Capítulo 7

El regreso

Chuchín no vino a despedirme. Fui al muelle acompañado por Oliver y Alí, por un soldado que había cumplido su tiempo de servicio e iba a viajar a mi cargo hasta Aranjuez, y por Manzanares, que había sido licenciado por inútil y vendría hasta Madrid incluido en la misma hoja de ruta. En Tazarut, durante las últimas operaciones contra el Raisuni, había sido herido en un pulmón. Había escapado de milagro a la muerte y ahora parecia un pájaro desplumado metido en un uniforme demasiado largo.

Subimos a bordo los tres, y Oliver se quedó en el muelle con Alí ladrando incesante. El barco comenzó lentamente a soltarse de sus amarras, viró en redondo y enfiló su proa hacia la boca del puerto. Alí se tiró al agua. Los pasajeros en nuestro barco se arremolinaron en la borda para ver al perro nadando tras la es tela de las hélices. Oliver cogió una lancha y comenzó a remar detrás de Alí. Cuando cruzábamos la boca del puerto, el bote quedaba atrás diminuto y Alí no era más que un punto en el agua.

Formamos inmediatamente una pandilla a bordo: Manzanares, el soldado de Aranjuez y yo nos unimos a otro sargento licenciado, que conducía una partida de una docena de soldados licenciados también. Alguien trajo una guitarra y comenzamos a cantar y a beber. Pero en medio del Estrecho, el mar estaba alborotado. Lo que las gentes de allá llaman el levante —un viento que empuja el mar dentro de la bahía de Algeciras—, estaba soplando.

Un comandante de Regulares, resplandeciente en su capa blanca, apareció de la cabina de primera clase, seguido por su esposa, y ambos se sentaron en uno de los bancos de cubierta.

—Al aire libre te sentirás mucho mejor —dijo la mujer. La cara del comandante estaba verdosa y su mujer, una belleza, le miraba con ojos asustados. Manzanares me alargó la botella.

—Eche usted un trago, antes que «Ocho puntas» comience a vomitar (la insignia de un comandante es una estrella de ocho puntas).

El viento de levante en el Estrecho es diferente de una borrasca en alta mar: las olas se estrellan contra los costados del barco, pero simultáneamente el mar se hunde hondo o se hincha desmesuradamente ante la proa, precipitándole de pronto en un abismo o levantándole veloz hacia las nubes. Y así el barco se balancea de babor a estribor y al mismo tiempo cabecea de proa a popa. Pocas personas pueden soportar este cuádruple movimiento, que va de peor en peor cuanto más cerca de Algeciras. A menudo los barcos se encuentran forzados a anclar a dos millas de la costa y esperar allí, azotados por el vendaval, hasta que pueden entrar en puerto.

Cuando entramos en el centro del Estrecho, casi todos los pasajeros estaban mareados y el mar los lanzaba de un lado a otro como peleles, mientras hacían esfuerzos desesperados para agarrarse a alguna parte de la estructura. Nos agarrábamos a la barandilla como los chicos en un tobogán de feria. De pronto, el barco se inclinó violentamente de lado y Manzanares gritó: —¡Agárrese, que hay curva!

Y ambos, él y yo, que estábamos hasta entonces libres de mareo, comenzamos a gritar a compás con cada bandazo: «¡Agarrarse, que hay curva!», y a reír como locos, viendo a ios demás dar traspiés sobre cubierta y aferrarse desesperadamente a los bancos, las piernas bailoteándoles algodonosas. El comandante en su asiento se balanceaba como un arlequín de trapo que ha perdido mucho aserrín; la capa blanca estaba puerca de vómito y sus manos se agarraban a la mujer que luchaba valientemente por sostenerle y evitar que se cayera, y que le limpiaba las babas de vez en cuando.

—Mire el comandante —dijo Manzanares—. Ahora me gustaría ver un general pasando delante de él. ¿Cómo cree usted que iba a saludar? A Burguete por ejemplo... —Manzanares abombó su pecho de pájaro y se retorció un imaginario bigote imperial—: ¡Hum! ¡Burr! ¿Qué porquería es ésta, eh? Preséntese inmediatamente al oficial de guardia.

—Pero ¡imagínate, Manzanares, que Burguete se mareara también!

Comenzamos a reírnos a carcajadas, pintándonos al general Burguete con su bigote encerado, su panza encorsetada y su mirada feroz, en la lastimosa situación del comandante. Manzanares cogió una bufanda de uno de los soldados y se la ató a la cintura como un fajín de general. Comenzó a sacudir a los soldados despatarrados por cubierta:

—¡A formar! ¡Vivo! Media vuelta a la derecha... —Se agarro a la pasarela y gritó—: ¡Agarrarse, que hay curva!

El vino y el mar se apoderaron de él y se quedó allí, vomitando violentamente. Después, leyendo la carilla contorsionada, la carilla de un golfillo madrileño, se sonrió trabajosamente y gritó a cuello herido:

—Su excelencia, el capitán general de la región, ha echado la primera leche que le dio su excelentísima señora madre. ¡Rompan filas!

Desembarcar en Algeciras fue un problema. Las lanchas que acostaron el barco subían y bajaban, embarcaban agua y golpeaban los costados. Se proporcionaron cuerdas para desembarcar a la mayoría. El comandante, con su capa blanca hinchada por el viento, era más que nunca un pelele. Me traía a la imaginación una escena de los bailes rusos.

Pero el mareo desaparece tan pronto como se pisa tierra firme. Sobre el muelle, los pasajeros trataban bien o mal de limpiar sus trajes. Manzanares estampaba los pies sobre el cemento para convencerse que no se movía. Detrás de mí, una voz ladró:

—¡Oiga, sargento! —Me volví. El comandante me llamaba—. ¿A qué regimiento pertenece usted?

—Supongo que a ninguno, mi comandante.

—¡Eh! ¿Cómo es eso? Preséntese en el depósito de transeúntes de Algeciras. Ya me encargaré yo de lo demás.

—Excuse usted, mi comandante, pero yo ya no pertenezco al ejército. Estoy licenciado. Pero de todas maneras, no creo haberle ofendido.

—¡No, eh! ¡Cada vez que ha gritado su broma estúpida, me ¡ha hecho ridículo a mí, a mí!, delante de toda la tripulación. Si no fuera por ensuciarme las manos, le daba de bofetadas.

Lo mejor era desaparecer. Era capaz de tratarme como, sin duda, había tratado a los moros de su regimiento, y además tenía motivos para estar furioso. Me marché rápidamente hacia la Aduana. Aquí nos aguardaba otro problema. Todos llevábamos llenas de tabaco las maletas pero los buenos tiempos se habían acabado: ya no éramos héroes y se examinaban los equipajes. Se decía que los oficiales de la Aduana abrían las maletas y quitaban el tabaco de los soldados y exigían cantidades exorbitantes por ello. La primera víctima fue un soldado de Cazadores. El carabinero abrió la maleta y dijo:

—Queda confiscado.

El sargento de infantería, a cuyo grupo pertenecía el hombre, se enderezó como un gallo:

—¿Qué es eso? ¿Que nos van a quitar el tabaco? ¡Ca, no señor! —Se volvió a sus hombres—: ¡A formar! ¡De frente, march...!

El sargento tomó su sitio a la cabeza de la diminuta tropa. Un oficial de carabineros le cerró el paso:

—¡Alto! ¿Qué significa esto?

El sargento lo miró de arriba abajo y replicó:

—Excuse usted, mi capitán. Esto es una fuerza a mi mando y va en formación. Usted no tiene ningún derecho a detenerla. Haga el favor de dejarnos el paso libre. ¡De frente, march...!

Marchaban marcando el paso, balanceando rítmicas las maletas, mientras las gentes reían alrededor. El oficial los miraba apabullado y se veía claramente que no sabía qué partido tomar. No tenía más que dos hombres, y éstos en el otro extremo de la gran nave. Entonces, con la mayor seriedad posible, me volví a mis dos soldados y les di la orden de formar y marchar al paso, yo a la cabeza. El oficial se precipitó sobre nosotros, rojo de ira, pero las gentes comenzaron a aplaudir y a gritar a coro: «¡Que los deje! ¡Que los deje!». El oficial prefirió tomarlo todo a broma y entramos en el tren con nuestro equipaje sin abrir.

Todos los viajeros que quieren ir de Madrid a Algeciras van por la línea principal de Córdoba—Sevilla, pero el Estado mantenía que el transporte militar debía hacerse por la línea de los ferrocarriles andaluces, que se une a la línea Madrid—Sevilla en Espeluy. Ese ferrocarril no va a ninguna parte y sólo sirve, a fuerza de vueltas y revueltas, para unir entre sí innumerables pueblos de las cuatro provincias andaluzas, tardando doce o catorce horas en un recorrido de cien kilómetros en línea recta. Sobre sus bancos de tablas desnudas sujetos a los techos con barras de hierro los campesinos se sientan apretados y erectos y pasan el viaje interminable comiendo, bebiendo y fumando incansables. Entran en el tren en una estación insignificante y se apean en otra de más importancia o viceversa. A veces, el viaje es más largo y a menudo ocurre que un viajero se orina por la ventanilla o que una campesina lo hace en un rincón, protegida por tres o cuatro comadres que la rodean con las faldas esponjadas y hablando atropelladamente, como un grupo de gallinas en querella.

Nos sentamos en uno de esos vagones quebrantahuesos y comenzamos a charlar. Yo le pregunté a Manzanares qué pensaba hacer.

—No lo sé. Supongo que tendré que volver a robar carteras. No tengo oficio y no he nacido para chulo de putas. Puedo conquistar a una mujer, pero al fin me da por hacer las cosas decentemente y acabo casándome con ella. Esto ya me ha ocurrido tres veces. Pero, bueno, mientras esté permitido el juego, no me voy a morir de hambre.

Había visto muchas veces a Manzanares haciendo sus trucos. Cogía un paquete de cartas, sellado, y abierto y barajado por un extraño, y volvía las cartas una a una anunciándolas de antemano, después de «verlas» con las yemas de sus dedos sensitivos. Era asimismo un parlanchín magnífico y un gran psicólogo, y sabía mantener animada y distraída a su concurrencia. Había aprendido todos los juegos que los moros practican, y en los campamentos se iba a un corro de ellos —son jugadores inveterados— y se hacía pasar por un soldadito estúpido, que estaba pidiendo le limpiaran los cuartos. Pero al final era él el que dejaba todos los bolsillos limpios.

—Pero si empiezas otra vez con tus antiguas mañas, acabarás otra vez en la cárcel.

—Sí, todos los oficios tienen su quiebra. Pero no se está mal en la cárcel cuando se tiene dinero. Claro que para los que no pueden pasarse sin mujer es bastante negro, pero en eso yo tengo suerte. Me puedo pasar un año sin acostarme y sin echarlo de menos, si no tengo ninguna cerca de mí. En todo caso, no puedo remediarlo: si veo a un tío sacando la cartera en un café, enseñando a todo el mundo el fajo de billetes, y luego abotonarse muy cuidadosamente, entonces no me puedo aguantar. Después que le he quitado la cartera, la verdad es que no me interesa mucho, hasta podría devolvérsela. Es sólo por excitación. De todas maneras, pase lo que pase, no vuelvo a Marruecos ni atado.

—No has tenido mucha suerte, pero no puedes quejarte: te han dado un tiro de suerte y una cruz con pensión; te has licenciado antes de tiempo, y ¿qué más quieres?

—¿Un tiro de suerte? Una mierda. En unos pocos años me entierran. Y en cuanto a la pensión, sí, magnífica: treinta reales al mes por el resto de mi vida; bastante para comprarme dos panecillos cada día y dejar cinco céntimos en una hucha para la vejez. Y esto, si me pagan. Aún hay veteranos de la guerra de Cuba que no han visto un céntimo de sus haberes. Algunos cobran, pero el agente que maneja los papeles se queda con la mitad. Esto es lo que le dan a uno: una crucecita de lata y treinta reales.

Ahora me arrepentía de haber iniciado la conversación. Era verdad: a Manzanares le habían dado una cruz de guerra y una pensión de siete pesetas cincuenta céntimos al mes. Para cobrar, tendría primero que pagar tal vez dos pesetas en pólizas y esperar por días sin fin en el Ayuntamiento, para que le dieran una certificación de que estaba vivo. Con este certificado tendría que ir al Ministerio de Hacienda y presentar una instancia para que le pagaran. Le darían un número de orden, y tendría que esperar hasta que este número se publicara en la Gaceta; después le pagarían su pensión por un mes. Estas pensiones ridiculas del ejército tomaban tanto tiempo y presentaban tantas dificultades, que la mayoría de ellas nunca pasaban de ser un derecho sobre el papel que se convertía en una burla.

—Si me hubieran declarado inválido —prosiguió Manzanares—, al menos me hubieran mantenido por el resto de mi vida y no tendría que volver a robar. Yo no entiendo qué diferencia hay entre ser inválido o que le den a uno por inútil. Si a alguien le cortan una pierna por un balazo, le declaran inválido y tiene el pan seguro; pero si a uno le hacen polvo un pulmón como a mí, le dicen que ya no es útil para el servicio y le ponen en la calie con un fuelle de menos... Es muy fácil decir a uno que se busque la vida. ¿Dónde cree usted que puedo ir yo a pedir trabajo con mis referencias y un pulmón solo? Me gustaría ponerme a trabajar, pero no sé cómo. No tengo más salida que robar carteras. Y puede usted creerme, lo que a mí me gustaría más, sería crear una familia y tener una ristra de hijos.

No hablamos mucho más en las largas horas encerrados en el lento y polvoriento tren. Cuando al fin cambiamos al tren de Sevilla—Madrid, todos tratamos de encontrar un rincón cómodo y descabezar un sueño. Manzanares, con su cara de tísico y su cuerpecillo encogido, encontró un sitio fácilmente, pero yo me encontré incrustado entre otros dos viajeros que iban a Madrid y tenía que mantenerme derecho. Nadie podía dormir al principio y hablamos. Cada uno hablaba de sí mismo.

Había un hombre joven y corpulento de un pueblo de la provincia de Granada, que iba a Madrid. Otro de los viajeros le preguntó:

—Y usted, ¿dónde va, muchacho?

—A Madrid, a ver si uno puede vivir allí.

—No es muy buena plaza para encontrar algo.

—Peor que en mi pueblo no puede ser. —El hombre se calló pensativo y después prosiguió—: Aunque uno no sea más que un patán y no sepa mucho, hay cosas que son un contra—Dios. En mi pueblo pasa lo que en todos: hay un tío rico de Madrid, que es el amo de todas las tierras y de todos los olivares. Algunos de nosotros tenemos un cacho de tierra de nuestros abuelos, pero aun así, el que más y el que menos está entrampado y malamente saca para vivir. Todo el pueblo trabaja para el amo. Unos tienen trabajo todo el año, pero la mayoría sólo por temporadas y viven en la miseria. Para mí era mejor que para muchos, porque yo soy un herrero y el amo me llamaba para herrar los caballos y las mulas, arreglar los carros y a veces alguna máquina, y con esto y con la cosecha de la aceituna, pues, iba viviendo, malamente pero mejor que muchos. Pero el año pasado, al principio del verano, las gentes comenzaron a decir que el ferrocarril estaba tomando jornaleros para reparar la vía, y como no tenía nada que hacer y quería ganarme una peseta, pues me fui al capataz y le dije que yo era un herrero. Me tomaron y ¡me daban seis pesetas cada día! Nunca había ganado tanto en mi vida. Trabajé con ellos hasta el fin de año, en que se acabó el trabajo y nos despidieron, y volví al pueblo. Un día fui a la finca del amo y me vio y me dijo: «Tú, ¿qué quieres aquí?». Yo le dije: «Pues, he venido a ver si tenía usted algo para mí». «¿Dónde has estado este tiempo?» «Pues —le dije—, trabajando en la vía.» «¡Ah! ¿Sí? —me contestó—, pues entonces te puedes volver allí.» Y ustedes no lo creerán, pero no me volvió a dar un mal caballo a herrar. Las cosas comenzaron a ponerse negras para mí, porque el administrador de la finca comenzó a ir de un lado a otro y a contar a todo el mundo que no había más trabajo para mí, aunque me muriera de hambre, y que lo mejor que podía hacer era marcharme del pueblo. A poco de esto, nadie quería darme trabajo, por no enemistarse con el amo, y al fin ni en la tienda me daban un pan al fiado. Un día me fui a él y le dije: «Bueno, don Antonio, ¿qué es lo que usted se ha propuesto?». Me miró un rato con la sonrisita suya y me dijo: «Que te vayas a hacer puñetas de aquí». «Pero ¿qué es lo que yo le he hecho?» «¿A mí? Nada. Eres muy poca cosa para hacerme nada a mí. Pero no quiero revolucionarios en la finca. La gente que trabaja para mí, no trabaja para otros, y al que no le guste, que se marche; y te voy a dar un buen consejo: ten mucho cuidado con lo que haces.» Y así terminó la cosa. Pero al día siguiente, el sargento de la Guardia Civil me llamó al cuartelillo: «Tú, escucha», me dijo, «ya sé que no has guardado el respeto debido a don Antonio. Por esta vez pase, pero ten cuidado con lo que haces, porque la próxima vez te doy una paliza que te rompo el espinazo». ¿Y qué se puede hacer si la han tomado con uno? Lo único que podía hacer era agarrar el cuchillo de la cocina y metérselo en las tripas al amo, que debe tenerlas más negras que las plumas de un cuervo. Vendí los cuatro trapos que tenía y aquí estoy, camino de Madrid. Al fin me dijeron que todo había sido porque me había ido a trabajar en la vía sin pedirle permiso al amo.

Los viajeros dormitaban o francamente roncaban. Aquello era una historia vieja sin interés. El herrero se calló, se recostó contra el respaldo y comenzó a roncar a su vez. Sólo quedó al lado de la ventanilla un viejo que estaba despierto inmóvil y silencioso, fumando sin cesar. Intenté leer, pero la luz del vagón era una miserable candileja de aceite, que no me dejaba seguir la letra impresa más de dos minutos. Abandoné la lectura y dejé correr libremente mis pensamientos.

Pensaba que mi situación era en un sentido muy similar a la del joven campesino. Todos los eslabones que me unían al mundo en el que había vivido durante los últimos cuatro años estaban rotos; y ahora al volver al mundo que había conocido antes, me iba a encontrar un extraño en él y tendría que forjar nuevos eslabones. Este hombre tenía un par de hombros sólidos y anchos. Ganaría siempre en Madrid el pan que le habían negado en su pueblo, porque, aunque no fuera más, sería capaz de subir maletas de la estación o descargar sacos si no encontraba otra cosa. Contra el hambre —hambre pura—, estaba mejor defendido que yo. Lo único que yo podía hacer era trabajar en una oficina, con el cuello bien planchado y las tripas vacías.

El tren estaba ahora ya en plena meseta castellana y su esqueleto de acero tintineaba monótono. La lamparilla estaba casi ahogada por su propia mecha ya carbonizada; y la brasa del cigarrillo en los labios del viejo, despierto siempre en su rincón, llenaba el compartimento de un silencio tan fino y penetrante como el humo azulado del tabaco dormido en el aire.

Hubiera sido capaz de preguntar al viejo en qué iba pensando.

Yo, ahora, pensaba en la vida y en Dios. Frase por frase iba creando el diálogo que con él tendría un simple campesino de Castilla, muerto a tiros en los campos de África, pidiéndole justicia, justicia seca. Porque yo me sentía, como él, prisionero en esta jaula que es el vivir, una jaula que nosotros no tejemos; y me sentía aterrorizado y a la vez rebelde, como un pájaro:

Estábamos llegando a Aranjuez y comenzaba a amanecer. Un amanecer frío que mordía a través de nuestras ropas de África y helaba los huesos. El humo de los cigarrillos ahora era gris y pesado y llenaba las gargantas de toses. Manzanares y yo le dijimos adiós al soldado, que se quedaba allí esperando el tren para su pueblo; no nos había hablado, no había hecho más que estar sentado, cabeceando su sueño a veces, a veces roncando, las manos posadas siempre sobre las rodillas. Nos bebimos juntos unas tazas de café y unas copas de coñac en la fonda de la estación. El café era espeso como pintura y se pegaba a los labios, pero estaba caliente; el coñac era una mezcla de jarabe y vitriolo, que caía en el estómago como una masa de mercurio, pero después ardía dentro y nos despertó. Compramos una merienda descomunal: una tortilla fría, grande como un pan, chuletas de cordero y dos botellas de vino, y nos volvimos a nuestro compartimento. En dos horas estaríamos en Madrid.

Manzanares tenía las mejillas enrojecidas cuando acabamos de comer. Rebuscó en los bolsillos y contó todo su dinero. Tenía menos de cien pesetas.

—¡Mierda! ¿Qué puedo yo hacer con esto? Lo primero que me hace falta es un traje de paisano y encontrar un sitio donde dormir, al menos hasta que me oriente un poco. —Se quedó mirando las monedas en su mano—. Usted cree que yo estaba durmiendo. Pero no dormía. La herida me despertó. Cuando estoy quieto, siempre empieza a dolerme dentro, hasta que me ahoga. El doctor dice que es que el pulmón se pega a la pleura. Seguramente usted sabe lo que quiere decir, pero yo no. Lo único que sé es que no me deja dormir en paz. Y estaba pensando en esto, en el dinero que me queda. ¿Cómo quieren que sea uno una persona decente con noventa pesetas y un pulmón seco? Y estaba pensando en lo fácil que sería robar una cartera cuando uno está vestido de uniforme. ¿A quién se le va a ocurrir sospechar de un licenciado de África?

—Mira; no seas idiota. Que hayas escapado de África para caer en la cárcel.

—No. Si no es que sea un idiota, es que esto es un callejón sin salida. Ahora ya no puedo ir en uniforme y si me compro un traje de paisano, me quedo sin comer.

—Pero tendrás algún amigo que te deje un poco de dinero...

—Sí. Amigos tengo, pero tan pronto como me arrime a ellos, estoy perdido. Tengo que volver a robar y lo que es peor aún, en un par de horas la policía sabrá que estoy en Madrid. Bueno, yo sé lo que tengo que hacer.

Su cara de granujilla se cortaba ahora por dos hondas líneas que iban desde las aletas de la nariz a las comisuras de los labios, en un gesto duro y cínico que empujaba su labio inferior hacia adelante, como si fuera a escupir a alguien en la cara.

Llegamos a Madrid en un silencio hostil. Mi madre, mi hermana y mi hermano estaban en la estación. Como yo esperaba, tuvimos nuestra escena de abrazos, besos y unas lágrimas de mi madre (a quien yo había comenzado ya a llamar la Abuelilla). Les presenté a Manzanares y le invité a un café con nosotros en la Puerta de Atocha.

—No, señor. Muchas gracias. Usted ha encontrado a los suyos y aquí nos despedimos. ¡Buena suerte! Creo que nunca nos volveremos a encontrar. Usted tiene su camino y yo el mío, y van aparte.

Nos estrecharnos las manos y desapareció. Subimos la cuesta de la estación y Rafael propuso que tomáramos café en el bar Cascorro. Nos sentamos alrededor de una mesa y mientras ellos desayunaban, me agobiaron a preguntas, me repitieron cien veces lo contentos que estaban que hubiera salido del ejército, y me aseguraron que en cuanto descansara unos días, encontraría trabajo sin dificultad. De pronto hubo un revuelo entre las gentes que llenaban el bar. En cada una de las puertas estaba un guardia que no dejaba salir a nadie, y dentro dos policías que iban de uno a otro, pidiendo los documentos y cacheando o preguntando a veces al camarero del mostrador.

—¿Cuánto tiempo hace que está éste aquí?

—Media hora. ¿Qué pasa, don Luis?

—¿Estás seguro que hace media hora? Entonces no va nada contigo. Acaban de robar una cartera con cuatro mil pesetas en la salida de la estación.

Cuando el policía vino a nuestra mesa, miró a mi maleta y dijo:

—¿Licenciado, sargento?

—Sí. Ha terminado mi tiempo en África.

—Enhorabuena de haber escapado sano y salvo. Andamos buscando un sinvergüenza que acaba de robarle la cartera a un viajero, precisamente del tren en que usted ha llegado. Pero no es uno de los habituales, porque todos están vagueando por aquí.

Rafael sacó su cartera para mostrar su cédula personal. El detective hizo un gesto de rechazo:

—No hace falta, muchacho. Ustedes no pueden negar que son hermanos y su uniforme es bastante para mí. Nadie roba carteras cuando acaba de llegar de Marruecos.

Se marchó la policía al fin y se restablecieron los ruidos del bar, más animados aún con los comentarios de lo ocurrido. Entonces apareció Manzanares en la puerta, se acercó al mostrador y pidió una copa de coñac. Me saludó con la mano afectuosamente y a poco el camarero vino a nosotros:

—De parte del soldado que está en el mostrador, que ¿qué quieren ustedes tomar?

Manzanares volvió hacia mí su carilla infantil y me miró con sus ojillos vivos de ratón. Unos ojillos que ahora eran chispeantes y alumbraban la cara abierta en una sonrisa alegre. Acepté la . invitación y levanté el vaso hacia él.

Después salió y se perdió en la gran plaza. Ha sido la última vez que le he visto en mi vida.