Capítulo 21

—¿Qué bicho te ha picado? —le preguntó Vic a Brad quitándole los pies de encima de la mesita—. ¿Problemas de mujeres?

Brad miró a su amigo y lanzó una risita seca.

—Sí, problemas de mujeres. —Se terminó la cerveza y fue a por otra. Le cabreaba que su mejor amigo fuera a casarse con una mujer como Marta. Ni siquiera quería pensar en ello y no sabía cuánto podría durar su amistad una vez que Vic y ella estuvieran casados.

—No, de verdad, ¿qué te preocupa? Marta dice que has estado de muy mala leche con ella.

Brad cogió el mando de la tele y subió el volumen. Vic se puso delante de la pantalla, su cuerpo delgado casi no la tapaba.

—¿Qué narices quieres? Estoy intentando ver el partido.

—Lo que quiera que sea que te preocupa, tienes que dejar de tomarla con Marta. Mira, tío, si tú y ella os habéis peleado, igual sería mejor que te buscaras otro sitio.

Vic señaló la puerta lanzando un dedo sobre el hombro.

Brad apagó la tele y lo miró. No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Me estás echando?

—No estoy diciendo eso pero, voy a casarme, y no puedo tener esta hostilidad entre Marta y tú. Ella dice que la está sacando de quicio.

¿Sacando a Marta de quicio? ¿Y qué pensaba Vic que aquello le estaba provocando a él?

—No puedo vivir aquí en Malibú sin tener un compañero de piso con mi sueldo. Pero, de hecho, he estado saliendo con una mujer y puede que me vaya a vivir con ella pronto. —Si ese hijo de su madre que la había seguido hasta el muelle se mantenía alejado. Le molestó muchísimo el modo en que Pepper le había agarrado del brazo para poner celoso a su novio. Sus juegos. Pero puede que sus jueguecitos le favorecieran a él.

—¿En serio? ¿De verdad te vas a volver casero y vas a vivir con una mujer? Eh, tío, eso es genial. Lo siento si te ha parecido que estaba intentando deshacerme de ti. Marta me ha estado dando la lata, ya sabes cómo son estas cosas. —Vic se rió—. O pronto lo sabrás. Tratar de tenerlas contentas es un coñazo.

Brad se rió. Vic tenía razón en eso. Lanzó el mando sobre la mesita y se puso en pie.

—De cualquier manera, estoy buscando otro sitio. Marta te tendrá para ella sola.

Brad pasó junto a Vic y se fue a su habitación. Unos minutos después oyó un portazo en la puerta de entrada y ruido de cazuelas. Marta había llegado a casa y estaba en la cocina gorroneando a ver si podía conseguir preparar algo fácil para la cena.

Se sentó en la cama y Rasca se despertó. El cachorro empezó a lamerle los dedos y Brad pasó una mano por la cabeza del perro frotando fuerte. Vic tenía razón. Era hora de que se pusiera manos a la obra y encontrar otro sitio donde quedarse porque, si no lo hacía, algo malo iba a pasar.

Pepper echó un vistazo por el gimnasio. Uno de los otros monitores le había pedido a Pepper que diera su clase de aeróbic, de modo que la había añadido a una de las suyas. El espacio ya era de por sí reducido y más tarde cinco visitantes llegaron para probar a hacer un poco de ejercicio antes de apuntarse. A Pepper no le hacía ninguna gracia la idea de añadir otra clase a su horario, pero no se iba a agobiar. Los visitantes raramente se apuntaban después y, si lo hacían, normalmente no duraban más de unas pocas sesiones. Esta era gente que se miraba al espejo una mañana por casualidad y se asustaba al verse un flotador en la cintura. Eso, propiamente dicho, era para asustarse.

En opinión de Pepper, había un largo período de aviso antes de que a una persona se la pudiera considerar obesa. Cuando la ropa te empieza a estar un poco más apretada es cuando tienes que mirar qué puedes hacer para arreglarlo. No vas sin más a comprarte una talla más grande y finges que aún tienes buen aspecto.

Como la mayoría de los presentes eran relativamente nuevos, Pepper decidió no ser muy exigente con ellos. Algo no demasiado difícil, casi natural: pasos laterales, sentadillas, pesas… nada demasiado agotador. Lo justo para hacer que se lo pensaran dos veces.

Después de quince minutos, una pareja de visitantes no podía seguir el ritmo y algunos de los habituales estaban respirando con dificultad. Muy mal, pensó. Si solo pudieran ver lo que les aguardaba cuando fueran más mayores, probablemente se esforzarían más por aguantar.

La abuela de Pepper se había pasado los últimos diez años de su vida cuidando de su abuelo porque él nunca se había preocupado por hacer ningún tipo de actividad física. Siempre se decía a sí misma que nunca pasaría sus últimos años jugando a las enfermeras con un hombre que tuviera problemas de salud simplemente porque hubiera sido un vago. Por suerte, los dos hombres que se interesaban por ella ahora mismo eran ambos unos grandes especímenes físicos.

Después de una hora de llevar a los neófitos al borde de la extenuación, Pepper aflojó el ritmo y terminó con cinco minutos de enfriamiento. El ver a algunos de ellos dando bocanadas para respirar y ver cómo el sudor rodaba por sus rellenos pómulos le hizo desear que llegara el día en el que pasara su tiempo viajando a las mejores playas del mundo para construir esculturas de arena. Enseñar kick boxing y yoga tenía sus ventajas, y seguiría haciéndolo de todos modos, dando clases o no, pero ¿jugar en la arena? No podía haber nada mejor.

Cuando solo quedaban unos pocos estiramientos para terminar, Pepper advirtió que alguien entraba por el otro lado del gimnasio. Se le aceleró el corazón cuando vio quién era.

¡Jake!

Dejó salir a la agradecida clase y recogió su esterilla. Por desgracia, el vestuario de señoras estaba también en el otro lado del gimnasio y tuvo que pasar junto a Jake para llegar hasta él.

—¿Tienes tiempo para hablar ahora? —le dijo cuando se acercó.

—¿Qué haces, me estás siguiendo? Te dije que no quería oír lo que tenías que decirme —dijo Pepper y siguió andando.

—Sé lo que dijiste. Me imaginé que lo dirías en parte porque estabas con tu amigo el camarero. —La alcanzó y la cogió de los dos brazos.

Pepper no trató de soltarse. Nunca lo admitiría, pero disfrutaba de la sensación de sus dedos contra su carne. En lugar de eso, lo miró a la cara que estaba casi lista para sonreír. Y Dios, olía bien. Él estaba cerca, tan cerca que todo lo que tenía que hacer era ponerse de puntillas y tendría los labios sobre los suyos. «Hazlo ya —se dijo a sí misma—. Acércate, bésalo, perdónalo…»

Como si le hubiera leído el pensamiento, Jake de repente la atrajo hacia sí y le apretó los labios contra los suyos. Ah, como quería dejarse llevar, fundirse con él, pero ya había tenido su ración de mentirosos.

—No. —Se soltó—. ¿Cómo te atreves? ¿Te crees que puedes venir aquí sin más, forzarme y que todo irá mejor?

Siguió andando hacia las puertas de vaivén… casi estaba ahí… podía hacerlo… unos pocos pasos más. Pepper extendió la mano para abrir la puerta, pero Jake venía detrás de ella y la envolvió con fuerza entre sus brazos.

—Sí, lo creo. Lo creo porque no he hecho nada para que me trates así.

Pepper tomó aliento mientras los labios de él volvían a encontrarse con los suyos. Esta vez, estaba decidida a no disfrutarlo, pero la lengua de él en su boca era tan dulce, tan perfecta.

Después de un buen rato (pero no el suficiente) encontró las fuerzas para apartarlo. Se quedaron mirando fijamente y luego ella retrocedió entrando por la puerta de los vestuarios.

Pepper se paró nada más entrar y apoyó la cabeza contra la pared. Estaba a salvo. El Jake que conocía no se atrevería a entrar en el vestuario de señoras con mujeres desnudas andando por ahí. Pero resultaba que realmente no lo conocía. Se mordió el labio inferior. «¡Entra, por favor! ¡Sigue persiguiéndome y te juro que dejaré que me atrapes!» No lo hizo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas calientes. Se quitó la ropa sudada y permaneció en la ducha con la cara hacia el cabezal, esperando que la hiciera olvidarse de la ardiente huella de los labios de Jake sobre los suyos. El amor no se suponía que tenía que doler tanto.

Pepper llegó a casa y se paró delante de la puerta de entrada. Una corona en colores verdes y rojos colgaba de un gancho. Olía a pino y a rosas. ¿En qué andaba Lucy ahora? No tenía ni las ganas ni la energía de buscarle un sentido ahora. Sin duda, era algún tipo de cura contra lo malo. Los colores le hicieron pensar en las vacaciones de Navidad: llegarían pronto sin Lucy para ayudar a sobrellevar las cosas.

¿Cómo serían las navidades este año si no podía compartirlas con el hombre al que amaba? Pepper odiaba admitirlo, incluso a sí misma, pero estaba deseando no estar un día más sin Jake, para qué hablar de un invierno entero.

—¿A qué viene la corona? —preguntó Pepper—. Parece que las navidades se han adelantado aquí —gritó sobre el sonido de la tele.

—Ya que no podíamos tener la puerta pintada de rojo, pensé que las flores rojas bastarían —explicó Lucy y luego volvió a su película. Estaba abrazada a un cuenco de palomitas y Pepper esperaba que su amiga no hubiera abandonado su dieta.

—Bajas en calorías —dijo Lucy como sí le estuviera leyendo el pensamiento.

Pepper se dejó caer en el sofá y ojeó a Lucy con sospecha.

—Jake me encontró antes en el muelle: supongo que tú no sabes nada.

—Parecía que un poco de ayuda te vendría bien —dijo Lucy. Agarró un puñado de palomitas y se echó un par de ellas a la boca.

—Ay, y tú estabas tan contenta de ayudar —dijo Pepper con una punzada de sarcasmo a pesar de que se alegraba de que Lucy tuviera la boca tan grande. Pero no lo iba a admitir. Había que poner límites a las intromisiones de Lucy en su vida—. ¡Te dije que me había mentido!

—Ya hemos hablado de esto —dijo Lucy—. Todos mentimos a los que queremos.

—¿A quién?

—A tu madre.

—Yo nunca lo he hecho.

—Sí que lo has hecho, no me hagas empezar a nombrarte las veces. Lo has hecho. ¿Y significa eso que ella no debería volverte a hablar nunca más? —Miró a Pepper desafiante.

No hubo respuesta.

—Eso pensaba. —A Lucy se le puso una sonrisa de suficiencia.

—¿Para quién es esto? —preguntó Pepper inclinándose para oler un arreglo floral sobre la mesita.

—Para alguien a quien has mentido pero, como le has mentido, supongo que no lo querrá.

—¿Quién? —dijo Pepper. Atrajo hacia sí el jarrón con flores, pero Lucy agarró la tarjeta antes de que pudiera echar un vistazo.

—Venga, déjame ver.

Lucy luchó por retener la tarjeta, pero Pepper la cogió y la abrió.

—¿Para Cat?

—Va a llegar su cumpleaños dentro de solo dos semanas, igual que el tuyo.

Pepper volvió a arrojar la tarjeta a Lucy.

—Me había olvidado. Supongo que he tenido muchas cosas en la cabeza.

A la mañana siguiente, Pepper se sentó en la mesa de la cocina con un vaso de zumo de naranja. Quería salir a la playa, pero no sabía si estaba de humor. Malibú estaba abarrotada con el verano, había turistas por todas partes. Era la época del año en que podía esperar que los veraneantes que daban su paseo matinal por la playa se pararan un rato para verla construir. No es que le importara, de lo que sí podría prescindir era de sus preguntas: «¿Qué tipo de herramientas necesitas? ¿Cuánto tiempo hace falta para llegar a ser realmente bueno? ¿Qué es lo que más te gusta construir?». Pero nunca: «¿Qué hace una chica como tú sentada aquí sola en la playa construyendo castillos?».

Había pasado solo un día desde que había visto a Jake y ya lo echaba de menos con locura. Pepper apretó los dedos contra los labios, recordando la sensación de la boca de él contra la suya. Pensar en pasar el resto del verano sin él era una tortura, pero el dolor de sus mentiras la convencieron aún más para quitárselo de la cabeza.

Con un poco de ayuda del Gimnasio Malibú, podía aprovechar el tiempo para convertirse en una fanática de la fiebre por hacer ejercicio. Eso sería bueno para liberar el estrés.

Y dormir.

Por desgracia, ahí sería probablemente cuando empezara la verdadera tortura. Hacer el amor invadiendo sus sueños: Jake abrazándola, deslizando las manos por cada centímetro de su cuerpo. Suspiró. En ese caso, su amor por él solo seguiría creciendo.

—Dios, ese debe de ser un zumo de naranja buenísimo —dijo una voz cansada.

Pepper dio un salto.

—¿Qué?

Lucy se acercó hasta la mesa. Llevaba puestos un pijama con nubes rosas y unos calcetines azules de estar en casa. Su pelo rojo estaba aplastado por un lado como un salpicón de pintura, pero le daba igual.

—Bonito peinado —dijo Pepper.

—Gracias. ¿Has estado haciendo ejercicio? —preguntó Lucy. Llenó una taza de agua y la puso en el microondas.

—¿Por qué lo preguntas?

—Estás resplandeciente. Las únicas veces que resplandeces es cuando has estado haciendo ejercicio o cuando has tenido una noche particularmente azarosa. —Lucy meneó las cejas y miró alrededor de la estancia—. No veo a Jake por aquí ni tampoco, Dios nos libre, a Brad, de modo que asumo que es por hacer ejercicio.

—Eso demuestra cuánto sabes. Simplemente estaba pensando en lo bonito que sería que pasara ya el verano —dijo Pepper.

—Mentirosa —dijo Lucy. El microondas sonó y se hizo una taza de chocolate. Se sentó a la mesa con las manos alrededor de la taza y sorbió nata montada de la parte de arriba. Incluso los días que prometían llegar a los veintisiete grados, las mañanas de Malibú podían ser lo bastante frescas como para disfrutar de una bebida caliente.

Alguien llamó a la puerta de entrada y Pepper se alegró de la interrupción.

—Es probable que sea el señor Reed que viene temprano por el alquiler —dijo Lucy.

—O igual va a echarnos al final por traer hombres a casa.

Las dos echaron unas risillas.

Pepper se fue hasta la puerta de puntillas y miró por la mirilla medio pensando que sería Brad. Era Simone.

Bonjour chérie —Simone entró volando como el viento de Santa Ana con los brazos llenos de paquetes y bolsas colgándole de los dedos de ambas manos. Se paró para darle un besito a Pepper en la mejilla y siguió hasta el sofá donde dejó caer todo.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Pepper.

—Regalos de cumpleaños para ti —dijo Simone extendiendo los brazos en el aire.

—¿Tienes que recordármelo? Para que lo sepas, voy a cumplir los treinta y todavía estaré en busca del hombre perfecto. Ya sabes que todavía no es mi cumpleaños.

Pepper ojeó un poco dentro de las bolsas y vio varios paquetes pequeños y de colores vivos.

—Supongo que no hay unas vacaciones por aquí en ninguna parte.

Simone meneó una mano delante de ella.

—No necesitas unas vacaciones. Estamos rodeadas de sol, arena y hombres atractivos. ¿Qué más podías desear? Ahora —dijo— deja que te enseñe lo que he encontrado en The Grove. —Se puso a sacar paquetes de las bolsas y a amontonarlos sobre la mesita. La última cosa que sacó de la bolsa fue una botella de merlot caro.

—Vale, no hay unas vacaciones. Entonces, ¿hay al menos un hombre atractivo en uno de esos paquetes? —preguntó Pepper.

Simone miró a Pepper con una ceja levantada y luego se volvió a Lucy.

—¿Qué dice, chérie?

—Chérie está diciendo que se ha deshecho de su crepitante hombre sexy y ahora está saliendo con un peligroso rompecorazones en potencia.

Simone miró a Pepper a ver si se lo confirmaba.

Pepper levantó una mano.

—Tenía una razón muy válida: me había mentido.

Simone miró a Lucy y ésta se encogió de hombros.

—¿Te mintió? —Simone se rió—. Todo el mundo miente, chérie.

—Es obrero de la construcción —dijo Pepper.

Simone estrujó los labios como si acabara de morder un trozo de fruta acida.

—¿De la construcción?

Pepper afirmó con la cabeza.

—Me temo que sí.

—¿Y quién es ese peligroso que dice Lucy?

—No es peligroso, solo es…

—Potencialmente letal —intervino Lucy. Sus cejas se elevaron y su gesto se puso serio.

Simone se paró un momento y luego miró hacia los paquetes. Cogió uno rojo con un lazo blanco y se lo metió debajo del brazo.

—Me quedo con este hasta que tu Jake vuelva.

—Igualmente podrías devolverlo donde sea que lo hayas comprado, porque él no va a volver —dijo Pepper—. Nunca.

Se quedó de pie y se enfrentó a sus dos amigas con las manos en las caderas, retando a las dos a llevarle la contraria.

Chérie —dijo Simone—, Jake hace que la cama eche humo, ¿no? Volverá.

Pepper notó que se le subía la sangre a la cara. Miró a Lucy, pero estaba ocupada poniendo los ojos en blanco.

Simone señaló un paquete verde luminoso con unos lazos rizados verde pálido.

—Abre ese primero. —Sonrió dulcemente con un destello malicioso en los ojos.

—Algo que te haga sentir como una mujer.

—Genial —dijo Pepper—. Justo lo que necesito… sentirme como una mujer cuando ni siquiera tengo un hombre.

Jake se sentó en el escalón de atrás de su casa al fresco aire de la mañana. Echó mano a un cubo metálico, cogió un puñado de arenques y se los echó a Gilligan.

—Se acabó, amigo —le dijo al pelícano pardo. El desgarbado pájaro se acercó andando como un pato y metió el largo pico en el cubo. Aparentemente satisfecho al ver que estaba vacío, graznó alto y puso el cuello en forma de ese apoyado en el lomo.

—¿No hay por ahí una linda hembra con quien prefieras pasar el tiempo? —preguntó Jake.

Los ojos amarillos del pájaro lo miraron fijamente.

—¿No? Vale, supongo que solo quedamos tú y yo entonces. —Acarició la cabeza de Gilligan una vez y se fue adentro. Gilligan lo siguió.

Era la hora de recoger a Gordy y llevarle a una revisión.

Jake estaba agradecido de haberse visto obligado a hacer horas extras mientras Gordy se curaba de sus heridas. Eso estaba a punto de cambiar. Habían pasado dos semanas y Gordy estaba listo para volver al trabajo, lo cual le dejaba a Jake más tiempo para sopesar qué había hecho mal. Meneó la cabeza.

—¿Por qué narices son las mujeres tan testarudas? —le preguntó a Gilligan. El pájaro no tenía una respuesta. Jake cogió una chaqueta e hizo salir al pájaro fuera otra vez. Gilligan protestó graznando.

Jake pensó en Pepper todo el camino hasta la casa de Gordy. Aún no había renunciado a ella, pero todavía no había dado con la manera de convencerla. Con un poco de suerte, ella se cansaría de intentar darle celos con el camarero y se daría cuenta de cuánto lo echaba de menos.

Había cogido el teléfono para llamarla varías veces pero, cada vez, se detenía, imaginando que si ella podía decir adiós tan fácilmente, sería mejor que él se alejara y la olvidara: no era más que un fracaso anunciado.

Jake esperó en el vestíbulo mientras a Gordy le hacían la revisión, mirando revistas sobre cómo ser padres, avances sanitarios y un montón de cosas más por las que ya no tenía ningún interés. Cada vez que miraba hacia arriba, una de las enfermeras de la recepción le sonreía. Cuando hubo ojeado la mitad de las revistas, ella por fin se acercó.

—Perdón por la larga espera. Hoy estamos hasta arriba —le dijo.

Jake miró a la etiqueta con su nombre: Missy Loveland. Sonaba como uno de esos nombres inventados que una mujer podría escoger pensando que la ayudaría a prorrumpir en el mundo del espectáculo. Tenía una sonrisa agradable y, qué demonios, no había sabido nada de Pepper desde que había ido a verla al gimnasio. Tal vez Missy Loveland podía ocupar algo de su tiempo libre y también ayudarle a remendar el agujero de su corazón.

Para cuando Gordy salió de la sala de revisiones Jake ya estaba en posesión del teléfono de Missy. También había quedado con ella para más tarde esa noche.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Gordy mirando hacia atrás a la pechugona de pelo castaño mientras salían del hospital—. Pensaba que Pepper te importaba.

—Me importaba, ¡me importa! A ella le doy igual.

—Es una mujer.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Significa que va a necesitar por lo menos una semana por cada semana que le estuviste mintiendo. —Gordy puso un pie en la plataforma de la camioneta—. Entonces, veamos —dijo, contando con los dedos—. Según mis cálculos, le quedan aún dos semanas antes de que esté lista para llamarte y suplicarte que vuelvas.

Jake se rió.

—¿De dónde demonios has sacado esa teoría?

—De la experiencia.

—Sí, bueno, por la experiencia que tengo de verte a ti no sabes de qué narices estás hablando.

—Vale —dijo Gordy afirmando con la cabeza—. Ya verás. No me eches a mí la culpa si la cagas cuando te pillen con los pantalones bajados.

—Eso es lo que haces tú —dijo Jake—. Solo porque salga con una mujer no significa que mis pantalones se vayan a bajar automáticamente.

Gordy se encogió de hombros.

—Simplemente, no quiero tener que decirte que ya te lo había dicho.