Capítulo 10

Rebelde

Está todo arreglado. Los cuatro hombres dormiremos aquí, en la vieja buhardilla. Rafael y yo, como otras veces, juntos en mi cama dorada. El tío Luis y Andrés en la cama de matrimonio de mi madre, con sus hierros pintados de verde y sus santos despintados a la cabecera y a los pies, en los dos óvalos de chapa roída de los años y de los insecticidas. Las mujeres, la Concha y mi madre, dormirán en la otra buhardilla, en la de la señora Francisca. La señora Francisca se murió y dejó unas sartenes negras, unos pucheros también negros, un cesto de mimbre con alcahueses, caramelos y bengalas de las que vendía a los chicos de la plaza del Progreso. Como su buhardilla estaba pared por medio de la nuestra, nos quedamos con ella y heredamos: un poco de ropa vieja, los cacharros de guisar, los de vender y un catre con un colchón de lana negra. Nadie se presentó a recoger «la herencia» y convertimos el catre en astillas y repartimos todo lo demás entre la comunidad de las buhardillas.

Rafael y yo dormimos en esta buhardilla. Durante el día sirve de cocina, porque en un rincón, debajo del tejado, hay un hornillo con chimenea. A la vez es el taller de la Concha. Se marchó de casa del doctor Chicote y, no queriendo ser más criada, ha aprendido, pagándoselo, el oficio de planchadora. Siendo la madre lavandera, es fácil tener clientela, y el día se lo pasa con sus planchas calientes en el rincón del tejado, frotando telas sobre una mesa de pino cuadrada, de más de tres metros de largo, que llena el centro de la buhardilla. Las mujeres duermen solas, nosotros también —aunque algunas veces no dormimos en casa, aprovechando la independencia—, y a la vez estamos todos juntos.

En la antigua buhardilla han quedado, además de las dos camas, la mesa redonda que construyó mi padre, los cacharros y las ropas. Toda nuestra riqueza. Hoy, por razones de las dimensiones de las camas, Miguel y yo dormiremos en la antigua buhardilla y las mujeres en la nuestra.

Han venido el tío Luis y Andrés juntos, pero con finalidades distintas: Andrés viene para ir a Toledo a pasar tres días de vacaciones con su hijo Fidel que está allí de seminarista. Elvira, su mujer, se ha quedado en Méntrida, con su pierna supurante, tendida en la cama. El tío Luis ha venido como otras veces, a comprar hierro para hacer herraduras. Hierro en barras, negro, dulce, hierro que no ha probado el fuego desde que salió del crisol. Cuando el tío Luis compra hierro, siempre me recuerda cuando le veía probar el vino: entonces recorría las bodegas subterráneas de Méntrida y con un cacillo sacaba un poco de vino de la tinaja, lo suficiente para mediar el vaso recién lavado. Le miraba al trasluz, bebía un sorbito «para enjuagarse la boca», chascaba la lengua, se callaba, enjugaba el vaso y probaba otra tinaja. De repente cogía el vaso con los dedos y lo metía en la tinaja como si fuera el cacillo, le sacaba lleno hasta los bordes y se lo bebía de un golpe; y otra vez y otra. El dueño del vino le preguntaba:

—¿Qué te parece, Luis?

—Esta tinaja, sangre de Cristo; lo demás puedes tirarlo.

Con el hierro es lo mismo: en los almacenes de la Cava Baja entra agachando su corpachón y pide hierro, simplemente «hierro». Como todos le conocen, le sacan las barras largas de dos y cuatro metros. Las sopesa, les pasa la yema del dedo por encima, las golpea con un nudillo haciéndolas sonar y las deja caer en el montón; hasta que llega a un montón en el que se queda con la barra suspendida en el aire y dice: «¿Cuánto?». Cuando cierra el trato, con sus manos dobla las barras de un dedo de gruesas, hace un atado con ellas y se las lleva al hombro, como si fuera a ir directo de la Cava Baja a Méntrida a forjarlas. A veces, dice palmeando las barras: «¡Oro fino!».

Rafael y yo montamos el tablero intermedio de la mesa, para caber los seis. Mi madre saca uno de sus manteles blancos y prepara la mesa. A las ocho vendrán los dos de sus negocios. Andrés llega cargado de paquetes. Golosinas y ropa para el chico. El tío Luis llega con un solo paquete que empuña como una maza. Golpea con él la mesa y se echa a reír:

—Suena duro, ¿eh?

Quita los papeles y sale un jamón seco, curado, duro como si fuera madera.

—Trae un cuchillo, Leonor.

Lo corta por la mitad, dejando al aire la carne casi morada, de la que saca una tira para cada uno. Mi madre protesta:

—¡Pero, hombre, déjelo para el pueblo!

—Mira, mira, come y calla, que mañana no sabemos lo que va a pasar.

Después se llena un vaso de vino hasta el borde y se lo bebe.

—¡Ahora, a cenar!

El principio de la cena es todo silencios por el hambre que ha despertado la loncha de jamón y por no saber cómo empezar. El tío Luis comienza, encarándose conmigo:

—Bueno, y tú, ¿qué?

—Trabajando.

—Éste ya ha solucionado la vida —dice Andrés—, ha tenido más suerte que mi chico, que tendrá que pasarse nueve años en el seminario.

El tío Luis chasca con los dientes una chuleta, se limpia los labios grasientos con el revés de la mano y se vuelve a Andrés:

—Mira que, si dentro de nueve años, el chico te colgara los hábitos y se marchara detrás de unas faldas, estaría gracioso.

—Si me hace eso el chico, le mato. Después que se ha pasado uno la vida sacrificándose por él, que me colgara los hábitos y se fuera de golfo, sin oficio ni beneficio a los veintiún años, le mataba.

—¡Ta, ta, ta! ¿A qué llamas tú sacrificios? Porque el seminario no te cuesta un céntimo. La carrera se la dan gratis con tal de tener un curita más, porque los necesitan. Y tú te has quitado una boca de casa y ahora tienes hasta ahorros.

—Pero ¿y el sacrificio de separarse de un hijo once años para que pueda ser un hombre?

—¿Para que pueda ser un hombre? ¡Vamos, tú crees que yo soy idiota! Será para que sea un cura, pero no un hombre. Porque los curas, aunque sean hombres, no pueden funcionar como tales. Y eso es lo que has hecho tú. Cuando tu chico sea mayor, será hombre o será cura, pero lo que nunca será es cura y hombre.

—Bueno, Luis, contigo no se puede discutir.

—Claro que no, ¿no ves que yo soy muy bruto? Tan bruto que no me quedo con nada que me haga daño dentro del cuerpo. Yo al pan le llamo pan y al vino, vino.

Para apoyar la frase, rebaña el plato con un migote de pan que le llena la boca y se bebe otro vaso lleno de vino. Después, con el plato limpio, planta los dos codos en la mesa y prosigue:

—Mira: ni ésta —se encara con mi madre— ni tú tenéis razón. Os da la manía de todos los muertos de hambre que queréis que el chico sea un príncipe de la Real Casa. Ahí le tienes —me señala a mí con un dedo—, tan finito, tan guapo, con la cara tan blanca, con su cuello almidonado, su corbata de seda, su traje elegante, con dos pesetas de sueldo, viviendo en una buhardilla y su madre lavando ropa. Le han enseñado a que tenga vergüenza de que su madre es una lavandera.

—Yo no tengo vergüenza de que mi madre sea lavandera —respondo.

—¿Sí? ¿Cuántos amigos tuyos del banco vienen aquí, a casa, de visita?

Me pongo colorado y no contesto.

—¿Lo ves? —le dice a Andrés—. Igual que tú. ¿A que no dice tu chico en el seminario que es el hijo de un albañil, ni tú eres capaz de presentarte en Toledo con la blusa blanca? En Leonor, la cosa tiene excusas porque es una mujer y por otras muchas cosas. Pero tú, que puedes decir que eres tan rico como yo, no tienes perdón de Dios, si es que ese tío existe. A cada uno lo suyo. Mis chicos machacan hierro y cuando sean hombres harán lo que les dé la gana, pero siempre tendrán con qué ganarse el pan sin avergonzarse de ser herreros como su padre. Y para ser ricos, ten por seguro que si no son idiotas, serán más ricos que tú y que tu hijo aunque llegue a canónigo.

—Precisamente, lo que yo no quiero —dice Andrés un poco ronco— es que mi hijo tenga que llevar cubos en una obra, amasar yeso y pintar paredes con cal a pleno sol. Yo lo hago por su bien y algún día me lo agradecerá.

—Y cuando pase una chica guapa y le entren ganas de mujer, se ensuciará en su padre por debajo del hábito.

—Mira, mira, el chico no es tonto y cuando tenga ganas de una mujer se acostará con ella.

—Eso, precisamente eso. Y lo que habrás hecho es un hipócrita o un desgraciado. Mi chico, Aquilino, que ya le gustan las mozas, está machacando hierro en la fragua y cuando pasa una le dice: «¡Güena estás!». Y si la otra se deja, lo más que pasa es que al otro día le pesa un poco más el macho. Pero luego trabaja con muchas más ganas y come como el diablo y va con la cabeza muy alta porque no tiene de qué avergonzarse. A éste —por mí—, afortunadamente, le pasará lo mismo. Pero será un señorito chupatintas que se casará con alguna tísica con sombrerito y rabiarán de hambre con treinta duros al mes.

—Entonces, según tú, no tiene uno que preocuparse de que los chicos lleguen a ser más que uno.

—Más que lo que es uno, sí. Pero no distintos a como uno es. Hoy yo tengo todo, tengo la mujer, los chicos y la fragua, todos con salud, gracias a Dios. Además tiene uno su cachito de tierra de trigo, su trozo de huerta, su cerdo, su vino y sus higos para postre. Pues todo eso ya lo tienen mis chicos, y después, que se lo aumenten con su trabajo como me lo he aumentado yo. En mi casa no hay ni Dios, ni rey, ni Roque; allí no manda nadie más que yo y a mí no me manda nadie. ¿Y para qué quiero ser más rico, si no me manda nadie y tengo todo lo que necesito?

—Entonces, ¿qué debería haber hecho yo? —dice mi madre, que ha escuchado callada y quieta a los dos hombres.

—¿Tú? Bastante has hecho con sacarlos adelante y no hacerlos curas. Ahora son ellos los que te tienen que sacar a ti.

—Pues yo trabajo como una burra —dice la Concha.

—¿Y qué te has creído, rica? Yo trabajo como un caballo y eso es lo que nos toca en este mundo, trabajar como bestias. Pero, por lo menos, que le dejen a uno el derecho de dar coces de vez en cuando —dice el tío Luis.

Rafael levanta la cabeza, hasta ahora gacha, y dice:

—En total, que la única verdad es que a los pobres nos toca aguantarnos. Usted, como tiene todo solucionado, es feliz. Pero yo le ponía a hacer facturas en mi oficina y que a fin de mes le dieran seis duros.

—¿Y sabes lo que haría? Cogería la gorra y la puerta. Tú lo que te pasa es que te encuentras muy cómodo en tu oficina y no quieres trabajar. Vente conmigo a Méntrida a machacar con el macho y yo te enseño el oficio y te mantengo. Claro que te vas a poner negro, sin que te valga lavarte, y te van a salir callos en las manos.

Hasta ahora no he querido mezclarme en la discusión porque conozco que estoy a punto de estallar. Pero ahora, unos y otros plantean las cosas, para mí, mal; e intervengo:

—Yo creo que ninguno tiene razón. Usted, tío Luis, está enamorado de su oficio y ha vivido a gusto con él. Pero sus hijos no podrán vivir con el oficio suyo. Y usted lo sabe. Se acabaron las herraduras forjadas a mano y se acabaron las rejas hechas a martillo. Conmigo ha visto usted en la Cava Baja las herraduras hechas de acero estampado por medidas como los zapatos, que ya en el pueblo sólo le han dejado a los viejos amigos como clientes. Pregúntele usted a Andrés, que ya es maestro de obras y ha construido casas, cuántas rejas le ha encargado a usted. Le dirá que las compra hechas en Madrid, más baratas que el hierro que usted compra para las herraduras.

—Donde estén unas herraduras forjadas puestas a fuego sobre el casco de un caballo, que se quite todo lo demás. Eso es como las botas a medida —exclama el tío Luis golpeando la mesa.

—Exacto —le respondo—. El tío Sebastián, cuando tenía treinta años, calzaba al pueblo entero. ¿Y hoy? Se conforma con poner medias suelas y gracias, porque cuestan menos unas alpar—gatas de goma y duran más que medias suelas a un zapato viejo.

—Eso es lo que digo yo —grita Andrés.

—No, no es eso lo que dices tú. Porque yo soy un chupatintas, pero al fin y al cabo es un trabajo. Pero tu hijo es un cura en cierne, y eso no es ningún oficio. Además que escribir se hará toda la vida, pero el ser cura se acabará muy pronto. Está la gente harta de mantener vagos que berrean en latín.

—Eso es insultar, pero aparte de ello, siempre habrá religión.

—¿Tú la tienes? —le pregunto directamente a Andrés.

—Hombre, yo te diré, a mí no me da ni frío ni calor. Y cuando se tercia soltar una palabrota, la suelto porque es un desahogo.

—Entonces, ¿por qué haces a tu hijo cura? Tú no crees en Dios o te tiene sin cuidado. Pero al chico le haces cura para que explote a los demás con ese Dios en que tú no crees. Y lo que es peor, le dejas sin oficio, y, como dice el tío Luis, le quitas de ser hombre. —Bueno, bueno, todo eso son retóricas. Cada uno hace lo que le parece mejor, y mi chico hará lo que me dé a mí la gana. Porque para eso soy su padre y tengo derecho.

—Tú no tienes ningún derecho. Los padres no tienen ningún derecho. —Andrés y el tío Luis me miraban asombrados. Mi madre se mira las manos. Rafael levanta la cabeza de nuevo y me mira de costado. La Concha pone los puños sobre la mesa como si me fuera a pegar. Y entonces hablo a todos mirándolos circularmente: Sí. No me miréis todos. Los padres no tienen ningún derecho. Los hijos estamos aquí porque ellos nos han traído, por gusto suyo. Y deben aguantarse con lo que ha sido su gusto. Yo no he pedido a mi madre que me trajera al mundo y no puedo reconocerle ningún derecho sobre mí, como el que tú pides sobre tu hijo. Si yo tuviera padre y me dijera lo que tú has dicho, le mandaría a paseo. Cada uno reacciona a su manera. Andrés dice: —Eres un sinvergüenza. El tío Luis:

—Si fueras hijo mío, te rompería una pata para que anduvieras derecho.

La Concha:

—¿Entonces madre nos debía haber tirado a la Inclusa? Rafael: —¡Ele!

Después de todos, mi madre dice pausadamente: —Sí. Tener hijos es un placer que se paga bien caro. Entonces es la visión tumultuosa de la casa de los tíos, y de la ropa sucia, y de las manos picadas de lejía y de su aguantar callado y humilde, siempre con una sonrisa en la boca. Los besos en la cocina y tras las cortinas del Café Español. El pelear con los céntimos. El dejarse caer fatigada en una silla. El hundir sus dedos en mis pelos revueltos, mi cabeza en sus rodillas. Todo esto se viene de golpe y me quita la razón. No los gritos, ni las protestas de los otros que chillan y discuten. —Vámonos, Rafael.

Nos vamos escaleras abajo y, ya en la calle, Rafael me dice:

—Has estado bueno.

Me indigno y hablo, hablo sin parar, a lo largo de calles y calles. Convenciéndole de que no he tenido razón hacia mi madre y que él y yo y la Concha, los tres, tenemos la obligación de quitarla del río, del lavar ropa, del partir hielos, del tostarse al sol, del volver a casa fatigada. Aunque haya que romper el mundo.

Rafael me deja hablar y al final me dice:

—Pues nada. Mañana pedimos que nos suban el sueldo a los dos, a ti en el banco, a mí en el Fénix. Les hablamos a los directores de la «mamá» lavandera y verás cómo nos dan un buen sueldo para mantenerla...

La operación más simple de la aritmética es sumar y la más difícil también. Sumar diez o doce hojas llenas de columnas de cincuenta líneas de seis o siete cifras cada una es más difícil que manejar la regla de cálculo y la tabla de logaritmos. Al final, siempre falta o sobra un céntimo o un millar y ha de volverse a comenzar desde el principio. Así, sumando, yo no me entero de lo que dice el ordenanza y contesto: «Voy», mecánicamente. Al cabo de un rato vuelve, me da en el hombro y me dice:

—Le está a usted esperando Corachán. Se lo he dicho hace ya un rato y se le ha olvidado.

Con este sobresalto subo corriendo las escaleras, porque los empleados no tenemos derecho a usar el ascensor, que está reservado sólo para los clientes y los jefes. ¿Qué me querrá el tío éste? Me hace esperar el ordenanza un buen rato en la sala de visitas de la dirección. Lo aprovecho para calmar mi agitación y para pensar qué me querrá este hombre. Desde luego, nada bueno. Pero, en fin, sea lo que sea, pronto lo sabré. Estoy sentado en un sillón de cuero cuyo asiento se hunde y oscila. Me divierto un rato dejándome llevar de atrás a adelante, de adelante atrás, en un movimiento de vaivén. En la mesa barnizada en medio del salón hay una cajita de plata. La abro y está llena de cigarrillos rubios. Titubeo un momento y por último cojo un puñado de ellos y los guardo en el bolsillo de la americana. El ordenanza me abre la puerta del despacho y me anuncia.

Don Antonio, como siempre, está leyendo minuciosamente una carta y emplea en ello un montón de minutos. Finalmente la firma y se digna levantar la cabeza y mirarme detrás de las gafas:

—¿Usted es el empleado del negociado de cupones que ha roto una luna anteayer?

—Sí, señor —le contesto.

—Bien, bien. Por esta vez, vistos sus antecedentes, no se toma ninguna medida enérgica. La dirección ha acordado descontar el importe de la luna de su sueldo. Son 37, 50 pesetas. Puede usted retirarse.

Bajo las escaleras despacio y me meto en los váteres a fumarme uno de los cigarrillos rubios, pensando en la injusticia.

Hace menos de un mes que se cubrieron todas las mesas con lunas de cristal. Las mesas, en su mayoría, tienen un tablero central forrado de hule rojo o verde y un marco ancho de madera barnizada alrededor. Directamente sobre este marco pusieron las lunas y, claro, han quedado en hueco en el centro. Los cupones que mandamos fuera, a provincias o al extranjero, se sellan por el dorso con las iniciales de la sucursal para evitar que los roben y se puedan negociar. Sellamos millares de cupones con un sello de metal y hay días en que sólo se oye en el negociado el ruido del sello golpeando el tampón y los cupones. Cuando pusieron las lunas, pedí una plancha de goma, porque veía que la iba a romper. Me contestaron que no era necesario y seguía sellando sobre el cristal. Anteayer la luna se convirtió en una estrella. Pusieron una nueva y yo no me había vuelto a preocupar del asunto. Ahora sale este tío con que tengo que pagarla. Bueno, se pagará, pero no sello más cupones en tanto que no me den una plancha de goma.

Cuando bajo al negociado están todos pendientes de lo que ha ocurrido y la historia de la luna recorre inmediatamente todo el banco. Como el banco está lleno de lunas y de sellos, el malhumor es general, porque todos piensan que más tarde o más temprano les pasará a ellos lo mismo; Pla me llama a los retretes —«la tertulia»— y me lo encuentro allí rodeado de seis o siete, envueltos en el humo de los pitillos, uno de ellos de guardia en la escalera por si baja Corachán.

—Tú —me dice—, ven aquí y cuéntanos lo que ha pasado.

Refiero la historia de la entrevista y del descuento de la luna. Pla se indigna:

—Son unos ladrones. Tienen las lunas aseguradas y encima nos las cobran cuando se rompen. Hay que protestar de esto.

—Sí. ¿Pero cómo? —dice otro—. Porque no vamos a subir en comisión a la dirección a protestar, para que nos echen a la calle.

—Pues algo hay que hacer. Si les dejamos pasar ésta, podemos prepararnos a pagar cristales rotos. Además, a esta gentuza hay que enseñarle los dientes. Mira lo que ha pasado con el 1 de mayo. Se han aguantado y no han dicho media palabra.

Hacía ya años que se había reconocido la ley, la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo. Este día por la mañana se hacía una manifestación que atravesaba Madrid y llevaba a la presidencia del Consejo de Ministros un escrito con las reivindicaciones obreras. Los patronos consideraban esta fiesta como un insulto que se les hacía y recurrían a todos los medios para obligar a trabajar el día 1. El día 2 era fiesta nacional en conmemoración de la lucha del 2 de mayo de 1808 durante la guerra de la Independencia contra las tropas de Napoleón. Y oponían una fiesta a la otra para negar la primera. Así, solamente los oficios de jornaleros la celebraban, pero se trabajaba en todas las demás profesiones, particularmente en el comercio y en la banca.

Aquel año habíamos acordado que los sindicatos que había en cada banco no fueran a trabajar y se incorporaran a las manifestaciones, pasara lo que pasara. Seguramente nos echarían a la calle, pero entonces El Socialista haría una campaña intensa, puesto que estábamos dentro de la ley. Fuimos un centenar aproximadamente, de todos los bancos de Madrid, dándonos valor mutuamente y amenazándonos con represalias al que traicionara. Cuando la manifestación recorrió la calle de Alcalá, donde están los bancos, el grupo de señoritos de cuello duro que llamaba tanto la atención desapareció por las calles laterales. Sólo cruzamos unos pocos, pero fue suficiente para que se supiera, y el día 3 fuimos todos a trabajar pensando en el despido inmediato.

Nadie dijo nada. Cabanillas —el que años más tarde llegaría a ser director del Heraldo de Madrid— tuvo que renunciar a publicar el artículo que tenía preparado contra el Crédit. Un artículo furioso en el que describía las iras del capitalismo francés, despidiendo a unos empleados que estaban dentro de la ley, por no ir a trabajar, y cerrando el banco el día 2 y llenando de colgaduras e iluminación los balcones para celebrar la derrota de Napoleón en una casa francesa.

Nos sentimos llenos de orgullo del éxito, de vergüenza por la deserción en la calle de Alcalá y de miedo latente a las represalias que vendrían más tarde, una a una, sobre todos. Para que nos fueran despidiendo uno a uno, poco a poco, valía más que nos hubiéramos decidido a atravesar todos la calle de Alcalá con la cabeza alta entre los trabajadores. Claro que, cuando se preguntaba a cada uno individualmente, resultaba que ninguno se había separado un instante de las filas, sólo para tomar un vermut o para hacer una necesidad urgente.

A los retretes van bajando empleados y el grupo se engrasa hasta casi llenar el espacio libre entre los urinarios y las cabinas. El cuerpecillo rechoncho de Pla está sumergido en medio, gritando cada vez más rabioso:

—¡Hay que hacer algo! ¡Tenemos que armar la gorda! ¡Si no, somos unos cobardes!

Uno de los moderados encuentra una solución:

—Es muy sencillo. Pagamos entre todos la luna y aquí no ha pasado nada. Así, cada vez que se rompa una luna, con pagar cada uno diez céntimos tenemos resuelta la cuestión. Nadie se va a arruinar.

—Tú lo que quieres es evitarte compromisos.

—Claro, hombre, bastante comprometidos estamos ya. Todavía si nos hubieran despedido a todos el 3 de mayo, nos mantendría la Casa del Pueblo y hasta nos hubiera tenido que readmitir el banco. Pero ahora el primero que chille va a la calle; y ¿de qué va a comer?

—¡Lo que somos es unos cochinos! —exclama Pla. De repente dice—: ¡Ya está resuelto! —No hay manera de sacarle una explicación—. Esperadme un momento aquí —dice. Y sale corriendo escaleras arriba para volver con un pliego de papel blanco en el que ha escrito una cabecera a máquina: «Como el Crédit con 250. 000. 000 de francos no tiene dinero para pagar un cristal de seis duros, los empleados tienen el gusto de pagarle».

Contra la pared estampa su firma llena de curvas revueltas.

—¡El que no firme esto es un cabrón!

Se va llenando el pliego de firmas perezosamente. Uno pretende escurrir el bulto. Pla le coge de la americana:

—Tú, ¿dónde vas?

—Arriba.

—¿Has firmado?

—No. No he firmado.

—¿Y tú estás sindicado? Tú firmas. Firmas por encima de la cabeza de Dios. Los que no son compañeros nuestros no tienen la obligación de firmar, pero tú firmas o te quito el carnet a bofetadas. ¡Cabrón!

Firma el miedoso con letra temblona. Después, el pliego comienza a circular por los negociados a escondidas. Hasta que en el negociado de cartera, cuando ya tiene más de cien firmas, se apodera de él uno de los jefes y lo sube a la dirección. ¿Qué va a pasar aquí? Nos damos ánimos unos a otros: «A todos no nos van a echar a la calle», nos decimos. Se pasan las horas en tensión, pendientes todos de la escalera de la dirección cada vez que baja un ordenanza. Casi terminada la tarde, me mandan a subir a ver a Corachán. Esta vez no hay espera en el saloncillo. Entro directamente en el despacho. Está bajo la lámpara que hace brillar la luna de su mesa de ministro, hojeando un dossier, el mío probablemente. Me deja esperar un rato en pie delante de la mesa:

—¿Usted es el empleado del negociado de cupones que ha roto la luna?

—Sí, señor.

—La dirección del banco ha acordado no descontar a usted el importe de la luna, porque la casa, afortunadamente, no lo necesita. Pero como estas cosas no pueden quedar sin sanción, se le pondrá a usted una nota en el dossier.

—Una nota, ¿de qué?

—¿De qué va a ser? Una nota de mal empleado. Porque a mí no va usted a convencerme que una luna se rompe así, con un sello. Una luna que tiene casi un dedo de gruesa. —Y coge entre el pulgar y el índice el borde de la luna de su mesa—. Ésta sólo se rompe jugando, como la ha roto usted. Al fin y al cabo son ustedes unos crios todavía. Pero yo no soy tonto.

—Usted no es tonto —replico fuera de mí—. ¡Usted es imbécil! ¡Con la bola secante, que es de madera —cojo el secante y lo levanto sobre la luna de la mesa—, rompo yo la luna de su mesa, su cabeza y la de su puñetera madre! A usted lo que le ha molestado es esa lista. Pues sí, señor, es una vergüenza que el banco me quite la mitad de mi sueldo para pagar una luna que está asegurada. Son ustedes unos ladrones y unos canallas...

Carreras, el subdirector, me coge del brazo por detrás, suave, pero firme:

—¿Te has vuelto loco?

—Sí, me he vuelto loco de asco y de rabia y de desprecio. Este tío con su chaqué, que se esconde en los retretes para cazar empleados fumando y justifica así el sueldo que gana y el puesto en la dirección. ¡Este tío es un cerdo y el banco una pocilga!

Salgo dando portazos y gritando por las escaleras.

Ya en mi mesa, extiendo mi recibo del sueldo hasta el día y le exijo a Perahíta que pida un certificado de trabajo.

—Un certificado limpio, de mis tres años de trabajos forzados. Le dice usted a Corachán que si me lo niega me voy de aquí a la Casa del Pueblo, porque estoy sindicado. —Y agito delante de sus narices el carnet.

El cajero me coge el recibo:

—Yo no puedo pagar este recibo sin la visa de la dirección.

—Pues suba por él.

—Suba usted o no le pago.

—Mire usted —le digo con la voz concentrada y baja—, yo no quiero perjudicarle a usted. Llame usted a Corachán por teléfono, haga usted lo que quiera, pero pagúeme, porque o me paga o se va a armar aquí el escándalo más grande del mundo delante de todos los clientes que hay.

Se intimida el hombre y me paga medio mes: 37, 50 pesetas.

Perahíta baja conciliador:

—He hablado con Corachán. No hace falta que te marches. Basta que le presentes tus excusas y seguirás en la casa sin nota en el dossier.

—¿Pero usted ha creído que yo voy a subir de nuevo esa escalera a lamer la mano del tío ese? ¿Y para qué? ¿Para que mi madre siga lavando en el río? No, hombre, no. ¡Soy yo muy hombre para eso! Me guardo mi certificado de dimisionario y tomo el camino de la puerta. El inmenso hall del banco está lleno de mesas cubiertas de lunas que brillan como diamantes bajo los globos lechosos de la luz eléctrica.

La calle de Alcalá está llena de ruidos. Los vendedores de periódicos pasan con paquetes enormes bajo el brazo, gritando; la gente les arrebata el papel de las manos. Ha estallado la guerra europea.

En casa, mi madre me escucha sentada en su silla baja, la labor caída de las manos, las manos sobre la falda. Le voy contando con pesadumbre lo que ha pasado. Al final, trago saliva y termino:

—Me he marchado del Crédit.

Nos quedamos en silencio. Y sus dedos juguetean en mis cabellos enredándolos y desenredándolos. Al cabo de un ratito me dice:

—Ves como todavía eres un niño.