Ultimo capítulo
1965
Seamos sinceros. Los negros, los afro-americanos, no manifiestan ningún deseo de plantar cara a las Naciones Unidas, de exigir al mundo entero que se les haga justicia en América. Sabía perfectamente que no moverían ni un dedo. Yo ya estaré muerto cuando el negro americano comprenda que su combate es un combate internacional. Sabía también que los negros americanos no aceptarían el Islam ortodoxo. Nuestros negros —los viejos sobre todo— están demasiado embebidos de cristianismo. Por esto en las reuniones que se celebraban todos los domingos en el Audubon Ballroom,[14] no trataba de convertir a mis oyentes al Islam, sino de llegar a todos los que estaban presentes:
—No a los musulmanes, cristianos, católicos o protestantes, bautistas o metodistas, demócratas o republicanos, francmasones u otros, sino al pueblo negro de América, y a todos los pueblos negros del mundo. Pues si nos niegan nuestros derechos cívicos y nuestros derechos humanos, nuestro derecho a la dignidad, es porque formamos parte de la gran colectividad negra.
Notaba una actitud de atención en todos los que me escuchaban. Una incertidumbre acerca de mis intenciones. Y lo comprendía. Desde que la guerra de Secesión le dio la «libertad», el negro se ha encontrado siempre en callejones sin salida. Sus leaders le han decepcionado. El cristianismo le ha decepcionado. Al sentirse maltratado, el negro se ha hecho prudente, desconfiado.
Yo mismo, en la cumbre de una colina de Tierra Santa, comprendí de pronto lo peligroso que es tomar a un hombre, sea quien sea, por un dios, o por el emisario de un dios. «Ya estoy harto de la propaganda de los demás (escribí a mis amigos), quiero la verdad, sea quien sea el hombre que la diga. Quiero la justicia, sean quienes sean sus defensores y sus detractores. Por encima de todo soy un ser humano y como tal, quiero todo aquello que es bueno para la humanidad en conjunto».
La mayoría de los periódicos americanos guardaron silencio sobre las declaraciones en las que trataba de abrir un nuevo camino a los negros. Los incidentes se multiplicaron durante todo el «largo y cálido verano» de 1964 y me acusaban continuamente de «incitar a los negros a la revolución», a la «violencia».
Me llamaban «el negro airado número uno». Y yo no renegaba del nombre. Expresaba exactamente lo que pensaba. «Creo en la ira. La Biblia dice que hay un tiempo para la ira». Cuando me acusaban de «incitación a la violencia», respondía: «Es falso. Yo no quiero una violencia gratuita. Quiero justicia. Si los negros atacasen a los blancos, y la fuerza pública se viera incapaz de protegerles, entonces los blancos tendrían derecho a defenderse, hasta con las armas si fuera necesario. Por lo tanto, si la ley no protege a los negros contra la agresión de los blancos, los negros tienen que tomar las armas, si es necesario, para defenderse».
«Malcolm X quiere armar a los negros» dijeron los titulares de los periódicos.
¡Pues bien! Creo que el que se deja embrutecer sin hacer nada es un criminal. Si es así como se interpreta la filosofía cristiana, si esto es lo que enseña Gandhi, es que esas doctrinas son criminales.
En todos mis discursos traté de dejar muy clara mi nueva posición respecto a los blancos, pero los periodistas preferían que mi nombre siguiera siendo un sinónimo de violencia.
Soy partidario de la violencia, si la no-violencia sólo nos conduce a alargar indefinidamente la solución del problema negro, bajo pretexto de evitar la violencia.
Estoy en contra de la no-violencia, si ésta representa un retorno de la solución de las calendas griegas. Si, para hacer reconocer sus derechos de ser humano, el negro americano no tiene otro recurso que la violencia, entonces soy partidario de la violencia, como lo fueron, y vosotros lo sabéis muy bien, los irlandeses, los polacos, o los judíos que fueron objeto de una flagrante discriminación. Como ellos, yo soy partidario de la violencia sean cuales sean sus consecuencias y sean cuales sean sus víctimas.
El negro americano no hace ni quiere la revolución. Condena un sistema, pero no intenta derribarlo. Simplemente pide que se le admita: ¿Es esto una «revolución»? No. Una auténtica revolución negra traería consigo, por ejemplo, la reivindicación de Estados separados para los negros en el interior del país. Y esto, lo ha preconizado mucha gente antes de Elijah Muhammad.
Cuando el blanco llegó a América ¿dio pruebas de «no-violencia»? He aquí lo que dijo el hombre que representa actualmente el símbolo de la no-violencia:[15]
«Nuestro país nació de un genocidio. Los primeros americanos blancos, consideraron al americano indígena, al indio, como perteneciente a una raza inferior. Mucho antes de que llegaran a nuestras costas los negros de África, la plaga de odio racial había ya desfigurado la sociedad colonial. Desde el siglo XVI la sangre corre en la lucha por la supremacía de la raza. Este país es quizás el único en el mundo que ha adoptado una política nacional de exterminio de la población indígena. Peor aún, hemos hecho pasar esta trágica experiencia por una noble cruzada. Todavía no hay nadie que crea que se tiene que volver a examinar este terrible episodio, a nadie le da vergüenza. Nuestra literatura, nuestras películas, nuestro teatro, nuestro folklore le exaltan al máximo. Nuestros hijos aprenden a respetar la violencia que ha reducido a los pueblos de pieles rojas de una época anterior a unos grupos fragmentarios encerrados en miserables reservas».
¡La «coexistencia pacífica»! ¡Otro slogan que sale fácilmente de los labios de los blancos! ¡Muy bien! Pero en realidad, ¿qué es lo que han hecho? A través de toda la historia han enarbolado el estandarte del cristianismo… y llevado en la otra mano la espada y el fusil.
¿Qué ha hecho pues este famoso cristianismo en la tierra? Ha llevado a los dos tercios de la humanidad a la rebelión. Y en este mismo momento, los dos tercios de la humanidad dicen al tercio blanco —tercio minoritario—: «¡Vete!». Y el blanco se va. A medida que se retira, los pueblos de color vuelven a sus religiones de origen, que el blanco califica de «paganas». Sólo una religión, el Islam, ha podido combatir al cristianismo del hombre blanco durante mil años. Sólo el Islam ha sido capaz de enfrentarse con el cristianismo blanco.
La cruzada cristiana ha emprendido el camino de Oriente; la cruzada musulmana emprende ahora el camino de Occidente. Asia está cerrada al cristianismo, África se convierte rápidamente al Islam y Europa se descristianiza cada vez más. Se considera a la civilización americana como el último baluarte del cristianismo.
¡Pues bien! Si es así, si el «cristianismo» que nos proponen actualmente en los Estados Unidos es lo mejor que nos puede ofrecer el cristianismo mundial, toda persona de espíritu sano debe llegar forzosamente a la conclusión del final del cristianismo. ¿Sabéis que algunos teólogos protestantes califican a nuestra época de «era postcristiana»? Si la Iglesia cristiana ha fracasado es porque no ha combatido el racismo. En este año de gracia de 1965, la «conciencia cristiana» de congregaciones enteras, y de diáconos, cierran las puertas de la iglesia a los fieles negros diciéndoles «la entrada a la casa de Dios está prohibida» a los negros.
Creo que Dios les está dando a los llamados «cristianos» su última oportunidad de arrepentirse y de redimir sus crímenes. Pero ¿es que la América blanca se arrepiente de sus crímenes contra los negros? Y además, ¿cómo podría redimir tantos crímenes —esclavización, violaciones, brutalidades— que han sufrido millones de seres humanos? Una taza de café, un teatro, W.C. mixtos, todas esas formas hipócritas de «integración» no constituyen una redención.
Sin embargo no es el americano blanco el racista. Es la atmósfera política, social y económica lo que fomenta el racismo. El hombre blanco no es congénitamente malo, es la sociedad americana racista quien le impulsa a cometer crímenes diabólicos. Esta sociedad produce y fomenta un estado de ánimo que favorece la expansión de los instintos más bajos, más viles.
Estuve un tiempo en América y después volví al extranjero. Esta vez pasé dieciocho semanas en el Medio Oriente y en África.
Conocí a Gamal Abdel Nasser; a Julius K. Nyerere, presidente de Tanzania; a Nnamoi Azikiwe, presidente de Nigeria; al Dr. Kwame N’Krumah, presidente de Ghana; a Sekou Toure, presidente de Guinea; a Jomo Kenyatta, presidente de Kenya; al primer ministro de Uganda, el Dr. Milton Obote, y otras personalidades religiosas africanas, árabes, asiáticas, musulmanas y no musulmanas.
Durante este tiempo, la campaña electoral de América estaba en pleno apogeo. Las agencias de la prensa americana me telefoneaban del otro lado del Atlántico para preguntarme si prefería a Johnson o a Goldwater.
Les respondí que desde el punto de vista del negro americano tan mal iba el uno como el otro. Johnson era un zorro, y Goldwater un lobo. En América los «conservadores» decían: «Que los niggers se queden donde están»; y los «liberales» decían: «Que los niggers se queden donde están, pero hagamos ver que les damos algunas ventajas, hagámoslos andar a base de promesas». Para el negro, se trata de escoger cuál de los dos se lo va a comer, el zorro o el lobo.
Tenía tanta simpatía por Goldwater como por Johnson, sólo que, en la boca del lobo, al menos siempre sé donde estoy. El aullido del lobo me mantiene en estado de alerta, mientras que el zorro, con sus artimañas, puede ahuyentar mis sospechas. Johnson es el prototipo del zorro; cuando fue nombrado presidente, gracias al asesinato de Dallas, la primera persona que reclamó a su lado fue Richard Russell, de Georgia. Johnson declaró a quien quería oírle que los derechos cívicos eran «una cuestión moral», pero su mejor amigo, Richard RusselI, sudista racista, representaba la oposición a los «derechos cívicos».
Goldwater es un hombre a quien aprecio porque al menos dice lo que piensa. Sus posiciones racistas sobre el problema racial no eran populares. No las hubiera dicho públicamente si no hubiera sido sincero. No hay que olvidar que las eternas canciones de cuna de los zorros del Norte han convertido en un verdadero mendigo al negro del Norte. En cambio, los negros del Sur, frente a frente con unos blancos que enseñan los dientes, se han lanzado siempre a la lucha por la libertad mucho antes que los otros.
Al menos, con Goldwater, los negros hubieran sabido que se las tenían con un lobo auténtico. Johnson es un zorro que ya los habrá medio digerido cuando ellos lleguen a entender lo que les está pasando.
Mi organización nacionalista negra sabía perfectamente todas estas dificultades. ¿Por qué el nacionalismo negro? preguntaréis. Porque en una sociedad competitiva como la de los Estados Unidos, la solidaridad de los negros entre ellos debe preceder a la de los negros y los blancos. Sin la primera, la segunda es imposible.
Desde mi infancia había oído hablar de las doctrinas nacionalistas de Marcus Garvey, doctrinas que le habían valido a mi padre el morir asesinado. Aún cuando era discípulo de Elijah Muhammad me parecía que las doctrinas políticas, económicas y sociales de los nacionalistas negros podían dar al negro su dignidad de raza, podían dar al hombre arrodillado el deseo de levantarse.
Mi organización me asignó como objetivo el contribuir a la formación de una sociedad en la que negros y blancos pudieran ser realmente hermanos. Por lo tanto, para empezar, tenía que hacer olvidar el antiguo Malcolm X, al Malcom X «musulmán negro». Era muy difícil. Se trataba de cambiar progresivamente la idea que el público, el público negro sobre todo, tenía de mí. Yo estaba siempre furioso, pero la experiencia que había tenido en Tierra Santa de una auténtica fraternidad me había hecho reconocer que la ira puede ser ciega.
En cuanto tenía un minuto libre, discutía con las personas que ejercían una influencia en Harlem. A quien quería oírme, le repetía que ahora mis amigos eran negros, marrones, rojos, amarillos y blancos.
Pues sé que muchos blancos tratan honestamente de resolver el problema negro; que se sienten tan frustrados como nosotros. Algunos días recibía hasta cincuenta cartas de blancos. Los blancos que asistían a mis mítines me preguntaban continuamente: «¿Qué podemos hacer los que somos sinceros?».
Esto me hace pensar en la estudiante blanca de la que os he hablado, la que tomó el avión desde Nueva Inglaterra para venirme a ver al restaurante musulmán de Harlem. Entonces le dije que no podía hacer nada. Lo siento. Si supiera su nombre, si pudiera escribirle, o telefonearle, ya no le hablaría así.
Le diría lo que he dicho a todos los blancos sinceros: que no pueden adherirse a mi organización nacionalista negra, la Organización de la unidad afro-americana. Estoy profundamente convencido de que los blancos que quieren inscribirse a una organización negra sólo quieren tranquilizar su conciencia sin enfrentarse con el verdadero problema. Girando alrededor nuestro, «prueban» que están «con nosotros». Pero no es así como se resuelve el problema racial. Los negros no son racistas. Por lo tanto, no es a ellos a quien hay que dar «pruebas», sino a los blancos. La verdadera batalla tiene que entablarse entre los blancos, y no entre nosotros.
La misma presencia de los blancos en las organizaciones negras las hace menos eficaces. Es necesario que los negros se den cuenta de que son capaces de desenvolverse solos, de trabajar solos, entre los suyos; y la presencia de los blancos, aún de los mejores, retarda esta toma de conciencia.
No querría molestar a nadie, pero confieso que nunca he tenido confianza en el blanco, que gira alrededor nuestro con demasiada prisa. No sé… Quizás inconscientemente, me recuerdan a todos esos blancos que he conocido, que he visto emborracharse, volverse rojos, y cogerse después al primer negro que encuentran diciéndole: «Sólo quiero que sepas que eres un gran tipo, tanto como yo». Esos mismos blancos cogen después sus taxis o sus coches y se van al centro, a sus barrios, a donde ningún negro puede ir sino es un criado… Sea como sea, sé que en cuanto un blanco se adhiere a una organización negra, los negros tienen tendencia a dirigirse a él. Y aunque, oficialmente, los dirigentes sean negros, enseguida son los blancos quienes toman las riendas, porque son los que ponen dinero.
«Que cada uno trabaje por su parte, actuando en el mismo sentido», es lo que respondo a los blancos sinceros. «Tendremos gran estima por nuestros camaradas blancos. Reconoceremos su mérito, les daremos nuestra confianza. Pero militaremos entre los nuestros, pues sólo los negros pueden demostrar a los negros que pueden desenvolverse solos. Trabajando por separado, blancos y negros trabajarán juntos».
A veces me atrevería a soñar que la historia llegaría a decir que mi voz —que ha sacado al blanco de su autosuficiencia, de su arrogancia, de su satisfacción— ha contribuido a evitar una grave catástrofe, una catástrofe quizás fatal para América.
Mi voz no es más que una de tantas, pero nuestro objetivo ha sido siempre el mismo. Es verdad, mis métodos son radicalmente opuestos a los del Dr. Martin Luther King, apóstol de la no violencia (doctrina que tiene el mérito de poner de relieve la brutalidad del blanco respecto a los negros). Pero en la atmósfera que reina actualmente en América, me pregunto cuál de los dos «extremistas»: el «violento» Malcolm X o el «no violento» Dr. King, morirá primero.
Todo lo que hago en este momento lo considero urgente. El hombre dispone de muy poco tiempo para hacer lo que ha de hacer. Yo especulo sobre mi muerte sin gran emoción. Nunca he creído que llegaré a viejo. Lo sé, lo he sabido siempre, que moriré de muerte violenta. Viene de familia. Pensad en las cosas que creo, pensad en mi temperamento, añadid el hecho de que me entrego con cuerpo y alma a la causa que defiendo; con todos estos ingredientes ¿cómo queréis que muera en la cama?
Si he consagrado tanto tiempo a este libro, es con la esperanza de que el lector objetivo encuentre un testimonio útil a la sociedad. En los ghettos negros hay cada día más adolescentes como yo lo he sido. No quiero decir que todos se convertirán en parásitos como yo lo fui. No. Sólo son una fracción, pero esta fracción de jóvenes criminales es cada año más cara y más peligrosa. El F.B.I. ha publicado recientemente un informe sobre el promedio anual de criminalidad en América. Desde la segunda guerra mundial, este promedio aumenta de año en año de un diez a un doce por ciento. El informe no especifica demasiado, pero yo os diré que este acrecentamiento se debe a los ghettos negros. Y en los motines del «largo y cálido verano» de 1964, los jóvenes negros de los ghettos estaban siempre en primera fila.
Y estoy convencido de que estallarán otros motines, más graves todavía, a pesar de la ley sobre los «derechos cívicos» que tranquiliza las malas conciencias. Pues nadie se ha preocupado realmente de la causa de los motines, que no es otra cosa que el cáncer racista.
Creo que ningún negro americano se ha hundido en el fango tan profundamente como yo; ningún negro ha sido más ignorante que yo; ningún negro ha sufrido tanto como yo, conocido la misma angustia. Pero la luz más pura brilla siempre después de la noche más profunda, la alegría más grande viene siempre después de las desgracias más grandes; hay que haber conocido la esclavitud y la cárcel para disfrutar plenamente de la libertad.
Tengo muchas lagunas, lo sé. Lo que más me ha faltado ha sido instrucción. Me hubiera gustado hacer estudios superiores. Si tuviera tiempo, no me daría vergüenza matricularme en un instituto, continuaría donde lo dejé, y llegaría hasta la licenciatura.
¡Me gustaría tanto estudiar! En todos los campos, porque tengo el espíritu muy abierto y me interesa todo.
Cada mañana me despierto sabiendo que he ganado un día de más. Vivo como un muerto con prórroga. Querría pediros un favor. Cuando esté muerto —lo digo porque sé que ya lo estaré cuando aparezca este libro— cuando esté muerto, leed bien todos los periódicos. La prensa blanca identificará a Malcolm X con el «odio». Ya lo veréis.
El hombre blanco se servirá de mi muerte, como se ha servido de mí en vida: yo encarno a sus ojos, el «odio», encarnación cómoda pues le permite negar la verdad, negar que lo único que he hecho es darle al hombre blanco su propio espejo, a fin de mostrarle los crímenes abominables de su raza contra mi raza.
Ya veréis. En el mejor de los casos, me pegarán la etiqueta de «negro irresponsable». Los leaders negros «responsables» son precisamente los que no obtienen nunca ningún resultado.
Yo he obtenido algunos. Desde que soy, en cierta manera, un leader de los negros americanos, cada nueva ofensiva, cada nuevo contrataque del hombre blanco me ha afianzado: cuanto más me atacaban, más seguro estaba de ir por buen camino, y de obrar en favor de los negros. Al defender sus posiciones, el racista blanco me ha certificado que yo ofrecía al hombre negro algo de válido.
Sí, he amado mi papel de «demagogo». Sé que muchas sociedades asesinan a los hombres que les han ayudado a cambiar. Si muero habiendo aportado alguna luz, alguna partícula de verdad, si muero habiendo contribuido a destruir el cáncer americano, todo el mérito se debe a Allah. A mí atribuidme sólos los errores.