Capítulo 19

En las callejas que conducían al palacio había una enorme actividad. Damas alcarreñas colgaban en sus balcones gualdrapas y banderines con las armas ducales para recibir a los caballeros.

Los más humildes engalanaban sus casas con colgaduras y desempolvaban los más ricos paños según su condición.

Maestresalas y mayordomos trajinaban y lo ordenaban todo sin omitir detalle. Practicaban sus oficios desde pajes a azafatas. Los danzarines ensayaban en el patio al igual que los trompeteros. Estos últimos amenizaban con su música el costoso trabajo de los demás.

El servicio bruñía con empeño el oro y la plata, y de las nogaleñas arcas se sacaban soberbios tapices para decorar las galerías y estancias en el palacio.

Al fondo y bajo palio salió el duque, que intentó levantarse. No pudo y dos de los que supervisaban esa labor le ayudaron.

Los nobles Mendoza gobernaban y dominaban tierras en todo el Imperio. Unos, después de navegar hacia tierras desconocidas, fundaban ciudades en las Indias. Otros, cuidaban con sus huestes las italianas, y otros lo hacían en estos mismos estados.

En ese momento me encontraba ante el cabeza de todos ellos. Consciente era de que muy a nuestro pesar los necesitábamos. Éstos lo sabían aunque nos aceptasen y jurasen como súbditos.

Al estar frente al duque, pedí asiento, ordenándole que me imitara. La gota le producía fuertes dolores y en ocasiones le mostraba destemplado y agrio. Esa enfermedad no era desconocida para mí. La tuve que tratar en algunos miembros de nuestra familia, incluido Carlos, durante la mayor parte de mi vida. Aquello hizo al jefe de los Mendoza un poco más humano a mis ojos.

El emperador llegaría poco después, acompañado de los infantes de Guadalajara, que regresaban junto a sus familias después de la gran victoria. La curiosidad, el alborozo y el entusiasmo ardían en el ánimo de todos.

El duque no pudo salir a recibir al cortejo a causa de su estado. Pero cuidando el protocolo debido al acto mandó a su hijo mayor, conde de Saldaña, a cumplir con aquella importante empresa.

Podría haber ido con él pero opté por esperar junto al anciano, que con los pies vendados aguardaba la llegada de la comitiva.

Vestidos con las mejores galas y en silencio esperábamos, como muñecos inanimados, la aparición de Carlos. Mujeres y niños en realidad soñaban con ver a sus maridos, padres y hermanos guerreros regresar con vida.

El duque, aunque fuese agosto, portaba un vestido de terciopelo bordado en oro y plata y por debajo del collar del Toisón un gabán corto forrado de martas.

Cuando era niña, una de mis ayas me explicó que la edad enfría el cuerpo de nuestros mayores. Porque la muerte se regodea con una lenta tortura que congela nuestros cuerpos poco a poco, hasta que éstos un día se enfrían para no calentarse jamás. Aquellas palabras me marcaron y algo de cierto habría en ellas, pues al viejo duque el calor no le afectaba.

Los cañones a las afueras atronaban con sus salvas. Las trompetas y atabales comenzaron a sonar y las campanas de varias iglesias tañían sin cesar tocando a gloria.

El patio del palacio estaba atestado de gente. Las galerías superiores se encontraban repletas y aquello me indujo a pensar que las caprichosas columnas en espiral quizá no pudiesen sostener el peso.

Todo andaba abigarrado y la muchedumbre junto a los muros sólo respetaba la mullida alfombra que guiaría al emperador hasta donde estábamos.

La comitiva apareció y subió las escaleras. Vítores de bienvenida, dirigidos a sus hombres, ausentes desde hacía muchos meses, acallaban, gracias al Señor, los pocos abucheos.

Al frente don Íñigo, hijo del duque, acompañaba a mi hermano.

Quedé impresionada al verlo.

Era como si la victoria de Pavía hubiera no sólo acrecentado su poderío sino operado en él una transformación física desde que lo dejé. Nunca a mis ojos había sido guapo, pero en ese momento lo encontré seductor.

Pensé que Isabel jamás me agradecería lo suficiente el favor que le estaba haciendo.

Mi hermano se acercó y saludó sin descubrirse.

El duque intentó corresponder al saludo, pero sus deformados huesos se lo impidieron.

Un paje hubo de destocarlo.

El pantagruélico banquete comenzó y el baile que le siguió se dio en jardines iluminados y decorados a la veneciana. El perfume de sus flores y el calor de aquella noche embriagó a muchos y la rectitud del comportamiento empezó a doblegarse.

Carlos, después de flirtear con muchas de las melindrosas damas que había por allí, se me acercó.

Mis ideas estaban claras, pero mi labor de celestina no debía de pasar tan inadvertida; porque él acababa de descubrirme observándolo detenidamente a pesar de que disimulé mi proceder.

—Vuestra compañía me honra más que ninguna otra dama en este palacio —sonrió.

—No seáis tan embaucador y decidme la verdad. ¿Qué os parecen estas damas?

Me contestó de inmediato.

—Las preferiría más desenvueltas, pero es lo que hay. En cambio, vos no habéis acabado de ver a todos los presentes.

Una mano se posó en mi hombro.

—¿Me concedéis el siguiente baile?

¡No podía ser! El dueño de aquella voz estaba lejos. Quedé petrificada mirando al frente.

Cuando conseguí reaccionar y me di la vuelta mi corazón se aceleró y no pude evitar abrazar a Enrique de Nassau, pues de él se trataba.

—Dado que os veo muy alegre con esta nueva compañía, me voy en pos de otra hermosa dama —dijo Carlos.

Acaricié el rostro de Enrique, olvidando dónde nos hallábamos. Supongo que mi amor por él resurgió. Nassau, con gran delicadeza, apartó mi mano de su cara y habló en susurros empujándome hacia la realidad.

—Comportaos, os lo ruego; mi esposa no ha de encontrarse lejos y sois uno de sus puntos de mira.

Di un paso atrás.

—¿Vuestra esposa? —pregunté sorprendida, pues sabía que había enviudado de la insoportable Claudia.

Enrique apartó disimuladamente uno de los mechones que de mi toca se escapaban.

—Claudia murió hará dos años. Vi claro que algo arrastraba a nuestro emperador hacia estas sureñas tierras. Nunca sabré por qué. La España lejana que antes vuestro hermano parecía abominar, lo atraía sin remedio y eso es algo que cada vez percibimos más. Sus tierras natales, cuajadas de problemas, ensombrecen su ánimo y los asuntos de aquí parecían ya solucionados.

»De modo que me acerqué a estos estados antes de que me mandara a otro lugar apartado de su vasto imperio. La forma más fácil era buscar a una dama de mi condición para casarme de nuevo. La encontré gracias a la ayuda de vuestro hermano.

Por su tono, Enrique parecía muy feliz.

Sentí que el mundo se derrumbaba ante mis efímeras esperanzas. Durante un instante mis vanas ilusiones me engañaron haciéndome pensar que por fin coincidíamos en el mismo estado.

Habiendo enviudado ambos podríamos haber contraído matrimonio sin ningún tipo de reproche, puesto que yo ya había cumplido con mi cometido en Portugal.

Una joven de unos dieciséis años se presentó ante mí, cortando de raíz aquella dolorosa conversación.

—Soy Mencía de Mendoza, sobrina de nuestro anfitrión. Vuestra Alteza no me conoce, pero bien veo que admiráis a mi esposo y eso me enorgullece.

Sonreí falsamente. Su juventud y hermosura ensombrecían mis casi treinta años.

Aquella niña, sin ningún tacto, continuó:

—Vuestro hermano anda enamorando a todas las damas. Pero la que ha quedado más impresionada es mi prima doña Brianda. Tan prendada está de él, que asegura que a su partida se enclaustrará como monja si no consigue su propósito.

La necia confidencia fue acompañada de una risita juvenil y estúpida.

Me retiré con la cabeza llena de pájaros difíciles de acallar.

Pensaba en Enrique y al instante comprendía que mi misión ineludible era casar a Carlos.

Era claro que por más nobles y ricos que fueran los Mendoza, mi hermano no olvidaría nunca que su destino estaba en buscar esposa entre las casas reales. Pero un amorío, y seguramente un hijo, con doña Brianda, quién sabe si no harían más lentas las bodas imperiales.

Me di cuenta de que debía jugarme el todo por el todo. Fui hasta donde estaba Carlos y le dije que tal vez doña Brianda fuese más bella que mi candidata, aunque no mucho, pero seguramente no era tan rica.

—¿Tienes algo más que decir? —me preguntó mi hermano con ese tono de voz frío que sabía usar para herirme.

Los festejos continuaron. Se lidiaron toros jarapeños por caballeros montados. Al finalizar éstos, el duque sacó de las leoneras a sus ya conocidos animales.

Un gran espectáculo se fraguó en pocos instantes.

A pesar de que mis preocupaciones me llevaban a tener a mi hermano bajo control quedé impresionada, pues nunca mis ojos habían visto antes semejantes felinos.

Más armados y fieros que los jabalíes que Carlos mataba en sus cacerías, pues de garra y dientes andaban sobrados.

De pronto una empalizada se rompió, y una de las fieras escapó. Hombres y mujeres huían despavoridos escondiéndose en las piezas más secretas del palacio.

Corrí junto a ellos y entre tanto alboroto subí a una de las estancias. Los rugidos del animal se oían en el centro del patio, pero muy amortiguados por los gritos de las aterradas damas.

Cuando asomé la cabeza vi a mi hermano besar a doña Brianda para luego dejarla inmediatamente, como una pétrea figura que, con los ojos cerrados, intentara retener aquel momento fugaz en su memoria.

Sin poder remediarlo, salí de mi escondite y me dirigí a ella.

Al intuir mi presencia abrió los ojos y el miedo de haber sido descubierta en su máximo pecado la aterró. Quedó muda, suplicándome con la mirada la complicidad de su secreto.

Gritos de algazara sonaron en el patio y las dos nos asomamos a ver lo que ocurría. Apoyadas en la ornamentada barandilla del piso superior vimos cómo Enrique se dirigía hacia la bestia, con un hachón encendido en la mano izquierda y la espada desenvainada en la otra.

Atemorizó al león con el fuego y, una vez acorralado, lo agarró de la melena. Así lo llevó a través del patio y las callejas hasta la leonera, donde lo encerró de nuevo. Nunca había visto en Nassau tantísimo valor.

¿Por qué no lo usó cuando se enamoró de mí? Con tristeza pensé que, a veces, los varones más valientes se convierten en corderos cuando piensan en sus intereses.

Eso me hizo volver a la realidad.

Miré a doña Brianda, que seguía soñando despierta.

Le dije:

—Olvidadlo, señora, pues sé que en el fondo sois consciente de la imposibilidad de este negocio. Si os empeñáis en él, sufriréis como yo lo he hecho durante años.

No me contestó. Simplemente se fue caminando con pasos lentos y ausente de todo lo que a su alrededor ocurría. No la volví a ver. Pero pasado el tiempo supe que se enclaustró como Clarisa, y fundó un célebre convento llamado de la Piedad, muy cerca del palacio de Guadalajara.

En cuanto a Carlos, no pronunció más palabra hasta que llegamos a Madrid. Como le noté impaciente pensé que ardería en deseos de encontrarse con Francisco, que había sido encerrado en prisión, apenas llegado de Pavía, pero me equivoqué. Lo primero que hizo fue llamar a Gattinara para que se aceleraran los trámites en vista a su casamiento con Isabel de Portugal.