Capítulo 24
24
Un poco antes de la una del día, salió Leonor de su pieza al cuarto de antesala. La completa elegancia de su traje hacía resplandecer su admirable belleza. Un vestido de popelina claro ajustaba su talle delicado, que se divisaba al través de un ancho encaje de Chantilly que guarnecía una manteleta bordada, de terciopelo negro. Los numerosos pliegues de la pollera se perdían longitudinalmente hacia el suelo, realzando la majestad de su porte, y un cuello de finos encajes de valenciennes, ajustado por un prendedor de ópalos, confundía su blanco bordo con el blanquísimo cutis de su bien delineada garganta.
Leonor se sentó a esperar a su hermano, entreteniéndose en jugar con un quitasol que tenía entre las manos. Al cabo de cortos instantes se separó de su asiento y se puso delante del espejo de la chimenea, pasando una mano sobre sus lustrosos bandeaux, con un cuidado que acreditaba el culto que profesaba a su persona.
Muy distante se hallaba Leonor de figurarse que en ese momento dos ojos dirigían sobre ella una mirada ardiente al través de la vidriera de la puerta que comunicaba la antesala con el escritorio de su padre. Aquellos ojos eran los de Martín, que, habiendo oído cerrar la puerta por la cual Leonor acababa de pasar, se había puesto en observación, como muchas veces lo hacía, para ver a la niña, que a esa hora estudiaba diariamente el piano.
Tanta belleza y elegancia hacían latir el corazón del enamorado mozo con desesperada violencia. Con la avidez de todo amante, quiso Rivas contemplar de más cerca a su ídolo e imaginó al momento un pretexto para acercarse. Sentía una extraña fascinación que le arrastraba en su amor a despreciar la altivez con que era tratado; era el efecto de la misteriosa fuerza que impulsa a todo infeliz a ponderarse sus pesares, a todo criminal a seguir en la obscura senda a que un primer delito le arroja. Martín deseaba complacerse en su propia desgracia, sentir la opresión de su pecho ante la mirada altanera de Leonor, comparar cerca de ella la miseria de su destino con la opulenta riqueza y hermosura de la niña. Estas sensaciones le hicieron abrir la puerta con un ardor febril, sin explicarse lo que hacía y cegado ya por la desesperación sobre su suerte que la vista de Leonor le infundía.
La niña volvió precipitadamente la cabeza hacia el punto en que se abría la puerta y vio aparecer a Martín, pálido y turbado delante de ella.
Al momento vinieron a la memoria de Leonor sus propósitos de la víspera, y recibió el saludo del joven con fría mirada y orgulloso ademán.
Ante aquel saludo conoció Rivas lo aventurado y temerario de lo que hacía.
—Señorita —dijo con voz tímida—, me he tomado la libertad de presentarme para decir a usted que ayer cumplí el encargo que usted se sirvió hacerme.
—Yo esperaba haber recibido anoche esa respuesta —contestó Leonor sentándose. Martín tomó el tirador de la puerta en señal de retirarse.
—Mi hermano me hizo esta mañana ciertas confidencias —dijo Leonor, sin dar tiempo a Rivas de hacer lo que intentaba—, que me han explicado por qué no sucedió lo que yo esperaba.
La palidez de Martín desapareció bajo un vivo encarnado al oír aquellas palabras, porque se figuró que Agustín hubiese hablado de la casa de doña Bernarda.
—No creí, señorita —contestó—, que usted aguardase con tanta impaciencia la respuesta.
—De modo que usted ha vuelto la felicidad a su amigo —dijo Leonor—, sin aceptar por ninguna señal exterior la disculpa del joven.
—Gracias a usted, señorita —repuso Martín inclinándose.
—Éste será un mal ejemplo para usted —replicó con una imperceptible sonrisa de malicia.
—No veo por qué, señorita.
—Porque la felicidad de su amigo puede influir contra los heroicos propósitos que usted me manifestó la otra noche.
—Rafael ocupa una posición muy distinta de la mía —dijo Rivas con un acento tan naturalmente melancólico que Leonor fijó en él una profunda mirada.
—¿Porque está seguro de ser amado? —preguntó.
—Precisamente.
—¿Y usted?
—Yo… no pretendo serlo —contestó Martín con verdadera modestia.
—Es usted muy desconfiado —replicó Leonor, con la sonrisa que un momento antes se había dibujado en sus labios.
—Creo que mi desconfianza podrá servirme de escudo contra mayor desgracia que la de no ser nunca amado.
—¿Mayor desgracia? ¿Cuál, por ejemplo?
—La de amar sin esperanza.
Martín pronunció estas palabras con voz tan íntimamente conmovida que Leonor, a pesar de su imperio sobre sí misma, se puso encarnada y bajó la vista al encontrarse con la ardiente mirada del joven.
Su invencible orgullo la hizo al momento avergonzarse de su involuntaria emoción. En el instante de bajar la vista oyó la voz de su amor propio escarnecerla por su debilidad. De modo que apenas sus dilatados párpados habían cubierto las pupilas, alzáronse de nuevo dejando ver la arrogante mirada del orgullo ofendido.
—No debe usted arredrarse ante esa desgracia —dijo—; pocos son los hombres que no encuentran alguna vez siquiera quien los ame. Por lo que me dijo Agustín, usted está en camino de encontrarse pronto a cubierto de lo que tanto parece temer. Levantóse al decir esto de su asiento con la majestad de una reina, y arrojó al joven, mirándole con aire de burla, que en nada disminuía su dignidad, estas palabras:
—Una de las niñas que ustedes visitaron anoche, dice Agustín que manifiesta afición por usted; ya ve que puede tener más confianza en su estrella.
Y salió de la pieza llamando a una criada y dejando a Rivas sin movimiento en el punto donde había permanecido de pie durante toda la conversación.
Muy luego oyó la voz de Leonor que decía:
—Di a Agustín que le estoy esperando hace más de una hora.
Estas palabras le sacaron de su estupefacción. Abrió la puerta y entró al escritorio de don Dámaso con las lágrimas próximas a escapársele de los ojos.
Las últimas palabras de Leonor y lo que había dicho después a la criada le hacían creer que le miraba como un objeto de pasatiempo y de burla. Esta creencia arrojó en su alma una tristeza que nubló los resplandores que todo joven divisa en el porvenir.
«Vamos —se dijo con rabia, apoyando ambas manos en la frente—, es preciso trabajar».
Y tomó la pluma con ardor desesperado, evocando el recuerdo de su pobre familia para calmar la desesperación que le oprimía el pecho y le daba deseos de llorar como un niño.
Leonor volvió a sentarse pensativa en el sofá que había ocupado mientras hablaba con Martín. Maquinalmente se detuvieron sus ojos en la puerta que el joven acababa de cerrar, y parecíale verle aún, de pie, próximo a esa puerta, pálido y turbado, dirigirle con ardiente mirada y conmovido acento aquella frase que en pocas palabras pintaba el melancólico desconsuelo de su alma: «Amor sin esperanza». Y bajó de nuevo, por un movimiento maquinal también, su vista; pero al levantarla otra vez no brillaban ya en sus ojos los rayos, de su orgullo receloso y tenaz, sino la vaga expresión que pinta la alborada de una nueva emoción en el alma.
Leonor pensó entonces, más sin formular con precisión tal pensamiento, que en aquellas palabras de un verdadero sentimentalismo, en la elocuente mirada de los ojos negros de Martín, en la íntima emoción que acusaba su voz, había mil veces más atractivos que en los estudiados cumplimientos de los elegantes jóvenes que cada noche le repetían sus hostigosos cumplidos. Aquella ligera entrevista dejaba en su ánimo una profunda y desconocida emoción, una tristeza indefinible que borraba de su memoria la imagen del pobre provinciano, tímido y mal vestido, para ceder su lugar al joven modesto y sentimental, que en pocas palabras dejaba entrever un corazón capaz de grandes sensaciones.
La llegada de Agustín vino a cortar aquellas reflexiones, sin forma fija, en que vagaba complacida la mente de Leonor.
El elegante había apurado la combinación de la corbata con el chaleco y pantalones a la más perfecta armonía de los colores; el cutis lustroso de su cara atestiguaba el paso de la navaja sobre una barba naciente, y su pelo despedía el perfume de la más rica pomada de jazmín de Portugal que fabrica la Sociedad Higiénica de París. —¿Te he hecho esperar, mi toda bella?— preguntó a Leonor, ostentando con arte la gracia de su pantalón cortado por Dussotoy en la capital de la elegancia.
—Algo —contestó Leonor levantándose.
Salieron de la casa y llegaron poco después a la de don Fidel, donde los esperaba Matilde.
Ésta había dado también un cuidado prolijo a su traje, que bien podía rivalizar en gracia con el de su prima. La resolución un poco violenta de que se había armado añadía cierta gracia a su belleza, modesta hasta la timidez, y sus ojos estaban animados por una viveza que aumentaba su brillo y su hermosura.
Pusiéronse en camino, aparentando una alegría que sólo Agustín tenía en realidad, porque Leonor y sobre todo Matilde no podían ocultar la turbación que de ellas se apoderaba al aproximarse a la Alameda. Al llegar al paseo de que nos enorgullecemos todos como buenos santiaguinos, Leonor había recobrado ya su serenidad y alentaba a Matilde, a quien el temor había hecho perder enteramente la viveza y animación que al salir de su casa se miraba en su semblante.
La Alameda estaba desierta como lo está en días que no son festivos. El alegre sol de primavera jugaba en las descarnadas ramas de los álamos y extendía sus dorados rayos sobre el piso del paseo.
Las dos niñas avanzaron con Agustín hasta el punto en que se encuentra la pila. La soledad del lugar infundió confianza a Matilde, y la conversación, que al llegar había languidecido, recobró su animación cuando estuvieron sentados no lejos del maitén que algún intendente amigo de los árboles nacionales hizo colocar en el óvalo de la pila como una muestra de su predilección.
Poco rato después que se hallaban en aquel lugar, Agustín dijo al oído de Leonor:
—Allí viene Rafael.
Matilde le había divisado desde lejos y hacía poderosos esfuerzos para ocultar y reprimir el temblor de su cuerpo.
San Luis se acercó al sofá y saludó con gracia a Leonor y a su prima primero, dando la mano a Agustín, que le acogió con risueño semblante. Igual cortesía había mostrado al saludar a cada una de las niñas, sin que hubiese podido distinguirse que una de ellas ocupaba su corazón únicamente desde muchos años.
Rafael tuvo también bastante oportunidad para entablar luego una conversación, en la que todos tomaron parte, destruyendo de este modo el natural embarazo que debía suceder al saludo. Con esa conversación, Matilde se serenó del todo; pudo dirigir sin temblar sus miradas a Rafael, con la ternura de un amor verdadero, que desdeña el artificio y deja retratarse en el rostro las gratas emociones que se apoderan del alma.
Leonor dio poco después la señal de la vuelta, levantándose y apoderándose del brazo de su hermano. Rafael ofreció el suyo a Matilde, y las dos parejas se pusieron en marcha con lento paso.
San Luis entabló pronto la conversación con que había soñado tantas veces en sus días de tristeza; pintó con calor sus pesares; hizo estremecerse de gozo el corazón de su querida con la expresión apasionada de un amor que había llenado su existencia, y recibió con una alegría que le costaba reprimir las sencillas y tiernas palabras con que Matilde le contó los dolores del sacrificio que había hecho a la voluntad paterna. Hubo en esa mutua confidencia de dos corazones unidos por una pasión sincera y separados por la ambición, esa expansión sin arte que desborda del pecho inundado por una felicidad completa, palabras que contaban con una vida sin límites, miradas que brillaban con celestial ventura.
—En fin —dijo Rafael—, todos mis pesares los borra este momento; ya veo que los más locos sueños de la imaginación pueden realizarse. ¡Usted me ama!
Esta frase fue pronunciada cuando Matilde refería los temores que había vencido para dar la cita.
—Ahora —añadió la niña, que en aquel momento de suprema dicha sentía en su alma un valor decidido— mi resolución es irrevocable. He sufrido mucho para no tener en adelante la fuerza de resistir.
Rafael contó entonces su nuevo plan y las probabilidades con que contaba para vencer la obstinación de don Fidel. Este plan abría a los amantes el campo rosado de la esperanza, desarrollando a sus ojos los mirajes infinitos que siempre se presentan a los enamorados felices. Los alegres proyectos cernieron sobre ellos sus alas doradas y les pareció que el cielo era más azul y más puro el aire en que resonaban sus palabras.
En andar tres cuadras habían empleado cerca de media hora, durante la cual Agustín contaba a Leonor sus amores, transformando en su narración a Adelaida en la hija de una de las principales familias de Santiago, y sin llegar a la relación de la cita, que fue sustituida por mil pruebas de una violenta pasión, inventadas por la imaginación del elegante.
Al terminar la cuarta cuadra, Leonor se detuvo y fue preciso separarse; Matilde y Rafael creían no haber hablado todavía. El joven se despidió como había saludado; llevaba la esperanza de una nueva entrevista si Leonor consentía en acompañar de nuevo a Matilde, mientras se ponía en ejecución el plan que debía dar por resultado el consentimiento de don Fidel Elías.