5
HACÍA cuatro horas que Atticus se había ido e Ian seguía estando tan lejos de tomar una decisión como entonces. Estaba furioso con su hermano, con Olivia y consigo mismo. Con Atticus, por haberse atrevido a pedirle a ella que se casase con él, con Olivia por haber aceptado y con él por no haber hecho nada para impedirlo. Y no podía quitarse de la cabeza aquella absurda proposición. No podía hacerlo. No iba a hacerlo. No. No. Pero Atticus nunca le había pedido nada y siempre lo había ayudado, incluso esa vez. No se lo había echado en cara, ni le había dicho en ningún momento que se lo debía, pero así era. Ian tenía una gran deuda con él, y quizá había llegado el momento de pagársela. «Eso lo dices porque quieres hacerle el amor a Olivia y estás buscando una excusa que te justifique». Quizá. Probablemente. Seguro.
Paseó nervioso por delante de la chimenea y, de repente, se detuvo frente a las llamas. Se frotó la barba y, al darse cuenta, apartó las manos y las colocó en la repisa. Recordó el incidente que estuvo a punto de costarle la vida. Y recordó que sin Atticus, no sería el hombre que ahora era.
Ian tenía dieciocho años y Atticus veintiséis. En esa época, los dos vivían en la casa de Londres y, mientras su hermano mayor cumplía con sus obligaciones ducales, él estaba perdido, buscando su lugar dentro de la familia. Los Marlborough, a diferencia de muchos otros nobles, seguían poseyendo una gran fortuna, así que Ian podría pasarse el día entero, y todas las noches, jugando a las cartas, acostándose con mujeres o apostando a los caballos. Pero quería algo más. Y ese algo más apareció en la forma de Rufus Carroway.
Rufus Carroway era un embaucador, un timador que se aprovechó de su juventud y su impaciencia y, cuando arrestaron a Carroway, éste no tuvo ningún problema en delatar a Ian. Pero entonces, Atticus dijo que no, que el socio de Carroway en aquella operación era él y no su hermano pequeño. Quizá no lograra convencer a todo el mundo, pero nadie se atrevió a poner en duda la palabra del duque de Marlborough. Atticus pidió unos cuantos favores, él nunca consiguió averiguar cuáles, y Carroway subió a un barco para no volver jamás. Sí, su hermano le había salvado la vida, le había dado la oportunidad de tener un futuro.
Furioso de nuevo consigo mismo por atreverse a plantearse la posibilidad de aceptar su proposición cogió el abrigo y el sombrero y salió en dirección a Jackson’s, el club de caballeros que frecuentaba y donde solía encontrarse con Verlen.
—¿Qué diablos te pasa, Harlow? —le preguntó Bradshaw Verlen nada más verlo.
Ian vació de un trago la copa de whisky que le había servido uno de los camareros y se dejó caer en una butaca. Jackson’s tenía varias salas y Verlen y él eran los únicos que estaban sentados en aquélla. Ian respiró hondo y le contó a Verlen todo lo sucedido. Hacía poco tiempo que lo conocía, pero sabía que era un hombre honrado y valiente y estaba convencido de que llegarían a ser grandes amigos.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó el otro tras escuchar atento su relato.
—No lo sé.
Verlen se terminó la copa y se quedó pensativo e Ian creyó ver algo en sus ojos hasta entonces desconocido.
—Si yo tuviera la posibilidad de estar con la mujer que amo, aunque sólo fuera una noche, me aferraría a ella con uñas y dientes. —Enarcó una ceja y, sin palabras, le dijo a Ian que no se atreviera a decirle que no amaba a Olivia—. El destino juega malas pasadas, amigo mío, y quizá ésta sea la única oportunidad que tengas de estar con ella. Claro que también podrías decirle la verdad a tu hermano y confesarle a Olivia lo que sientes.
—Mi hermano quiere que su hijo tenga una madre —se defendió Ian—. Ahora no puedo decirle que no se case con Olivia. Además, ella ha aceptado.
Verlen lo fulminó con la mirada.
—Quizá tú hayas tenido mucho que ver en eso. Mira —se echó hacia atrás y se apoyó en el respaldo de la butaca—, sé que vosotros los ingleses creéis firmemente que es mejor no hablar de los sentimientos, pero deja que te diga una cosa. Ver cómo la mujer que amas se casa con otro, te destrozará el alma. Créeme.
—Atticus será un buen esposo y Olivia adora a Trenton. Y yo tengo que ir a Nueva York.
—Excusas. Ian, el amor es lo más maravilloso y lo más aterrador que puede sucederle a un hombre —dijo Verlen—. Si quieres renunciar a ello, adelante, pero no utilices el viaje a Nueva York como pretexto. Si no puedes ser sincero con los demás, al menos debes serlo contigo mismo, porque a mí me parece que vas a estar solo mucho tiempo.
—Si sabes tanto sobre el amor —dijo él a la defensiva; no le gustaba que Verlen fuera capaz de ver con tanta claridad lo que sucedía, ni tampoco le gustaba que se lo restregara por las narices de ese modo—, ¿por qué no existe una señora Verlen?
A Bradshaw le tembló la mandíbula y sonrió, una sonrisa lenta y triste.
—Existe y no quiere saber nada de mí. —Tras esa confesión tan inesperada, el hombre se puso en pie—. Y ahora, amigo mío, creo que iré a emborracharme. Regresaré a Nueva York la semana que viene. Tú, si quieres, puedes quedarte aquí y venir más adelante. Los negocios seguirán allí. Odio dar consejos, así que no te daré ninguno, pero piensa en lo que sentirás si nunca puedes estar con ella.
Cogió una botella de whisky y una copa y se dirigió al piso de arriba del club, donde había habitaciones para que los socios pudieran descansar un rato o, si así lo solicitaban, disfrutar de compañía femenina. Ian estaba seguro de que Bradshaw sólo tendría la compañía del alcohol y si no fuera porque ya tenía suficientes problemas, habría sentido curiosidad por conocer su historia.
Se quedó allí sentado, pensando en lo que le había dicho Verlen y en la conversación que había mantenido con Atticus hacía unas horas. Antes de irse, Atticus le había dicho que si él no aceptaba ayudarlo, buscaría otra solución. ¿Qué había querido decir con eso?, ¿que buscaría a otro hombre para que se acostase con Olivia? Ante tal posibilidad, se puso en pie de un salto y regresó a su casa sin perder ni un segundo. Eran las ocho de la mañana, no se había dado ni cuenta de que había pasado toda la noche fuera. «Mejor —pensó—, así seguro que Joseph ya está despierto».
—¡Joseph! —Llamó a gritos al mayordomo. No tenía ni un minuto que perder.
—¿Señor? —El hombre apareció por el pasillo y lo miró intrigado.
—Tráigame agua caliente, en seguida.
—Si me permite la pregunta, milord, ¿sucede algo?
—No, nada. Tráigame agua caliente y mis utensilios personales. Voy a afeitarme la barba.
Olivia había aceptado casarse con Atticus por dos motivos: el primero, porque quería a Trenton como si fuera su hijo y estaba convencida de que podía llegar a ser una buena madre para él. Y el segundo, porque después de lo que había sucedido con Ian había llegado a la conclusión de que el amor era una fantasía que sólo serviría para hacerla desgraciada, igual que le había sucedido a la tía Harriet. Lo mejor sería que se casase con un hombre como Atticus, que le haría compañía y con el que podría tener una gran amistad. Ella sabía que él nunca la amaría, y le parecía bien, lo prefería incluso. Atticus era de Alicia y, aunque su hermana había fallecido, por nada del mundo quería arrebatarle el amor de su esposo. Su matrimonio sería sólo una cuestión práctica y seguro que conseguiría convencerlo de que no tenían necesidad de consumarlo. Y aun en el caso de que tuvieran que hacerlo, seguro que lograrían que fuera del modo más práctico e impersonal posible.
Faltaba un día para la boda, Atticus se había encargado de organizarlo todo con el párroco y ella no había tenido que hacer nada. Ni siquiera se había encargado un vestido, no tenía sentido. La suya no sería una boda normal. Se pondría el vestido rosa palo que había llevado para la boda de su hermana y listo. Finalizada la ceremonia, regresarían a la mansión y almorzarían como de costumbre y no se irían de viaje de novios. Olivia tenía previsto ir de visita a la academia al cabo de una semana y regresaría cuando lo tuviera todo organizado.
En aquel momento, estaba en el salón, escribiendo en su cuaderno, cuando oyó un ruido procedente del pasillo. Había llegado alguien. Se puso en pie, fuera quien fuese, no quería que la viera tumbada en el suelo, delante de la chimenea, y se acercó a la puerta. El hombre que la abrió la dejó sin aliento.
—Ian —murmuró.
—He venido para la boda —dijo él serio.
—¿Y la barba? —Apretó los puños de las ganas que tenía de tocarle la mejilla. Estaba muy guapo sin ella, pero no pudo evitar lamentar que se la hubiera quitado.
—¿Ian? —Atticus apareció en el salón y evitó que su hermano le contestase a Olivia. En cuanto vio su rostro perfectamente afeitado, murmuró emocionado—: Gracias.
Esa noche, ninguno de los ocupantes de la mansión Marlborough consiguió dormir. Olivia estaba abrumada por las dudas: ¿Estaba cometiendo un error? ¿Qué opinaría su hermana de todo aquello? ¿Por qué la miraba Ian de ese modo? Parecía estar enfadado con ella cuando había sido él quien se había ido sin despedirse. «Y sin besarme».
En su cama, Ian no paraba de repetirse que iba a hacer aquello por Atticus, para saldar la deuda que tenía con él y para que Trenton tuviese una madre. «Y porque así sabrás lo que es estar con Olivia y quizá entonces puedas olvidarla». Sí, en su mente, había llegado a la conclusión de que lo único que impedía que la olvidase era que nunca la había besado. Si le hacía el amor, seguro que se solucionaría el problema y podría seguir con su vida tal como tenía previsto.
Por su parte, Atticus, tras superar un fuerte ataque de tos que le echó a perder otra camisa, rogó por enésima vez estar haciendo lo correcto. Si Ian y Olivia se querían de verdad, seguro que encontrarían el modo de estar juntos y, si no, al menos le daría a Trenton una madre.
Al día siguiente, a pesar de su enfermedad, fue el primero en estar listo y comprobó, algo asustado, que su hermano no estaba por ninguna parte. «Por fin ha reaccionado», pensó. Pero la alegría le duró poco, porque si bien Ian no aparecía por ningún lado, Olivia estaba en su dormitorio preparándose para la boda. Faltaba una hora para la ceremonia cuando apareció en su despacho con Trenton en brazos.
—Estamos listos —le dijo y los tres fueron juntos hasta la iglesia.
Era la misma iglesia donde habían enterrado a Alicia y, al pasar junto a los rosales, Olivia le pasó a Trenton a la señora Tacher, una de las pocas personas que iba a presenciar el enlace y cortó una rosa blanca que colocó en la solapa de Atticus.
—Gracias —respondió él, emocionado.
—De nada —dijo ella.
Entraron en la iglesia y ocuparon sus lugares frente al altar. El párroco estaba repasando las Escrituras y Olivia aprovechó para dirigirse a su futuro marido.
—¿Dónde está Ian?
—No lo sé —respondió Atticus—. Últimamente está muy raro, como si tuviera la cabeza en otro sitio —añadió, mirándola a los ojos. Olivia se sonrojó y él fingió no darse cuenta.
—¿Quieres esperarlo?
No hizo falta que Atticus respondiera, porque, en aquel instante, la puerta de madera de la pequeña iglesia crujió y apareció Ian. Tenía los ojos rojos y apretaba la mandíbula con tanta fuerza que su hermano pensó que tendría que recoger los dientes del suelo. Sin apartar la mirada de Olivia ni un segundo, se acercó al altar y se colocó junto a Atticus.
—Ian —lo saludó éste, mirándolo como solía hacerlo cuando lo reñía de pequeño.
—Atticus —respondió el otro sosteniéndole la mirada.
—¿Están listos? —preguntó el párroco, ajeno a lo que estaba sucediendo.
Atticus pasó la mirada de Ian a Olivia y viceversa. ¿Qué diablos les sucedía a aquellos dos para estar tan ciegos? Quizá lo mejor sería suspender la boda, pensó, pero entonces un rayo de sol se coló por la ventana de la iglesia y se posó en los pétalos de la rosa blanca que llevaba en la solapa. Él nunca había creído en esas cosas, pero en aquel instante tuvo la absoluta certeza de que Alicia quería que siguiera adelante.
—Estamos listos.