Capítulo 2
Frente al mar
La pesca me dio una excusa para escaparme de la vida del cuartel. Las diversiones que Ceuta ofrecía eran la taberna, el burdel o la mesa de juego del casino. Si alternaba con los de mi misma categoría, es decir con los otros sargentos, tenía la seguridad de que cada tarde acabaría al menos en uno, pero posiblemente en dos o en los tres de estos establecimientos. No es que yo fuera un puritano, pero la perspectiva de esta forma diaria de vida bastaba para aburrirme.
Me gustaban el vino, las mujeres y una partida de cartas de vez en cuando, pero no siete días en la semana, en una repetición monótona. Toda mi vida ha sido para mí un placer ir a la taberna en la tarde, al finalizar el trabajo, beber unos vasos de vino con los amigos, charlar y charlar de mil y una cuestiones, personales o no; luego irme a cenar. Pero me aburría sentarme alrededor de una botella con gente a la que he estado viendo hablar todo el día, aburrirnos juntos por no tener nada que decir, vaciar una segunda botella y una tercera, y dejar pasar las horas hasta que todos estábamos un poco más o menos borrachos. Me repugnaba ir todos los días a la misma casa de mujeres y allí oír y repetir las mismas frases y las mismas bromas. Me aburría sentarme cada día a la misma mesa de juego y pasarme los treinta días del mes en una cadena de buenas y malas rachas, prestando dinero a mis compañeros de mesa y pidiéndoles un préstamo.
En una habitación a espaldas de las oficinas vivíamos juntos los cuatro sargentos: el del almacén, el de la oficina de coronela, el de caja y yo. Teníamos allí nuestras camas, una mesa, media docena de sillas y nuestros baúles. Teníamos un ordenanza que se ocupaba de la limpieza, y un cocinero que guisaba para noso tros, y un comedor común para comer sus guisos. En las horas de trabajo estábamos en constante contacto unos con otros, a la hora de comer comíamos juntos en la misma mesa. Dormíamos en camas separadas metro y medio una de otra. Como el calor nos obligaba a dormir casi todo el año en cueros, nos sabíamos de memoria hasta los más mínimos movimientos de nuestra piel. Nos contábamos las más secretas aventuras y nos sabíamos de memoria las más secretas costumbres. Lo extraordinario fue que, a pesar de esto, nunca tuvimos una bronca que rompiera nuestra comunidad amistosa. Sin embargo, a mí me faltaba un eslabón que me uniera a ellos completamente.
Romero, el sargento del almacén, tenía treinta y ocho años y era un andaluz alegre, expansivo y ágil. Procedía de un pueblecito de la provincia de Córdoba, donde sus padres eran unos modestos labradores llenos de chicos, que defendían trabajosamente su vida. Para escapar de aquella miseria en casa, Romero se había quedado en el cuartel.
Oliver, el sargento de caja, era un castellano alto y robusto, con sus buenos treinta años, el hijo de un escribiente de ministro con poca paga. Cuando se murieron sus padres, un tío le recogió como de limosna. A los dieciocho años, Oliver fue suspendido en unos exámenes para oficial de Correos y el tío le indicó que la única carrera que le quedaba era sentar plaza en el ejército. Se alistó con la intención de tan pronto como fuera sargento, pasar a la Academia Preparatoria de Oficiales en Córdoba. Pero le convirtieron en secretario del cajero. La atmósfera de Ceuta y el dinero fácil, combinados con un temperamento muy sensual, arruinaron sus planes para siempre, dejándolos en un proyecto remoto.
Fernández, el sargento de coronela, tenía sólo veintidós años, pero llevaba viviendo en el cuartel al menos seis. Era el hijo de un coronel en activo. Nacido y criado en Madrid, había comenzado a estudiar leyes en la universidad, pero sus calaveradas eran tan salvajes que al fin el padre le metió un día de cabeza en el cuartel, para que «sentara la cabeza». Al principio se rebeló y desertó por una semana entera, con la consecuencia de que le condenaron a dos años de servicio en África. Allí le metieron en la oficina de escribiente; después le indultaron y al final lo ascendieron a sargento, parte por su inteligencia, parte por el influjo de su padre. Al fin se había acostumbrado al trabajo, pero seguía siendo el calavera de Madrid, de juerga perpetua. Sus únicas dificultades eran monetarias: cómo salir de trampas cada fin de mes y cómo seguir manteniendo su cartel de don Juan en todas las casas de putas de Ceuta. Tenía una buena figura y era cuidadoso hasta la exageración en el vestir. Tenía sus «amiguitas» en tres o cuatro burdeles y dejaba que le hicieran regalos, aunque nunca admitía dinero. Era el tipo del que las prostitutas se encaprichan, sin que llegara a ser un chulo.
Éstos eran mis compañeros. Vivíamos juntos y nos llevábamos bien, pero nada más. La compañía de los soldados estaba prohibida para mí. En el ejército español se mira con malos ojos la intimidad entre sargentos y soldados y aun cabos. Tampoco se mira bien que los oficiales intimen con los sargentos; les pueden guardar una estimación oficial, pero sin saltar la barrera que divide ambas clases.
Así, me fui de pesca para sentirme libre.
El borde del mar es una ancha franja de rocas bajas, que la marea alta cubre y la baja descubre, dejando charcos entre las piedras. Las rocas están tapizadas de un musgo espeso y duro, verde pálido, como blanqueado por la sal del agua del mar. Los cangrejos anidan allí y los peces escarban con sus bocas en busca de los gusanos escondidos entre las prietas raíces.
Vertéis un chorro de vinagre sobre el musgo, y los gusanos brotan en legiones, retorciendo locamente sus cuerpecillos frágiles y estirando el cuello como si se ahogaran faltos de aire. Pasáis la mano sobre el musgo y los recogéis a cientos; los ponéis dentro de una vieja lata de conservas medio llena de barro, y allí se entierran en seguida, para aliviarse de sus quemaduras. Ya tenéis el cebo. Claváis un gusano en el anzuelo, con cuidado de no aplastarlo y de dejarle libre la cola, para que pueda retorcerse en el agua tranquila, y en unos momentos las bogas, las sardinas y las doradas acuden voraces a la llamada, mientras un número infinito de otros peces mayores bogan cerca, sembrando el agua de chispas azules y negras, rojas y amarillas, oro y plata.
Los bloques de cemento del muelle estaban siempre llenos de pescadores de caña, pescando entre la pared lisa del muelle y la panza de los barcos anclados. Pero yo no estaba interesado en ir allí a pescar. Exploré las rocas que rodean el monte Hacho y encontré un balcón de piedra colgado sobre el mar.
El balcón era tres piedras, dos sobre el agua formando una V y una mayor, más alta, con la forma de un sillón frailero, el asiento pulido, y el respaldo musgoso y lleno de grietas. Bajo la V, la piedra se hundía vertical hasta una profundidad de seis u ocho metros, formando un estanque tranquilo, hondo como un pozo. Mar adentro, frente a frente, una hilera de rocas, casi invisible sobre el agua, servía de rompiente y mantenía el pozo en calma perpetua. Sólo en un temporal el mar saltaba sobre las tres rocas y las sumergía en un torrente de espumas.
Coleccionaba mis gusanos entre las rocas, cogía algunas sardinas o alguna boga y las usaba como cebo para mis líneas. Estas líneas consistían en cincuenta metros de cordón de seda con un plomo en un extremo. Allí las llaman «cordeles». Cerca del plomo se introduce un sedal con un nudo corredizo y un anzuelo grande, al que se fija la sardina, o la boga por la cola. Y así preparado, se voltea el cordel con el plomo en su extremo y se lanza como piedra de honda al mar libre. La sardina nada y se mueve libremente a lo largo del cordel, en busca de su libertad, y los grandes peces que nunca vendrían al lado de las rocas acuden al cebo. Lo demás es cuestión de suerte.
Cada día cebaba cuatro cordeles, los ataba a la roca y me sentaba en el sillón de piedra a leer, a escribir o simplemente a pensar; a veces ni aun eso. Si un pez mordía, un cascabel atado al cordel repiqueteaba desenfrenadamente.
Era un día de calma absoluta. Las aguas del Estrecho estaban quietas como las de un estanque de jardín. Reflejaban el cielo azul y ellas mismas eran azules, con un color límpido y profundo, lleno de centelleos. Sobre este espejo las corrientes marcaban riachuelos lechosos. Eran los signos externos de las corrientes profundas producidas por los dos mares que se encuentran allí, y que se reúnen en un ancho río que penetra en el puerto de Ceuta por el oeste y se escapa hacia el este. A veces este río y sus arroyitos cambian de dirección: el Mediterráneo se vacía en el Atlántico o éste trata de desbordar en aquél.
Abandoné el libro y me sumergí en esta oleada de calma perfecta. Veía en la distancia la costa de España y la silueta de Gibraltar; y todo estaba lleno de luz y de paz, como si el cielo fuera una cúpula enorme de vidrio con un reflector en la cima, y el mundo exterior no existiera.
Había llegado a un cruce de caminos con mi vida. Tenía veinticuatro años, no tenía bienes de fortuna, y seguía siendo aún el hijo de la señora Leonor, la lavandera, aunque mi madre hacía ya años que había dejado de romper el hielo del Manzanares con su pala de batir la ropa en las madrugadas de invierno o de tostarse al sol de mediodía en julio. En menos de un año terminaría el tiempo de mi servicio militar. Tenía que hacer un plan para el futuro.
Era un sargento del ejército. Si me reenganchaba en lugar de licenciarme, me quedaría en África, tendría cincuenta duros fijos de sueldo y las manos sucias para siempre. Había llegado al puesto de sargento de la oficina, un puesto envidiable y envidiado; podía vivir en paz y hacer dinero durante ocho o diez años, hasta que ascendiera a suboficial. Podía también entrar en la Academia Preparatoria de Córdoba, estudiar tres años y convertirme en un oficial.
Si me licenciaba al cumplir, tenía que volver a la vida civil y buscarme una colocación inmediatamente. En Madrid había entonces miles de empleados de oficina sin trabajo. Después de mis tres años en el ejército, perdido el contacto con el mundo de los negocios, con certificados de trabajo viejos, lo más seguro era que me convertiría en uno más de los sin trabajo. Y aunque encontrara trabajo inmediatamente, no ganaría más de treinta duros al mes como máximo.
Sin embargo, éstas eran las dos únicas soluciones prácticas que se me ofrecían, una de ellas segura, el ejército, la otra problemática. ¿Quién iba a mantenerme, si tenía que estar en Madrid seis meses o más sin encontrar trabajo?
Existían aún dos caminos potenciales, mucho más de acuerdo con mis deseos; pero ambos tan difíciles de realizar que eran prácticamente imposibles: yo hubiera querido ser un ingeniero mecánico o un escritor.
Mi ansia de ser un ingeniero era tan vieja como yo mismo. Cuando la muerte de mi tío cortó de raíz toda esperanza y ello me convirtió en un chupatintas para poder vivir, seguí manteniendo mi ilusión. Los jesuitas habían establecido una escuela técnica en Madrid, que era infinitamente mejor que la escuela oficial. Los hijos de las familias más ricas estudiaban allí la carrera; al fin de los cursos, pagaban las matrículas al Estado, pasaban los exámenes oficiales y se convertían en ingenieros con título. Al mismo tiempo, la escuela de los jesuitas ofrecía enseñanza gratuita a los hijos de familias pobres que fueran católicos garantizados. Mis parientes de Córdoba, conociendo mis ambiciones, me enviaron una introducción para el rector del colegio cuando yo tenía diecisiete años. Fui allí. Tuvimos una conversación interminable. Me mostró toda la escuela, que entonces era una maravilla de técnica y de organización, y al final planteó ante mí la cuestión con toda franqueza. Un muchacho inteligente como yo estaba en condiciones inmejorables para hacer la carrera de ingeniero en la escuela. Cuando terminara, la escuela me daría un certificado de estudios que indudablemente era una garantía absoluta de empleo en la industria española. Desde luego, este certificado no era un certificado oficial, un verdadero título de ingeniero, que costaba miles de pesetas. Sería simplemente un certificado de una escuela, acreditando que su titular poseía los mismos conocimientos que un ingeniero con título, o más. Los industriales españoles aceptaban este certificado, porque sabían hasta qué grado el colegio garantizaba a sus discípulos. No tendría ninguna dificultad en encontrar trabajo; las posibilidades eran ilimitadas.
Había aprendido bastante en mis años de meritorio en el banco para conocer el poder de la Compañía de Jesús en España. Sabía que el Sagrado Corazón estaba entronizado en muchas fábricas del norte, que los grandes navieros tenían por confesores a los padres jesuitas, que los grandes bancos estaban de tal manera liados con la Orden que a algunos de ellos se les consideraba simplemente como sus testaferros. Había visto que una carta de recomendación de un jesuíta abría todas las puertas de la industria española, y también, que una simple indicación del mismo origen tenía el poder de cerrarle a uno estas puertas para siempre.
Podría trabajar en cualquier fábrica de España como un ingeniero mecánico sin título legal, pero se entendería tácitamente que seguiría en contacto con la Orden, confesaría mis pecados a un jesuita y obedecería sus instrucciones, a no ser que quisiera quedarme sin trabajo de la noche a la mañana. ¿Y dónde iba a ir entonces con un certificado que, sin el plácet de la Compañía de Jesús, no era más que un papel mojado?
Bajo tales condiciones, rechacé la invitación de convertirme en un estudiante del colegio de Areneros. Volví al banco a llenar columnas de números y archivé mis ilusiones.
Más tarde, cuando fui secretario de don Ricardo Goytre en los Motores España de Guadalajara, un día encontré que podía ayudarle también en los croquis de sus proyectos. Me mandó que estudiara en unas clases nocturnas qué habían abierto en Guadalajara, creo que los padres agustinos.
La Orden había visto una oportunidad de influir sobre los obreros tan pronto como se estableció la fábrica, y había abierto una escuela técnica con clase para dibujo y matemáticas. Fui allí.
En España, un sacerdote no necesitaba título para dirigir una escuela, ni para enseñar, y los buenos hermanos de Guadalajara se habían embarcado en una enseñanza técnica sin más preparaciones. Al cabo de una semana, había visto claramente que yo allí no era más que un elemento de discordia. Con mi escaso conocimiento técnico, sabía más dibujo mecánico y más matemáticas que todos los maestros juntos. El rector me llamó un día:
—¿Nos quisiera usted ayudar, hijo mío? Aparte de nuestros trabajos en favor de los pobres, hemos abierto este instituto que no es más que una escuela elemental en su clase. Necesitaríamos poder dar una enseñanza un poco más avanzada que lo que hacemos, como ocurre con usted. Y no es que yo quiera decirle que no venga más a nuestras clases, todo lo contrario; pero venga usted a ayudarnos. Su ayuda nos sería muy valiosa.
Me habían sido simpáticos los frailes y por un tiempo di lecciones de francés elemental y de dibujo lineal. Pero las únicas ventajas que obtuve fueron tener que asistir a todos los actos religiosos, cenar tarde e incurrir en la hostilidad de los obreros. Al cabo de unas semanas deserté de los agustinos y comencé a estudiar cálculo integral con un compañero de hospedaje.
Cuando fui llamado para el servicio militar, elegí el Segundo Regimiento de Ferrocarriles. Me aceptaron como dibujante y tuve la esperanza de aprender una especialidad. Pero entonces vino el sorteo para África y me tocó ir allí. Servía en Ingenieros, sí, pero mis conocimientos técnicos sólo me habían servido para convertirme en un escribiente.
Me quedaba aún la posibilidad de comenzar como un simple mecánico después de licenciarme. Tendría que entrar como aprendiz en un taller, pero ¿podía hacerlo? Las organizaciones obreras no toleran aprendices de veinticinco años y, menos aún, aprendices que paguen por aprender. Los aprendices adultos suponían que, en tiempos de crisis industrial, a los obreros se les tomaría a bajo precio, bajo el disfraz de aprendices; y los aprendices que pagan por aprender el oficio quitan el jornal a un obrero. Yo sabía que podía ser un excelente mecánico, y sin embargo en el orden establecido no había para mí sitio, ni como mecánico ni como ingeniero. El camino estaba cerrado y había que aceptarlo así.
Podía ser un escritor.
Ésta había sido la segunda ambición de mi juventud. En la escuela Pía se publicaba una revista infantil bajo el título Madrileñitos. Cuando yo tenía diez años era un colaborador asiduo. Publicaban mis cuentos y mis versos, todos profundamente religiosos y morales. Había olvidado todos, con excepción de dos contribuciones importantes: una biografía de san José de Calasanz, fundador de la Orden, y una biografía de Pablo de Tarsos, que me valió una edición de las Epístolas a los Corintios. Todavía las tenía en casa.
A los dieciséis años, cuando aún estaba en el banco, traté de entrar en el mundo literario. Un colega mío, Alfredo Cabanillas, y yo, nos animábamos uno al otro para enviar nuestros trabajos, él sus versos y yo mi prosa, a cada concurso literario que organizaban las revistas. Nunca ganamos un premio; a él le publicaron algunos poemas y a mí dos cuentos cortos; naturalmente, sin pagarnos un céntimo. Cuando se publicó el segundo de los cuentos, mi vecino en las buhardillas, Rafael, el hijo de la cigarrera, me llevó un día al Ateneo para presentarme a los grandes maestros de la literatura española. Rafael era el barbero del Ateneo.
—Si tienes talento, haces tu carrera aquí —me dijo.
Me encontré al lado del círculo de los grandes intelectuales del país, intimidado y sacudido en mi confianza en aquella atmósfera de ardiente discusión. De alguna forma me encontré de pronto distinguido por el hombre que llevaba con todo desenfado el apodo que él mismo se había dado, el Último Bohemio, Emilio Carrére, a quien conocí otro día, en un café.
Tenía cara de luna, una gran melena, un sombrero blanco con alas enormes, una bufanda atada al cuello y el corpachón de un campesino, fumando incesante una pipa que, a veces, rellenaba con colillas. Sentí como un gran honor que se dignara permitir que le invitara a un vaso de cerveza. Una tarde que tenía dinero, le sugerí que fuéramos a casa de Álvarez, una cervecería famosa por su cerveza y sus mariscos en la esquina de la plaza de Santa Ana y la calle del Prado. Comenzó a hablarme: —¿Así que tú quieres ser un escritor? Pues, te daré unos cuantos consejos. En España, ser un escritor es hacer oposiciones a muerto de hambre. La única manera de ganar dinero escribiendo, es escribir teatro o pornografía. Mejor dicho, no hay más que una manera de ser escritor. ¿Qué autor de los vivos te gusta más?
—No sé, realmente. Benavente, Valle—Inclán, muchos otros también.
—Da lo mismo. Escoge el que te sea más simpático. Te arrimas a él, le das coba, te las arreglas para pagarle el vaso de café, y que se entere, y un buen día, cuando esté de buen humor, le lees una de tus cosillas. Pero ten buen cuidado de esperar hasta que sepa quién eres y que se haya fijado en que tú aplaudes siempre lo que dice, aunque sea un disparate. Entonces te dará una tarjeta de introducción a un periódico y te publicarán la cosa, sin pagarte, claro. Después, si realmente sabes escribir y tienes suerte, en diez o doce años tendrás un nombre y te pagarán diez duros por un artículo o un cuento. Es mucho más difícil que le acepten a uno una comedia, pero el procedimiento es el mismo. De todas formas, una vez que hayas elegido tu maestro, perteneces a él incondicionalmente. Si es de derecha, tu perteneces a las derechas; si de izquierda, a las izquierdas. No importa lo que escribas. En este país se es de un lado o del otro, derecho o torcido.
Hablaba bien, pero mi reacción fue en contra, lo mismo que me ocurría con sus escritos. Emilio Carrére había hecho su camino en las letras españolas especializándose en la novela galante. Sus historias de mendigos, prostitutas, borrachos y calaveras estaban siempre construidas alrededor de sí mismo como el héroe que presenta en su narración, que no sólo puede aclimatarse a cualquier ambiente, sino hasta sobrepasarlo. Pensé que sus explicaciones eran malicia y calumnia juntas y decidí adquirir mi pronta experiencia.
En el saloncillo del Ateneo unos señores graves discutían política, ciencias y letras, pero pronto me aburrí del papel de audiencia en interminables discusiones sobre La República de Platón, o la significación esotérica de Don Quijote. Carecía de interés y de conocimientos suficientes. Me atraían mucho más las varias tertulias literarias que se formaban por las tardes en los cafés de Madrid, y comencé a explotarlas.
El círculo más aristocrático era el del Café de Castilla, presidido por don Jacinto Benavente, que estaba entonces en el pináculo de la gloria como dramaturgo. El Café de Castilla era un salón único con columnas de hierro fundido, divanes rojos y paredes cubiertas de espejos y de caricaturas, en el cual nadie escapaba a las miradas de los demás, pero se veía a sí mismo y a los otros multiplicados bajo ángulos innumerables en las interminables reflexiones de los espejos.
Una tarde fui allí, titubeando, y me engarfié a la cortina roja de la puerta, paseando la vista por el pequeño salón que me parecía enorme en la multiplicidad de las lunas. Alguien frente a mí me hizo señas con la mano desde una de las mesas; un muchacho que había encontrado en el Ateneo. Me senté al lado suyo, recobrado ya mi aplomo. Entonces reconocí a don Jacinto en medio de una gran reunión, un par de mesas más lejos. Estaba recostado a medias en el diván y parecía más pequeño que nunca; todo lo que veía de su cara era un cigarrillo entre una barbita canosa y una frente calva y enorme.
Don Jacinto escuchaba los argumentos de uno de la peña, que explicaba los defectos de una comedia de gran éxito que se representaba entonces en Madrid. En apoyo de cada uno de sus puntos, citaba como comparación una escena o un párrafo de la obra de Benavente. Tan pronto como el hombre terminó, entre murmullos de aprobación de toda la mesa, otro comenzó la dilección de una segunda obra de teatro, con una nueva serie de citas de obras de Benavente. Don Jacinto se acariciaba la barbita y escuchaba. Daba la impresión de estar profundamente aburrido. Cuando terminó el otro, se quitó el cigarrillo de la boca y dijo con voz meliflua:
—Bien. Todos estamos de acuerdo, señores, en que yo soy un genio. Pero ¿quién se lleva los cuartos? ¡Todos esos que ustedes han mencionado!
—¡Ah, pero el arte!... —exclamó alguien—. El arte, señor, es la gran cosa. El dinero, por otra parte...
—Usted no tiene razón de quejarse, don Jacinto —interrumpió otro—. Usted llena siempre el teatro.
—Sí, lleno el teatro, pero el teatro no me llena a mí los bolsillos.
Y la conversación volvió a recaer en el tema de la obra superlativa de Benavente. Don Jacinto escuchaba y daba chupaditas a su cigarro.
El joven del Ateneo me dio un codazo y nos fuimos.
—¿Sabes? Siempre es la misma historia aquí. La única cosa que oyes es alabar a don Jacinto. Claro que es necesario venir para que te vayan conociendo, pero si quieres aprender algo, debes ir a otro sitio. Vamos a La Granja, seguramente don Ramón está allí.
La Granja, un café con un techo bajo, paredes y gruesas columnas cubiertas de paneles de madera de un ocre ligero, estaba lleno y su atmósfera era fétida. Don Ramón del Valle—Inclán estaba allí en el centro de una reunión, para hacer sitio a la cual se habían juntado mesas y sillas tan estrechamente que formaban una masa sólida de mármol, madera y gente. Cuando entramos, don Ramón estaba inclinado sobre la mesa, su barba flameando como un banderín, sus gafas de concha saltando incesantes de una cara a la otra, para ver si alguno se atrevía a contradecirle.
Una tarde me tomé la libertad de disentir de una de sus manifestaciones, que como muchas que hacía, era un patente absurdo que no tenía más fin que humillar a sus oyentes.
Don Ramón se volvió a mí:
—¿Así que el jovencito piensa que me he equivocado?
—Yo no creo que se haya usted equivocado, lo que creo es que lo hace usted a sabiendas y que todos estos señores lo saben también.
Se levantó un murmullo de protesta a mi alrededor. Don Ramón impuso silencio con un gesto altivo.
Comenzó a disputar conmigo y yo a replicarle, herido por el desdén que mostraba hacia todos nosotros. Pero don Ramón cortó de repente la discusión:
—Y ahora, jovencito, ¿cuál es su profesión? ¿Usted escribe?
—Me gustaría escribir.
—Entonces, ¿qué pinta usted aquí? ¿Viene usted a aprender a escribir?
—Podría decir que sí.
—Entonces no lo diga y se evita decir una idiotez. Usted viene aquí a tomar café, mejor si otro lo paga, a hablar mal de todos los demás y a mendigar un día una presentación. Pero si lo que usted quiere es aprender a escribir, quédese en casa y estudie. Después es posible que pueda empezar a escribir... Usted se imagina que le estoy insultando, pero se equivoca. No le conozco, pero me merece una opinión mejor que la mayoría de los que están aquí mirándonos como bobos. Y por eso le digo, no venga a estas tertulias. Siga con su trabajo, y si quiere usted escribir, escriba. De aquí no va usted a sacar más provecho que, si acaso, un puesto de chupatintas en un periódico y la costumbre de tragarse todos los insultos.
Alfredo Cabanillas me llevó al viejo Fornos, un café donde iban maletillas aprendices de torero y la morralla de cómicos y literatos. Allí se sentía uno como en una casa de locos. Discutían a gritos los últimos ensayos en arte y en literatura. Se recitaban unos a otros trozos de verso y de prosa, de los cuales yo era incapaz de entender una palabra.
Cabanillas tenía un gran papel en estas tertulias, porque acababa de publicar un libro de versos y se había pagado él mismo la edición, un acontecimiento insólito entre aquella pandilla de bohemios hambrientos. Todos alababan su libro desmesuradamente, le pedían ejemplares gratis, y le dejaban que pagara el café. Se indignaban a coro cuando Cabanillas contaba y recontaba sus experiencias:
Primero, había mandado el manuscrito de su libro a un editor y luego a otro, quienes se lo iban devolviendo sin leerlo. Tenía la seguridad de esto, porque en el manuscrito había pegado algunas hojas una con otra y siempre volvían pegadas. Cuando agotó la lista de editores, decidió imprimir el libro a su costa, mejor dicho, a expensas de su familia. Se fue a ver a uno de los más famosos editores y el gerente le escuchó muy atento.
—Desde luego, estamos dispuestos a publicar su libro, si usted hace frente a los gastos. Un libro de poemas, ha dicho, ¿no? ¿Qué clase de poesía?
—Poesía moderna, desde luego.
Y Cabanillas se lanzó con todo el entusiasmo de sus dieciocho años.
—Poesía moderna, una revolución en el arte poético, en la ' línea de las nuevas corrientes que se desarrollan en Francia, pero puramente española...
—Bien, bien. Poesía revolucionaria, ¿eh?
—Sí, en el sentido poético, claro. Yo no soy un anarquista... Poesía romántica en una forma moderna...
—Bien, bien. Y usted ¿qué es?
—Pues... un empleado de banco.
—Oh, no. No quiero decir eso... Quiero decir ¿cuáles son sus ideas políticas? A mí me suena como si usted fuera uno de esos jóvenes modernos avanzados, llenos de ideas, ¿no?
—Sí. Naturalmente, hay que llevar la revolución al arte y...
—Sí. Comprendo, comprendo. Pero, mire usted, nuestra casa es una firma seria. Usted es un autor novel. Comprendo que esté usted dispuesto a pagar para que nuestro nombre figure en la cubierta, porque el público sabe que nosotros sólo publicamos cosas serias; y esto, no. Lo siento mucho, pero no po demos publicar su libro.
Cabanillas visitó otros editores. Uno de ellos era de la izquierda. Sobre el respaldo de su silla tenía un grabado impresionante de una matrona con una teta al aire, envuelta en un peplo rojo y tocada con un gorro frigio, que simbolizaba la República. Pero Cabanillas no era republicano. Su poesía no era repúblicana, ni revolucionaria, simplemente lírica con su saborcillo de modernismo. El editor lo sentía mucho. Rechazó el libro sin ni siquiera mirarlo.
Comencé a pensar que, al fin y al cabo, Emilio Carrére tenía razón. Pero para mí era imposible convertirme en un adulador y tampoco tenía ni el tiempo ni el dinero necesarios para convertirme en un miembro regular de las tertulias.
Existía entonces un centro cultural en Madrid, la Institución Libre de Enseñanza, que había fundado Giner de los Ríos. De allí y de su Residencia de Estudiantes estaba saliendo una nueva generación de escritores y de artistas; yo creía que mi manera de pensar estaba de acuerdo con los fines de ambas instituciones. Pero cuando intenté establecer un contacto, me encontré con una nueva aristocracia, que nunca había pensado pudiera existir. Una especie de aristocracia de la izquierda. Era tan caro ingresar en una de estas instituciones como en una de las aristocráticas escuelas de los jesuítas. Sí, había cursos y conferencias gratuitos, pero para seguirlos tenía que abandonar mi trabajo, es decir mi único medio de vida. Me convencí que la obra magnífica de Giner de los Ríos adolecía del mismo defecto de toda la educación española: que sus puertas estaban cerradas para las clases trabajadoras. No creo que ésta fuera la intención del maestro, quien lo que quería era crear con sus discípulos maestros de las futuras generaciones.
No había camino abierto para mí. Renuncié a escribir.
Pero ahora resurgía el viejo problema. En el cuartel había comenzado de nuevo a escribir. Sentía la necesidad de hacerlo y creía tener el don de expresión necesario.
Pero ¿esto me iba a dar de comer? Tal vez, después de unos cuantos años de sumisión y sometimiento a las reglas. No me servía para resolver el problema que tenía que enfrentar al licenciarme.
La vida no consiste en ganar o no ganar dinero; pero hay que ganar dinero para poder vivir. Yo no podría enfrentarme contra cien peñas literarias y disponer de dinero para pagar convites a derecha e izquierda, ni tampoco de tiempo para ser miembro de una tertulia día y noche. También, una de las cosas que uno no puede comprar o vender es su propia estimación: seguir en el ejército era perder mi propia estimación para siempre. Por otra parte, el licenciarme era enfrentarme con la miseria...
Tenía que pensar sobre todo en mi madre. Había aceptado la responsabilidad de ello mientras viviera. La responsabilidad de que no tuviese que trabajar más, ni lavando ropa sucia en el río ni fregando suelos como una asistenta. Pero yo también quería un hogar y una familia, quería casarme un día... Para tener todo esto, había que ganar dinero, porque si se quiere tener una mujer, hijos, una casa, hay que pagar por ello.
El cuartel me ofrecía la seguridad de que podía tener todo esto mientras viviera, y aun después de muerto. Si moría, mi madre o mi viuda y los chicos tendrían lo bastante para no morirse de hambre. La viuda de un empleado de banco se enfrenta con la miseria la semana después de haber enterrado a su marido.
Pero ¿era verdad que el cuartel me ofrecía esta seguridad? ¿Era verdad que, pasara lo que pasara, tendría siempre mi puesto seguro y mi paga y el pan de cada día de mi familia?
Cuando se lanza un cordel al mar, nunca se le deja tirante. Hay un sobrante que se recoge en un montoncito de círculos a los pies de uno sobre las rocas.
Uno de estos montoncitos de pronto comenzó a desenrollarse, y el cordel brincó al fin con el movimiento de una víbora que ataca. El cascabel atado a él tintineó loco. El cordel se tenso y se quejó, como la prima de un violoncelo que pellizcáis con los dedos. En el espejo del mar nació un surco furioso de espuma que dibujaba un arco. Algo como si un hierro candente corriera bajo las aguas.
Cogí el cordel y tiré. Me contestó un tirón violento al otro lado, un tirón como el de un caballo que rehusa las riendas. Se me escapó el cordel de las manos y dio un tirón rabioso a la roca donde estaba atado; templándose, vibrando, deseando escapar al mar. Cogí el cordel con las dos manos, me apoyé contra la saliente de la roca y tiré otra vez. El pez dejó de hacer fuerza, el cordel se aflojó y yo di un traspiés. Antes de que recuperara mi equilibrio, el ser vivo enganchado en el anzuelo se disparó de nuevo al mar libre. El cordel me abrasó las manos en su huida y se distendió brusco. En el mar ahora había un remolino furioso. Mejor dejarlo y esperar que el pez se cansara, o el cordel se rompiera, o se quedara un cacho de mandíbula en el anzuelo, o se tambaleara la roca y se cayera al mar. Me quedé mirando el trazo de espuma, el temblor del cordel y el campanilleo del cascabel, tan pequeñín y tan colérico.
Un pez luchando por su libertad es seguramente uno de los seres más espléndidos de la creación, aunque ninguno de nosotros seamos capaces de medir su coraje. Allí está, un simple manojo de músculos que saca su fuerza de la resistencia que le presta el agua, donde el más violento puñetazo del hombre más fuerte es nada, cargado de la rabia furiosa de un jabalí acorralado o de un gato acosado por perros. Un gancho de acero se ha hundido en su mandíbula. El único alivio de la tortura salvaje del acero en la carne desgarrada y en el hueso astillado es ceder, aflojar el tirón del cordel, abandonar la lucha. Y sin embargo, hasta el más insignificante pececillo de estanque se retuerce y brinca, salta sobre el agua o se hunde en lo profundo, tirando siempre, tirando sin tregua, a costa de un dolor enloquecedor, sólo por ser libre.
Traté una vez más de recoger el cordel, pero el cerebro furioso que animaba el manojo de músculos potente sentía cada movimiento de mis manos a través de la herida abierta, y se rebelaba con ira inagotable. Una vez y otra el cordel se escapaba de mis manos, dejando en las palmas un surco húmedo y doloroso. En uno de los tirones conseguí rodear la roca con el cordel y acortarle así un medio metro; me pareció una victoria. Durante minutos el pez se contrajo en convulsiones de rabia haciendo gemir el cordel que parecía romperse de un momento a otro. El pez sabía que le habían robado unos pocos centímetros de libertad.
Tras una hora de batalla, me convencí de que nunca sería capaz de apoderarme de aquella bestia. Pasaron dos obreros por la carretera, con sus taleguillos de la merienda y con sus blusas blancas al hombro. Tiraron las blusas sobre las rocas y se quedaron mirando guasones, burlándose del sargento señoritingo que quería pescar y no podía coger un pez. Uno de ellos al fin comenzó a tirar del cordel, después los dos, al fin yo con ellos, los tres tirando al unísono, pataleando, sudando y jurando, brazos y piernas apoyados contra las rocas. Poco a poco íbamos enrollando el cordel sobre la piedra.
—¡Qué mala bestia es ésta! —blasfemó uno de ellos.
Descansamos un poco los tres, contemplando el remolino de agua y espuma que ahora estaba a sólo veinte metros de nosotros. Un coletazo violento nos mostró por un instante un lomo negro moteado de plata.
El obrero gritó:
—¡Una murena! Ésta no la cogemos.
La murena es una especie de anguila de mar que no suele tener más de un metro de largo a lo sumo, por diez centímetros de diámetro, con una cabeza achatada y unas mandíbulas poderosas erizadas de dientes triangulares. Ataca y devora peces más grandes que ella, destruye redes y sedales y hasta ataca a las personas, causando heridas profundas como una amputación. La cola de una murena puede romper el brazo de un hombre, horas después de estar muerta. Las gentes de la costa a menudo se niegan a comer su carne porque puede estar cebada con carne humana.
La murena que había en mi anzuelo tenía unos dos metros de largo y era gruesa como un muslo de hombre.
Uno de los obreros se marchó a una taberna de la carretera y volvió con un bichero y un par de curiosos. Entre todos tiramos. del cordel, hasta que la murena estuvo dentro del pozo entre las rocas, y aun entonces, cuando ya la teníamos a nuestros pies sin escape, veíamos que el cordel iba a estallar de un momento a otro y que al fin la bestia iba a escapársenos. El hombre del bichero intentaba engancharla por la cabeza, agarrándose firme a la roca. El pez se revolvía contra la nueva arma con furibundos coletazos; vimos entonces que no podía cerrar la boca. El cordel pasaba a través del orificio sangriento de la garganta, entre las hileras de dientes agudos que trataban en vano de juntarse y cortarlo.
El hombre enganchó al fin el bichero en uno de los ojos del monstruo y una mancha como una vedija de niebla se disolvió en el agua. El pez se movía ahora sólo con estremecimientos espasmódicos. Tiramos todos. Cayó sobre las rocas, contrayéndo se en una rabia loca, untando la piedra con la baba viscosa de su piel, mirándonos con su único ojo lleno de odio, retorciéndose sobre el vientre blanco en busca de una presa. Nos refugiamos tras las piedras y desde allí la apedreamos con trozos de roca. Tratábamos de aplastarle la cabezota chata y repugnante, matarla y librarnos de la visión de su máscara cargada de odio. Un pedrusco acertó con la cabeza y la convirtió en una pulpa blancuzca llena de grises, sucia de barro. El cuerpo se contrajo violentamente y se estiró.
La llevamos entre los tres. Los dos obreros se ofrecieron a ir conmigo y ayudarme a llevarla al cuartel. Nos beberíamos una botella de vino allí; Antonio, el cantinero, la cortaría en lonchas y la freiría para pasar el vino.
Pesaba sus buenos 50 kilos y teníamos que ir despacio y a compás, seguidos por un grupo de mirones y arrapiezos que se atrevían a hundir un dedo en el cuerpo de la murena para confirmar su valor. Donde había estado la cabeza, no existía más que algo como un trapajo sucio que goteaba.
De pronto, el cuerpo se contrajo en un espasmo y se escapó de nuestras manos, brincando sobre el polvo de la carretera, una masa viva de cieno y mugre. El hombre que había sostenido la cola se dobló sobre sí mismo: la cola le había golpeado en las costillas. Pateó furioso la masa que se retorcía en el polvo, y el cuerpo sin cabeza se retorció una vez más, se estiró y se quedó inmóvil. La cogimos de nuevo y reemprendimos la marcha, puercos de barro pegajoso. Se nos escapó aún dos veces más. Los chiquillos nos seguían con sus risas, chillando y alborotando. Debíamos presentar una vista ridicula, con el barro goteándonos en la cara y en las manos, agarrados a aquella masa de fango vivo que se estremecía en espasmos y nos hacía detener de vez en cuando.
Cuando llegamos al cuartel, la tiramos en el pilón del abrevadero de los caballos; y al contacto del agua, restalló como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. El cuerpo ciego se lanzaba contra las paredes de cemento con toda la violencia de su vitalidad intacta.
Vinieron los soldados corriendo a través del patio. Antonio, el cantinero, vino despacito, echó una ojeada y se volvió a su cantina. Regresó con el cuchillo de cortar el jamón.
—Cogedla unos cuantos y sujetadla contra el borde —dijo.
Veinte manos se apoderaron del cuerpo ahora limpio y metálico manteniéndole contra el reborde de cemento, y Antonio comenzó a cortar lonchas blancas, con una gota de sangre roja en el centro que al caer en el agua se disolvía lenta.
Antonio me pagó treinta pesetas.