Capítulo IX

SECUESTRO

Extrañados por no encontrar a ninguno de los peones, ni ver señal alguna de Marisol, Guzmán, Abriles y don Julio siguieron en dirección al rancho, conduciendo las angarillas donde reposaba Cáceres.

—Es raro que no llegue ninguno de los peones —comentó don Julio—. Ya debieran estar aquí.

Abriles y Guzmán no replicaron natía, pero ambos sentían el mismo temor. Algo debía de haberle ocurrido a Marisol. De pronto, don Julio, que en aquel momento conducía de la brida los tres caballos, exclamó:

—¡Allí está la yegua!

Y señaló hacia un árbol, al que se veía atada la inconfundible yegua de María Sol.

El estanciero corrió apresuradamente hacia el sitio, y Guzmán y Abriles aceleraron el paso, aunque procurando no someter al herido a dolorosas sacudidas.

Cuando llegaron vieron que don Julio sufría el tercer o acaso más terrible golpe de aquel día.

—¿Qué ocurre? —preguntó Abriles Por toda respuesta, el ranchero le tendió un papel, diciendo:

—Estaba prendido en la silla de montar de la yegua.

El mejicano tomó la nota y leyó:

«Por si se le ocurre la mala idea de hacernos seguir, piense que el primer disparo que se haga será contra el cuerpo de su hija. ¡Cuidado!».

No llevaba firma, pero resultaba fácil comprender que la nota procedía de los cuatreros.

—¡La han secuestrado! —sollozó el estanciero.

—Anímese, don Julio —dijo Guzmán—. Ayúdeme a llevar a casa a Cáceres, mientras Abriles ve de encontrar alguna huella que nos dé algún indicio.

Guzmán tuvo que repetir estas palabras, antes de que el estanciero le comprendiera. Por fin cogió el extremo de las angarillas, y mientras Abriles partía al galope, dirigióse lentamente hacia el rancho. Silenciosas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Cerca del rancho encontraron a varios peones, ocupados en arreglar una valla, y a una orden de Guzmán acudieron a hacerse cargo de la camilla.

Cuando iban a entrar en el patio, Guzmán, avisado por algún secreto instinto, levantó la cabeza en el preciso instante en que se abría una ventana y un brazo lanzaba al espacio una paloma mensajera. En seguida volvió a cerrarse la ventana, pero no tan de prisa que Guzmán dejara de notar un detalle inconfundible.

—Don Julio —dijo el español—. Reúna a todos sus criados. Necesito dar con el culpable de mucho de lo que ha ocurrido aquí.

El estanciero dio una débil orden, y un rato más tarde toda la servidumbre del rancho se alineaba en el patio.

César Guzmán dejó vagar su mirada sobre los criados.

—Uno de vosotros —dijo, mirando desde los cocineros indios al mayordomo es culpable de traición a su dueño. Alguien ha estado enviando mensajes desde aquí a los enemigos de don Julio. Estas traiciones se pagan con la muerte; pero yo os aseguro que el castigo que impondré al culpable no será el de muerte si confiesa su culpa y me dice a quién enviaba los mensajes por medio de palomas mensajeras.

En el rostro de cada uno de los criados se pintó el mayor de los espantos; pero ninguno pronunció una sola palabra.

—¿No quiere hablar el culpable? —preguntó Guzmán, con duro acento.

Nadie contestó, pero todas las miradas estaban fijas en él.

—Está bien —siguió el español—. Empezaré por el mayordomo. Y si encuentro lo que busco, ¡ay del culpable!

Impasible, el mayordomo dejóse someter al registro a que le sometió Guzmán. Pasaron varios minutos, y ya parecía que el español iba a dejar al viejo criado, cuando de súbito, lanzando un grito de ira, Guzmán agarró del cuello al mayordomo y zarandeándolo le gritó:

—Conque eras tú, ¿eh? Tú eras quien avisaba a los bandidos los movimientos nuestros y de los peones. ¡Tú eres el culpable de la muerte de tus compañeros!

—¡Señor! —suplicó el viejo—. Me hacéis daño. Yo no sé nada…

—No sabes nada, ¿eh? Entonces, ¿qué significan estos granos de maíz que tenías en el bolsillo?

—No sé… tal vez los cogí… del suelo.

—Sí, los cogiste del suelo, pero, ¿sabes para qué? ¿Quieres que te diga para qué los cogiste? Pues para darlos a las palomas mensajeras que tienes escondidas y que te servían para avisar a los bandidos de que nosotros nos dirigíamos hacia el pueblo y que podían tendernos la trampa del Desfiladero del Fraile, o para anunciar que habíamos partido hacia las tierras de Trinitario y que, por consiguiente, no había riesgo en robar los caballos.

—¡No! ¡No! —gritó el mayordomo—. ¡Yo no sé nada! ¡Es una trampa!

—Sí, es una trampa en la que estás metido hasta el cuello —rugió Guzmán—. ¿Sabes lo que merece un coyote traidor como tú? ¿Sabes qué muerte te espera?

—¡Por Dios, señor! —suplicó el viejo, cayendo de rodillas—… Soy inocente…

—¡A ver, don Julio, que pasen una cuerda bien fuerte por la rama de aquel roble, y que abran una tumba! —ordenó Guzmán.

Antes de que don Julio pudiese dar su conformidad, dos de los criados corrieron hacia un cobertizo, regresando con una fuerte cuerda de cáñamo y dos picos y dos palas.

El mayordomo lanzó un chillido de miedo y, agarrándose a las manos de Guzmán, gritó:

—¡Lo diré todo, señor, lo diré todo!

Incorporándose hasta alcanzar con sus labios el oído de Guzmán, habló en voz baja durante varios segundos. Cuando hubo terminado, quedó jadeante, sudoroso, abatido.

—Eres un solemne embustero —escupió Guzmán—. ¡Lleváoslo y ahorcadle! —ordenó a continuación, dirigiéndose a los criados que habían traído la cuerda y los picos.

—¡Es verdad! —chilló el viejo, arrastrándose por el suelo—. ¡Es verdad! ¡Es él! Él nos ha dirigido a todos. ¡A Hopkins, a Molero, a Niño MacCoy!

—Está bien —replicó Guzmán—. Quería ver si me decías verdad. Ahora don Julio decidirá lo que ha de ser de ti.

—Que se marche —murmuró el ranchero—. No le quiero hacer ningún daño.

El infiel mayordomo no se hizo repetir dos veces la orden. Sin recoger nada de lo que guardaba dentro de la casa, echó a correr hacia la salida del rancho.

César Guzmán quedó un momento pensativo, luego llevó su caballo a la cuadra, lo limpió cuidadosamente, le dio un buen pienso, y a las siete de la tarde montó, en silencio, después de asegurarse de que tenía los revólveres bien cargados, y salió al trole corto, en dirección al camino que conducía a San Julián del Valle.

Sin acelerar ni un momento la marcha, César Guzmán siguió hacia el pueblo, y al entrar en él, notó un gran revuelo.

—¿Qué ocurre? —preguntó a uno que pasaba corriendo.

El hombre se detuvo y al reconocer a Guzmán contestó:

—Su amigo ha matado al alcalde. Un tiro en la frente. Y eso que estaban a oscuras.

—¿Alguien más? —preguntó el español.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, sorprendido, el transeúnte.

—¿No ha matado a nadie más?

—No, todavía no; pero dicen que el sheriff le busca. —El hombre sonrió burlón, y añadió—: Tendremos que buscarnos otro sheriff.

Guzmán saludó con un movimiento de cabeza y siguió adelante, en dirección al sitio en que suponía debía de hallarse su compañero.

Le faltaba un centenar de metros para llegar a la taberna del Sol Poniente, cuando, de pronto, varias detonaciones resonaron en la noche. A estos disparos siguieron otros varios, y una bala silbó cerca de Guzmán.

Éste saltó al suelo, y, desenfundando uno de sus 45, avanzó pegado a la pared, hacia la taberna, ante la cual, Silveira era atacado por fuerzas muy superiores.

De pronto cesó el tiroteo, y dos o tres hombres pasaron, huyendo, ante el español; eran los últimos pistoleros de Molero, que abandonaban el combate.

Sonó un disparo suelto, y un sombrero de copa rodó por el suelo. Hasta Guzmán, que avanzaba protegido por la oscuridad, llegó un rumor de voces, luego unos gritos, otros distaros, y la inconfundible figura de Molero rodó por la polvorienta carretera.

Guzmán siguió avanzando. Silveira habíase inclinado sobre el sheriff y dejaba sobre él la marca de los «Tres».

Guzmán iba a guardar su revólver, creyendo ya terminada la lucha, cuando, de pronto, vio claramente, saliendo de un portal, una sombra que apuntaba un largo revólver a la espalda de su compañero.

Sin tiempo para prevenir a Silveira, y sin tener en cuenta que le separaban más de cincuenta metros de aquel nuevo enemigo, Guzmán levantó su 45 y en rápida sucesión, casi simultáneos, hizo dos disparos.

Silveira se incorporó de un salto y fue a buscar refugio en un portal, a la vez que a su espalda se desplomaba con fuerte choque un cuerpo humano.

—¡Soy yo, Silveira! —anunció Guzmán—. No ocurre nada.

—¿Tenía un mosquito a mi espalda?

—Así parece —sonrió el español.

Al oír voces y risas, el valor volvió a los que estaban dentro de la taberna, que salieron provistos de nuevas lámparas, con las que alumbraron toda la calle.

—¡Nos han dejado sin sheriff! —gritó alguien—. ¡Vaya tiro!

—Pues el señor juez no parece en muy buen estado —dijo otro.

—¡Dios! —gritó un tercero, que se había detenido junto al hombre sobre quien había disparado Guzmán, que acababa de dejar sobre su cuerpo una tarjeta de cartulina inglesa, con el nombre de CÉSAR GUZMÁN, finamente trazado—. ¡Fijaos quién es!

Todos corrieron hacia el segundo cuerpo, y lanzaron un grito unánime de incredulidad.

¡Porque el hombre que, a punto de matar a Silveira, había sido derribado por Guzmán, era el mismo cuyo nombre pronunciara el mayordomo de don Julio Benavente! ¡Era Martín Samuels, representante del Estado de California en el Condado de San Onofre!

Y en su frente, tan juntas que casi formaban una sola, veíanse dos negras circunferencias abiertas por dos balas de grueso calibre. ¡Eran las marcas de los «Tres»!