Capítulo 13
13
Las miradas de los concurrentes se dirigieron hacia los que llegaban precedidos por Amador. Los jóvenes les saludaron con amaneramiento y recelo, las niñas hablándose al oído después que les eran presentados.
El bullicio que reinaba en aquella reunión cuando Rivas y San Luis se detuvieron en el patio cesó repentinamente apenas ellos entraron. En medio de este silencio se oyó una voz sonora de mujer que lo interrumpió con estas palabras:
—Él es, ya se quedaron como muertos, como si nunca hubieran visto gente.
Era la voz de doña Bernarda, que, puesta en jarra en medio del salón, animaba con el gesto a los tertulianos.
Las niñas se sonrieron bajando la vista y los jóvenes parecieron volver en sí con tal elocuente exhortación.
—Dice bien, misiá Bernardita —exclamó uno—, vamos bailando cuadrillas, pues. —Cuadrillas, cuadrillas— repitieron los demás, siguiendo el ejemplo de éste.
Un amigo de la casa se acercó al piano, que él mismo había hecho llevar allí por la mañana, y comenzó a tocar unas cuadrillas, mientras se ponían de pie las parejas que iban a bailarlas. Entre éstas no había distinción de edades ni condiciones, hallándose una madre, que rayaba en los cincuenta, frente a la hija de catorce años que hacía esfuerzos por alargarse el vestido y parecer grande a riesgo de romper la pretina.
—Andá, rómpete el vestido con tanto tirón —le decía la primera, causando la desesperación de su compañero, que afectaba las maneras del buen tono en presencia de Rivas y de su amigo.
En otro punto, un joven hacía requiebros en voz alta a su compañera para manifestar que no tenía vergüenza delante de los recién llegados.
—Señorita —le decía—, le digo que es ladrona porque usted anda robando corazones.
A lo que ella contestaba en voz baja y con el rubor en las mejillas:
—Favor que usted me hace, caballero.
Doña Bernarda recorría, como dueña de casa, el espacio encerrado por las parejas, diciendo a su manera un cumplido a cada cual. Al llegar frente a la mamá que hacía vis-a-vis con su hija, principió a mirarla meneando la cabeza con aire de malicia.
—¡Mira la vieja cómo se anima también! —exclamó—. ¡Y con un buen mozo, además! ¡Eso es, hijita, no hay que recular!
—Por supuesto, pues —contestó ésta—, ¿que las niñas no más se han de divertir? Amador se agitaba en todas direcciones buscando una pareja que faltaba.
—Y usted, señorita —dijo a una niña después de haber recibido las excusas de otras—, ¿no me hará el merecimiento de acompañarme?
—No he bailado nunca cuadrillas —respondió ella con voz chillona—, ¿si quiere porca? —Sale no más, Mariquita— le dijo doña Bernarda, —aquí te enseñarán, no pensís que es tan rudo.
Al cabo de algunas instancias, Mariquita se decidió a bailar, y la cuadrilla dio principio al compás de los desacordes sonidos del piano, sobre cuyo pedal el tocador hacía esfuerzos inauditos, agitándose en el banquillo, que con tales movimientos sonaba casi tanto como el instrumento.
No contribuía poco también la algazara de los danzantes y espectadores a sofocar los apagados sonidos del piano, porque Mariquita y la niña de catorce años se equivocaban a cada instante en las figuras y recibían lecciones de tres o cuatro a un tiempo.
—Por aquí, Mariquita —decía uno.
—Eso es, ahora un saludo —añadía otro.
—Por acá, por acá —gritaba una voz.
—Míreme a mí y haga lo mismo —le decía Amador, contoneándose al hacer adelante y atrás con su vis-a-vis.
—No griten tanto, pues —vociferaba el del piano—, así no se oye la música.
—Tomá un traguito de mistela para la calor —le dijo doña Bernarda pasándole una copa, mientras que Amador daba fuertes palmadas para indicar al del piano el cambio de figura.
En la segunda, la niña de catorce años quiso hacer lo mismo que en la primera, turbando también al que bailaba a su frente e introduciendo general confusión, porque todos querían principiar a un tiempo para corregir a los equivocados y restablecer el orden a fuerza de explicaciones. Este desorden, que desesperaba a los jóvenes y a las niñas que pretendían dar a la reunión el aspecto de una tertulia de buen tono, regocijaba en extremo a doña Bernarda, que, con una copa de mistela en mano, aplaudía las equivocaciones de los danzantes y repetía de cuando en cuando, llena de alborozo por lo animado de la reunión:
—¡Vaya con la liona que arman para bailar!
Rafael San Luis era, con gran sorpresa de Rivas, uno de los que más alegría manifestaban, contribuyendo por su parte en cuanto podía a embrollar el muy enmarañado nudo de la cuadrilla, haciendo a veces oír su voz sobre todas las otras y aprovechando la confusión para quitar a alguno su compañera y principiar con ella otra figura, lo que perturbaba la tranquilidad apenas daba visos de restablecerse.
Martín observaba a su amigo desde aquel nuevo punto de vista, que contrastaba con la melancólica seriedad que siempre había notado en él, y creía divisar algo de forzado en el empeño que San Luis manifestaba por aparentar una alegría sin igual. —Su amigo es el regalón de la casa— le dijo acercándose doña Bernarda.
—No le creía tan de buen humor —contestó Rivas.
—Así es siempre, gritón y mete bulla; pero tiene un corazón de serafín. ¿No le ha contado lo que hizo conmigo?
—No, nunca me ha dicho nada.
—Ésa es otra que tiene. A nadie le cuenta las obras de caridad que hace; pero yo se la contaré para que lo conozca mejor. El año pasado estuve a la muerte, y después de sanar, cuando quise pagar al médico y al boticario, me encontré con que no les debía nada, porque él ya los había pagado. ¡Ah, es un buen muchacho!
El profundo agradecimiento con que doña Bernarda pronunció aquellas palabras hizo una fuerte impresión en el ánimo de Rivas, llamando su atención de nuevo sobre la loca alegría de San Luis, que en ese momento había hecho llegar a su colmo la confusión y algazara de los de la cuadrilla.
Al verse observado por su amigo, Rafael vino hacia él. En el corto espacio que recorrió para llegar hasta Martín su rostro había dejado la expresión de contento que lo cubría por la serena tristeza que revelaba ordinariamente.
—Esto principia no más —le dijo—, a medida que nos pierdan la vergüenza nos divertiremos mejor.
—¿Y realmente te diviertes? —le preguntó Martín.
—Real o fingido, poco importa —contestó San Luis con cierta exaltación—, lo principal es aturdirse.
Y se alejó después de estas palabras, dejando a Rivas en el mismo lugar. Iba éste a salir a la pieza contigua, cuando se halló frente a frente con Agustín Encina, que llegaba deslumbrante de elegancia. Los dos jóvenes se miraron un momento indecisos, y un ligero encarnado cubrió sus rostros al mismo tiempo.
—¡Usted por aquí, amigo Rivas! —exclamó el elegante.
—Ya lo ve usted —contestó Martín—, y no adivino por qué se admira, cuando usted frecuenta la casa.
—Admirarme, eso no; lo decía porque como usted es hombre tan retirado… Yo vengo porque esto me recuerda algo las grisetas de París, y luego en Santiago no hay amuzamientos para los jóvenes.
Agustín se fue, después de esto, a saludar a la dueña de casa, que, por mostrarle su amabilidad, le señaló tres dientes que le quedaban de sus perdidos encantos.
En este momento Rafael, que acababa de divisar al joven Encina, tomó del brazo a Rivas y se adelantó hacia él.
—¿Has saludado —le dijo, estrechando la mano de Agustín— a este elegante? Aquí todas las chicas se mueren por él.
—Estás de buen humor, querido —le contestó Encina, poniéndose ligeramente encarnado—, mucho me alegro.
Y pasó al salón, ostentando una gruesa cadena de reloj con la que esperaba subyugar a la desdeñosa Adelaida.
Terminada la cuadrilla, doña Bernarda llamó a algunos de sus amigos.
—Vamos al montecito —les dijo—, es preciso que nosotros también nos divirtamos. Varias personas rodearon una mesa sobre la cual doña Bernarda colocó un naipe, y las restantes, con Rivas y San Luis, entraron al salón, donde se oía el sonido de una guitarra.
Tocábala Amador, sentado en una silla baja y dirigiendo miradas a la concurrencia, mientras que la criada que había abierto la puerta a Rafael pasaba una bandeja con copas de mistela.
Hombres y mujeres acogieron el licor con agrado, y Amador, dejando la guitarra, presentó un vaso a Rivas y otro a Rafael, obligándoles a apurar todo su contenido.
A esta libación sucedían varias otras que aumentaron la alegría pintada en todos los semblantes e hicieron acoger con entusiasmo la voz de uno que resonó diciendo:
—¡Cueca, cueca, vamos a la cueca!
Agitáronse al aire varios pañuelos, y Rivas vio con no poco asombro salir al medio de la pieza a una niña que daba la mano al mismo oficial que le había recibido en la policía la noche de su prisión.
—Éste es el oficial que estaba de guardia cuando me llevaron preso —dijo a Rafael.
—Y el mismo enamorado de Edelmira —le contestó éste—; acaba de llegar, por eso no le habías visto.
Resonó en esto la alegre música de la zamacueca bajo los dedos de Amador, y se lanzó la pareja en las vueltas y movimientos de este baile, junto con la voz del hijo de doña Bernarda, que cantó, elevando los ojos al techo, el siguiente verso, tan viejo, tal vez, como la invención de este baile:
Antenoche soñé un sueño Que dos negros me mataban,
Y eran tus hermosos ojos Que enojados me miraban.
Seguían muchos de los espectadores palmoteando al compás del baile y animando otros a los de la pareja con descomunales voces.
—¡Ay, morena! —Gritaba una voz haciendo un largo suspiro con la primera palabra—. ¡Ha, han! —Decía otra al mismo tiempo.
—¡Ofrécele, chico!
—¡No la dejes parar!
—¡Bornéale el pañuelo!
—¡Échale más guara, oficialito!
Eran voces que se sucedían y repetían, mientras que Amador cantaba:
A dos niñas bonitas Queriendo me hallo;
Si feliz es el hombre,
Más lo es el gallo.
Al terminar la repetición de estas últimas palabras, un bravo general acogió la vieja galantería que usó el oficial, poniéndose de rodillas delante de su compañera al terminar la última vuelta.
Continuaron entonces las libaciones, aumentando el entusiasmo de los concurrentes, que lanzaban amanerados requiebros a las bellas y bromas de problemática moralidad a los galanes. Al estiramiento con que al principio se habían mostrado para copiar los usos de la sociedad de gran tono, sucedía esa mezcla de confianza y alambicada urbanidad que da un colorido peculiar a esta clase de reuniones. Colocada la gente que llamamos de medio pelo entre la democracia que desprecia y las buenas familias a las que ordinariamente envidia y quiere copiar, sus costumbres presentan una amalgama curiosa en la que se ven adulteradas con la presunción las costumbres populares, y hasta cierto punto en caricatura, las de la primera jerarquía social, que oculta sus ridiculeces bajo el oropel de la riqueza. Rafael hacía a Rivas estas observaciones mientras huían de uno que se empeñaba en hacerles apurar un vaso de ponche.
—Por esto —decía San Luis—, entre estas gentes, los amores avanzan con más celeridad que por medio de los estudiados preliminares que en los grandes salones emplean los enamorados para llegar a la primera declaración. El uso de las ojeadas, recurso de los amantes tímidos y de los amantes tontos, es aquí casi superfluo. ¿Te gusta una niña? Se lo dices sin rodeos; no creas que obtienes tan franca contestación como podrías figurarte. Aquí, y en materia que toque al corazón, la mujer es como en todas partes: quiere que la obliguen, y no te responderá sino a medias.
—Te confieso, Rafael —dijo Rivas—, que no puedo divertirme aquí.
—Eh, yo no te obligo a divertirte —replicó San Luis—; pero te declaro perdido si no te distraes siquiera con la escena que vas a ver. Te voy a mostrar un espectáculo que tú no conoces.
—¿Cuál?
—El de un rico presuntuoso a merced de la pasión, como el más infeliz; espérate. Rafael llamó al joven Encina, que multiplicaba sus protestas de amor al lado de Adelaida. El rostro del joven estaba encendido por el vapor de la mistela y por la desesperación que le causaba la frialdad con que la niña recibía sus declaraciones.
—¿Cómo están los amores? —le preguntó San Luis.
—Así, así —contestó Agustín contoneándose.
—¿Quiere usted que le diga una verdad?
—Veamos.
—Al paso que va usted no será nunca amado.
—¿Por qué?
—Porque usted está haciendo la corte a Adelaida como si fuera una gran señora. Es preciso, para agradar a estas gentes, mostrarse igual a ellas y no darse el tono que usted se da.
—Pero ¿cómo?
—¿Ha bailado usted?
—No.
—Pues saque a bailar a Adelaida una zamacueca, y ella verá entonces que usted no se desdeña de bailar con ella.
—¿Cree usted que surta buen efecto eso?
—Estoy seguro.
Agustín, cuyas ideas no estaban muy lúcidas con las libaciones, halló muy lógica la argumentación que oía; pero tuvo una objeción:
—Lo peor es que yo no sé bailar zamacueca.
—¿Pero qué importa? ¿No dice usted que en Francia ha bailado lo que llaman can —can?
—¡Oh, eso sí!
—Pues bien, es lo mismo, con corta diferencia.
Agustín se decidió con aquel consejo y solicitó de Adelaida una zamacueca.
Un bravo acogió la aparición de la nueva pareja; Rafael puso la guitarra en manos de Amador, que cantó, improvisando, con voz que la mistela había puesto más sonora:
Sufriendo estoy, vida mía,
De mi suerte los rigores,
Mientras que, ingrata, tirana,
Te ríes de mis dolores.
Agustín, animado por San Luis, se lanzó desde las primeras palabras del canto con tal ímpetu, que dio un traspié y bamboleó por algunos segundos a las plantas de Adelaida. Gritaron entonces todos los que palmoteaban, dirigiendo cada cual su chuscada al malhadado elegante.
—¡Allá va el pinganilla!
—Venga, hijito, para levantarlo.
—No se asuste, que cae en blando.
—Pásenle la balanza que está en la cuerda.
Enderezóse, sin embargo, Agustín y continuó su baile, haciendo tales cabriolas y movimientos de cuerpo que la grita aumentaba lejos de disminuir, y Amador, fingiendo voz de tiple, cantaba con gran regocijo de los oyentes:
Al saltar una acequia,
Dijo una coja:
Agárrenme la pata Que se me moja.
Repitiendo todos estas últimas palabras, hasta que el elegante creyó que las voces que oía las arrancaba el entusiasmo, y cayó de rodillas a los pies de su compañera, para imitar a los que le habían precedido.
Adelaida recibió aquella muestra de galantería con una franca carcajada, corriendo hacia su asiento, y los demás repitieron los ecos de su risa, al ver al joven que había quedado de rodillas en medio de la pieza.
Rafael siguió a Rivas al cuarto vecino. Éste parecía descontento con el papel que acababa de ver representar al hijo de su protector.
—Es un fatuo redomado —contestó San Luis a una observación que él hizo en este sentido—; y se figura, como nuestros ricos, en general, que su dinero le pone a cubierto del ridículo. Además, es tan grande el acatamiento que nuestra sociedad dispensa a los que cubren con oro su impertinencia, que bien puedo reírme de uno de ellos.
Rivas se separó de su amigo, que se había detenido junto a la mesa en que doña Bernarda jugaba al monte.
Una silla había al lado de Edelmira, y Martín se sentó en ella.
—Poca parte le he visto tomar en la diversión —le dijo la niña.
—Soy poco amigo del ruido, señorita —contestó él:
—De manera que usted habrá estado descontento.
—No, pero veo que no tengo humor para estas diversiones.
—Tiene usted razón; yo que las he visto tanto, no he podido aún acostumbrarme a ellas.
—¿Por qué? —preguntó Martín, sintiendo picada su curiosidad por aquellas palabras—. Porque creo que nosotras perdemos en ellas nuestra dignidad y los jóvenes que, como usted y su amigo San Luis, vienen aquí, nos miran sólo como una entretención, y no como a personas dignas de ustedes.
—En esto creo que usted se equivoca, a lo menos por lo que a mí respecta, y ya que usted me habla con tanta franqueza, le diré que hace poco rato, mirándola a usted, creí adivinar en su semblante lo que usted acaba de decirme.
—¡Ah, lo notó usted!
—Sí, y confieso que me agradó ese disgusto, y pensé, con sentimiento, que usted tal vez sufría por su situación.
—Jamás, como dije a usted, he podido acostumbrarme a estas reuniones de que gustan mi madre y mi hermano. Entre jóvenes como ustedes y nosotras hay demasiada distancia para que puedan existir relaciones desinteresadas y francas. «¡Pobre niña!», pensó Rivas, al encontrar otro corazón herido, como el suyo, por el anatema de pobreza.
A esta idea unió Martín la de su amor, para imaginarse que tal vez Edelmira amaba, como él, sin consuelo.
—No comprendo —le dijo— el desaliento con que usted se expresa, al pensar en que usted es joven y bella. No crea usted que sea ésta una lisonja —añadió, viendo que Edelmira bajaba la vista con tristeza—; mi observación nace de la probabilidad con que puedo pensar que usted debe haber sido amada y haya tal vez podido ser feliz. —A nosotras— contestó Edelmira con tristeza —no se nos ama como a las ricas; tal vez las personas en quienes tenemos la locura de fijarnos son las que más nos ofendan con su amor y nos hagan conocer la desgracia de no poder contentarnos con lo que nos rodea.
—¿De modo que usted no cree poder hallar un corazón que comprenda el suyo?
—Puede ser, más nunca encontraré uno que me ame bastante para olvidar la posición que ocupo en la sociedad.
—Siento no poseer aún la confianza de usted para combatir esa idea —dijo Rivas.
—Y yo le hablo con esta franqueza —repuso ella— porque ya su amigo me había hablado de usted, y porque usted ha justificado en parte lo que él dice.
—¡Cómo!
—Porque usted ha hablado sin hacerme la corte, lo que casi todos los jóvenes hacen cuando quieren pasar el tiempo con nosotras.
Varios de los concurrentes trataron de hacer bailar zamacueca a Rivas con Edelmira, a lo que ambos se negaron con obstinación. Más no habrían podido libertarse de las exigencias que les rodeaban si Rafael no hubiese socorrido a su amigo, asegurando que jamás había bailado.