Capítulo IV
Sin cesar a mis lados se agita el demonio;
nada a mi alrededor como un aire impalpable;
lo trago y siento que abrasa mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.
A veces, toma, sabiendo mí gran amor al Arte,
la forma de la más seductora de las mujeres,
y, bajo especiosos pretextos de hipócrita,
acostumbra a mi labio con filtros infames.
Me conduce así, lejos de la mirada de Dios,
jadeante y destrozado de fatiga, en medio
de las llanuras del aburrimiento, profundas y desiertas,
y arroja en mis ojos llenos de confusión
vestidos manchados, heridas abiertas,
y el aparato sangrante de la destrucción.
CHARLES BAUDELAIRE,
«La destrucción», Las flores del mal.
Cada vez que entraba en la sala de El Bosco, aquella pintora oriental que copiaba El jardín de las delicias lo miraba con una sonrisa. Quizá pensara que era un alto cargo, alguien con peso en el museo. Él, a su vez, la observaba de forma aparentemente distraída. Era delgada, con cara atractiva, pelo castaño claro y piel morena, lo que parecía apuntar a Indonesia, y aunque las mujeres orientales parecen siempre jóvenes, le calculó poco más de treinta años. Se aplicaba a la tarea con meticulosidad, como alguien que conociera el oficio, pero había algo en su atuendo que chocaba. Debajo de la bata blanca se advertía una blusa de colores vivos que conjuntaba con sus pantalones oscuros y sus zapatillas yinatabi, un modelo exclusivo de Japón que imitaba pezuñas animales. Esa visión de los pies, cruce de fauno y ninfa oriental, era realmente chocante y algo turbadora.
Tal vez fuera demasiado joven para encarar una copia del tríptico, pensó Javier Carreño. El copista debe poseer una técnica depurada para entender al pintor que imita. Capacidad de ponerse en su lugar, no solo para obtener los colores más parecidos, sino para lograr el estilo de la pincelada. Ahí se sabe si es una buena copia. Y eso lo daba, sobre todo, la experiencia. El Bosco preparaba a conciencia la composición, el dibujo, y hasta la base de la tabla de roble sobre la que se deslizaría su pincel. Luego pintaba a la prima linea, es decir, con la primera pincelada, sin retocar demasiado, aunque, a tenor de lo descubierto en la última restauración que había hecho el Prado en año 2000, eso podría ser discutido, ya que se encontraron gran cantidad de cambios de composición y modificaciones entre el diseño y la ejecución final, la resolución pictórica, los arrepentimientos. Gracias a la reflectografía infrarroja, los rayos X y los ultravioleta, se hicieron visibles numerosas figuras y elementos que el maestro finalmente eliminó.
El Bosco dibujó las tres escenas con un trazo tenue, esquemático, realizado con un fino pincel sobre una preparación de creta extendida en un soporte de madera de roble del Báltico, un roble que fue cortado hacia 1484. El dibujo se concentraba en la parte inferior del tríptico, ya que la superior había sido pintada de manera directa y menos trabajada. En la tabla central, esos cambios eran abundantes, y lo mismo pasaba con el infierno, donde detrás de la pintura se encontraba un sapo enorme que luego fue eliminado.
Parece que el derecho, el paraíso, no le ocupó demasiado tiempo, pero sí la tabla central y el postigo izquierdo, el llamado Infierno del músico. Era precisamente la parte que estaba copiando la joven oriental. La pintora, advirtiendo que era observada, se volvió. Ante la mirada imantada de Javier, no pudo reprimir un comentario:
—Vaya, el hombre que sale de las paredes.
La sorpresa asomó al rostro del comisario. No solo fue la frase, sino el aplomo que mostró al decirla, sin dejes de un idioma extranjero.
—¿Cómo dice?
—Lo siento... Hace dos días estaba en la segunda planta, había ido a contemplar a Velázquez para relajarme y, de repente, en un pasillo, una puerta disimulada se abre en la pared y aparece usted. Me dio un pequeño susto, aunque usted ni se percató. ¿Trabaja en el museo?
—No, en realidad soy un ladrón internacional de arte preparando el próximo golpe... —Javier Carreño sonreía divertido—. Ahora en serio, soy el comisario de la próxima exposición sobre El Bosco, El Bosco y su tiempo, reflejos de un visionario, prevista para dentro de quince meses. Así que se asustó usted...
—Bueno, no es normal ver a alguien saliendo de una pared que no sabes que es una puerta. Sobre todo después de haber soñado la noche anterior con un espíritu que atravesaba paredes.
Aquella puerta de la segunda planta, disimulada en la pared, entre las salas de Velázquez y Tiziano, escondía un ascensor que comunicaba con el sótano. Solo se utilizaba fuera del horario habitual, pero en ocasiones, él vulneraba la norma, para sorpresa de los visitantes y su propio regocijo. Aquel primer intercambio de frases despejaba alguna incógnita. Su castellano era perfecto, castizo.
—¿Es un ejercicio o lo copia por encargo? —preguntó por seguir la conversación.
—Lo pinto para mi abuelo. No es un encargo, sino un regalo que le quiero hacer.
—¿Pinta desde hace mucho?
—He pintado desde siempre, pero de una manera más centrada desde que me trasladé de León a Madrid, hace ya casi quince años.
—Así que nació en León...
—De padre español y madre japonesa. Entonces, si es usted el comisario de la próxima exposición de El Bosco, sabrá mucho de él.
—Eso espero. Si necesita conocer algo sobre el maestro, pregúntemelo.
—¿Tomamos un té? La nueva cafetería es cómoda.
—La verdad es que no sabía cómo llenar el próximo cuarto de hora. Hablaré de algo de lo que no suelo hablar nunca... Es broma, vayamos. A condición de que me hable de cómo fue usted a nacer en León, tiene que ser una buena historia... Por cierto, ¿cuál es su nombre?
—Himiko. Significa «la mujer de fuego». Encantada.
—¡Vaya, Himiko Chan! Yo Javier Carreño. Es decir, hombre que tira de los carros, no siempre de heno. Encantado.
Javier tenía una intuición con aquella mujer. Tras sentarse en una mesa comenzaron una primera aproximación. Se tutearon de una manera natural.
—Los materiales empleados por El Bosco son los que habitualmente se utilizan en la escuela flamenca de la época.
Las capas de color son delgadas y la molienda muy fina; lo que caracteriza la pintura es la eliminación de estratos intermedios, como la imprimación, que solo aparece de manera puntual, y el empleo de aglutinantes poco convencionales, como el huevo, que han podido influir en el estado de conservación en que se encontraban las obras de El Bosco, aunque han sido muy bien restauradas.
—Ya. Me interesa más el contenido, el mensaje de la pintura. ¿Qué es lo que se conoce de los infiernos de El Bosco? —preguntaba Himiko.
—El Bosco era una privilegiada antena de todo lo que confluía en su época y en su población, el Bosque Ducal, s'Hertogenbosch o Balduque, para entendernos. Era un hombre culto, piadoso, seguramente solitario —algunos hablan de una posible agresividad sublimada—, que descubrió un camino que ningún otro había emprendido antes. Pintó al hombre por dentro, como decía el Jerónimo fray José de Sigüenza, que rechaza la interpretación de herético o de lascivo. Si no fuera así, no los hubiera tenido en su alcoba y en sus aposentos Felipe II, que era el máximo coleccionista de boscos de su época. Y el más poderoso.
—Siempre me ha impresionado esa admiración.
—Era verdadera obsesión. Yo creo que era uno de los síntomas de la tanatofobia que no solo padeció Felipe II. También el emperador Rodolfo II, otro gran coleccionista. Sería fascinante encontrar documentación al respecto, cartas entre Felipe II y sus agentes...
—¿Tanatofobia? Es decir, miedo a la muerte... ¿No nos pasa a todos, sobre todo al final de la vida?
—Sí, pero tal vez a algunos se les vaya la cabeza. Gente muy apegada a lo terrenal, que además ha gozado de un poder casi omnímodo. Una de las características de la tanatofobia es el coleccionismo de elementos esotéricos que puedan alejar a la muerte, o conjurar el miedo. Felipe II hizo todo lo que pudo durante su vida por conseguir sus obras. Mandó a sus agentes por Europa, compró muchas de la colección de Felipe de Guevara, del prior de San Juan, hijo natural del duque de Alba, que tenía varias confiscadas por su padre en Flandes... Llegó a tener casi treinta tablas suyas, de las cuales una buena parte desapareció en los incendios de los diversos palacios. Menos mal que han quedado las más importantes. Murió rodeado de sus cuadros.
—Eso justifica aún más mi pregunta... ¿Crees que El Bosco sufrió lo que reflejó en su pintura?
—Hay una hipótesis sostenida por una experta británica según la cual Hieronymus reflejó el mundo de los afectados por el ergotismo, cuyo patrón era San Antonio. Todas las tentaciones harían referencia a los tormentos de los afectados por esa enfermedad, producida por la ingestión de un hongo del centeno.
—Ya. El llamado cornezuelo, de donde sintetizó Hofmann el LSD en 1943. Solo que también provocaba otros efectos.
—Veo que dominas el tema. Además de las visiones, los afectados por el ignis sacer sufrían cortes circulatorios y gangrenas que normalmente les causaban la muerte.
—Los infiernos de El Bosco solo pueden concebirse desde la fiebre. O la experiencia con plantas visionarias, enteógenos... Nadie que no hubiera buceado en su interior podría retratar el infierno de tal manera.
—Ya... otras teorías... A veces creo que no es más que un gran bromista. ¿Y si todo fuera una burla? Algo de eso dice Quevedo a propósito de El Bosco en el infierno, en el que un diablo está harto de los potajes que hacía con ellos, porque el pintor no creía en ellos ¿Y si en realidad no hubiera mensaje, sino solo artificio? ¿Humor y humo?
—No explicaría tanta fascinación por su obra. Algo se nos oculta, algo se nos escapa.
—Hemos perdido los referentes —insistía Javier—. Los temas son los que preocupaban en su época, y los símbolos, algo de fácil comprensión, al menos para la gente leída, versada. El Bosco manejaba mucha información, refranes, versículos de la Biblia, obras literarias e incluso tratados científicos. No es casual la semejanza con las cartas del tarot o los arcanos alquímicos. Simplemente forman parte de la cosmogonía de un hombre culto y sensible que, como un buen mago, los ha combinado de forma única. Jeroen, Hieronymus, no es un místico ni un esotérico.
—¿Jeroen?
—El nombre de adulto; antes fue Joen, diminutivo, y cuando ya le llegó la fama, Hieronymus, tres nombres para el mismo pintor.
—También se habló de una secta...
—Tampoco es, ni mucho menos, un iluminado de la secta de la Hermandad del Libre Espíritu, como pretenden algunos. Eso sí, tenía un espíritu muy libre para aquel momento. Creo que nunca imaginó el revuelo que siglos después levantarían sus cuadros.
—¿Y cuál es la idea de la exposición?
—Desde imitadores e influencias hasta el papel de la música, el análisis de las caras, la recreación virtual del estudio del pintor, en fin, una batería de propuestas...
—¿Y por qué entonces el título de Reflejos de un visionario?
—Buena pregunta. —Javier sintió el alfilerazo de la leve crítica y se vio en la obligación de disculparse—. El título ya estaba decidido antes de que yo me hiciera cargo del comisariado, es difícil cambiarlo, pero lo intentaré, yo mismo le estoy dando vueltas. Aunque hay mucho pergeñado, aún falta el hilo conductor, el toque que haga única la muestra. Eso es difícil. Y más con El Bosco. Cualquier lectura o interpretación estará ya dicha o escrita, aunque también es cierto que admite múltiples enfoques. En ello estamos trabajando. Ya sabes. Lo bueno es enemigo de lo mejor.
Habían acabado el té y llegaba el momento de volver al trabajo. Javier se despidió y dejó que Himiko se adelantara. Viéndola marchar, sintió una punzada de deseo. Con su juventud, belleza y desparpajo, Himiko evocaba en Javier el recuerdo de Mika, una japonesa, vecina suya, que había conocido veinticinco años atrás, mientras ella estudiaba flamenco en Madrid. Sin duda, aquella remembranza, como otras que últimamente tenía de su pasado, eran trazas que dejaba el paso del demonio del mediodía por su conciencia. Una experiencia que creía enterrada, archivada en la difusa memoria de la remota época de estudiante universitario, cuando trabajaba fregando platos para pagarse los estudios.
Estudiando en la habitación en un verano caluroso, un día la descubrió por la ventana del patio. Ignorante de que alguien la observaba desde el cuarto vecino, Mika se desnudaba para cambiarse de ropa. Javier se quedó clavado, con el lapicero en la mano, sin pasar la página del libro, como si un solo gesto pudiera hacer desaparecer aquella sugestiva visión.
Ella tenía un gato que deambulaba por el balcón abierto y a veces pasaba al apartamento de Javier. Uno de los días que fue a devolverlo, Mika le abrió intentando ocultar un moratón en su cara. No supo si fue su ternura al devolverle el felino o la propia necesidad de Mika, el caso es que de repente ella se echó a llorar. Tras la sorpresa inicial, él la atrajo hacia su hombro, le acarició el pelo y la tranquilizó, mientras el gato finalmente se escurría camino de la calle.
—¿Todos los hombres españoles pegan? —preguntó por fin ella, cuando pudo dominar las lágrimas.
—No, claro que no. El que te ha hecho eso es más bien un animal.
Sin saber cómo, o mejor dicho, gracias a la delicadeza de su abrazo, de su mirada y de sus palabras, acabó en el lecho de Mika —qué delicia su tacto, sus caricias— en un ritual que repetirían con frecuencia durante meses, en los que Mika se pegó a él huyendo de un maestro gitano que, si bien le enseñaba los pasos y posturas del flamenco, le calentaba el cuerpo con constancia de macho dominante.
Todo aquello regresaba ahora, días suspendidos en una burbuja de amor y sexo, intensas jornadas que después del retorno a Tokio de Mika —donde la esperaban su novio y un trabajo de secretaria—, cuando ya su ausencia dejó de mortificarle, parecían haber sido un largo sueño.
Se imaginó las pequeñas tetas de Himiko, que cabrían fácilmente en su mano, y que tendrían un tacto de fino terciopelo, como las de Mika. Suspiró por aquel cuerpo intentando aventar ese deseo que le cosquilleaba en el cuerpo.
El pasado siempre vuelve. Hacía meses que en sus sueños se colaba Verónica, una maga argentina de la que se había separado, tras unos meses de mágico y arrebatador romance, hacía veinte años, paradigma del amor imposible, grabado a fuego sobre la conciencia y la memoria. También se colaban en sus delirios oníricos antiguas amantes cuyos recuerdos, una vez despierto, le producían la melancolía que da el implacable paso del tiempo.
La semana fue pródiga en conversaciones. Javier e Himiko, que ya habían intimado, hacían un alto por la mañana y se iban a tomar un té, ceremonia a la que dedicaban progresivamente más minutos, hasta llegar casi a la hora. En los últimos momentos, cuando alguno de los dos miraba con apuro el reloj, se sentaban las bases de la próxima conversación, de la próxima parada.
—Donde se ve toda la intención de El Bosco es en los trípticos, una forma de unidad que encierra el uno, el dos al abrirse la hendidura, y el tres, al desplegarse, lo cual tiene muchas lecturas simbólicas y esotéricas. Es el mismo círculo de las cartas del tarot. Empieza con el Loco, sigue con el Carro, luego tenemos Juicios Finales, tentaciones de San Antonio, el Ermitaño y El Diablo, La Torre de los incendios...
—¿Y tú, en qué fase del tríptico estás? —le interrumpió Himiko.
—De momento en la unidad. Cada vez que he intentado superar el estado dos, es decir, uno más uno, he fracasado. Nunca he llegado a la trinidad.
—Es decir, incompleto. Incompleto y libre. Como yo.
* * *
Los fuegos de San Antón. Las torturas de la carne, los tormentos y el éxtasis. Mi vida ha estado marcada por las llamas de las pasiones eternas, ríos de lava incandescente que me han quemado el alma y abrasado la razón y la cordura. Desde que era niño, cuando con trece años contemplé el incendio cruel y devastador de mi ciudad. Todo fue sufrimiento y dolor, cambio brusco. Desde entonces vi rastros y rostros de demonios donde arrasa el fuego, y esa visión se coló en mis tablas. Imposible olvidarse de lo que nunca podrán transmitir los cuadros: el olor. El olor a quemado.
Dicen que los cometas anuncian la desgracia. El gran incendio de la ciudad sucedió tres años antes de la aparición del cometa, aquel astro ardiente con cola de fuego que iluminó el cielo durante varias noches. Tras la catástrofe del incendio, la multitud, congregada en la plaza y en los campos, se mostraba temerosa de nuevas desgracias y aflicciones. Y bien: las hubo. Las guerras entre la casa de Borgoña y el condado de Gueldres trajeron durante mucho tiempo dolor y amargura. La ciudad se reconstruyó varias veces.
Entonces, como ahora, me fijo en los vencejos y las golondrinas que poco a poco fueron llegando, inundando Europa central, bajando de las rocas de las montañas para anidar en las nuevas ciudades de piedra, en aleros y huecos de las estrenadas mansiones. Tras ellas vino la peste, una vez más, y la estupidez de los hombres les achacó enfermedades y plagas, desgracias adheridas a sus alas negras y afiladas, que cortaban el aire. Hoy, los pájaros han tomado las ciudades, como la mía. Se los ve por centenares, de todas clases. Estamos cortando sus bosques y vienen a refugiarse en nuestras casas. Me gusta visitar el cementerio, donde bandadas de pájaros tienen sus nidos. El vulgo dice que acudan a las almas a volar al cielo, y aunque no sea así, me gusta pensar que alegran a los muertos en su última morada. En algún momento también me harán compañía e intento congraciarme con ellos. Por eso, los vencejos que suben al cielo serán lo último que pinte de este tríptico sobre la creación del mundo, compendio de lo que pienso de esta vida. Se dirán de mí muchas cosas, pero probablemente nadie sabrá nunca que debajo de mi tejado anidaron los vencejos y que cada primavera, desde que llegaron, alegraron mis días de soñador insomne.
* * *
Himiko, aquella mujer de fuego, había hecho renacer con su sensualidad recuerdos de un año atrás, cuando aún estaba reciente la muerte de su padre. Todo comenzó con un encargo de los marqueses de Monaster para tasar una obra que pretendían adquirir, San Miguel y los arcángeles. El cuadro, que examinó en un anticuario de Barcelona, era de un discípulo de Bartolomé Bermejo, o de Cárdenas, un pintor nacido en Córdoba en 1440 y muerto sesenta años después en Barcelona. Este pintor errante, descubierto y encumbrado a principios del siglo XX, fue uno de los primeros españoles que viajaron a Flandes y aprendieron la técnica de Van Eyck, Van der Weyden y Dirk Bouts.
Javier acudió a visitar a los marqueses con una carpeta de fotografías digitales de alta calidad que había tomado del cuadro y que luego había ampliado e impreso.
—El pintor de ese cuadro se parece a Bermejo por los personajes que representa, pero lo hace de manera más tosca, sin resolver detalles como los de la ropa o la distribución espacial. Los vestidos y calzados concuerdan con épocas posteriores. Ese cuadro tiene cierto valor, pero desde luego no el más de medio millón de euros que piden. Claro que podría someterse a los análisis científicos para comprobar su autenticidad, sobre todo los del reflectógrafo, pero ya saben que son caros y el vendedor no los realiza. La decisión depende ya de ustedes.
—Vaya, ¿es usted así siempre? ¿Nunca deja un resquicio a la duda? —preguntó Raquel Zurita, la joven marquesa.
Hacía cinco años, su boda con el marqués había sido sonada. Un viejo aristócrata de las más rancias familias nobles españolas se casaba con una advenediza, una licenciada en Arte que trabajaba para una galería de anticuarios y que, eso sí, tenía un tipazo y una belleza extraordinarios.
—Lo siento, me gusta ser directo.
El marqués se mostró desilusionado, pero en seguida reaccionó. O le hizo reaccionar una llamada de teléfono. Pidió permiso para contestar y se alejó unos pasos hacia la entrada del enorme salón.
—Creo que lo mejor en estos casos es ser muy prudente —siguió Carreño—. No hay documentación sobre el cuadro, la única información es el propio cuadro, no solo lo que está pintado, sino la forma de hacerlo y la técnica utilizada... Pero deduzco que usted no parece sorprendida. Yo diría que lo sospechaba al menos.
—Qué perspicaz es usted, señor Carreño. Nunca se puede estar seguro de nada. Ni de quién tenemos al lado. La vida está llena de sorpresas. Algo sé de pintura y de arte, dediqué bastantes años a ello. Pero esto también era una prueba.
El marqués apareció desde el fondo con el teléfono móvil en la mano y su intervención evitó que siguiera adelante la pregunta que Javier se estaba haciendo mentalmente. ¿Una prueba de qué?
—Perdóneme, señor Carreño, tengo que ausentarme. Negocios. Le confieso que a veces son un fastidio. Últimamente lo único que me produce satisfacciones es mi colección, estoy deseando llegar a casa para disfrutar de mis cuadros. Nosotros no descansamos, somos los últimos esclavos de este sistema. En ocasiones pienso si no sería mejor haber sido funcionario o empleado toda la vida. Estamos condenados a sufrir, porque siempre queremos ganar algo más, en mi caso para invertirlo en arte, y eso exige dedicación exclusiva. Ha sido un placer, resuelva usted el asunto de sus honorarios profesionales con mi mujer, no creo que compremos el cuadro. ¡Adiós, querida! Vendré tarde.
—Adiós, cielo.
Qué cantidad de solemnes idioteces, pensó para sí Javier, al que el aristócrata y sus sarcasmos le irritaban. Tras la despedida del marqués —la mano casi flácida, se veía que el contacto físico no le gustaba—, Javier se sentó y apuró la copa de ron con naranja que le había servido la criada. Le molestaba ese estilo de saludo, como si aquel noble condescendiera a tocar a los demás mortales o fuera el residuo de una forma antigua de sumisión.
—¿Te importa si nos tuteamos? Llámame Raquel, por favor —dijo la marquesa—. Pues bien, Javier, tus razonamientos son impecables, aunque personalmente pienso que deberías sonreír más... ¿Quieres otra copa? Voy a decir al servicio que puede retirarse.
Mientras Raquel Zurita daba las órdenes pertinentes, Javier pensó que tenía razón. La pérdida de su padre, aún no muy lejana, le había hecho parecer más adusto y grave de lo que era. Pero aquel comentario no era inocente. Javier asoció de inmediato la familiaridad a la ausencia del marido. Era un detalle que tener en cuenta. Como esa manera de pasar a territorios privados y esa mirada afilada, diseccionadora, de sopesar posibilidades, ahora que la mansión se quedaba sin testigos indiscretos.
—No sé si te estoy entreteniendo, pero si no tienes nada que hacer, podrías acompañarme un rato. No quiero quedarme sola. Y no es por miedo, la casa está protegida por circuitos de televisión, infrarrojos, alarmas... No sabes lo que valora el marqués su colección, está obsesionado con la seguridad. En un minuto puedo hacer que una persona derribe la puerta para rescatarme de cualquier malvado... que quiera robar sus cuadros. A veces me dan ganas de hacerlo.
—Estoy seguro... Supongo que hay pocas cosas a las que no se... perdón, no te atreverías.
—No creas, el mundo suele estar duro, espeso, no se puede hacer mucho con él. Prefiero tratar con sus habitantes uno a uno, y no en abstracto. —Le miró con intención, apurando las sílabas—. Hay algunos especímenes interesantes.
—¿Yo te parezco interesante?
—Bueno, no quise decir eso —su mirada, sus labios, mentían—, pero ya que lo mencionas... sí, eres más interesante que atractivo. El aire de profesor repolludo, con algunas canas grises, no cuadra con la mirada de chico travieso y pícaro. Quédate y hazme compañía. No te arrepentirás. Tal vez veas cosas que nunca pensaste, siempre se puede aprender algo. Porque te voy a decir una cosa, señor Javier Carreño, no me creo esa pose de superioridad sutil que desprendes, ese tufillo de trabajador de la educación y la cultura que tiene que bregar con los caprichosos ricos a los que, en el fondo, desprecia.
Javier Carreño se vio en la obligación de replicar. No esperaba aquella lectura de su pensamiento, o mejor, de su estado de ánimo, y le pilló desprevenido.
—Yo no...
—No te preocupes. Me ha costado mucho llegar a donde estoy, no lo hubiera hecho si no hubiera sabido qué significaba la mirada de los hombres. La tuya decía eso. Ven conmigo, yo también soy un náufrago. No sé por qué lo hago, pero acompáñame.
Raquel tomó una llave de una caja de madera negra lacada y salió de la habitación. Detrás, un atónito Carreño se dejaba conducir hasta un ascensor privado. Había miradas extrañas, no se sabía si de desafío o seducción, matices del eterno lenguaje entre hombre y mujer. Al llegar a una puerta en el pasillo del último piso, Raquel se volvió, resuelta.
—Antes de nada, tengo que tener tu promesa de total y absoluto silencio sobre lo que vas a ver. No te preocupes, no es nada ilegal.
Una vez que Javier lo hizo, la marquesa, protegiéndose con el cuerpo, introdujo la llave y una clave en un panel de cristal. Hubo un pequeño zumbido, una luz violeta que se apagó en algún lugar del techo, y los dos pasaron a una galería con la humedad y temperatura perfectas y donde se veía una docena de obras de arte.
—Supongo que tasar estos cuadros te será más difícil.
Ante él se mostraban, iluminadas por una luz exquisita que las resaltaba de la pared oscura, algunas maravillas que jamás hubiera pensado poder contemplar. Una madona que parecía de Rafael, un dibujo de Leonardo, cuadros de Van Dyck, Van Eyck, Lucas van Uden y Gerard David...
—No me digas que este es San Jorge con el dragón de Jan van Eyck. No puedo creerlo.
Javier se había inclinado para ver el título del cuadro en el historiado marco. Sus ojos se habían abierto, como su boca. El vello de su cuerpo se había erizado.
—Créetelo. El famoso cuadro que en, 1444, Alfonso de Aragón se llevó a Nápoles, vendido por Berenguer Mercader y mediación de Johan Gregori, marchante establecido en Bruselas. Un cuadro que desapareció en Italia en el siglo XVI y que tras algunos avatares conseguimos comprar a quien lo tenía. Me gusta seguir la pista a esos cuadros desaparecidos, aunque siempre existe un periodo oscuro, que solo sabría contar el propio cuadro. En qué manos estuvo, cuáles fueron sus peripecias. En fin...
Raquel calló. Javier no atinaba. Miraba, volvía la cabeza, intentaba realizar alguna pregunta que no lograba salir de su garganta.
—Veo que te has quedado boquiabierto. Este es un placer reservado a muy pocos. Ningún cuadro ha sido robado —continuó ella—. Digamos que son... joyas exclusivas que están al alcance de muy pocos. Hay quien prefiere tener enormes y aburridas villas o yates en los que te acabas mareando. Yo, como el marqués, prefiero los cuadros. Pensar en quién los hizo y en ese placer secreto de asistir a un milagro del tiempo detenido, en la belleza que poseen, me estimula en todos los sentidos.
Era evidente que el morbo excitaba a Raquel. Su mirada se afiló y se preparó para gozar.
—Tantas maravillas... —balbucía Javier Carreño, que parecía no fijarse en la mirada de su anfitriona, en cómo acomodaba su cuerpo sobre un sofá tras encender un sofisticado equipo de música. La canción que se oyó a continuación fue un tema de Stan Getz y Jan Garbarek, del álbum I took up the Runes. La identificó inmediatamente. Él tenía el mismo disco.
—Desde este sofá se ve el mundo de otra manera. Prueba a mirarlo desde aquí.
Javier se dejó arrastrar por esa voz, sirena que llamaba al sorprendido náufrago a su playa.
—¿Y a mí, también me tasarías? —le preguntó al atraerle hacia sí.
—¿Y tu marido?
—No te preocupes, no llegará hasta la madrugada, o incluso dormirá fuera. La llamada era de su amante. Él también conoce mis gustos y no pone ningún reparo en que los satisfaga. ¿O es que te excita que nos pueda sorprender, acaso?
Aquella mujer era única, pensó Javier Carreño, que de alguna manera estaba desconcertado, como ocurría cuando la mujer lleva la iniciativa ante el hombre, acostumbrado a dar los pasos necesarios para la conquista. Además, no podía desprenderse de la sensación de ser manipulado en una venganza típica: cuernos contra cuernos, sensaciones que le descolocaban.
—Creo que no me he equivocado contigo —jadeaba Raquel—. Tu pecado es la lujuria... como el mío.
Iba a replicarle Javier que no, que en realidad era la pereza, o una tibia melancolía, pero el momento no era para conversar. Sus bocas, sus brazos, se enlazaron con atracción magnética e hicieron el amor como salvajes, casi con violencia, algo que fascinaba a la joven marquesa. Gozaba con aquel encuentro en el que los cuerpos buscaban el placer con su lenguaje perentorio y concreto. No había tiempo para la caricia, salvo que ésta fuera dedicada a obtener más excitación, tanto por intensidad como por el lugar donde era aplicada. Javier se había subido al carro del extremo placer y se dedicaba a ello sin rodeos. Estaba sucediendo algo que no siempre ocurría en los primeros combates amorosos. Una dosis aguda de lascivia se mezclaba con la química de la piel y sus resultados eran espectaculares. No había movimiento que no se secundara, unión que no se realizara entre los dos, agotando todas las posibilidades. Sus sexos, sus bocas, sus manos, todo eran herramientas para fundir los cuerpos, hacerlos vibrar al unísono en una intensa ceremonia a la que contribuían, mirando desde la pared, aquellos raros y valiosos cuadros.
—No ha estado mal —dijo Raquel tras recuperarse del orgasmo—. Pero ahora tengo hambre. ¿Te apetece caviar con champán? Creo que es lo más indicado en estos momentos. Y después, frambuesas y frutas exóticas. No te muevas, voy a prepararlo. Mientras tanto puedes observar a tu placer. Nadie te vigila... salvo la cámara, desde luego. Una cosa es que no estén conectadas las alarmas y otra que no se grabe todo lo que pasa aquí.
—Entonces... ¿nos ha grabado?
—Desde el primer al último minuto. Como ahora mismo. Por eso te aconsejo: sonríe. Se borran cada dos días. A menos que yo, accidentalmente, presione el botón equivocado. No te apures, bombón. Si lo veo un par de veces será para afinar más la técnica y para descubrir posibilidades. Ese culito, por ejemplo, puede estar muy bien visto desde detrás...
Vestida con una bata que había sacado de un armario en la pared, Raquel y su risa se perdían por el pasillo. Javier se levantó y, desnudo como estaba, paseó por la sala. Aunque pudiera resultar paradójico, sobre todo por la temática religiosa de alguno de los cuadros, le invadía un creciente placer al contemplar aquellas maravillas tan cerca y hacerlo despojado de ropa, gozo que descendía cuando caía en la cuenta de que estaba siendo grabado. No debía olvidar el borrado de la cinta de vídeo. La posibilidad de que ella lo estuviera utilizando hizo que se diluyera la sensación de flotar, ingrávido, en una burbuja de placer estético, que le había arrebatado ante un cuadro de Pieter Brueghel de un alegre baile campesino. Aquel cuadro era distinto del que se conocía del célebre Brueghel, tal vez anterior, se dijo.
Parecía que allí, desnudo, bañado a medias por la luz que también iluminaba el cuadro, la escena se estuviera representando ante él. Cuando llevaba un buen rato se impuso moverse, inquieto por lo que abría aquella fascinación.
En algún lugar había leído que el cerebro producía unos setenta mil pensamientos por minuto de los cuales, la inmensa mayoría, sesenta y cinco mil, eran copias recurrentes de modelos ya probados, iban por los mismos y repetidos derroteros, maravillas del inconsciente. Así pasaba una y otra vez con el arte y los artistas, aunque siempre cabía la sorpresa, quizá donde menos se esperaba. Y a él le había sucedido. Pensaba que en el arte medieval y renacentista, el azar del tiempo había hecho una rigurosa selección que conseguía eludir esos caminos trillados. Era difícil de explicar, pero las personas que amaban el arte, como él, eran capaces de llorar en un museo, de excitarse incluso... Se podía amar algo inanimado, muerto, encerrado entre cuatro paredes, en un lienzo o una tabla. Y allí, sin frontera ninguna entre su piel y aquel cuadro, desnudo frente al alma desnuda del pintor, sintió la atracción de un abismo, la dilución de la realidad, la abducción de su yo a través de la pintura.
Con los cuadros que vio à continuación fue peor. Ante unos Ángeles custodios de Gerard David, una Santa contemplando una calavera, de Van Dyck y un Paisaje después de la tormenta de Lucas van Uden, empezó a perderse. Aquel placer, rayano en la provocación, lo tomó por entero: el placer de la transgresión. Comprendió a Raquel. Supo que quería repetir aquella experiencia, que quería volver a pasearse desnudo ante los cuadros, hacer el amor con aquella mujer excesiva y gozar de noches inolvidables.
No se percató, observando cuadro a cuadro, de que Raquel había aparecido en la puerta. Ella le observó un momento y luego, soltando el lazo de su bata, que cayó mansamente a sus pies, lo sacó del instante mágico:
—Vaya, yo diría que esa es una buena erección. Como si no hubiéramos hecho el amor. Los cuadros te excitan... ¿O soy yo? Anda, miénteme, bien sé yo lo que se siente aquí.
El cuerpo de Raquel lo trajo de vuelta al mundo. Por un momento Javier pensó que, por supuesto, no había sido el primer amante, y que quizá no sería el último.
—Es sencillamente embriagador —siguió Raquel—. La libertad absoluta. A veces pienso que me gustaría pertenecer a una secta tipo los adamitas, ya sabes, a la que se decía que pertenecía El Bosco. Pero en moderno, claro, a lo Stanley Kubrick en Eyes wide shut, esa ceremonia maravillosa, ese ritual pagano y hedonista, esa multiplicación de escenas en salas, con espejos que devuelven la imagen de esos cuerpos desnudos, esas capas negras, esas máscaras evocadoras de Venecia...
—Cuando encuentre algo así te lo haré saber —respondió Javier, aún tocado, en lo profundo, por el arrebato casi místico que había experimentado.
—Ponte algo para cenar. Eso, después de que le dé su merecido —dijo Raquel arrodillándose ante él—. Me parece que todavía tiene hambre. No se puede quedar así.
Lo que siguió no lo había vivido nunca. Raquel no se contentó con el sexo y los testículos, sino que le succionó con técnica depurada los dos dedos gordos de los pies, al tiempo que le rascaba con suavidad pies y piernas y la zona del escroto. Vibraba cuando se derramó en su boca y el universo entero. Y le sucedió algo curioso que Raquel, a tenor de su mirada, debió de considerar femenino. Aquel orgasmo terminó en una especie de lloro, pero no de tristeza, sino de emoción: una explosión que había roto todos los diques. Después de aquello, solo restaba el silencio y Raquel, buena conocedora sin duda de momentos parecidos, le dejó perderse en ellos, como un niño desamparado que no sabe qué hacer ante el regalo de los juguetes que tanto anhelaba.
Casi media hora después, vuelto a su edad y al lugar encantado, harto de caviar y cava, de frambuesas, arándanos, lichis y otras frutas exóticas, Javier sacó el tema.
—¿No te gustaría que borráramos lo que se ha grabado? Por si se te olvida.
—Ah, ¡tienes miedo...! Qué interesante. Vaya cara que has puesto. No, en serio, no me podría permitir ese descuido. Él no pensará nunca que lo que llama «su santuario» ha sido profanado por miradas ajenas. Lo de la infidelidad le da igual, pero si se entera de que has entrado aquí, será como sentirse violado. Y eso puede ser peligroso.
Tras aquella primera visita se sucedieron algunas otras, citas para una pretendida tasación en las que nunca encontraba al marqués y Raquel lo recibía con conjuntos especiales, ropa interior de diseño y fantasía. Entre combate y combate amoroso, había logrado aprenderse bien aquella galería de maravillas: Brueghel, Vermeer, Rembrandt, dibujos de Leonardo da Vinci, doce obras maestras oficialmente desaparecidas. Quizás ese interés no pasó inadvertido para su amante. Con el pretexto de viajes y negocios, Raquel fue demorando los encuentros. El último había tenido lugar en un hotel reservado. La tensión erótica había descendido, lo que era evidente para los dos. El comentario que hizo Raquel pretendía, tal vez, encontrar una salida no demasiado penosa a la situación:
—El marqués pasa últimamente mucho tiempo en el santuario. Dice que va a cambiar la disposición de los cuadros. No sé si va a vender alguno, creo que tiene dificultades financieras. A pesar de presidir unos cuantos consejos de administración, ha perdido mucho dinero en bolsa. Está revisando la instalación, las cámaras, los infrarrojos. De momento no podemos volver.
«Mejor —pensó Javier—, así no me sentiré cómplice de una colección dudosa, o al menos de uso exclusivo, algo contrario a las reglas del arte y los museos». Como si lo intuyera, Raquel continuó:
—No sé si te he contado lo de los coleccionistas exclusivos. Esta es una información confidencial. Si el mundo de los grandes coleccionistas de arte es pequeño y exquisito, lo es aún más el de los exclusivos, personas con galerías muy, pero que muy privadas, con cuadros que el resto de los mortales no podrá ver nunca. Casi como una secta. Se supone que el coleccionista al final es dadivoso, que se contagia de la belleza y quiere compartirla, pero algunos se obsesionan. Quizás tenga que ver con el poder, es muy masculino. Yo tengo otro concepto, no me gusta acaparar tesoros que solo yo pueda ver. Pero temo que al marqués se le está yendo la cabeza.
«Puerta que se ha cerrado —pensó Javier—. Nuestros polvos tenían sentido en la galería secreta, aquí somos un par de vulgares amantes. Ella está pensando en sus cosas y yo en las mías. Imposible recuperar el ambiente que se crea allí dentro. Esto no da más de sí».
No se equivocó. El «de momento» se convirtió, pasados los días, las semanas y los meses, en citas aplazadas, llamadas por teléfono y algunos correos. Aún se vieron una vez más, entre las prisas de ella, y el encuentro sirvió para certificar a ambos que la relación se marchitaba.
—Pase lo que pase, nunca le cuentes a nadie la existencia del santuario. Ni a tu mejor amante. El marqués cada día está más misterioso. Y es mal enemigo.
—Descuida, sé lo que me juego. Pero lo dices por algo; ¿crees que sospecha que tienes un amante?
—No, querido, no sospecha, está seguro de que tengo amantes. Como yo sé que él las tiene.
No sabía qué le había molestado más, si el tono en que pronunció «querido» o la palabra «amantes», en plural. Buena conocedora de la psicología masculina, Raquel se vio en la obligación de matizar:
—Lo que no sabe es que uno de ellos ha estado en su galería secreta. Sí, solo uno, tú... No sé por qué razón está tan susceptible —añadió por último—. Para él, solo hay algo más importante que los negocios. Los cuadros. Sus cuadros. Hasta ha llegado a no dormir toda una noche antes de una compra. Ya te llamaré. Estaré algún tiempo fuera.
* * *
1495
Un estrecho vínculo lo unía con aquella imponente catedral de San Juan, templo de la cristiandad, mole de piedra que se elevaba entre las casas de la población de s'Hertogenbosch. Lazo que iba más allá de los encargos hechos a su familia, artesanos que trabajaban en aquella construcción, o los que le habían hecho a él mismo: tablas que colgaban en algunas capillas, la restauración del retablo del altar de la Cofradía de Nuestra Señora o los diseños de las vidrieras.
De aquel lugar le atraían los niveles más altos, desde los que podía contemplar s'Hertogenbosch y sus alrededores, las marismas de los ríos que la circundaban, los canales, los campos adyacentes. Desde aquella altura, con la compañía de los canteros o de las esculturas de diablos, sentados a horcajadas sobre los arbotantes, que tan bien conocía, se sentía libre, elevado como un pájaro, uno de aquellos seres alados que pintaba en sus cuadros, alma tendiendo a lo superior.
Era hombre, Jeroen, Hieronymus, necesitado de perspectivas aéreas, elevaciones que le permitieran perder su vista en la lejanía, angustia de los artistas que viven en sitios extremadamente planos. Ahora, en algunas ocasiones, con el arquitecto, escultor y grabador Alart Duhameel, subía a los andamios y paseaba por la cima de piedra de las estructuras acabadas, con la excusa de contemplar la luz para las vidrieras, para elegir los colores más adecuados, que armonizaran con el paisaje de fuera como tenían que armonizar con el paisaje interno de cada devoto en el recogimiento de aquella nave que hendía el espacio y que buscaba hacer más lento el tiempo. En aquellas visitas, Hieronymus se quedaba a menudo extasiado ante el horizonte, entre el vértigo y la meditación. En aquella lejanía de canales, colinas, torres lejanas, cultivos, tejados cercanos, situaba el escenario de sus cuadros, imaginaba, remodelaba, habitaba otras geografías, recreaba ciudades lejanas, otros ambientes y paisajes donde se desenvolverían sus figuras y alegorías.
El mundo estaba allí, al alcance, y todo merecía ser pintado.
* * *
—Su capacidad de inquietarnos, de seducirnos, de apasionarnos, de fascinarnos, resulta de remover cosas muy profundas del inconsciente —afirmaba Carreño—. En esto coincido con Jung ha movilizado los arcanos, los símbolos. El mensaje es simple y claro. Hay varios caminos, varios senderos, pero el hombre tiene que escoger el suyo, el propio.
Aunque estaban lejos de la cafetería del museo, en aquella primera cita vespertina en el Madrid de los Austrias, Javier e Himiko parecían volver a los mismos temas.
—El camino esotérico de El Bosco, si lo tuvo, tal y como lo concebimos ahora nosotros —y en realidad no fue una pintura para clientes burgueses que disfrutaban con este tipo de enrevesadas y sesudas alegorías—, hay que situarlo entre dos cuadros: el reverso del tríptico El carro de heno, con el Loco, alrededor de 1490, final de la primera época, y la madurez, que llega a su culmen con El jardín..., hacia 1505. Entre las últimas obras aparece el otro Loco, El hijo pródigo, ha traspasado un nivel y ha crecido, aún sigue su evolución, su muerte cercana, ya intuida, no es más que un paso, el cruzar otra frontera. Se ha cerrado el círculo iniciado con El carro de heno. Es su despedida sencilla y simbólica.
—La verdad es que puedes conseguir impresionarme —replicaba Himiko—. No sé tanto de pintura flamenca. Lo mío es otro camino, mucho más contemporáneo.
—Pero si tu arte y tu camino es otro, ¿por qué copias El jardín? ¿No sería mejor un regalo a tu abuelo de tu propia pintura?
—Es un secreto. Lo sabrás muy pronto. Tal vez esta noche.
Javier se imaginó cualquier tipo de ambigua promesa tras la palabra «noche». La cosa parecía ir bien, si no metía la pata. Ella era sensible al arte y la pintura, joven y hermosa, tenía sentido del humor y adivinaba un océano de ternura y lujuria sobre su suave piel. Un sexto sentido le advirtió de que aquella mujer podía ser peligrosa, adictiva, pero aquello le excitó aún más.
—De todas maneras, crees que lo sabes todo sobre El Bosco, pero no es así.
—Siempre se puede aprender. Más de este pintor que admite tantas interpretaciones. ¿Qué es lo que tendría que conocer sobre El Bosco?
—En mi casa tengo la respuesta a esa pregunta. Te lo advierto, no pienses lo que no es —dijo Himiko viendo la cara de Javier—. Ahora mismo estás pensando en la última vez que hice el amor y en si estaré o no necesitada, has puesto cara de macho ante el que se le presenta una oportunidad.
—No pienso nada —mintió el comisario—. Hace tiempo que me dejo sorprender por las mujeres. Es mucho más divertido... e instructivo.
—Eso no lo dudes. No perdamos más tiempo.
La manzana de viviendas a la que llegaron en taxi, en un antiguo polígono industrial de la carretera de Barcelona, no tenía nada que ver con lo que podría haber imaginado, el típico almacén cutre y contracultural. Aquella era zona de diseñadores, artistas de cine, altos ejecutivos liberales. Zona de pasta y videoporteros.
Si Javier Carreño se había hecho algún tipo de ilusiones, pronto se disiparon. Lo que tardó Himiko en abrirle la puerta y hacerle pasar. En la salita, a la luz de una potente lámpara, esperaba un viejecito leyendo un libro con las hojas pegadas casi a la cara.
Javier Carreño se quedó clavado. No esperaba que Himiko viviera con alguien.
—Abuelo, sabes que no puedes leer mucho tiempo, no te hace bien a los ojos... ¡Y la ventana siempre abierta! ¡Está la casa helada! Te presento a Javier Carreño. Javier, este es mi querido abuelo Jerónimo. De joven fue un buen pintor.
—Tanto gusto. Perdone, a veces soy un poco duro de oído. Pase y siéntese. Voy a por mi aparato. También estoy mal de la vista, pero para eso no hay remedio. Los años no perdonan, ni siquiera para mí, que soy un indultado.
Mientras el viejo, alto y nervudo, con pelos blancos y porte antiguo, desaparecía en el interior de la casa, Himiko, bajando la voz, añadía:
—Mi tío abuelo, que acaba de cumplir los noventa y cuatro, llegó hace diez años, después de la muerte de mi madre y mucho después de la de la abuela. Tenía algo de dinero que había hecho en Venezuela. Pero no creas, lo pasó mal en su vida. Era anarquista, luchó en la Guerra Civil y tuvo que salir de España. Acabó en un campo de concentración alemán, pero sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y pudo emigrar a América.
—Vaya personaje...
—No lo sabes bien. Compró este piso en Madrid y luego quiso que yo viniera a vivir aquí. Tengo mi estudio y mi casa, aquí pinto y converso con él, me gusta escucharlo y cuidarlo. Me ha dicho muchas veces que seré su heredera. Aunque es hueso duro de roer. Una vida dura. No me extraña que esté cansado. Toda mi vida oyendo hablar de él, fantasma siempre presente, y de pronto aparece; creo que quiere morir aquí. Como los elefantes cuando sienten el final, hizo su camino de vuelta. Últimamente ha perdido mucha vista, y se ha tenido que poner un aparato en el oído.
A Javier Carreño se le olvidó el motivo de estar allí. No sabía qué le producía más perplejidad al contemplar las vidas ajenas que se mostraban ante él, si las múltiples formas del amor y la vida o los refugios de ternura que cada uno pretendía construir a su alrededor.
—Fue siempre un mito familiar. Comencé a pintar por lo que oía contar a mis padres de él. Ahora se halla en la última parte de su vida, medio sordo y medio ciego, y le cuido. Sé que siempre le ha gustado ese cuadro, que le haría ilusión una copia. Quizá se vea reflejado cuando él era joven, la nostalgia de otros tiempos, cuando copiaba obras en el Prado que luego vendía.
El viejo pintor, larga espiga algo encorvada al final, llegaba con el audífono y una sonrisa en la cara. Se notaba que estaba hecho de buena pasta, o quizá, pensó Javier, el haber superado tantas adversidades le daba un carácter casi invencible.
—Abuelo, Javier es profesor de universidad de Historia del Arte, un experto en pintura medieval y flamenca. Ahora trabaja en el Museo del Prado preparando una nueva exposición, la definitiva, sobre El Bosco.
—¡En el Museo del Prado! Le felicito. Siempre es envidiable trabajar en el Prado...
—Eso no lo diría si tuviese que bregar con el director...
—Seguramente. Los jefes son siempre los jefes y lo peor en este mundo es siempre el poder. Los energúmenos que detentan algún tipo de poder. Se lo digo yo, que he sido anarquista y después empresario. Pero usted al menos está en contacto con las obras maestras.
—Creo que trabajó usted en el Prado antes de la guerra...
—Pues sí. Yo también vine, como Rafael Alberti, a Madrid, a empezar mi carrera de pintor, a los diecisiete años, copiando cuadros de El Prado. Y curiosamente, empecé por El Bosco, El carro de heno, que me parecía más fácil que El jardín de las delicias. Luego marché a París, y cuando, ya de vuelta, comenzó la Guerra Civil, estuve una pequeña temporada en el museo, antes del traslado de los cuadros. Para mí el Prado tiene el sabor de la guerra, lo peor del hombre, mezclado con lo mejor que se almacenaba allí, el arte, la belleza, la vida... Qué tiempos. Creo que estoy en esa etapa en la que dicen que nos sumimos los viejos en las que está más cercano el ayer de setenta años atrás que lo vivido un rato antes. Pero no le aburro con mis reflexiones. Dijo que era el comisario de una exposición sobre El Bosco.
—Sí, ya está en marcha, esta clase de exposiciones cuesta varios años prepararlas. Pero esperemos que todo vaya bien y la tengamos lista para dentro de quince meses, en julio.
—Qué coincidencia...
—¿Cómo? —preguntó Javier intentando que el viejo completara la frase que había dejado en el aire.
—En realidad no debiera extrañarme. Hace tiempo que pienso que no hay casualidades en la vida, sino encuentros. Siempre me interesó El Bosco, ha sido una constante durante toda mi vida.
Y entonces, sin solución de continuidad, o quizá interpretando el silencio de Javier Carreño como el final del diálogo, el viejo sentenció:
—Bueno, quizá esta sea una conversación para tener en otro momento. Además, a estas horas soy más lento. Hija, me voy a la cama. Estoy fatigado. Buenas noches, pase a vernos cuando quiera y hablaremos de El Bosco, ese fantástico holandés.
La velada acababa, de pronto, de una manera rápida y abrupta, casi tal y como había empezado.
—Yo también me voy, creo que ya es hora. Mañana tengo que levantarme temprano.
—Te doy la gabardina y te acompaño a la puerta.
Besó a la pintora en las mejillas, rozando la boca, los dos demorándose. A veces la noche esconde promesas: los deseos se proyectan o se aplazan.
—Nos veremos mañana en el museo. Que tengas felices sueños —se despidió Himiko.
—Lo intentaré, aunque más feliz hubiera sido de otro modo...
—No seas malo. Mi abuelo últimamente está un poco pachucho, me gusta cuidarlo. Es el único que tengo. Quería que te hablara de su época en la República y la Guerra Civil, de sus teorías sobre El Bosco, pero esta noche estaba ya fatigado.
—Otro día, ¿vale?
—Vale, el día que se te quite esa cara de decepción. No desesperes. La vida hace muchos regalos, incluso cuando menos te lo esperas. Puede suceder hasta en los museos.
* * *
Julio de 1574
Correspondencia, transcrita de cifra secreta
Sacra, católica majestad:
Antes de partir en la misión que don Luis de Requesens, por mandato de vuestra majestad, me ha encomendado en Inglaterra, con objeto de conseguir de Isabel I el permiso para que los barcos españoles puedan acogerse en los puertos ingleses en casos de mal tiempo, he de informar de otros aspectos que V. M. me encargó personalmente en el año de gracia de 1573, cuando viajé a Madrid con el cometido de pedir más dineros, tropas y recursos para cumplir con las misiones encomendadas. Gracias a vuestra generosidad pude volver a Flandes seis semanas después con todo lo que se demandaba y que dio gran impulso a la guerra con los rebeldes, coronado por la victoria de Mook, el 14 de abril, en una vigorosa campaña del general duque de Alba, que triunfó en Nimega y Harlem.
Pero de todas las misiones que he hecho para V. M., es esta sin duda la más difícil de satisfacer, pues aunque vuestras instrucciones son concretas, no sé la mejor forma de llevarlas a cabo. Comenzaré por las noticias que dispongo sobre Ierónimo Bosco y su ciudad de nacimiento, la ciudad de Balduque, donde moró toda su vida, y en la cual no encontré descendencia, por no haberla tenido con su mujer, Aleyt, también difunta. Hoy existen pocos con vida que le conocieran personalmente, y eso siendo muchachos, que tampoco pueden aportar nuevas claras.
Sábese de cierto que era cristiano romano practicante, y que perteneció a la Cofradía de Nuestra Señora, para quien realizó cuadros, así como para la catedral de la ciudad, San Juan, que durante su vida estaba en construcción y donde trabajaron muchos de sus familiares.
En cuanto a los contactos con alquimistas, se cuenta que era amigo de un tal Al Gobius, que también habitó en las cercanías de la ciudad, hombre de cábala y astrología, destilador de pócimas y perfumes, y cristalero experto. Ierónimo Bosco fue miembro destacado de la comunidad y pintor famoso. De tal modo que le llegaban encargos del exterior, tanto como de la propia Balduque. He pasado por esa ciudad, la pequeña Roma, varias veces a lo largo de las campañas, primero con el Duque de Alba y luego con Luis de Requesens, que tiene reducidos a los herejes y rebeldes al rey y señor natural Felipe II, aunque cierto es y no de descuidar que esos herejes demuestran tener gran coraje y valor en las batallas, de suerte que no es fácil doblegarlos.
He pasado por la ciudad, como os digo, a lo largo de la campaña y aunque sus pinturas y tablas tengan más fama incluso que cuando las pintó, no queda nada en la población que lo recuerde, salvo los cuadros de la catedral de San Juan, un tríptico sobre La creación del mundo, que va desde el Edén al infierno. Otra de las pinturas de este tipo, denominada La variedad del mundo, está en poder de nuestro capitán general, el duque de Alba, confiscada hace seis años al príncipe Guillermo de Orange, cabecilla de la rebelión contra los españoles.
No queda, desde luego, en la población ninguna tabla que se denomine Jonás y la ballena y la familia del pintor a la que en principio acudí, los nietos de sus hermanos, no la recordaban, ya que la muerte del pintor acaeció hace ya casi setenta años. Más suerte tuve con la familia de su mujer, Aleyt, y con los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora. Por ellos he logrado saber que a la muerte del insigne pintor, ese cuadro, de los que pintó en los últimos años, fue adquirido por el embajador en Flandes del duque de Milán, Antonio Siciliano, que visitó a El Bosco en 1514, ocasión en la que le compró algunas piezas. Dicen que tenía el encargo de un importante cardenal veneciano, y a Italia debió de llevarlas el embajador cuando partió, junto con otras obras de valor.
Desconócese aquí si la tabla siguió en Milán o pasó a algún otro Estado, ya que en ese país hay grandes magistrados, prelados y príncipes que coleccionan valiosos cuadros y no reparan para ello en gastos. Por el general de los ejércitos de V. M. en Flandes, a quien fielmente sirvo, don Luis de Requesens, embajador en Roma antes de su actual misión, he podido saber que uno de los cardenales más ricos y que más dinero empeña en comprar obras de arte de los más famosos e insignes pintores y escultores es Alejandro Farnesio.
Yo mismo oí hablar mucho del cardenal Farnesio cuando siete años atrás, en el momento en el que el duque de Alba reunía sus fuerzas para marchar sobre los rebeldes flamencos, recibí mi primera misión diplomática, siendo enviado por el general a Roma, a la corte del pontífice Pío V, para obtener la bendición papal en esa expedición y guerra. Allí conocí al cardenal, favorecedor de la causa española. Él acordó la paz entre Carlos V y Francisco I de Francia. Se habla de que es un eterno aspirante al papado. Y lo que es seguro, por haberlo yo oído y tenerlo por verdadero, aunque no pude comprobarlo en persona, es que tiene una importante colección de cuadros y tablas flamencas. Si el cardenal posee el cuadro que V. M. pretende es cosa que sin duda puede saberse de cierto en poco tiempo. Y de no ser él, es probable que sepa del propietario actual de la tabla, ya que sus relaciones en este punto son de sobra conocidas. Si hay alguien en Roma capaz de saberlo, ese es el cardenal Alejandro Farnesio.
Vuestro servidor en Flandes, capitán de vuestros tercios,
BERNARDINO DE MENDOZA