X

Tierra, tentación, titubeo

PREGUNTO cuándo y cómo podré ir a Las Palmas para telegrafiar mi llegada y ponerme en contacto con las autoridades francesas y españolas. Me tranquilizo: un coche (deliciosamente apodado «Pirata») me llevará mañana a la capital de la isla. Manuel desea tanto como yo ponerse en contacto con las autoridades. Quisiera librarse de ese sujeto molesto o, al menos, ponerse en regla con la aduana y la policía. En este mismo punto de la costa tuvo lugar el naufragio de un yate, hace un mes aproximadamente: el Dandy, procedente de Finlandia vía Casablanca. Al parecer, con la inocencia común a los pescadores de todos los países, los de aquí recogieron a continuación todos los restos que pudieron encontrar a lo largo de la costa: «Todo lo que está en el foso es para el soldado.» En virtud del refrán, les pareció lícito quedarse para sí el modesto botín. El bueno de Manuel parece haber tenido, desde entonces, algunos problemas serios con la Matrícula marítima (también él) y no desea en absoluto que la cosa vuelva a empezar conmigo. Mientras, voy a acostarme. ¿Dónde? En la escuela. ¿Pero cómo? No hay camas de sobra. No importa, dormiré en una camilla de curas. Sin muelles, pero creo que pocas veces habré pasado tan buena noche en un colchón mullido y con buenos resortes. Me parece que la tierra se mueve un poco. ¡Estoy a punto de marearme!

El 4 de septiembre, por la mañana, el «Pirata» está allí, esperándome. Mi amigo Manuel lanza grandes gritos cuando le hablo de pagar. Un último adiós y el «Pirata» se pone en marcha.

¡Qué esplendor el de esa isla que, esta mañana, me revela su aspecto más silvestre! Picos descamados y amenazadores que dominan grandes ríos de lava en los que anidan encantadoras aldeas de iglesias blancas y tejados llanos. Muchachas de fresca tez van a buscar el agua matinal (pues el agua es el gran problema de las Islas Afortunadas). Con el talle arqueado y noble el porte, caminan sin molestia alguna llevando en la cabeza los más variados recipientes, que van desde la más clásica jarra de arcilla al moderno barril de lata.

Los bananeros cubren todos los llanos de esta costa este de la isla, y me familiarizo con esos arbustos verdes, de hojas planas, a los que su progenie condena a muerte. Cada arbusto vive un año y da un racimo; tras ello, deja paso a los jóvenes. Un implacable machetazo corta la efímera existencia y el retoño que crece bajo la protección materna comienza una vida activa, de la que ignora aún si será igualmente breve.

Pocos árboles en esta región, pues hay poca agua; hermosas palmeras datileras tan sólo, mágicas para mí, acostumbrado como estoy a los áridos horizontes de las llanuras líquidas.

A lo lejos, una catedral con doble torre me anuncia Las Palmas. Las Instrucciones náuticas me habían descrito la iglesia, visible desde el mar, con tanta precisión que mis guías estaban convencidos de que yo la había visto ya.

Las Palmas, la capital, está flanqueada por un maravilloso puerto, el Puerto de la Luz —una de las grandes escalas del Atlántico—. No tardo en conocer al comandante del puerto, hermano de un gran cardiólogo. Esperaba mi llegada. Mis amigos del diario Le Petit Marocain habían efectuado, unos días antes, el trayecto Casa-Canarias en el Armagnac, gran avión comercial que realizaba su primer viaje. Habían intentado descubrirme durante su recorrido, aunque en vano; y, al llegar, habían preguntado por mí. Aquí, por lo tanto, todo el mundo estaba al corriente.

Antes de lanzarme al «gran salto», pregunto al comandante del puerto si tiene la bondad de hacer que verifiquen mi sextante, para evitar los errores instrumentales.

—Con mucho gusto.

En algunos periódicos, la cosa se convertirá en: «Pidió lecciones de navegación. El comandante del puerto se negó, al no desear contribuir a su suicidio.» Tras haberlo leído, un ingeniero me propuso enseñarme navegación, viendo en ello el mejor medio de impedir mi muerte. Como perdí su carta, no pude agradecérselo. Si esas líneas caen, algún día, ante sus ojos, que vea en ellas la expresión de mi agradecimiento.

Estaba todavía en casa del comandante del puerto cuando vino a buscarme el secretario del consulado; y fue el comienzo de una maravillosa amistad. Básteme decir que el señor Farnoux fue realmente, para mí, un segundo padre, alojándome en el consulado y disfrutando conmigo los encantos de la isla. En efecto, era un recién llegado en Las Palmas. Mientras yo estaba en su oficina, el más importante comerciante de la colonia francesa de Las Palmas, el señor Barchillon, fue a presentarse. No tardamos en formar un trío inseparable. El señor Barchillon se convirtió de improviso en nuestro mentor y, bajo su fraternal égida, se me abrían los más variados medios mientras la isla desplegaba su prodigioso encanto. A esos hermanos de Francia se añadieron los maravillosos amigos del Yacht-Club. Contrariamente a la mayoría de los clubes, éste comprendía un 75% de navegantes por sólo un 25% de ociosos. Perdón, hermanos, por no poder nombraros aquí a todos, ¿pero cómo dejar de nombrarte a ti, Collachio, a ti Caliano y a ti Angelito, cuando evoco las delicias de Capua con las que me rodeasteis, haciendo así más difícil la decisión de mi partida? Había decidido no regresar a Francia, esperar unos ocho días para reparar, ponerlo todo a punto y volver a zarpar sin ir a batirme en París para poder proseguir en mejores condiciones. El cónsul aprobaba esta decisión. Mis amigos Barchillon y, sobre todo, el piloto en jefe Angelito, me suplicaban que reflexionase:

—Conozco el mar —me decía Angelito—, y lo que has hecho es magnífico, tu demostración es brillante pero, créeme, no pescarás en medio del Atlántico.

Pobre Angelito, ignorabas que era la única objeción que no debías hacerme. Los marinos, si ahora me detenía, no dejarían de afirmar:

—Sí, eso está muy bien, pero fuera de la plataforma continental habría sido incapaz de obtener un solo pescado.

Había que hacer la segunda parte de la demostración: había demostrado que con pescado crudo era posible sobrevivir; había que demostrar ahora que se podía pescar incluso en los lugares donde los ortodoxos afirmaban que era imposible.

El cónsul y Barchillon habían comprendido la razón de mi decisión y se habían puesto a mi disposición para ayudarme, uno en virtud de sus funciones y el otro de su fortuna. Ya sólo esperaba un telegrama de Ginette diciéndome «Hasta la vista». Tardaba, hasta el punto de que tuve tiempo de hacer una larga salida en yate hacia Fuerteventura. Nada llegaba. Finalmente, cierta mañana, en el consulado me esperaba un telegrama: «Anunciamos feliz nacimiento Nathalie. Felicidades Hereje.»

Mi hija, adelantándose a la llamada, había querido nacer antes de la gran partida. De nuevo iba a sufrir la tentación de la tierra: tenía que regresar a Francia, pues no podía partir sin ver a mi hija.

Cuando anuncié en el club mis intenciones, quienes, por amistad, se oponían a mi «gran salto», creyeron haber triunfado. Manuel, de Castillo del Romeral, fuera de sí, se plantó en el consulado:

—¿Es cierto que Bombard ha abandonado?

El cónsul le dio sólo una respuesta evasiva. En el fondo de sí mismos, todos pensaban: «Es sincero cuando quiere continuar, pero no me preocupa: su mujer sabrá detenerle e impedir que cometa esta locura.»

Gracias a la caución consular, me reservaron una plaza en el avión directo Las Palmas-París, y el 12 de septiembre volé hacia Francia. En la escala de Casablanca, la muchedumbre de mis amigos me aguardaba en el aeródromo.

En Orly, sorpresa: hay dos periodistas. Algunos periódicos comienzan a afirmar que el viaje ha terminado —a consecuencia del nacimiento de mi hija—. Ahí podré yo medir el valor y la admirable abnegación de mi mujer. Ella confía, me ha visto trabajar, sabe que es posible, conoce los resultados que espero obtener: salvar vidas, gran cantidad de vidas. Decir que es feliz viéndome partir, ciertamente no, pero comprende la necesidad, sabe que mi demostración necesita este viaje. No hará nada para retenerme.

Y ahí se sitúa la continuación de lo que he denominado el Entremés cómico.

Al día siguiente de mi llegada, dos gendarmes llaman a la puerta del internado de Amiens:

—Quisiéramos hablar con usted en privado —me dicen cuando acudo.

—¿...?

—Pues bien: tenía usted que pagar 8.000 francos de costas judiciales, no los ha pagado, tiene que acompañarnos, o a casa del recaudador o a la cárcel.

—¿Cuántos días de cárcel?

—¡Doce! —y me muestran una orden de detención.

¡Lamentablemente no tenía tiempo para ir a la cárcel! Pago, pues, los 8.000 francos —precisamente los que debían financiar la continuación de mi viaje.

Libre, paso allí diez días encantadores, que me ablandan, mientras los periódicos afirman: «No volverá a partir», y Palmer declara en Tánger: «¡Proseguir más allá de las Canarias, en esta estación, es una locura, un suicidio!». Un escepticismo casi general rodea mi proyecto. Sólo el nacimiento de mi hija despierta el interés. Un rodeo para ver a un amigo enfermo, en los alrededores de Poitiers, y tomo el avión hacia las Canarias, vía Casablanca. Hago allí una escala de algunos días para hablar de plancton con la Oficina científica de la Pesca de Marruecos. Se trata de estudiar las posibilidades de pesca en las regiones que voy a atravesar.

Quiero intentar obtener, también, un receptor de radio. He renunciado definitivamente a un emisor, aunque me ofrezcan uno. Mi razonamiento es el siguiente: en primer lugar estoy solo, pues Jack no vendrá ya conmigo ahora, y estoy absolutamente decidido a no buscarle sucesor. Me sería, pues, realmente difícil, si no imposible, hacer funcionar un generador y emitir al mismo tiempo. Además, soy incapaz de reparar la menor avería; bastaría un mal contacto para que todo el mundo me creyese muerto. ¡Imaginen el efecto sobre la moral de mi familia! Nada de emisor, pues, pero un receptor me sería de gran utilidad. En efecto, la longitud se obtiene con el cálculo de la diferencia entre la hora solar en el lugar considerado y la hora correspondiente al meridiano cero elegido arbitrariamente. Actualmente, el meridiano cero es el meridiano de Greenwich, a partir del cual se determinan los grados de longitud. Hay cuatro minutos de diferencia con la hora en este meridiano —cuatro minutos más al este, cuatro minutos menos al oeste—. Lo que supone una hora cada quince grados35.

Un receptor me permitiría librarme de la servidumbre del cronómetro: podría cada día saber la hora y comprobar mi reloj, pero necesito algo resistente. Ahora bien, los fondos escasean: «Sea lo que Dios quiera», espero que en Casablanca me ayuden. Sin embargo, estaba muy lejos de imaginar aquel recibimiento: en el aeródromo me esperaba un centenar de personas. Había incluso una hermosa dama que llevaba un ramo de flores con los colores de la ciudad de París. Estaba allí también un representante de los antiguos marineros, que entendía de salvamento y había tomado, enérgicamente, mi defensa cuando alguien había dicho: «Lo que necesita no son libros de navegación, sino más bien un libro de oraciones.» Me anunció que, indignado por la anécdota de los dos gendarmes. Le Petit Marocain había abierto una subscripción para pagar mi multa. El primer subscriptor había sido el almirante Sol, que mandaba la Marina en Marruecos. La subscripción proseguía. Iba a ser, por fin, un hombre con los antecedentes penales en regla, si no vírgenes. Terminaba así el Entremés cómico36.

¡En marcha, reincidente!

Y comienzan a llover las invitaciones. Los antiguos marineros quieren recibirme. Mi amigo Pierrot me cede su apartamento. La Oficina de Pesca me recibe como a un hijo, ni siquiera pródigo, y comienzo a buscar una radio. Mientras, no adelgazo. Algunos de mis amigos me invitan a cenar a las 11 de la noche y se extrañan de mi poco apetito. Ignoran que, para que nadie se enfade, he tenido que aceptar una primera cena a las 7 de la tarde y que, a fe mía, el apetito disminuye. Por fin una radio en el horizonte. Mi amigo Élisague y su alter ego, Frayssines, me ofrecen un admirable aparato con batería que tengo aún delante mientras escribo. Hacen que le fabriquen una funda impermeable, de nylon, que envuelve incluso el extremo de la antena telescópica. Además, me regalan unos «chirimbolos de higiene de caucho», destinados a conservar al abrigo de la humedad la sal de silicio que utilizaré para preservar los órganos de mi aparato de la posible condensación.

Finalmente, supremo honor, cierta mañana recibo una invitación procedente del Almirantazgo. Un hombrecillo vivaz, vestido de blanco, me recibe y, pese a una apariencia amistosa, comienza a apretarme seriamente las tuercas. Me habla de mi objetivo, de mis medios, me tiende algunas trampas sobre navegación; en resumen, intenta informarse.

Si supiera usted, almirante, qué alegría me dio usted aquel día; esperaba desde hacía mucho tiempo que alguien intentara hacerme decir la verdad. Al terminar aquel interrogatorio, amistoso pero duro, el almirante me dijo:

—Ahora lo hemos comprendido y vamos a ayudarle.

Almirante, gracias a usted, hasta cierto punto, cada vez que, en alta mar, encontraba un pabellón extranjero —español, inglés u holandés— me sentía una unidad de la marina francesa. Usted me dio su personal portulano del Atlántico y, sobre todo, fue el único marino que, antes del éxito, me escribió: «Lo conseguirá.» Scripta manent, almirante, y usted lo sabía cuando tuvo el detalle de dedicarme mi carta37.

Sin embargo, era ya hora de partir. Casablanca se me hacía cada vez más querida y llegaría un momento en que la partida iba a ser, para mí, desgarradora. El 5 de octubre, tomo de nuevo el avión hacia Las Palmas. ¡Hasta pronto, Casablanca!

El avión me deja en Tenerife, desde donde nos dirigimos a Las Palmas. Iba a esperar allí quince largos días aún, mientras la música, la amistad, la naturaleza y los deportes se esforzarían por retenerme.

La música eran los conciertos en el teatro; la amistad eran el club, los yates amigos. Maeva y Nymph Errant, llegados durante mi ausencia (maravillosa amistad del mar: recuerdo que una noche, once yachtmen se habían reunido en el Nymph Errant; representaban, en total, nueve naciones —tres ingleses, un americano, un italiano, un español, un suizo, un danés, un holandés y un francés—).

La naturaleza eran las admirables excursiones a la Cruz de Tejeda, a Agaete, en compañía de encantadores guías: Calmano y Collacchio.

Los deportes eran aquellas animadas reuniones en la piscina, donde la adorable campeona de España hacía deslumbrantes demostraciones y donde yo era derrotado, en los doscientos metros crawl por el dinámico señor Boiteux, padre.

«¡Cuidado, Alain, si te quedas demasiado tiempo, jamás podrás marcharte ya!». Cuántas veces me atormentó esta exhortación durante mis largas noches sin sueño. Y sin embargo, nada podía hacer, el viento seguía soplando del sur. Mientras no cambiase sería inútil intentar una partida. ¿Qué me proporcionaría la luna nueva?

Finalmente, el 18 de octubre el viento cambió, se fijó la partida para el día siguiente.

 

Náufrago voluntario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml