Capítulo 27
Mi destino al fin esclarecido, aquel temor que sentí la vez que me desposaron con el de Portugal no me afligió. Sabía a lo que me enfrentaba y ni la más leve incertidumbre asomó en mi semblante.
Ejercer como una simple dama de la emperatriz ya no me llenaba en absoluto. Y casi no me importó partir como lo hacen las reses al matadero.
Mientras mi comitiva se alejaba, numerosos pensamientos y recuerdos se agolpaban en mi mente.
Estaba segura de ser innecesaria en Castilla.
Isabel sabía cómo gobernar y allí se encontraba gracias a mí.
Carlos ya tenía heredero. Defensor de sus convicciones, podía jugar su papel solo y sin necesidad de apoyo o directriz. Aquella inseguridad y miedo a la toma de resoluciones que tantos años le asustaron, había sido definitivamente superada.
Al pasar por Tordesillas quise despedirme de mi madre. Igual que las veces anteriores, sentí como si el tiempo no hubiese transcurrido en aquella estancia.
Ni siquiera la ausencia de Catalina, casada con mi antiguo hijastro, el nuevo rey de Portugal, parecía haber perturbado a mi madre en demasía.
Junto a ella me quedé toda una tarde hasta el crepúsculo para reemprender la marcha a la mañana siguiente.
Por el camino, unos miembros del séquito se pusieron a comentar en voz alta las aventuras amorosas de Francisco, incluidas las enfermedades que de ellas derivaban.
Pero aquello no me afectó. Ya sabía cómo era, y no pretendía que el rey me guardara la misma fidelidad que Carlos guardaba a Isabel. Nuestro desposorio no se había hecho por amor sino por servir al emperador. Por ello Francisco era libre de galanteos; lo único que le pediría sería el respeto debido a mi persona.
A la distancia, como mujer, no podía dejar de sentir admiración por mi hermano en cuanto marido. A pesar de sus contradicciones y momentáneas frialdades, que yo sepa nunca había tenido ningún tipo de desliz amoroso desde que se casara.
Nos encontrábamos a diez leguas de nuestro destino fronterizo, cuando los soldados tuvieron que desprenderse de sus armas. La desconfianza entre las dos partes era tanta que acordaron hacer lo mismo los franceses y así avanzamos hacia el río.
Dos gabarras exactas aguardaban en cada orilla. La de Hendaya portaba el dinero y la de Fuenterrabía nuestros cansados cuerpos.
Alzándome el sayo subí pausadamente, como si quisiere parar el tiempo.
Bogando al compás y con el mismo número de remeros que la barca cargada de ducados, nos dirigíamos hacia el portón que en medio del río había y donde se haría el canje. Los hijos de Francisco por las cuantiosas monedas.
Al volver mi mirada hacia atrás, vi al representante del emperador. Apostado en un asiento a la orilla seguía la operación con atención para que no se produjera ningún inconveniente. Sería el último caballero castellano que vería en mucho tiempo.
Me sentí triste y vacía.
No se pagaba por mí precio alguno, pero el canje me incluía.
Al pasar el portón de Hendaya salvas y trompetas comenzaron a sonar dándonos la bienvenida.
Una vez en tierras francesas partimos hacia Burdeos, donde Francisco me esperaba.
Poco después de nuestra llegada a París recibí una breve nota de mi hermano.
Estaba fechada en Bolonia.
«Estimada Leonor, sé de vuestra partida y orgulloso estoy de vuestro desvelo. Mirad por lo positivo y eludid lo que más pueda alterar vuestro ánimo, porque nadie osará haceros mal alguno ahora que estoy en la cumbre, al haber sido coronado emperador por el mismísimo Papa.
»El recibimiento fue fastuoso, a pesar de que todos me esperaban con recelo. Aguardaban al hombre soberbio y cruel que mandó asolar sus tierras. ¿Cómo demostrarles que no soy así? ¡Me gustaría que estuvierais aquí para decirles como realmente soy!
»Pero Dios me ayuda. Es la primera vez en mi vida que el acceder y restituir me serena, sin codicia y temor a mirar lo perdido».
Me alegré en mi corazón e imaginé que, después de haber besado humildemente el pie del mismo pontífice que mantuvo encarcelado, subido al trono desde lo más alto, debió de sentirse «como un Dios» lleno de fuerza para luchar a favor de la «Europa cristiana», que quedaba unida bajo su cetro.
Estoy segura de que su fuerte idealismo debió de hacerle creer, por unos instantes, que mi esposo, la herejía luterana y el infiel habían de ceder subyugados por la nobleza espiritual de su gran empresa.