Capítulo 14

Cuando acabéis de leer esta carta, sé que quedaréis sorprendida. Pero os ruego que no temáis sino que me invoquéis sólo en vuestros rezos. Se trata de un sueño. De una pesadilla que tuve anoche y que hoy quiero relataros.

»Apenas había aclarado. Con la guardia me dirigía hacia un campo plano. Dos mil soldados imperiales me aguardaban, los estandartes de las más nobles casas españolas ondeando al viento. De pronto, uno de mis hombres, con el mayor de los respetos, me ordenó que me quedara en la retaguardia. A mí, vuestro hermano Carlos, el emperador, el amante de las batallas.

»Sin embargo, obedecí.

»Desde mi posición protegida escuchaba el chocar de lanzas con estribos, armaduras con yelmos y balas de hierro con cañones, mientras los soldados aguardaban la orden de ataque.

»Aquellos fastuosos caballeros esperaban enfrentarse a la muerte con la solemnidad y la valentía dibujada en sus rostros, mientras yo, sencillamente, los observaba.

»Las trompetas sonaron y la ansiada voz se escuchó al fin:

»—¡Santa María y Carlos!

»—¡Santiago y libertad! —se oyó en la lontananza.

»El enemigo avanzó, lentamente al principio, a galope después. La lluvia caía con fuerza, pero a pesar de que algunos caballos se hundían en el barro haciendo caer a sus jinetes, los demás no se intimidaban y seguían adelante.

»Y así hasta que, viéndose perdidos, comenzaron a desertar.

»Con el barro hasta las rodillas su huida se hacía lenta mientras caían como hormigas pisoteadas. Los soldados adversarios se arrancaban sus divisas y se ponían las blancas de los imperiales.

»Un frailecillo de los nuestros gritaba:

»—¡Matad a esos malvados, destrozad a esos impíos y disolutos! ¡No haya perdón eterno ni descanso! ¡Bien gozará en el cielo el que destruya esa raza maldita! ¡No reparéis en herir de frente o por la espalda a los perturbadores del sosiego!

»Al poco tiempo todo se calmó; el campo, sembrado de cadáveres y moribundos, iba siendo despejado por mis huestes.

»Los muertos quedaban en carnes.

»De repente me encontré ocupando el sitial de honor frente a un cadalso.

»Tres hombres aparecieron.

»Iban en camisa. La longitud de las cadenas de sus grillos no llegaban a un palmo; sus pasos eran torpes y tropezados.

»El pregonero habló:

»—Ésta es la justicia que manda Su Majestad. El gobernador, en su nombre, ordenó degollarlos por traidores.

»De pronto, uno de aquellos tres condenados gritó altivo:

»—Mientes tú y quien te lo mandó decir. Pues somos más celosos del bien público y defensores de la libertad del reino que traidores.

»Otro de ellos se adelantó y dijo:

»—Degüéllame a mí primero. Para no ver la muerte del mejor caballero que queda en Castilla.

»El verdugo no lo dudó.

»No pasó ni un instante y el segundo se arrodilló. Pero de pronto se incorporó y miró hacia donde estábamos, como si buscara a alguien.

»Su mirada rastreadora se detuvo en vos. Pues ahí estabais vos, compañera en los momentos difíciles.

»—Señora, tomad esto. Os ruego que se lo entreguéis a mi esposa —os dijo.

»Se quitó un relicario que de su cuello pendía y os lo entregó.

»Tras lo cual le fue cortada el habla y la vida».

Cuando acabé de leer la carta sentí escalofríos.

Días antes, después de la batalla que había acabado con la insurrección, pasando por la plaza del mercado, había visto tres cabezas putrefactas clavadas en escarpias.

Eran las de Maldonado, Padilla y Bravo, los tres hombres que habían organizado la revuelta.