Capítulo VII
UNA CERCA ROTA
La mañana en el Rancho de los Olmos era un conjunto de increíbles maravillas. La Sierra de los Conquistadores, que se levantaba al final de las terrenos del rancho, tenía en sus vertientes un hermoso tinte azulado, mientes sus crestas quedaban suavemente panadas por los pálidos rayos del sol saliente. En los corrales aleteaban y corrían las aves, conejos y demás animales domésticos. Los caballos piafaban en sus establos. Una agradable frescura sustituía al sofocante calor del mediodía.
César Guzmán fue el primero en levantarse. Lo había sido siempre. Por muy pronto que quisieran despertar sus compañeros, siempre les aventajaba él.
A veces, Abriles y Silveira se habían preguntado si su compañero llegaría a dormir una sola hora diaria.
El español estaba asomado a una de las arqueadas ventanas del cuarto que, por deseo de los tres amigos, les había sido designado. Desde aquel punto abarcaba con la vista todas las dependencias del rancho, y aunque acostumbrado a semejantes espectáculos, no pudo dejar de maravillarse ante la prosperidad que se advertía en todo el rancho.
El orden reinante era absoluto, y los peones trabajaban con evidente afán, sin esa pereza característica en los trabajadores de casi todos los ranchos.
Volviendo hacia el interior del cuarto, Guzmán estuvo contemplando un momento a sus compañeros, que dormían en dos, de las tres amplias camas que ocupaban la habitación. Luego dirigióse hacia el lavabo de madera que con varias sillas y sillones completaba el mobiliario del aposento y procedió a lavarse con tal ruido, que sus dos compañeros despertaron sobresaltados empuñando sus revólveres y mirando interrogadores hacia el lugar de donde procedía el ruido. Al reconocer la causa de su sobresalta se echaron a reír y saltando de la cama empezaron a vestirse.
Media hora más tarde, los «Tres» descendían a la terraza, donde aguardaba ya una mesa servida con el desayuno.
—Don Julio y la señorita llegarán en seguida —anunció el viejo mayordomo, con un saludo—. Si desea empezar a almorzar…
Guzmán movió negativamente la cabeza.
—Aguardaremos —dijo.
No fue larga la espera. Apenas habían transcurrido seis minutos, cuando por un extremo de la terraza apareció Marisol, en tanto que por el patio llegaba, apresuradamente, el propietario del rancho.
Don Julio vestía traje de faena, pantalón de dril, guayabera de hilo, botas altas y un revólver al cinto, del que colgaban también unos guantes de fuerte piel.
María Sol vestía también traje de monte: falda de piel, adornada con incrustaciones de plata y tiritas de cuero, botas altas por encima de la rodilla, camisa de hilo crudo, una especie de chaleco de cuero, muy adornado con plata, sombrero mejicano, muy gracioso, y de su cinto pendían dos revólveres de pequeño calibre.
—Buenos días. —Saludó al llegar junto a los «Tres»—. ¿Han descansado bien?
—Perfectamente —contestaron los tres hombres—. Sus camas son una delicia.
Padre e hija sonrieron, yendo a sentarse en seguida ante el desayuno, que era tan abundante como una abundantísima comida.
Hacia el final del mismo, oyóse el galopar de un caballo, y un momento después un jinete entraba al galope en el patio del rancho, se detenía con magnífico corbetear del caballo, y saltaba a tierra con la agilidad de un chiquillo, a pesar de tratarse de un hombre de más que mediana edad.
Guzmán y sus amigos reconocieron en seguida la levita negra del jinete.
—Veo que el alcalde nos visita —comentó Abriles.
—Tal vez venga a proponer si queremos comprar sus terrenos —sugirió don Julio.
Una leve sonrisa aleteó por los labios de Guzmán.
Pero ya el alcalde subía ágilmente la escalera que conducía a la terraza, y unos segundos más tarde llegaba junto a la mesa. Todos se levantaron para recibirle.
—Buenos días, don Julio —saludó Hopkins—. Buenos días, señores —añadió, dirigiéndose a los demás—. No veo a nuestro antiguo sheriff.
—Está en sus tierras —explicó don Julio.
—Claro, claro —replicó, indiferente, el alcalde—. Bien, les ruego que sigan almorzando. Yo lo hice antes de salir de casa.
—Habíamos terminado ya —contestó don Julio—. ¿Qué le trae por mis tierras?
—Pues ante todo el deseo de saludarle, y luego el de pedirle un favor.
—Diga usted —invitó el ranchero, mientras los demás miraban con fría fijeza a Thomas Hopkins.
—Le supongo, don Julio, enterado del desagradable incidente de ayer.
—¿Se refiere a lo de Badenas o a lo del pobre Trinitario? —preguntó don Julio Benavente.
—A lo de Trinitario. Lamenté infinito la expeditiva justicia a que se le sometió, pero no pude evitarlo. Por falta Be mejor postor, sus tierras, que, como usted ya sabe, no valen muchos dólares, me fueron adjudicadas como compensación por el ganado que me robó Trinitario.
Notando un movimiento de protesta en el ranchero, Hopkins se apresuró a añadir:
—No quiero asegurar que fuese Trinitario quien me robase mis vacas, pero lo cierto es que fueron encontradas en sus tierras, y además se descubrieron numerosos cueros ya secos. En resumen, ahora soy propietario de las tierras de Trinitario, y esta mañana he enviado a ellas un centenar de reses enfermas y heridas para que se repongan sin ser molestadas por las demás. Tengo allí unos cuantos vaqueros, y estoy seguro de que nuestro trato, como vecinos, será ampliamente cordial.
—Así lo espero yo también, señor Hopkins —replicó don Julio.
—Me alegro de que abrigue usted esas favorables intenciones. Por ello me va a ser más fácil el solicitarle el favor que tanto me interesa.
—¿De qué se trata?
—Usted, don Julio, desvió un ramal de su acequia hasta las tierras de Trinitario, ¿no es cierto?
—Desde luego. ¿Por qué?
—Sin el agua que usted le regalaba, Trinitario no habría podido subsistir ni un mes; pero dicho caudal de agua fertilizaba sus tierras, y si no las hacía capaces para un número exorbitante de reses, permitía que las pocas que tenía Rodríguez estuvieran gordas y sanas.
Todos miraban fijamente al alcalde, quien prosiguió:
—Usted se encuentra en su perfecto derecho para cortar, en el momento que lo desee, ese caudal de agua. Si lo hace, las tierras de Trinitario no valdrán dos centavos. ¿Piensa usted hacerlo?
Don Julio meditó unos instantes.
—Pensaba hacerlo —replicó.
—Pero ¿lo hará?
Don Julio hizo un gesto vago.
—Estoy dispuesto a pagar la suma que usted me pida por el alquiler de ese ramal de su acequia —se apresuró a decir el alcalde—. En su rancho no falta agua. Al contrario, les sobra, pues tienen ustedes la mejor agua de todo el valle. Estoy dispuesto a pagarle hasta quinientos dólares anuales por el permiso para seguir utilizando la acequia. Pensaba ofrecerle menos y ver de sacar la concesión con las máximas ventajas para mí; pero lo cierto es que estoy dispuesto a pagar esos quinientos dólares, y prefiero hablarle noblemente.
Don Julio evidenció en su rostro la disposición en que estaba de acceder a la demanda de Hopkins. Guzmán sonrió. Se explicaba perfectamente que Hopkins hubiese llegado a alcalde.
Sacando un lápiz del bolsillo, escribió Guzmán en una de las servilletas, y sin que Hopkins pudiera verle:
«No ceda».
Iba a empujar la servilleta hacia don Julio, cuando, desde muy lejos, hacia las tierras que habían sido de Trinitario Rodríguez, se oyeron numerosas detonaciones, que el aire traía (hasta allí. Parecía como si se estuviera riñendo una batalla.
—¿Qué ocurre? —preguntó don Julio, incorporándose, al mismo tiempo que Hopkins y los demás—. Parece en sus tierras, alcalde.
—Sí —murmuró, incrédulamente, Hopkins—. Sí, parece que de allí vienen. Tal vez una pelea entre mis muchachos. Son nuevos, pues no he podido desprenderme de ninguno de los de mi rancho. Tal vez había alguna enemistad entre ellos y la están zanjando a tiros.
—Creo que se trata de algo bastante más grave —declaró Guzmán—. Vayamos hacia allí.
Todos corrieron al patio, y poco después montaban en sus caballos y, guiados por don Julio, emprendían el galope por las tierras del Rancho de los Olmos en dirección a los terrenos del alcalde.
Este galopaba junto a Marisol, y todo en su rostro demostraba inquietud y temor. Guzmán, que le observaba atentamente, no pudo notar ninguno de los indicios que buscaba.
A medida que iban cabalgando, el tiroteo se oía con mayor fuerza.
—¿Qué puede estar ocurriendo? —preguntó don Julio—. Dura desde hace más de diez minutos.
—No sé —replicó, también a gritos, el alcalde, esforzándose por hacerse oír por encima del tronar de los cascos de los caballos—. No me lo explico. Ya debieran haber muerto todos.
Otros cinco minutos transcurrieron antes de que llegasen a lo alto de una suave colina, desde la cual pudieron ver al fin la causa del tiroteo, que seguía sin decrecer en intensidad.
Don Julio lanzó un juramento.
—¿Qué están haciendo? —preguntó, furioso, volviéndose hacia Hopkins.
Éste se había detenido junto al propietario del rancho, y parecía tan asombrado como el propio don Julio.
—No comprendo —murmuró—. No me lo explico. ¡Pronto, corramos a impedir que siga la matanza!
Pero ya Guzmán y sus compañeros descendían al galope por la opuesta ladera de la colina, en dirección a la masa de bueyes y vacas que se agitaban al otro lado de la cerca de madera que separaba las propiedades del Rancho de los Olmos y las que fueron de Trinitario Rodríguez.
Sin duda, atraídos por la visión de los nuevos animales, o enfurecidos por su olor, los bueyes y vacas de don Julio habían echado abajo una parte de la cerca, y en aquel momento estaban dentro de las tierras de Hopkins, girando en alocado círculo, mientras unos veinte vaqueros disparaban sobre ellos, sin otra interrupción que la necesaria para recargar sus revólveres y rifles.
Y no tiraban a asustar, sino apuntando cuidadosamente, y derribando a casi cada disparo un buey o una vaca. Más de doscientos cadáveres sembraban ya el suelo.
—¡Alto! —ordenó Guzmán, deteniéndose junto a la brecha.
Nadie le oyó, y los vaqueros de Hopkins, entre los cuales el español reconoció a varios de los hombres de Niño MacCoy, siguieron disparando.
Guzmán apeló entonces a un sistema infalible. Levantando su revólver, apuntó a la cabeza del que parecía capataz de los vaqueros y disparó. La bala llevóse por los aires el amplio sombrero del jinete, que, sobresaltado, volvió la cabeza y al ver a Guzmán disparó rápido contra él.
Pero antes de que el percusor cayera sobre la cápsula, Guzmán había previsto ya la trayectoria que seguiría la bala e inclinóse vivamente a un lado, obligando a su caballo a desplazarse lateralmente.
—¡Quieto! —ordenó con potente voz Guzmán, al mismo tiempo que apuntaba al vaquero.
Éste quiso disparar de nuevo, pero al ir a hacerlo, vio llegar a Hopkins y bajó el arma.
—¿Qué significa esto? —rugió el alcalde.
El capataz se abrió paso hacia la cerca, y llevándose la mano al sombrero, en conciso saludo, explicó:
—Los bueyes de don Julio echaron abajo la cerca y se metieron en nuestras tierras. Luego atacaron a los animales enfermos y mataron a dos. Quisimos hacerlos marchar disparando al aire, pero se ve que tienen la sangre muy fuerte, pues en vez de huir nos atacaron, y no tuvimos más remedio que matar a algunos.
Hopkins parecía ciego de rabia y se desató en insultos contra sus hombres, que al reconocerle habían dejado de disparar y se iban acercando a la valla.
Los animales, que giraban enloquecidos, al dejar de oír las explosiones, parecieron recobrar algo la calma, y uno tras otro empezaron a regresar a las tierras de los Olmos. Entonces pudo verse la matanza realizada. Eran más de trescientas las reses que yacían inmóviles en las tierras de Hopkins.
—Don Julio: no sabe usted cuánto lamento este desagradable y desgraciado incidente. Ahora mismo despediré a mis hombres…
—-Déjese de comedias, Hopkins —intervino Guzmán—. Salga de aquí antes de que le meta un tiro entre ceja y ceja.
—¿Qué quiere usted decir? —rugió Hopkins, llevando la mano a la culata de uno de sus revólveres con cachas de nácar.
—No haga tonterías —le advirtió fríamente Guzmán—. Deje tranquilas las armas. Usted sólo es buen tirador a oscuras, y ahora nos encontramos en plena luz.
Había tal amenaza en los ojos del español, que el alcalde retiró, lentamente, la mano de la culata de su revólver.
—Márchese —siguió Guzmán—. No nos obligue a matarle como a un perro. Supongo que ésta es sólo una parte de la trama. Se ha dado demasiada prisa en ocupar las tierras de Trinitario. Las compró ayer noche, y a pesar de haber perdido tiempo en un desafío, pudo contratar veinte vaqueros, instalar aquí unas vaquillas, y echar abajo la cerca, atraer a los animales de don Julio por medio de algo que será descubierto, y luego, una vez tuvo esa hermosa manada dentro de sus tierras, echó manó a la Ley Ganadera, que dice que todo ganadero tiene perfecto derecho a matar toda res ajena que se encuentre en sus tierras. Ya sé que no hay testigos que puedan probar que usted es un canalla, señor alcalde. Pero le advierto que la justicia de los Tres no necesita de esos requisitos. Contra usted hemos ya dictado sentencia de muerte. Cuide su cabeza. Es usted el más rico de todos los propietarios de estas tierras. Pero no lo será por mucho tiempo. Anda detrás de las tierras del Rancho de los Olmos y corre el inminente riesgo de ser enterrado en ellas.
Hopkins había arrojado ya su máscara de cortesía y suavidad. Sus ojos chispeaban malignamente, y sin replicar palabra, pero mirando siempre con feroz odio a todos, cruzó la brecha y fue a reunirse con sus hombres, que seguían empuñando sus armas.
En las tierras del Rancho de los Olmos quedaron don Julio, su hija, Guzmán, Abriles y Silveira. Marisol y su padre tenían las manos sobre sus armas, pero sus compañeros permanecían indiferentes, con los brazos ligeramente caídos, aunque con la mirada fija en los vaqueros de Hopkins.
Si éste no dio la orden de disparar sobre sus enemigos, no fue porque temiese al dueño del rancho ni a su hija. Fue porque, a pesar de tener veinte hombres a su espalda, no se atrevió a hacer frente a aquellos tres que le observaban con fría sonrisa.
Queriendo conservar un resto de apariencia de honradez, el alcalde de San Julián del Valle gritó, dirigiéndose a don Julio:
—Se me ha tratado indignamente, pero no tardará en arrepentirse.
Antes de que don Julio pudiese replicar, llegó, de muy lejos, una descarga cerrada. Fue traída por el viento, y en seguida se apagó, sin que volviera a oírse ningún disparo más.
Todas las miradas se volvieron hacia el lugar de donde había procedido aquel siniestro son. El viento había cesado, y si el tiroteo tenía lugar a varios kilómetros de distancia, el que no se oyera nada no quería significar, forzosamente, que hubiese cesado. Podía continuar.
Un visible nerviosismo se apoderó de los vaqueros que acompañaban a Hopkins. Por su parte, don Julio estaba deseoso de ir a averiguar a qué obedecía aquel retumbar de armas de fuego.
Como en mutuo acuerdo, cada cuadrilla volvió grupas y partió en opuesta dirección. Los hombres de Hopkins, hacia el desfiladero que daba entrada a sus tierras; don Julio y sus compañeros, hacia el rancho.
Al cabo de algún rato llegaron al Rancho de los Olmos. En seguida pudo advertirse que ocurría algo anormal. Numerosos peones corrían nerviosamente de un lado a otro, gritando, gesticulando y moviéndose con innecesaria furia.
—¿Qué pasa? —preguntó don Julio, deteniendo a un mejicano que parecía saber algo.
—¡Los cuatreros, mi amo! —replicó el hombre—. Todos los caballos. Han matado a los guardianes…
—¡Habla claro! —chilló el dueño del rancho, saltando al suelo.
—¿Qué ha sucedido?
Haciendo un esfuerzo, el peón pareció coordinar algo mejor sus ideas, y explicó:
—Han atacado los prados donde tenía usted los caballos que iba a vender. Estábamos vigilando a las órdenes del capataz. Pero todos no llevábamos armas. Ellos, los cuatreros, eran muchos. Más de veinticinco. Llegaron con la cara tapada y empuñando muchas armas. Dispararon sobre nosotros. No sé los que murieron. Yo pude escapar a caballo y llegar aquí. No me ha seguido ninguno de mis compañeros. Creo que los habrán muerto a todos.
Don Julio vaciló como si hubiese recibido un golpe en el pecho. Con la mano derecha buscó apoyo en su caballo. Entornó los ojos y se pasó una mano sobre los párpados. Luego, respirando hondo, levantó la cabeza y con voz extrañamente serena preguntó:
—¿Conociste a alguien?
El peón movió negativamente la cabeza.
—No, mi amo. Iban con la cara tapada. No tuve tiempo de fijarme en ellos. Tuve miedo…
—Claro, claro. Es natural. No importa. Ahora, iremos hacia allí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Guzmán, cuando don Julio hubo montado de nuevo en su caballo.
El ranchero tardó algunos instantes en poder contestar.
—Creo que me han arruinado —musitó—. Todo mi dinero lo había estado empleando en el cuidado de esos caballos. Eran para el Ejército. Lo mejor de estas tierras. Cruces entre pura sangre árabe y mustangs del país. Rapidez y resistencia. Siete años llevaba mejorando la raza. Tenía ya cinco mil cabezas. Si han atacado el prado y han matado a mis hombres, habrá sido para robarme esos animales. Se iban a vender a quinientos dólares cada uno. No había ahorrado nada en ellos. Era mi principal negocio.
—Aún podernos recuperarlos. Tal vez no hayan tenido tiempo de llevarse todo el ganado.
—Les ha sobrado tiempo —murmuró don Julio, en respuesta a las palabras de Guzmán—. Pero, de todas formas, debemos ir hacia allí. Son las tierras que bordean el rancho de Cáceres.
Los cinco jinetes reanudaron la marcha, cruzando las tierras cultivadas y saliendo, al cabo de un cuarto de hora, a la verde pradera que, siguiendo los desniveles del terreno, extendíase hasta donde la vista alcanzaba.
El peón que había llevado al rancho la trágica noticia, había cabalgado como sólo se cabalga cuando la muerte puede seguir de cerca. Además, su caballo estaba fresco. En cambio, las monturas de Guzmán y los otros estaban casi, agotadas. Por ello emplearon casi una hora en llegar a un amplísimo prado rodeado por una cerca de madera bastante alta.
—Ninguno —murmuró don Julio, recorriendo con la vista la pradera—. ¡Se los han llevado todos!
—¡Mira, papá! —exclamó, de pronto, Marisol, señalando hacia un bulto tendido en el suelo.
En el mismo instante pudieron ver los otros a varios bultos semejantes. No hacía falta preguntar qué eran, pues lo decían bien claro los buitres que volaban sobre el prado.
—¡Pobres! —gimió el estanciero—. ¡Pobres!
Se acercaron al primer cadáver. No se veía ningún arma cerca. Aquel hombre había sido asesinado fríamente, despiadadamente.
Algunos de los otros cadáveres aún empuñaban alguna pistola que no les sirvió para salvar la vida, aunque sí tal vez para venderla cara.
Pero si los cuatreros habían tenido bajas, debieron de llevárselas, pues fuera de los dieciséis vaqueros que, junto con el que había podido huir, guardaban la manada, no se veían más muertos.
—¿Todos? —preguntó César Guzmán, con un acento que hizo estremecer a Marisol.
—Todos muertos —replicó don Julio, sobre quien, de pronto, parecían haber caído veinte años.
—¿Dónde están las tierras de Cáceres? —preguntó el español.
—Allí —replicó don Julio, señalando con un vago ademán hacia el fondo del prado.
—Vamos —indicó Guzmán, picando espuelas.
Sus dos compañeros le siguieron, y, tras breve vacilación, Marisol hizo lo mismo. En pocos minutos llegaron hacia la línea divisoria entre ambas tierras. A poca distancia se veía una casa de ladrillo, sin duda la vivienda del antiguo sheriff. No había puerta, y era imposible saltar la alta cerca con los caballos. Guzmán y sus amigos saltaron al suelo y encaramáronse por los fuertes barrotes, pasando al otro lado, en tanto que María Sol escurría su enjuto cuerpo por entre dos de los travesaños. Una vez al otro lado, todos corrieron hacia la casa. Los «Tres» empuñaban sus revólveres cuando cruzaron el umbral de la vivienda. Ésta se encontraba vacía, aunque con evidentes señales de haber sido ocupada poco antes, ya que en el hogar todavía calentaban los rescoldos.
—No está—-murmuró Marisol. —¿Le habrá ocurrido algo?
Ni Guzmán ni sus amigos replicaron. La mirada del español estaba fija en el cinturón con los dos revólveres de Cáceres, que colgaba del respaldo de una silla, contra la cual se encontraba también, apoyado, un Winchester. Volviendo a salir de la casa, los tres amigos dirigiéronse hacia la parte trasera de la misma, y de pronto se detuvieron, mientras Marisol, que había llegado al mismo tiempo que ellos, lanzaba un grito de horror y se precipitaba al suelo, junto al inmóvil y pálido cuerpo de José María de Cáceres, que yacía de espaldas, con los brazo en cruz y el rostro bañado, en parte, por la sangre que había ido brotando de su cabeza.
—¡Le han matado! —sollozó la muchacha.
Guzmán se arrodilló junto al joven, y le buscó el pulso. Al fin, moviendo negativamente la cabeza, dijo:
—No, todavía no. Pero hay que trasladarle dentro en seguida. Necesita cuidados.
Marisol hizo intención de abrazarse al herido, pero Guzmán se lo impidió.
—No, señorita, no lo haga —aconsejó—. Podría resultar fatal. La herida es grave.
Entre todos trasladaron al herido dentro de su casa, y Guzmán procedió a examinar atentamente la cabeza, allí donde una bala había abierto amplio surco.
—No es grave —dijo, al fin—. La bala ha resbalado entre la piel y el hueso. Este muchacho tiene la cabeza muy dura, por fortuna para él. Creo que no se corre ningún riesgo trasladándole al rancho. Aquí no se le podría cuidar debidamente.
Mientras Guzmán procedía a lavar la herida, Abriles y Silveira hacían unas toscas parihuelas para llevar al joven.
—Su yegua, señorita Benavente, es más rápida que nuestros caballos —dijo Guzmán—. Monte en ella y corra al rancho a pedir socorro. Que vengan unos cuantos peones para llevar a Cáceres hasta allí. Nosotros tenemos mucho que hacer.
Marisol vaciló un momento, pero en seguida tomó una decisión y, saliendo de la cabaña, corrió a la cerca, la cruzó, saltó sobre su yegua y sin poner siquiera los pies en los estribos se alejó como un huracán en dirección al Rancho de los Olmos.