Capítulo 57
57
De una publicación hecha al día siguiente de la lucha, tomamos dos párrafos, que describen los preliminares del combate del 20 de abril.
«Dirigióse el coronel Urriola a la plaza —dice el escrito citado— y logró sorprender el principal, que sólo tenía tres hombres fuera, estando el resto de la guardia dentro del cuartel, como es de costumbre.
»También se tomaron el cuartel de Bomberos, y las armas del cuartel se repartieron al pueblo, y se agregaron a los sublevados los soldados de la guardia; lo mismo que se hizo con los soldados del Chacabuco que estaban en el principal».
El cuartel de Bomberos, en efecto, había opuesto muy poca resistencia al ataque de los amotinados, que se apoderaron de las armas y regresaron a la plaza en mayor número.
Allí vino a consternarlos una noticia inesperada: dos sargentos del Valdivia, que había marchado en dos piquetes de este cuerpo a apoderarse del cuartel que ocupaba el batallón número 3 de guardia nacional, acababan de insurreccionarse contra los oficiales que mandaban esa fuerza y disparado un tiro de fusil a cada uno de ellos, dejando muerto al uno y herido al otro gravemente, después de lo cual se habían dirigido con los piquetes a engrosar las filas del Gobierno.
Esta noticia llegó a la plaza esparciendo entre los revolucionarios funestos presentimientos; el ejemplo de la defección podía hacerse contagioso y cundir en el batallón Valdivia, única fuerza veterana que hasta entonces hubiese tomado parte en la sublevación.
Entretanto, la noticia del motín había resonado en los confines más apartados de la ciudad, y el pueblo acudía en tropel a la Plaza de Armas, en donde los jefes de la insurrección predicaban la revuelta sin tener armas que ofrecer a los que se presentaban a tomar parte en ella. La misma noticia, comunicada también al Gobierno por distintas personas, había hecho que los partidarios de la administración aprovechasen para la defensa los preciosos momentos que los revolucionarios habían perdido en inútiles escaramuzas y vanas expectativas. Tocábase la generala en todos los cuarteles, apercibíase el de artillería para la resistencia, reuníanse en la plazuela de La Moneda las compañías de los cuerpos cívicos que se habían podido poner sobre las armas, y apoderábase la fuerza del Gobierno del cerro de Santa Lucía dominando las calles circunvecinas.
Los de la plaza, durante aquel tiempo, viendo que ninguna nueva fuerza se plegaba a sus banderas y careciendo de armas para el pueblo, resolvieron dar un ataque al cuartel de artillería, depósito de armas y municiones, y punto, por consiguiente, de gran importancia para el éxito de la empresa. «El cuartel de artillería —dice la relación citada ya— está situado al pie del cerro de Santa Lucía hacia la Cañada, en una casa de alquiler, malísima posición militar, haciendo esquina entre la calle Angosta de las Recogidas y la Cañada. Con un espacio inmenso abierto a su frente y a los costados, tiene una calle de atravieso a ocho varas de la puerta principal, lo que expone a un golpe de mano las piezas de artillería que saliesen a obrar a la puerta. Casi al frente de esta puerta principal está la calle de San Isidro, desde donde puede ser barrida la puerta por los fuegos de fuerzas superiores».
Para llegar al cuartel, cuya posición queda descrita, los revolucionarios se dirigieron a la Cañada por la calle del Estado.
Antes de describir el sangriento combate que tuvo lugar en aquel punto, nos es forzoso ver lo que pasaba a esa hora en casa de don Dámaso Encina.
Situada la casa de éste en una de las calles más centrales de Santiago, la noticia de la revolución vino a despertar a la familia en medio del profundo sueño de las primeras horas de la mañana.
Don Dámaso dio un salto de su cama a la voz de revolución que daban los criados en las piezas inmediatas a su dormitorio; saltó imitado por doña Engracia con admirable agilidad al oír que su marido, con acento aterrado, decía mientras buscaba sus pantalones:
—¡Hija, revolución, revolución!
La falta de luz aumentaba el terror de aquellas palabras, que no sólo asustaron a doña Engracia, sino que aumentaron el miedo de don Dámaso, que no creyó darles tan fatídica acentuación al pronunciarlas. Al impulso de tan súbito terror, los esposos emprendieron en el cuarto carreras desatinadas en busca de prendas de vestuario que tenían a la mano sin notarlo.
—¿Y mis botas, qué se han hecho? —Decía don Dámaso desesperado, corriendo por todo el cuarto en busca de ellas.
—Mira, hijo, te llevas mis enaguas —le gritaba doña Engracia, que, habiendo prendido una luz, se hallaba al pie de la cama replegando su pudor en la poquísima ropa que la cubría.
Con el auxilio de la luz vio don Dámaso en efecto que, sin saber cómo, se había echado sobre los hombros las enaguas de su consorte, y queriendo deshacerse de ellas con gran prisa, las arrojó desatentado a la cabeza de doña Engracia, que, por pescarlas al vuelo con una mano, mientras que con la otra sostenía sobre el seno los pliegues de la camisa, dio un manotón a la vela, que cayó apagándose en la alfombra.
A los gritos que con este incidente dieron los esposos aterrados, uniéronse los ladridos de Diamela, aumentando la turbación y el desorden en la pieza, en la que cada cual parecía querer apagar la voz del otro con la fuerza de la suya.
Por fin, encendióse nuevamente la vela, halló don Dámaso sus botas, se puso doña Engracia las enaguas y se calmó Diamela, acostándose en la cama que habían dejado sus amos.
—Es necesario vestirse ligero —decía don Dámaso dando el ejemplo de la actividad, pero no del acierto, porque cada prenda parecía haberse escondido en tan apurado trance.
Oyéronse entonces redoblados golpes a la puerta.
—¡Que habrán entrado aquí! —exclamó poniéndose lívido don Dámaso.
—Papá, papá —gritó desde afuera la voz de Agustín—, levante que hay revolución.
—Allá voy —contestó don Dámaso, abriendo la puerta a su hijo.
Mientras acababan de vestirse, don Dámaso y doña Engracia dirigían al elegante un fuego graneado de preguntas sobre la revolución, y como Agustín nada sabía, se contentaba con repetirlas a su vez.
—¿Y Leonor? —preguntó por fin don Dámaso, viendo que su hijo en nada satisfacía ni calmaba su ansiedad.
Dirigiéronse los tres al cuarto de Leonor, a quien hallaron vestida ya y sentada tranquilamente al lado de una mesa.
—Hija, hay revolución —le dijo don Dámaso.
—Así dicen —contestó con serenidad la niña.
—¿Qué haremos? —preguntó el padre, pasmado del valor de Leonor.
—¿Qué quiere usted hacer? —dijo ésta—, esperar aquí me parece lo mejor.
Pero don Dámaso no podía estarse quieto y no comprendía cómo en ese instante podía nadie sentarse. Así fue que salió de la pieza, llamó a los criados, ordenó que se trancasen las puertas y entró de nuevo al cuarto de Leonor, diciendo:
—Esto es lo que sale de andar perorando a los rotos. ¡Malditos liberales! Como ellos no tienen nada que perder, hacen revoluciones. ¡Ah!, si yo fuera Gobierno los fusilaba a todos ahora mismo.
Algunos tiros que se oyeron a la distancia le embargaron la voz e hiciéronle arrojarse casi exánime sobre un sofá.
Doña Engracia, llena de pavor también, se echó en brazos de su marido, sin pensar que al estrecharlo tenía entre ellos a Diamela, que lanzó espantosos alaridos en tan cruel e inesperada tortura.
—Papá, mamá, seamos hombres; ¡ah, cállate, Diamela! —Decía Agustín, aparentando una serenidad que sus piernas temblorosas desmentían.
La única persona que allí parecía impasible era Leonor, que los exhortaba sin afectación ni miedo a serenarse.
De este modo transcurrieron los minutos y llegó la claridad del día, que calmó un tanto la agitación en que todos los de la casa, menos Leonor, se encontraban.
Una criada entró a la pieza, y con la voz ahogada por la turbación:
—Señor —dijo—, están golpeando la puerta.
Hubiérase creído que anunciaban con esas palabras a don Dámaso que una lluvia de bombas estaba cayendo en los tejados de la casa, porque con ambas manos se tomó la cabeza y exclamó:
—¡Vendrán a saquear! ¡Vendrán a saquear!
Leonor, sin hacer caso de los gritos de su padre, dijo a Agustín:
—¿Por qué no vas a ver quién golpea?
—¡Yo! Fácil es decirlo. ¿Y si son algunos rotos armados? Yo no, yo los defenderé a ustedes, pero no abramos la puerta.
—Original manera de defendernos —replicó la niña, saliendo de la pieza y dirigiéndose a la puerta de calle, donde los golpes redoblaban de una manera alarmadora.
Los que así golpeaban eran don Fidel Elías, su mujer, Matilde y algunas niñas de la familia; entraron en la casa contando cada cual a un tiempo con los demás lo que habían visto en la calle. Mientras entraban a las piezas interiores, el criado que cuidaba la puerta se acercó a Leonor.
—Señorita —le dijo—, me han dado esta carta para su merced.
La niña tomó la carta y la abrió maquinalmente.
Al leer la firma de Martín, turbáronse sus ojos y dijo al criado con voz ahogada:
—Está bien, retírate a la puerta y avísame si golpean.
Mientras pronunciaba estas pocas palabras, su rostro había recobrado su entera tranquilidad, y sólo la ligera palidez que lo cubría daba indicio de que su alma se hallaba dominada por una fuerte emoción.
En vez de dirigirse Leonor a la pieza en que se encontraba la familia con don Fidel, entró en otra que estaba sola, y después de cerrar la puerta, abrió con avidez la carta que había echado en un bolsillo.
Con su lectura perdió el tranquilo valor que la distinguía entre todos los de la casa; púsose aún más pálido su rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras que su agitado respirar acusaba los violentos latidos de su corazón.
—¡Qué hacer, Dios mío! —exclamó, resumiendo en esta exclamación todas las angustias que la agobiaban con la idea del peligro en que Rivas debía encontrarse en aquel instante.
Luego se levantó de repente, cual si un nuevo y más terrible golpe la hubiese herido en el corazón.
—¡Y si estuviese herido ya! ¡O muerto! —añadió, alzando al cielo los bellísimos ojos que las lágrimas de amor nublaban por primera vez.
Dirigió a Dios entonces una ferviente oración por la vida de Martín; ruego sublime, sin palabras coordinadas, pero que tenía la más ardiente elocuencia: la del alma enamorada. Y después, como convencida por vez primera de la impotencia del orgullo, de la estéril vanidad de la belleza, lloró como un niño, con absoluto olvido de todo lo que no tuviese relación con su amor.
Pasados así algunos momentos, hizo un gran esfuerzo para serenarse, y después de arreglar el desaliño que un instante de completa desesperación había dejado en su vestido, salió del cuarto llevando sobre el corazón la carta de Rivas.
La llegada de don Fidel había, entretanto, dado un nuevo giro a las ideas de don Dámaso, y serenándolo casi enteramente. Don Fidel contó al llegar las noticias que en la calle acababa de recoger, noticias que suponían a la fuerza revolucionaria apoderada ya de todos los cuarteles y dirigiéndose a la Casa de Moneda, último baluarte del Gobierno.
—Tal vez a esta hora —dijo al terminar— todo esté concluido.
A instancias suyas, todos salieron de la pieza en que se hallaban y subieron a los altos para observar desde el balcón el movimiento de la calle.
—Hombre, ¿qué es lo que hay? —preguntó don Fidel a dos hombres que a la sazón pasaban corriendo.
—Que el pueblo ha ganado y el coronel Urriola se ha tomado la artillería —dijo uno de ellos.
—¡Viva el pueblo! —gritó el otro.
—¡Viva! —repitió don Dámaso, que siempre estaba por el vencedor.
Luego, como para cohonestar aquel grito sedicioso:
—Alguna vez —dijo— se había de hacer justicia estos pobres que viven siempre oprimidos.
—Porque no pueden ellos oprimirnos —replicó don Fidel, que tenía horror a la chusma.
—Es muy justo que el pueblo recobre sus derechos conculcados —dijo don Dámaso con admirable entonación patriótica, olvidándose que media hora antes no existía tal pueblo para él, sino simplemente los rotos.
Mientras así discurrían y tomaban lenguas de lo que acontecía, Leonor se hallaba en el cuarto que antes ocupaba Rivas, y a la par que pedía a los muebles la historia del ausente, rogaba al cielo por él y estrechaba con pasión la carta que ocultaba en su seno.
Oyéronse en este momento las descargas del combate que se empeñaba en el cuartel de artillería y que hicieron a los curiosos desertar del balcón y bajar en tropel la escala, para ponerse a cubierto de cualquier accidente imprevisto.
Nosotros, en vez de seguirlos, volveremos al campo del combate, donde algunos de nuestros personajes figuran entre los beligerantes.