. Alguien me ha dicho que la infanta Cristina se encuentra en Katmandú. Tengo que verla y entregarle unos documentos en relación con el autobús —le dije.
—¡Estás loca! —exclamó Marilú—. Tú te crees todo lo que dice la gente por ahí. Sharif y yo nos encargamos del protocolo de palacio y nadie sabe nada de ella. Es una mentira como muchas otras. Ven corriendo y déjate de tonterías, Vicki —insistía mi amiga.
Yo no me dejaba convencer con ningún argumento. Marilú estaba a punto de enojarse. Luego se lo pensó dos veces y preguntó:
—Y si eso fuera cierto, ¿cómo crees que te van a dejar entrar? Debe de tener un protocolo muy fuerte, y más si dices que está de luna de miel. ¡No seas loca, Vicki! Será mejor que te vengas —concluyó.
Yo no hice caso de nadie. Cuando Kami terminó sus cosas, le dije que ya no necesitaba sus servicios porque había decidido ir en busca de la infanta.
Mi marido me miró asombrado, como se mira a los que no están bien de la cabeza:
—¿Que vas a ver a quién?
—A la infanta —le dije.
—Mira, Vicki, realmente es muy difícil convivir contigo. Primero te pasas el día diciendo que aquella mujer de Malasia está loca de remate. Te niegas a hablar con ella sin ninguna razón. Luego, de repente, te haces eco de sus palabras y te crees a pies juntillas que ayer vieron a la infanta Cristina. Aquí, en Nepal, ¡como si se tratara de una cosa muy normal!
Yo le dejé con la palabra en la boca, cogí un taxi, me fui a casa y me puse a escribir en el ordenador. A los pocos minutos de haber empezado se fue la luz. ¿Era aquello presagio de que me estaba equivocando? Comencé a tener miedo, pero el sentimiento profundo del principio, que me había llevado a tomar aquella determinación, seguía allí, continuaba vivo, intacto, palpitando con una fuerza indescriptible que me hacía superar todos los obstáculos.
Decidí escribir aquella carta de mi puño y letra si no regresaba la luz, y así lo hice.
Cogí todas las cosas y las metí en un sobre, luego llamé a un taxi y me dirigí a Durbar Square. Entré en una tienda y les dije que me hicieran fotocopias, luego cogí aquel sobre color vainilla donde había guardado los documentos y lo estreché fuertemente contra mi pecho. Mientras caminaba a paso lento hacia el hotel, escuchaba mi corazón que latía tan fuerte que golpeaba contra el sobre: «tukutuk, tukutuk». «Y ahora, voy al hotel ¿y qué hago?», me preguntaba. «¿Y si resulta que es mentira, que no está allí, que aquella loca de Malasia los confundió? ¡Ay, ay, ay! Seguro que estoy mal de la cabeza», pensaba.
Llegué a las puertas del hotel sin saber muy bien si debía quedarme o si sería mejor darme la vuelta. Quiso el destino que en el hall del hotel me topara de frente con el director francés, que se había hecho cargo del hotel recientemente y al cual Marilú me había presentado unos días antes. Haciendo acopio de valor y siguiendo la intuición que me había llevado hasta allí, le metí en aquel asunto directamente:
—He venido a traer este sobre para la infanta —susurré—. Se trata de unos documentos para ayudar a los niños pobres de mi escuela.
El hombre se quedó perplejo y abrió la boca sin poder articular palabra. La cara se le puso roja como un tomate, y era evidente que sufría un poco de hipertensión. Sin poder disimular el shock que le produjeron mis palabras, miraba a todos lados mientras repetía:
—¿Cómo se ha enterado? ¡Hay un protocolo inescrutable alrededor de la infanta y de su esposo! —decía él.
Yo le comenté que no se preocupara, que, por mí, no se enteraría nadie, y le expliqué directamente los motivos que me habían llevado hasta allí. El director me prometió que entregaría el sobre a su destinatario y yo le contesté que me quedaría esperando en el gimnasio. Tenía un abono para hacer una sauna y lo quería aprovechar.
Quiso la suerte que, al salir de la sauna, me los encontrara de frente. Eran ellos mismos: la infanta y don Iñaki Urdangarín. No habían recibido mi mensaje, no sabían ni quién era yo, ni de qué iba mi historia, y no comprendían de qué les hablaba, ni sabían cómo había sido posible burlar el protocolo.
Dicen que el hombre propone y Dios dispone. Aquel encuentro estaba predestinado, el destino nos había unido en el gimnasio de aquel hotel. Ella era infanta, y yo una ciudadana, pero ¿significaba eso que las dos tendríamos en el futuro una labor conjunta para ayudar a los pobres de Nepal? Cada persona, incluso aquellos que tienen sangre noble, tienen que descifrar los jeroglíficos que surgen en sus vidas e interpretar los mensajes y señales.
Para mí fue una experiencia reveladora desde el principio, por la forma en que habían sucedido los acontecimientos, porque, al parecer, fui la única española que los pudo ver. Ellos me parecieron gente adorable, se desprendía de ambos una auténtica aureola de felicidad, una mezcla de bondad, inteligencia y compasión que no he olvidado jamás.
El sobre llegó a su destino y, a raíz de la intervención de la infanta Cristina, con fecha del 18 de noviembre del año 1997, recibí una notificación de la Casa Real escrita por el Secretario de Su Majestad la Reina que decía lo siguiente:
«Estimada amiga:
»Su Majestad la Reina me encarga conteste a la atenta carta que le dirigió, exponiéndole la actividad de la Daleki Primary School, y las dificultades encontradas para que un autobús que les regaló una empresa española pueda entrar en Nepal, estando detenido en la frontera en ese país.
»Siguiendo indicaciones de Su Majestad, se ha trasladado su carta al embajador de España acreditado en Nepal (con residencia en Nueva Delhi), D. Álvaro del Castillo, al objeto de que estudien la posibilidad de ayudarles a resolver este problema.
»Reciba, con este motivo, el saludo afectuoso de Su Majestad, con el mío más cordial...».
Aunque fueron muchas las intervenciones de la embajada y de la Casa Real española, nada pudo hacerse para enmendar aquella injusticia, ya que el autobús, que fue enviado a Nepal para que sirviera de transporte a los niños pobres de nuestras escuelas, fue subastado y vendido al mejor postor a un empresario que hoy en día lo utiliza como transporte público.
¿Llegará algún día en que haya un antídoto que pueda paliar las grandes injusticias producidas por la corrupción en Nepal?
El otoño llegó, sin pedirle permiso a nadie, y como todo proceso irrevocable tuvimos que vivirlo, nos gustara o no. A los árboles les quitó las hojas, y a mí, aunque lloré de rabia y de amargura, me quitó el amor.
Sentí cómo se moría mi vida. Me quedé sin miradas, sin caricias, sin ternura. Pero la vida, con esa justicia invisible, despoja a cada uno de lo que no es suyo, y el otoño de aquel año traía, entre el aroma marchito de las hojas, murmullos de mujer.
No sabía cómo poner de luto mi alma. En Nepal las viudas se visten de blanco. Los viudos se rapan la cabeza. ¿Qué hubiera debido hacer yo? Subí al templo de Sawyambu-Nath y me sumergí de lleno en la espesura de la selva. Allí, protegida entre la oscuridad profunda del follaje me acordé de una canción que cantaba mi abuelo Diego de la Niña de la Puebla y comencé a cantar:
Voy preguntando, voy preguntando,
voy preguntando
de sepulcro en sepulcro,
voy preguntando
si enterraron a un hombre
que murió amando.
Respondió uno, respondió uno,
respondió uno:
Mujeres a montones,
respondió uno,
mujeres a montones,
hombres ninguno.
La relación entre Kami y yo hacía tiempo que se había encaminado hacia el declive. La historia de amor entre el sherpa y la catalana había llegado a su fin.
Una cita anónima dice: «Si crees que algo te pertenece, déjalo escapar; si vuelve, es que siempre fue tuyo, mas si no vuelve es porque nunca lo fue». El amor de mi marido se había perdido para siempre; sin embargo, en aquella época recibí una recompensa de las más hermosas que recuerdo: un día, mientras recorríamos la ciudad en busca de niños para ser escolarizados al año siguiente, descubrimos un poblado extremadamente pobre que resultó estar habitado por una tribu gitana procedente de India, que llevaban más de veinte años en el país, sin haber escolarizado jamás a sus hijos.
Cuál no sería mi sorpresa, cuando descubrí entre los niños de aquel poblado a Jaram, el niño con aspecto de simio que en el año 1991 quise escolarizar cuando trabajaba en la escuela Pemba. Fue un regalo y una bendición. Hoy en día, perfectamente integrado y atendido, asiste a nuestra escuela juntamente con otros chiquillos de aquel barrio marginal.
Aquel invierno, para la revisión de los textos en inglés, conté con la colaboración de una profesora de la Universidad de Barcelona llamada María Vilanova, que se desplazó para trabajar en aquel proyecto. María ha sido una de las mejores voluntarias que han venido a Nepal. Alucinaba por todo. Aunque tenía una larga experiencia en trabajos de cooperación internacional y se había preparado mucho para venir, padeció un fuerte shock cultural. Se pasaba el día haciendo preguntas, pero cuanta más información recibía, más confusa se sentía, porque no era capaz de entender ni de asimilar nada. Sin embargo, tenía una cualidad muy difícil de encontrar entre los voluntarios: aunque hablaba inglés perfectamente y era una experta en el trabajo que iba a desarrollar, era además, muy humilde, y poseía una extraordinaria bondad de corazón. Tenía la virtud de escuchar atentamente mis consejos y los del equipo que se formó para completar el proyecto. Aunque a veces era incapaz de entender una cosa, no emitía juicios, ni hacía críticas. Estaba ilusionada con su trabajo y se sentía agradecida a la vida por haberla dejado ser partícipe de algo que iba a ser de una utilidad inestimable para los niños más pobres del país.
Otra de las cosas que me gustaban de María era su discreción. Era muy reservada y, cuando había problemas de cualquier tipo, sabía guardar el secreto profesional. Cuando algo salía mal, no iba por ahí echándole las culpas a la gente y despotricando del proyecto; reconocía inmediatamente que el problema no estaba fuera sino dentro de ella, por su incapacidad de comprender. Admitía que, por mucho que uno se preparara desde Occidente, siempre existía un abismo a la hora de sintonizar con las costumbres y con la gente, lo cual era un obstáculo continuo. Después de tres meses, cuando estaba a punto de finalizar su estancia en Nepal, María reconoció que, aunque podía hacer mucho mejor sus tareas, todavía le faltaba seguridad para trabajar, porque seguía teniendo muchos fantasmas que la perseguían y aquella sensación permanente de no entender nada de lo que ocurría a su alrededor.
Durante el tiempo que estuvo con nosotros, María demostró ser una persona muy sana, lo cual era un ventaja a la hora de hacer la adaptación física al país: era fuerte, comía de todo, no consumía drogas, sabía cuidar de ella misma y no proyectaba sus frustraciones sobre los demás.
Fue una suerte trabajar con alguien con tantas cualidades, ya que ello facilitó muchísimo nuestra misión. Se terminaron los libros en el plazo que estaba previsto, y yo pude llevárselos a Mariano Nadal y Rosa Herranz, de Ediciones Eres, para que procedieran a su publicación. Desgraciadamente la asociación en Barcelona volvía a tener problemas de personal. No ha habido nadie hasta ahora que pueda atender los requisitos de preparación que todavía requieren estos libros para su correcta publicación y, aunque Ediciones Eres, muy generosamente, siempre se ha mostrado dispuesta a financiar la publicación de los libros, la falta de personal nos ha impedido llevarlo a cabo. Espero sinceramente que este percance pueda superarse en el futuro.
La experiencia que tuvimos con María no ha sido la tónica habitual en nuestra organización, ya que, a veces, también hemos tenido voluntarios ineficaces, los cuales han acabado siendo un problema en lugar de una ayuda.
Hay que estar muy bien preparado para ir a cualquier país del Tercer Mundo, ya que, en ocasiones, nos ha llegado gente con mucha voluntad pero poca preparación. La experiencia me ha enseñado que tener voluntad para hacer algo no significa tener los conocimientos o capacidades necesarias para llevarlo a cabo. Por esta razón, a veces, el trabajo de algunos voluntarios ha generado conflictos de difícil solución.
En primer lugar, algunos conflictos surgidos tienen mucho que ver con el choque personal y cultural que supone aterrizar en un país lejano. De la misma manera que a Kami le fue difícil entender la mentalidad y las pautas de conducta que rigen en España, a los cooperantes europeos que llegan al Nepal les es difícil adaptarse al contexto del país.
Para adaptarse es imprescindible pasar por un proceso, y para ello se necesita tiempo. Aunque la adaptación es un recorrido personal, que varía según el sujeto, la experiencia me ha demostrado que los voluntarios comienzan a comprender la esencia de su trabajo cuando sobrepasan un periodo de tres meses en Nepal. En alguna ocasión, debido a la falta de comunicación con la contraparte española, han llegado voluntarios que no se ajustaban a esa regla. Éste fue el caso de una cooperante que llegó para trabajar durante un corto periodo de quince días, sin conocimientos de inglés y acompañada de su hijo de 10 años. En estas condiciones, realizar el trabajo que pretendía llevar a cabo resultó imposible.
En segundo lugar, para un europeo no acostumbrado a una realidad social tan distinta a la suya, le es difícil dejar de lado una actitud paternalista y disimular una posición de una cierta superioridad. Algunos no entienden que un cooperante debe tener la suficiente humildad como para responder a las necesidades reales y las demandas del país receptor de la ayuda, olvidando sus propios esquemas sobre «lo que debería ser» desde la perspectiva del mundo occidental.
Éste fue el caso de un profesor que, saltándose todas las normas socioculturales del país, mantuvo relaciones con una de sus alumnas. La alumna, que no sabía cómo viajar a España con el pretexto de reunirse con su amado, difundió entre los demás estudiantes la calumnia de que había sido becada por la universidad española que daba los títulos, para continuar sus estudios en España, con lo cual levantó una oleada de protestas entre los demás estudiantes de su curso, que se quejaban de una falta de equidad a la hora de repartir las becas para estudiar en el extranjero, y se creó una reputación muy negativa en torno al profesorado que trabajaba en nuestro centro. La estudiante nepalí viajó a España para casarse con el profesor, a espaldas de su familia. Con lo fácil que hubiera resultado recurrir a una petición de mano formal y hacer las cosas a la usanza del país.
En definitiva, se trata de aceptar humildemente que lo que los europeos creemos que necesita el Tercer Mundo, a menudo no coincide con las expectativas y necesidades reales de los destinatarios.
En cuanto a los voluntarios que no responden al perfil necesario —experiencia, conocimiento del idioma, capacidad de adaptación, etcétera—, podríamos dividirlos en dos grupos: los que son capaces de darse cuenta de sus deficiencias y los que no perciben ese desequilibrio. Estos últimos, no sólo no son una ayuda, sino que representan una carga adicional muy importante para los miembros de VEDFON y para mí misma. A menudo, estos voluntarios que no identifican la raíz de su problema proyectan su malestar hacia el exterior y adoptan una actitud hipercrítica y cargada de negatividad contra el proyecto, contra la organización y contra mí misma. Cuando el voluntario experimenta el sentimiento de incapacidad y, en lugar de pedir ayuda, adopta una actitud arrogante, se forja una situación que puede llegar a ser catastrófica y, lo que es todavía peor, pueden generar un ambiente enrarecido y conflictos de convivencia con otros voluntarios o con los propios nepalíes, y una mala reputación generalizada que puede llegar a afectar a todos los cooperantes.
A veces, ese tipo de voluntarios han proyectado sobre mí todo ese malestar o han demandado unas atenciones y un apoyo personal y emocional que me ha sido imposible satisfacer.
Éste fue el caso de un maestro que, un mes después de haber finalizado su carrera universitaria, sin experiencia previa en el mundo de la educación y con escaso dominio del inglés, vino a Nepal para trabajar. El hecho de no haber ejercido como maestro anteriormente le produjo muchísima inseguridad. Su actitud arrogante y negativa le llevó a despotricar contra todo lo que había a su alrededor, dirigiéndose a los que teníamos que trabajar con él en un tono de superioridad, como si estuviera allí para perdonarnos la vida. Cuando sólo hacía un mes que había llegado a Nepal, se dedicaba a darme órdenes y sugerencias acerca del modo en que yo debía realizar mi trabajo. Como vio que yo no me sometía a sus mandatos, escribió un informe a la contraparte de España echando pestes sobre el proyecto y sobre mí. Este voluntario no sabía que su función no era la de emitir juicios a la ligera, ni tampoco la de dirigir los proyectos. La dirección de los proyectos recae sobre el equipo pedagógico y sobre los propios nepalíes; desde aquí, la única tarea útil y saludable es ponerse generosamente a su disposición.
Tal y como he dicho antes, a veces, los voluntarios descontentos manifiestan sus quejas a los interlocutores españoles que les formaron y contrataron. Si estos interlocutores no conocen directamente el contexto sociocultural de Nepal, pueden llegar a tomar partido por los voluntarios, olvidando que un voluntario es un medio para llevar a cabo una labor y no un objetivo en sí. Pueden llegar a olvidar que, por encima de problemas o intereses individuales, se deben apoyar los proyectos. Como ya dije anteriormente, lo importante no es prestar apoyo a Vicki Subirana o a cualquier otro voluntario, sino trabajar para que el proyecto integral funcione y que los últimos beneficiarios sean los niños de Nepal. Tal como dice el Dalai Lama, «las necesidades de la mayoría siempre deben anteponerse a las de la minoría».
Tal vez al leer este libro os hayáis preguntado en más de una ocasión cómo he podido hacer frente a una vida con tantas situaciones adversas y enemigos. A menudo, cuando descubro que alguien, consciente o inconscientemente, me crea problemas o me causa dolor, pienso en las palabras del Dalai Lama cuando afirma que todas las cosas de este mundo están sujetas al cambio y que nuestros mejores amigos pueden convertirse en nuestros peores enemigos, y viceversa. El Dalai Lama habla de los enemigos de esta forma: «Para alguien que practica la espiritualidad, los enemigos desempeñan un papel crucial. De hecho el enemigo es el elemento necesario para practicar la paciencia. Sin su oposición, no pueden surgir la paciencia o la tolerancia. Normalmente nuestros amigos no nos ponen a prueba ni nos ofrecen la oportunidad de cultivar la paciencia; eso es algo que sólo hacen nuestros enemigos. Así que, desde este punto de vista, podemos considerar a nuestro enemigo un gran maestro, y reverenciarlo incluso por habernos proporcionado esa oportunidad».
Cuando alguien me hace daño, o cuando experimento sufrimiento, digo: «Que mi sufrimiento sea un sustituto del sufrimiento de otros seres. Que este sufrimiento pueda salvar a todos los seres que experimentan un dolor similar». Sólo de este modo he conseguido mantener una mente sana, fuera de odios y de rencores.
Un día me levanté con la sensación de que tenía que marcharme del país y volver a Europa. El motivo era la creciente demanda por parte de personas nepalíes que me pedían ayuda para montar sus propios centros educativos. Por ejemplo, uno de nuestros maestros, Sitaram Upreti, que había convencido a las autoridades de su pueblo para abrir una escuela para los parias de Jhapa (al sur de Nepal). Otro era el propio rey del Mustang, que me pidió abrir una escuela allí. Otra petición había venido desde Tailandia, para montar un centro para niñas rescatadas de la prostitución. Mi querido amigo Abasi hacía tiempo que me proponía establecer otro proyecto en Pakistán.
Aquellas propuestas me halagaban, porque significaba que la esencia misma de nuestra filosofía había trascendido las fronteras de Nepal. Desde fuera lo interpretaban como una técnica para potenciar la educación, sin que ello estuviera relacionado con una mujer, una doctrina o un país. Sin embargo, yo veía que, si bien en Nepal había personal muy preparado que podía llevar las riendas de los proyectos, en Barcelona la asociación de amigos de Vicki se había estancado, y todavía funcionaba con la misma estructura arcaica de sus comienzos. Hacía falta dar un giro de 180 grados a la organización en Barcelona y conseguir los medios necesarios que nos permitieran expandir nuestros proyectos y buscar la financiación necesaria.
Había llegado la hora de marcharme. Mi misión ya no se encontraba solamente en Nepal. Como dice el islam en Los cuarenta hadices: «Sé en esta vida, como si fueras un extranjero o un pasajero».
¿Qué era yo? ¿Extranjera o pasajera? ¿No sería las dos cosas a la vez? Seguramente, sí.
Hacía años que andaba en aquel puente que unía los dos mundos, sin poder identificarme con ninguno, pero sin poder desligarme de ellos.
Lo primero que haría sería escribir un libro que me permitiera difundir nuestro trabajo. Hice caso de mi querido amigo Oriol Izquierdo y, tomando sus consejos, planeé volver a Barcelona con la tarea de escribir.
Los nepalíes estaban ya perfectamente capacitados para llevar a cabo el proyecto y, aunque me pesara marcharme, tenía que empezar a confiar en ellos y fortalecer el liderazgo de Nimdiki y Maya, que se quedarían al mando del timón. Sentí que el equipo nepalí no sólo había aprendido las enseñanzas, sino que había superado a sus maestros y largaba amarras de su dependencia conmigo. Para ello busqué el soporte necesario en el área pedagógica y en la de gestión. Contamos con la colaboración voluntaria de Julia Alden, una experta en educación, y Raquel Villalobos, una economista, experta en gestión de ONG[20].
Muy poca gente entendió el verdadero motivo de mi decisión. Ni los que estaban allí, ni los que estaban aquí. Siempre vivimos lo que nos toca, lo que nos está destinado, lo que necesitamos en cada momento para crecer y aprender.
Mis profesoras me reprocharon que hubiera vuelto:
—Vienes porque te da la gana —decía una.
—Un libro se puede escribir en un mes —decía otra.
A mí me daba la sensación de revivir una y otra vez el mito de la caverna de Platón, representada por dos realidades distintas: Oriente y Occidente. Yo, después de permanecer muchos años en las tinieblas, había conseguido quitarme las cadenas y caminar de la oscuridad hacia la luz. Una luz que me permitía distinguir las diferencias entre los dos mundos, entendiendo que se trataba de realidades que no se podían comparar. Mis profesoras, y otra gente, continuaban viendo las cosas desde la poca perspectiva que les daba la cavidad de su cueva, de la que nunca se habían atrevido a salir.
Me di cuenta de que siempre estaría en desacuerdo con el mundo porque el único concilio que ha venido a realizar el hombre en esta tierra es el reencuentro con el propio ser, eso es lo único que importa: ser coherente con uno mismo. Hay que tener mucho cuidado antes de tomar una decisión porque la vida nunca se equivoca con nosotros, pero nosotros sí que cometemos errores al elegir y de los errores se deriva la frustración y el sufrimiento.
Así que regresé a España decidida a constituir una fundación que llevaría el nombre de EduQual (Educación de calidad para todos) y que gestionara los recursos económicos y educativos que permitirían construir otras escuelas y seguir caminando en nuestra línea de evolución.
Volvía a mi país con la terrible sensación de no pertenecer a ninguna parte; la mayoría de las veces, incapaz de entender las quejas y los problemas de la gente que, comparados con los que yo había tenido que padecer, me parecían granitos de arena en un desierto. Paralelamente veía entre los europeos una creciente búsqueda espiritual: Oriente había entrado en Occidente con una fuerza arrebatadora, modificando esquemas en lo exterior y en lo interior. Se habían puesto de moda los piercings, los tatuajes y las ropas de Nepal. Se hablaba de cosas que antes estaban casi prohibidas: yoga, budismo, meditación. Cada vez había más gente que exponía abiertamente temas éticos y espirituales, enfocados como parte de un trabajo constante. La gente cada vez entendía mejor que el honor, el respeto, el prestigio, el amor a los demás no son cosas que le vengan a uno dadas sin hacer ningún esfuerzo. En realidad todo se consigue a través de la renuncia personal. Uno va renunciando al propio ego, a sus cosas, para concederle terreno a los demás. La vida es una continua renuncia del terreno de uno para ir cediendo el paso al sentir y al ser de los otros. Cuanto más se quiere imponer el propio ego, más solo está uno. De esta teoría se había derivado la concienciación masiva por temas de ayuda al Tercer Mundo y la cooperación internacional.
Llegaba en el momento más idóneo para explicar mi experiencia y extender este mensaje: los oídos están receptivos, las almas abiertas, millones de seres en todo el mundo se han infectado del virus positivo y se manifiestan para combatir el mal.