Capítulo dieciocho
Nil no ha vuelto a venir a clase, afortunadamente para mí. No sé si hubiera soportado tener que enfrentarme a él día a día, sin acabar sacándole los ojos o rompiéndole la cara. Pero eso entorpece nuestros planes. Necesitamos saber dónde vive, y la mejor manera de descubrirlo hubiese sido siguiéndolo a la salida de clase; pero como no viene, eso ya no podrá ser así.
He de conseguir la dirección de Nil, y la única manera que se me ocurre, es poder fisgar en los ordenadores de secretaría. Allí tienen las fichas de todos los alumnos, y también estará la suya.
Y aquí estoy, respirando hondo ante el botón de la alarma de incendios de la escuela, sabiendo que si me pillan, por una gamberrada así me echarán de patitas en la calle y perderé el curso y el dinero que he invertido en él. Es arriesgado, y tengo mucho que perder; pero perderé más si me rindo y no sigo adelante.
Los pasillos están desiertos, y no hay nadie a la vista. Todo el mundo está en clase. Rompo el plástico de protección, y acciono el botón. La alarma empieza a chillar y se mete en mis oídos. Me alejo corriendo para que nadie me vea allí, giro la esquina y me comporto como si acabase de entrar de la calle.
Empiezan a salir de las clases, con cara de susto. Los profesores dirigen la evacuación con eficiencia.
—¿Qué pasa?
—No sé.
—Será una broma pesada.
—¿Y si hay un incendio de verdad?
La gente no sale en silencio; hablan y hacen conjeturas, pero sin dejar de caminar hacia las salidas de emergencias. Me mezclo con ellos hasta que puedo escabullirme sin que nadie me vea y me escondo en el armario de las escobas. Sé que no cerrarán ninguna puerta con llave, ni siquiera la de secretaría, porque va contra las normas: no pueden arriesgarse a que alguien se quede allí encerrado.
Apoyo la oreja contra la puerta y escucho las voces de mis compañeros. Van alejándose poco a poco, sin prisa pero sin pausa. El armario de las escobas apesta a detergente, y me están entrando ganas de estornudar. ¡Genial! Me aprieto la nariz con los dedos y me aguanto las ganas; si alguien me oye estornudar, habré acabado antes de intentarlo.
Poco a poco, el pasillo se inunda de silencio. Abro un poco la puerta y asomo la nariz por el resquicio para comprobar que ya no queda nadie. Salgo deprisa y corro hacia la puerta de secretaría. Sé que la alarma también ha sonado en el cuartel de los bomberos, y que no tardarán en llegar, así que no tengo mucho tiempo. Entro como un torbellino y me abalanzo sobre el primer ordenador que veo encendido. Empiezo a buscar. Las fichas del alumnado tienen que estar en alguna parte, pero no las encuentro. Me cago en todo, pero en silencio. ¡Con lo fácil que es en las películas! Siempre encuentran lo que buscan a la primera, pero la vida real es muy diferente.
Oigo las sirenas en la lejanía cuando las encuentro por fin, y me pongo a buscar la de Nil frenéticamente.
—Vamos, vamos, vamos —susurro, y ahogo una exclamación de alegría cuando la encuentro. Pillo el primer papel que encuentro y anoto la dirección y su teléfono. No me da tiempo a nada más. Las sirenas ya están aquí mismo y dentro de nada los bomberos irrumpirán en la escuela. Me guardo el papel en el bolsillo y salgo de secretaría. Corro hacia la salida más cercana y cuando llego allí, freno en seco. Ahí están los bomberos, y Alonso es uno de ellos. ¡Mierda! ¿Cómo es posible? Hoy era su segundo día libre, no debería estar de servicio.
En ese momento gira la cabeza y me ve a través del cristal. Tensa la mandíbula y suelta algún taco; lo sé por su expresión aunque no pueda oír sus palabras. Viene hacia mí como un obús, abre la puerta, me agarra del brazo y me saca de allí a rastras.
—Tú y yo, hablaremos en casa —me susurra antes de tirar de mí hasta apartarme de la zona de peligro.
Jodidamente fantabuloso. Solo me faltaba esto. ¿De qué querrá hablar? Como intente echarme la bronca por ser la última en salir, lo lleva claro. Lo mandaré a la mierda más deprisa que un F–16.
Los bomberos tardan media hora en revisar toda la escuela. Al final se van sin haber encontrado nada, por supuesto. El director está con un cabreo de órdago, y yo me siento como cuando iba al instituto y me metía en líos, igual de acojonadita. Solo espero no haber dejado ninguna prueba de lo que he hecho; pero si la he dejado, me dará igual si con esto consigo meter a Nil en la cárcel.
Veo salir a Alonso y el corazón me da un vuelco. Está tan guapo con su uniforme. Los hay que, objetivamente, lo son más; pero para mí solo existe él.
Estoy idiotizada.
No puedo apartar los ojos de él. Estoy a varios metros, confundida entre la multitud que se ha congregado a ver el espectáculo, además de los alumnos que estamos esperando para poder volver a entrar. Mira hacia donde estoy, pero creo que no me ve. Mejor. Lo último que quiero es que le dé por dar un espectáculo aquí, delante de todos. Ya estoy bastante nerviosa como para que me fastidie más.
Se sube al camión y yo me dejo arrastrar por la marea de alumnos que han empezado a entrar en la escuela mientras veo cómo se aleja. Voy directa hacia la clase donde me he dejado la mochila, la cojo, y me voy. He quedado en media hora con Susana en casa para hacerle la prueba, y no quiero llegar tarde.
—¿Estás segura de esto? —me pregunta Susana arrugando el entrecejo.
Estamos en su dormitorio con la puerta cerrada. Se ha sentado sobre la cama y yo estoy preparando la cámara con el trípode.
—Te van a salir arrugas en la frente —le digo. Su única contestación es un resoplido nada femenino que me hace reír—. ¿También haces eso cuando los fotógrafos te dicen lo mismo?
—A esos no les doy ni los buenos días; mucho menos les dedicaré uno de mis resoplidos desdeñosos. Son todos unos capullos.
—Qué sorpresa —ironizo—. Bueno, ¿estás preparada?
Asiente con la cabeza y empezamos. Antes hemos estado un buen rato hablando. Le he dado las indicaciones de lo que necesito que haga, con el guión delante. En el corto, la protagonista narra lo sucedido en un permanente primer plano que captará todas sus emociones; en el montaje intercalaremos tomas que serán flashbacks de lo que ella está narrando, pero la fuerza principal será su narración. Ha de conseguir emocionar al espectador, no solo con sus palabras, sino con sus gestos faciales. En quince minutos, ha de hacerlo reír, llorar y, sobre todo, ha de entrar en un estado de angustia galopante.
En el guión le he marcado qué partes ha de leer, y la emoción que ha de transmitir a cada momento.
—No, escucha —la interrumpo—: estás muy cabreada. Enfurecida. El hombre que amabas murió porque alguien hizo una gilipollez. Estás triste, sí, pero sobre todo estás furiosa. Demuéstrame qué tan furiosa estás.
Lo hace, y sin muchos problemas. Es absolutamente convincente. ¡Quién me lo iba a decir! Todavía resultará que la tía es buena actriz…
Terminamos, y saco la tarjeta SD de la cámara para meterla en el portátil para reproducir lo grabado y que se vea.
—No me lo puedo creer —me dice, asombrada—. ¡Si lo hago bien! —Se ríe, feliz, y da palmadas como si estuviera aplaudiendo. Después me abraza, entusiasmada—. Acabas de abrir una puerta que no sabía que existía.
—Esa soy yo, la portera oficial. El lunes hablaré con el resto del equipo y les enseñaré esta prueba, si sigues queriendo participar.
—¡Por supuesto que sí! Será emocionantísimo. ¡Yo, actriz! Verás cuando se lo diga a mis amigas, se van a morir de la envidia.
—Bueno, no te me emociones, es solo un corto.
—Ya, pero algunas de ellas están hartas de ir a cástings, hasta para azafatas para televisión. Y no se han comido una rosca. Y yo, sin pretenderlo, ¡acabo de protagonista de un corto! ¡Se van a morir!
—Eh, eh, que eso todavía no está decidido —la advierto.
—Ya me veo en Hollywood —suspira mirando al techo.
Está fatal, la pobre.
Tarde de reuniones. Primero, con el equipo de producción y casting. Les ha encantado la prueba de Susana, así que ya es oficial: ella será la protagonista. A ver si no me pillo los dedos.
Después he quedado con Ramón. Nos encontramos en un bar de la Rambla, porque así no tengo que andar pidiendo favores a nadie. Estoy planteándome seriamente comprarme algo con ruedas, una scooter o algo por el estilo, porque esto de no estar motorizada es un asco. Pensaba que siendo Esquelles un pueblo, no iba a hacerme falta. Qué inocente fui. Es un pueblo, pero puedes tardar tres horas para ir de una punta a otra de lo grande que es. Creo que hay capitales de provincia más pequeñas.
Nos sentamos y me pido una Coca Cola zero zero, ¡y tienen! Casi no me lo puedo creer. La cafeína no me hace ningún bien últimamente, y prefiero evitarla. Bastante me cuesta dormir entre una cosa y otra, como para hacérmelo más difícil.
Ramón sigue muy triste, y es natural. Lo noto en su voz, que le sale como cansada; y en sus ojos, que ya no tienen ese brillo que tenían cuando nos conocimos. Hay momentos en que parece ausente, y tengo que repetirle lo que he dicho porque no se ha enterado.
—Pero, ¿tú estás segura de querer hacer esto? —me pregunta, interrumpiéndome mientras le estoy explicando lo que quiero llevar a cabo.
—Por supuesto. No puedo permitir que ese cabrón se salga con la suya.
Estoy decidida, y tengo claro que si él rehusa ayudarme, lo haré yo sola.
—En eso estoy de acuerdo, pero espero que tengas claro que va a ser difícil y peligroso. Además, que no tenemos el convencimiento de que sea culpable.
—Lo es, Ramón —insisto—. Tú no viste su expresión cuando me dijo que Sonia estaba muerta.
—Daniela, los asesinos no suelen llevarlo escrito en la cara.
—Disfrutó dándome la noticia. Solo le faltó relamerse como un gato.
—Pero eso no implica que él lo hiciera. La policía parece tenerlo claro que fue el novio.
—No. —Lo cojo del brazo y aprieto. Sé por dónde van sus pensamientos, y no voy a permitirlo—. No vayas por ahí. No fue culpa tuya. Ni por asomo.
—Tampoco lo fue tuya —contraataca, y me deja muda.
—¿A qué viene eso?
—¿Es que no te has empeñado en desenmascarar a Nil porque te sientes culpable? —La pregunta es retórica, porque él parece tenerlo muy claro—. Crees que la mató para vengarse. Por no haber podido terminar lo que empezó contigo —parece que le cuesta pronunciar la palabra «violación»—, porque Sonia se dio cuenta de lo que te estaba haciendo. Y para vengarse de mí por haberle pateado los huevos.
—No sé por qué lo hizo, y me da igual. —Me siento incómoda con esta conversación, y no quiero seguir con ella—. Lo único que sé es que necesito desenmascararlo.
Ramón me mira con sus ojos azul cobalto que parecen que taladren el cerebro hasta descubrir todos mis secretos. No me gusta cuando me mira tan fijamente.
—Está bien —admito al final, a desgana—. Quizá sí me siento culpable, pero eso no cambia nada.
—No, no cambia nada. ¿Qué es lo que sugieres que hagamos?
Hablamos largo y tendido. Algunas de mis ideas le parecen factibles; otras, demasiado arriesgadas, así que las abandonamos. Por el momento.
El plan es sencillo: tenemos que asustarlo tanto, que acabe entregándose y confesando. Muy peliculero, como me dijo Ramón, pero será efectivo si lo hacemos bien. O quizá no. Puede que no sirva para nada y que nos explote en la cara. Pero no se me ocurre otra forma.
Si la policía me hubiese hecho caso, podrían haber seguido su pista. Un tío como él seguro que tira de tarjeta de crédito como quien se pone a tomar el sol, y habrá dejado un rastro de su paso por Valencia. Seguro. Pero nosotros no tenemos manera de averiguarlo. ¡Ojalá fuese como en las pelis, que todo el mundo tiene siempre un amigo entusiasta de los ordenadores, que es capaz de meterse en todos lados y encontrar información! Pero nosotros somos gente de la calle, que nos apañamos con el Google y a Dios gracias, y cuando nos hablan de cortafuegos, pensamos en bosques y no en ordenadores.
Aunque…
Si la inspectora Delgado se hubiese mostrado un poco más emocionada con mi información, podría ponerla al tanto de lo que planeo. Pero no me fío. Seguro que me corta las alas antes de empezar, y entonces la jodimos, Maripili.
No.
Ramón y yo estamos solos en esto.
Puta «bida».