Los borbones, unos amigos

«Brindarem tot maleint la memòria de Felip quint»

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Gracias a Felipe V y a la Nueva Planta se abolieron los fueros medievales obsoletos y Cataluña entró en el mundo moderno. Ésta es la versión oficial que todos nosotros hemos estudiado. Y la verdad es que la tesis pinta muy bonita: un reino en decadencia donde todos visten de negro y es gobernado por leyes antiguas e inquisidores feroces. Llega un francés con peluca, nieto del Rey Sol. Arrincona viejas y polvorientas leyes locales e instaura normas racionales, luminosas, francesas. Queda claro que el absolutismo era el único camino de modernización. En toda Europa, el absolutismo y el despotismo ilustrado imponían y triunfaban tranquilamente. Cataluña, gracias a la creación del nuevo mercado único, pudo prosperar y comerciar con América. Somos ricos gracias a la racionalidad borbónica que nos liberó de unos fueros muy catalanes pero totalmente medievales. El siniestro y empolvado austracismo da paso al luminoso europeísmo borbónico. Los deprimentes cuadros de Carreño sobre la oscura corte del rey embrujado a la alegre frivolidad pompier de Van Loo, Mengs y el palacio de Aranjuez.

Hombre, suena bastante bien. Defender hoy día aquella Cataluña foral no puede ser más que una exageración romántica deformada por el nacionalismo identitario de raíz carlista y reaccionario. La prosperidad catalana es gracias a Felipe V y no a pesar él. Pero no fue así. Ni por casualidad.

Para empezar, el absolutismo no era ni ineludible, ni exitoso, ni fue eficiente. De hecho, desde que Felipe V se sentó con tranquilidad en el trono hasta que el absolutismo como sistema colapsó en la Revolución Francesa, pasaron solo setenta y cuatro años. Los mismos, prácticamente, que duró el socialismo real. La apuesta española por una monarquía unificada de derecho divino y gobierno por decreto. La idea de un reino sin cortes y regido sin contrapeso por la alta nobleza y los militares fue un evidente paso atrás. Fue una vía en contra del curso de la historia. España apostó por un modelo francés que ya iniciaba su crisis y que ha postrado a España en el militarismo y el autoritarismo.

Por su parte, la apuesta del austracismo catalán no era solo por otro candidato al trono, sino por todo un programa de gobierno que la historia oficial española ha ocultado o menospreciado cuidadosamente. Si uno lee La alternativa catalana del malogrado Ernest Lluch, o los trabajos más recientes de Albareda o Simón, tendrá cumplida información sobre el carácter profundo totalizador del austracismo y su naturaleza antagónica con el proyecto borbónico.

El austracismo quería para España y para el Principado un modelo similar al de las llamadas potencias navales: el Reino Unido y Holanda. En 1688, la Revolución Gloriosa llevó el parlamentarismo y la casa de Orange a Inglaterra construyendo un modelo flexible, basado en el comercio y en libertades crecientes. Un modelo que ya funcionaba en las Provincias Unidas en forma de próspera república burguesa. Era este marco político de libertades lo que los gobernantes catalanes tenían en mente cuando convocaron las cortes de 1701-1702 y las de 1705-1706. De allí salieron casi doscientas constituciones que favorecían claramente la manufactura y el comercio (entre ellas el envío de dos barcos de libre comercio a América por año).

El «partido» de los comerciantes y fabricantes catalanes no luchaba por defender unos viejos fueros medievales y restrictivos. La apuesta catalana era la modernidad del modelo inglés y las libertades holandesas frente al ya decadente absolutismo mercantilista francés.

El triunfo de Felipe V es pues el triunfo de la reacción. Sacó a España de las revoluciones burguesas, las reformas de Carlos III aceleraron el descontento de los criollos y la independencia americana. Los borbones, no hay más que mirarlos, han sido la gran catástrofe española.

Un pequeño apunte más en contra de la versión oficial española. Últimamente, se suele leer en la prensa eso de que los catalanes lucharon en 1714 por defender una obsolescencia feudal llamada fueros. La palabra, claro, remite a viejas normas sobre la propiedad de una vaca, peleas sobre lindes y prados, y nos dibuja atavismos carlistas. Pero tenemos un pequeño problema. Cataluña nunca tuvo fueros. ¡Mecachis! Fueros fueron los de Aragón y los del Reino de Valencia. En Cataluña existían los usatges. Los usos. Lo que ocurre es que eran tan solo la tercera fuente de derecho después de las Constituciones y las costumbres, derecho consuetudinario similar a la Common Law inglesa.

Y ahí está la gracia… ¿Y si cambiásemos la palabra? ¿Y si dijésemos que ante el Borbón se luchaba por defender las Constituciones en lugar de los fueros? La cosa ya suena más moderna ¿verdad? No era la de 1714 una oligarquía medievalizante, sino unas élites mercantiles empeñadas en seguir limitando la soberanía real, al modo inglés y holandés. En gobernar según King in Parlament under God, como dicen los británicos desde el 1688. No se trataba de viejos códigos feudales sino de legislación aprobada cada año en cortes. Cortes que no eran democráticas claro está, puesto que aún eran estamentales, pero sí eran representativas como se puede comprobar si se analiza la composición y programa político de la Conferència dels Tres Comuns desde 1701, y sobre todo desde 1713 cuando Cataluña se convirtió, de facto, en una singularísima república asamblearia.

Si uno repasa algunas de las Constituciones no tiene la sensación de moverse por Juego de Tronos. Antes bien, se percibe una gran modernidad como en la inviolabilidad del correo en las cortes de 1702. O constituciones que, desde 1228, impedían que nadie fuese preso sin la resolución de un juez o que, como decía esta constitución de 1520: «inspirándose en altos sentimiento de justicia y humanitarismo, la Generalitat pagará el salario a dos abogados y a dos procuradores para que se encarguen de la defensa de las causas en las que los litigantes sean pobres». Todo un lujo que la Generalitat de hoy no puede pagar ni para tapar sus propios pufos.

¡Oh!, témpora, etcétera.