Capítulo XIV

La maldición del fuego

Sin salir por la puerta

se puede conocer el mundo.

Sin mirar por la ventana

se puede conocer el camino del cielo.

Cuanto más lejos se va,

Tanto menos se aprende.

Por eso el sabio

sabe sin desplazarse.

Entiende sin ver.

Realiza sin hacer.

LAO TSÉ, Tao-Te-King.

El contacto se produjo al día siguiente del entierro. Pensaban que podían estar vigilados por la Policía, por eso Himiko compró un nuevo teléfono móvil y desde él llamaron a Raquel.

—Quiero que sepáis que yo no tuve que ver en el asunto. Jamás le dije una sola palabra a Alberto. Esto ha sido la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Desde entonces dormimos en habitaciones separadas —fue lo primero que dijo la joven marquesa a Javier.

—Lo sé, al principio creí que era tu marido, que nos había mandado vigilar. Luego deseché esa posibilidad, cuando supimos que Herbert había hablado con un coleccionista holandés y que existía un misterioso personaje que quería el cuadro. Hasta que descubrí que el holandés era el mismo propietario del cuadro que se subastaba y para el cual había actuado el marqués de cebo. Lástima que lo comprendiera tarde. Supongo que pasó así, ¿no?

Javier había conectado el manos libres para que el resto de los presentes asistiera a la conversación. Además, de alguna manera, como Raquel, era un mero intermediario en aquella operación.

—Te cuento lo que sé, lo que le he podido sacar después de la gran bronca que hemos tenido. Fue cuando estaban preparando con Christian la operación de la subasta, el cebo para Fiori. Aquel coleccionista le contó que era posible que apareciera un Bosco desconocido, Jonás y la ballena, y eso, claro está, captó de inmediato su atención. Fue a ver al anticuario y Herbert le habló no solo de su compañero Jerónimo —al principio creyó que podría hablar con él para que lo vendiera, de existir el cuadro—, sino que además vendría con un experto español que preparaba una exposición sobre El Bosco. Así que inmediatamente ató cabos y mandó vigilarte en Venecia, donde sabía, por Federico, que habías venido. Lo que le confirmó la sospecha de nuestras relaciones. Yo había viajado a la misma ciudad, para el asunto de Fiori, pero aquel encuentro nuestro en el restaurante, todo era demasiada casualidad. Se debió de comer su rabia, porque aunque certificó que le ponía los cuernos, el asunto le estaba ofreciendo la emoción que más ama del mundo: seguir el rastro a una valiosa pieza. Así que pensó que no había mal que por bien no viniera. Le dio una razón extra. Pensó que si conseguía el cuadro, no sé por qué, también me tendría de nuevo. La fallida operación de la subasta solo aceleró el segundo asalto. Porque mira que fueron chapuzas la primera vez. Son gente acostumbrada a robar sin violencia, a los que no se les da bien la improvisación.

—¿Y no hay más personas en este asunto?

—Sí, hay más. Contrariamente a lo que haría en otras épocas, esta vez el marqués lo que quiere es vender. Saldrá así del descalabro financiero que tiene y de sus deudas, a las que se suma lo del cuadro de la subasta. Tiene un comprador, un fanático de El Bosco que le va a dar una fortuna por esa tabla. Por eso quiere haceros una oferta para que mantengáis la boca cerrada.

—Tiene que ser muy rico ese comprador.

—Un magnate de los diamantes. En estos tiempos de incertidumbre, un seguro. Dice que no va a perder la oportunidad. Podía vendérselo a Fiori, o lo que es lo mismo, a la mafia que blanquea con él el dinero, pero prefiere al otro. Dice que Fiori le debe una, y el marqués es rencoroso.

—Dime una cosa, ¿de qué nacionalidad es el magnate?

—Centroeuropeo, checo creo, pero con negocios en Ámsterdam.

Hubo una mirada de inteligencia entre Javier, Jerónimo e Himiko. Tan imposible parecía que resultaba hasta verosímil.

«Si ha estado en el principio de la historia, por qué no al final», pensaba Javier. «En cualquier caso aún falta la resolución, las vueltas que aun dará el hilo de la trama».

—Resumiendo, Javier, tengo ahora que confirmarlo con el marqués. Quiere ofrecer una cantidad que compense además al anticuario por la pérdida de su hijo, que según él, fue un accidente. Si no aceptáis, no tendrá más remedio que destruir el cuadro, con lo que no podrán acusarlo de nada. Y si por casualidad estáis grabando esto o lo escucha la Policía, la que se cae con el paquete soy yo. El muy cabrón sabe que tú no permitirás que me denuncien.

—Espera, voy a consultar.

A Carreño no le daban buen pálpito las parrafadas que echaban los dos viejos. Sabía que estaban planeando su venganza y eso le ponía nervioso. No calculaba qué era lo que podían estar maquinando. Pero no hubo mucha demora. Tras dos palabras y una larga mirada, dijeron que sí.

—Pero tiene que traer un millón y medio de euros, en metálico, en billetes de quinientos —exigió Jerónimo—. Y el cuadro. Quiero verlo por última vez antes de despedirme. Podemos quedar en la tienda de antigüedades. Está cerrada por defunción.

—Ahora soy yo la que tengo que consultar. Pero me parece que es mucho dinero.

Raquel llamó a los diez minutos.

—No puede disponer de tanta cantidad, aunque sea una persona importante y rica como él. Dice que un millón. Si es en la tienda, que no haya hora. Y que pasará antes por allí uno de sus hombres, para cerciorarse de que no es una trampa. Tiene que tomar sus precauciones.

—Por aquí me dicen que les da igual cómo lo consiga. Un millón y medio de euros, en billetes, para dentro de dos días. En la tienda de antigüedades. Estaremos esperando toda la tarde. Y aparte de ese matón, no queremos ver a nadie más.

—De acuerdo, lo transmitiré.

—Así que eres su amante —Himiko saltó al colgar—. Y te acabas de acostar con ella en Venecia, hace unos días. ¡Qué cabrón! ¡Como para fiarse de ti!

—Eso no es verdad, en Venecia no... —comenzó a replicar Carreño, hasta que se dio cuenta de que era inútil.

—Tengo que hablar con Herbert para preparar el asunto. Os dejamos solos para que os arregléis —escapaba Jerónimo.

—No hay nada que arreglar —decía la joven pintora—. Un jarrón que se ha roto no será el mismo, por más que se peguen los trozos.

«Filosofía oriental, tomo 1», pensó Carreño. En momentos así le brotaban chispas de humor negro. Había perdido un cuadro, una amante y ahora perdía lo que podía haber sido un gran amor. Su trabajo estaba en la cuerda floja, había estado a punto de perder la vida y desde luego, se habían disipado las ansias de aventura. Parecía la retahíla final de una película de Berlanga, pero en este caso no tenía ninguna gracia. Estaba deseando que acabara aquella historia.

* * *

Agosto de 1516

Oigo el carrillón de los hermanos Moer, los campaneros, cuarenta gráciles campanas para acompañar las horas, los días y los años. Artificio mecánico las toca, al igual que fuera mano humana. La invención del hombre realizará grandes máquinas, ingenios como el reloj astronómico de la catedral, con su Juicio Final y sus trompetas, que quizá estén tocando ya para mí. Pienso que ya no volveré a disfrutar de la visión de ese reloj ni de las figuras de su articulado engranaje. Las campanas guardan el secreto de la hora próxima en la que tocarán por mí todas las de S'Hertogenbosch, las cantarinas del carrillón o las graves y sonoras de la catedral, del maestro Gobel Moer, manejadas por el campanero vestido de gala.

Así se hará como ha ocurrido en otras ocasiones con los miembros cofrades de la Hermandad de Nuestra Señora: misa cantada en la aun inconclusa catedral de San Juan por tres clérigos, el sacerdote, el diácono y el subdiácono, con casullas y dalmáticas negras en señal de duelo. Asistirá una multitud.

Además de los otros cofrades y los nobles de la ciudad, los amigos, los iguales, el coro cantor, el organista, y detrás de la antipara que separa la capilla de la Cofradía del resto del templo, los menesterosos y pobres, los tullidos, aquellas criaturas que retraté en mis cuadros y a los que se darán limosnas. Sn procesión solemne desde la catedral hasta el cementerio contiguo, al norte, seré llevado por unos porteadores y enterrado por unos sepultureros que recibirán un buen sueldo por su trabajo. Así acabará el viaje de mi cuerpo inerte.

De esa manera ocurrirá todo, porque así está dispuesto, presto tan solo a la consumación del último acto. He mandado que suban algunos cuadros, los que conservo, a la habitación donde Aleyt y los sirvientes se alternan intentando bajar la fiebre que me consume, como consume a muchos otros habitantes de la población, como Jan Huys, el nuevo arquitecto de la catedral. No hablan de peste, pero esta dolencia es como ella, siega con guadaña mortal, y siento el aliento de la muerte que me alcanza, que la tregua se acaba y el tiempo que me fue dado extra tras los fuegos de San Antón ya se escapa del reloj.

Pronto el ciclo se cumplirá, llegará el momento definitivo y sabré por fin si hay algo detrás del cuadro, si detrás de la tabla aguarda un cielo y un infierno, si aquellas fisiones que trajo la fiebre, al principio de la pida, mostraban la verdad. Veo la ballena de Jonás, muerte que engulle, pero que contiene la promesa de la resurrección, de la vuelta al mundo. Ya siento su boca abrirse, sus fauces de monstruo avanzar por el agua, rodear mi cuerpo. He utilizado por última vez el espejo negro. En él veo reflejado mi cuerpo inerte, negrura de donde nace un punto de luz, un rayo que envuelve. Allí es donde mi alma, de seguro, se va a disolver.

* * *

El jefe de los sicarios, al que ya conocían, fue el primero que llegó a la tienda tras haber estado vigilando la calle durante casi una hora. No dijo ni palabra, pero revisó concienzudamente toda la sala y por último los revisó a ellos con un detector de metales.

—Son mis medicinas —exclamó Jerónimo cuando el matón golpeó un frasco de cristal en el bolsillo de su chaqueta—. Tengo problemas en la vista.

Esas eran las precauciones que el marqués había tomado. No quería armas, ni cámaras y grabadoras. Nada que pudiera comprometer la operación. El esbirro dio la señal convenida por teléfono.

—¿Y ahora qué?

—A esperar. Siéntense todos. No tardarán mucho.

Veinte minutos después, el marqués y Raquel hicieron su aparición. Descendieron de un taxi, con un gran envoltorio de tela, cuya custodia dejaron al guardaespaldas, que había salido a la puerta para recibirlos y abrirles la puerta del vehículo.

Raquel saludó, pero Alberto Monaster se limitó a realizar un pequeño movimiento de cabeza.

—Vayamos al asunto, cuanto antes acabemos, mejor —cortó, impositivo, marcando el tiempo de la reunión, ya que no podía marcar el territorio. Quería decir la primera y la última palabra.

—Antes, respóndame una cosa, señor, que me intriga de esta historia —hablaba Jerónimo—. Aunque por un lado representa todo lo que odio, la nobleza, el gran capital, los grandes especuladores, usted es un gran coleccionista que parece estimar el arte en sí, y no su aspecto pecuniario. ¿No le da pena que este cuadro no se recupere para la humanidad?

—Mi mujer en ocasiones cuenta esas cosas de los coleccionistas, lo del buen corazón, que acabamos donando las obras a los museos, en fin. No es mi caso. A mí me trae al fresco el arte para los demás. Es algo exquisito, reservado al alcance de muy pocos mortales. Tener dinero ya no es ninguna novedad, cualquier patán puede hacer millones de euros construyendo pisos o especulando. No, lo que nos diferencia es más sutil.

—En eso de que hay diferencias le doy la razón... —interrumpió Javier.

—La única hoy entre la gente con clase y la chusma, aunque tenga dinero, es el arte. Lo que nos queda a unas cuantas personas escogidas en el mundo. El futuro de esa masa mundial me trae sin cuidado. Si le soy sincero, en otra época me hubiera gustado tener esclavos.

—¿Por qué quiere aparecer tan antipático y desagradable? —se extrañaba Himiko en voz alta.

—Porque me parecen ustedes patéticos. La naturaleza no tiene escrúpulos, como el arte. Yo tampoco. Odio esas películas en la que los buenos tienen zonas oscuras y los malos acaban haciendo algo bueno para redimirse. Las cosas claras. En la vida, como en las novelas, tiene que haber malos claros.

«Cielos, el que faltaba por hacer declaraciones sobre la novela», pensó Javier. Estaba claro que en esto de la literatura cada uno tenía una teoría. Pero aquello no parecía presagiar nada bueno. O el marqués los compraba o los eliminaba, no había término medio. No habría llegado hasta allí si no estuviera dispuesto. El marqués parecía leerle el pensamiento.

—Soy un hombre obsesivo. No estaría donde estoy por no pensar rápido y actuar despacio. También podría despacharlos a todos, y así me ahorraba el dinero.

—Y más tarde a su mujer, y a los sicarios... Es un camino complicado y lleno de sangre. No creo que le guste —añadió Carreño.

Por un momento, Alberto Monaster pareció estar sopesando esa posibilidad. Pero luego enarboló su mejor sonrisa.

—Bromeaba. Como usted dice, la sangre no es muy estética, y es poco práctica, siempre trae complicaciones. Sin hablar del golpe de la carretera, fruto de una decisión precipitada —el marqués miró a su esbirro—; el asalto a la casa del lago fue una torpeza, mal ejecutada y llevada a cabo con el auxilio de aprendices. Tenía que haberlo pensado. Quien falla una vez, puede fallar otra. Nunca hubiera querido la muerte del libanés ahogado en el lago. Lamentable, no pintaba mucho en esta historia. Mis excusas.

—Métaselas donde le quepa. Nos debe un muerto —saltó Jerónimo.

—No se puede jugar a dos bandas —dijo mirando fijamente a Herbert y señalándolo—. Él incumplió primero su parte del trato. Creo que este cuadro ya nos ha producido a todos muchos problemas. Aquí está el dinero para que mantengan la boca cerrada. A ustedes dos, claro; don Javier Carreño tiene suerte de salir indemne y con la cara intacta. Pero alguien tiene que perder. Lo siento, muchacho, no podrás disponer de él para tu exposición y que te pongan una medalla. Pero da gracias a tu lucero, porque si no, te habrían decorado esa jeta de mierda. Espero que en España también guardes silencio. Solo por eso sales sin una paliza.

Javier se encendió. Se había impuesto no replicarle, no entrar en la dinámica del burlador de cuernos, pero le salió un resabio de algún lugar oculto.

—Eres muy gallito detrás de tus matones. Tanto refinamiento y no eres más que un chulo de barrio que no puede retener a su mujer.

—¡Basta ya de peleas machistas! ¡Acabemos de una vez! —cortó Himiko, a la que miró Raquel, con una mirada agradecida que expresaba lo mismo: «¡Nunca aprenderán!».

El marqués puso entonces el maletín sobre la mesa y lo abrió. Dentro estaban los billetes. Había de quinientos euros; también dólares y libras.

—Siento que no sea en una sola moneda. Tengo siempre un fondo disponible en billetes de varios países. Un millón doscientos mil euros. No he podido conseguir más.

—Suponíamos que rebajaría algo... —cortó Jerónimo—. ¿Ese es el cuadro?

El marqués hizo una seña. Su guardaespaldas trajo el envoltorio.

—Quiero verlo. Aunque sea por última vez. Póngalo en aquel atril y deje que me aproxime. Apenas distingo los colores.

El marqués asintió con la cabeza y se dirigió al grupo:

—La última mirada. Se acabó el espectáculo.

Se equivocaba. La parte final no había hecho más que empezar. Un fogonazo, de pronto, iluminó la estancia. Herbert había arrojado una sustancia inflamable y había prendido el maletín con los billetes.

—Mire lo que nos importa su puñetero dinero.

Tanto el sicario como el marqués, Javier y Raquel se abalanzaron sobre la pira humeante de billetes, por reflejo y el peligro añadido que podía suponer un incendio en aquella tienda.

—¡Está usted loco! —gritaba el marqués ante la mirada de reprobación de Raquel y la sonrisa de Javier, que creía comprender ahora las maquinaciones de los dos ancianos—. ¿Qué quiere, quemarnos a todos? ¡Trae agua, Roberto, un extintor! ¡Que alguien cierre el maletín!

No fue la única sorpresa. Mientras intentaban apagar los billetes que se habían esparcido por el piso, se registró otro fogonazo mayor. Jerónimo había empapado la tabla con alcohol y un aceite lubricante, el contenido en realidad del frasco de su chaqueta. Un encendedor hizo el resto. Como resultado de la llamarada, comenzaron a arder el cuadro y los brazos del viejo. Himiko, que se había mantenido al margen de la extinción del fuego de los billetes, dio un grito, y después Raquel. Al lado del caballete, las llamas alcanzaron unos dibujos y grabados que quemaron, mientras Jerónimo caía, envuelto en una flama azul. Además de la tabla y el soporte, empezaban a arder la alfombra y la mesa contigua.

—¿Dónde hay un extintor? ¡Tiene que haber alguno por aquí, como en todos los anticuarios! —decía el marqués, atacado.

«Salvo que los hayan quitado de en medio», pensó Carreño. No lo podía creer. Alguien que había sufrido tanto por esa tabla no había dudado un momento en destruirla. Los viejos lo tenían todo calculado. Himiko se echó encima de su abuelo y entre ella y Javier consiguieron apagar sus manos y su ropa.

—Rápido, hay que llamar a una ambulancia —gritó Javier.

—Ni se os ocurra —replicaba el marqués, que se había abalanzado sobre la tabla y que con un tapiz que había desprendido de la pared ayudaba a su sicario a apagar el fuego.

Fue inútil. Solo consiguió encender el tapiz, que tuvo que apagar con esfuerzo. La pintura de la tabla se había chamuscado casi por entero.

—¡Viejos estúpidos! ¡La han destrozado! —dijo con desprecio.

Jerónimo tenía cara de dolor. Himiko fue al botiquín para traer una pomada contra las quemaduras y con ella impregnó las manos y los brazos de Jerónimo. Nadie decía nada, mientras el marqués seguía maldiciendo y echando furias por la boca. Menos mal que allí estaba Raquel, pensó Javier. En su estado, el marqués era capaz de hacer una barbaridad. Le habían quemado su dinero y el cuadro. Aullaba como un animal herido. Urgía largarse de allí.

—Hay que trasladarlo a Urgencias —apremiaba Javier para salir del impasse.

Ese fue el momento en el que una figura apareció en la puerta.

* * *

Otoño de 1598

La caravana que acompañaba al rey más poderoso de la tierra camino de su destino final, el monasterio de El Escorial, se movía lentamente. En el interior de su silla extensible y articulada, que lo acompañaba desde hacía dos años en sus desplazamientos —podía recostarse y mantener los pies elevados—, el monarca contemplaba la ruta con mirada ausente. «Quiero ser llevado vivo a mi sepulcro», había dicho frente a la opinión de sus médicos. Cubierto por una tela que lo protegía del sol y acompañado de algunas reliquias, en contra del parecer de sus galenos, Felipe II salía de Madrid sabiendo que no regresaría a la capital: tenía una cita con la muerte.

Quizá no estaba escrito en su carta astrológica, que fuera elaborada muchos años atrás por Matías Haco —el Prognosticon, en sus papeles de la biblioteca de El Escorial—, pero él sentía que le llegaba el tiempo del último plazo, el definitivo. Como si acudiera a su palacio mausoleo para que la última de las fechas pudiera coincidir, concurrencia con señales que habían servido para tomar importantes decisiones de Estado: el traslado de la corte a Madrid, la colocación de las primeras piedras de El Escorial, el momento de zarpar la Armada Invencible, el ataque a la ciudad de San Quintín o el día del prendimiento de su hijo Carlos, que moriría en la cárcel, algo que pesaría en su ánimo toda la vida.

Pero ahora, Felipe, el segundo, el monarca más poderoso de la tierra, sentía que ya no tenía poder ni siquiera sobre su cuerpo. Tampoco tenían ya poder sobre él los astros, cuyo paso habían marcado las cuatro nupcias que contrajo según las indicaciones de sus horóscopos, fallidas en su mayor parte, infelicidad y desdicha donde tuvo que haber sosiego, paz y dulzura. Uno de esos horóscopos fallidos lo trazó el famoso mago John Dee cuando el rey estuvo en Inglaterra.

En ese último viaje camino de los limpios cielos del Guadarrama, Felipe pensaba en su padre, el emperador, en su retiro final de Yuste y su obsesión final por montar y desmontar los relojes de Juanelo Turriano, como si al destripar los mecanismos pudiera pararse el tiempo, empeño fútil.

El Escorial lo recibió en su grave austeridad, que no espantaba los rigores de un verano caluroso. Cronistas como el Jerónimo fray José de Sigüenza escribieron que el monarca, desde el 22 de julio de 1598, sufría tercianas —las calenturas febriles de la malaria— y un principio de hidropesía, a lo que se sumaban los abscesos de su dolencia de gota. Una sed feroz lo abrasaba al tiempo que se le hinchaban vientre, piernas y muslos. El fuego de aquella fiebre fue consumiéndolo lentamente durante siete días y lo llevó a las puertas del infierno. Presintiendo la postrimería, Felipe II se sintió «asado y consumido del fuego maligno». ¿Castigo último o prueba final del destino?

Agonía cruel, sin duda, muerte aplazada, como maldición prescrita. Encima de su rodilla derecha apareció una apostema de calidad maligna, que fue creciendo y madurando con fuertes dolores. Juan de Vergara, uno de sus médicos, abrió aquel absceso de pus pestilente con hierro, principio del sajar y sangrar de los varios que padecería el rey en su temible agonía. Como si no quisieran esperar el inevitable desenlace, los gusanos se posesionaban de su real cuerpo, lo invadían.

Muerte fea, mal encarada, testuz de toro indómito. Felipe se confesó ante fray Diego de Yepes, a quien le pidió que le leyera la Pasión según San Mateo, acomodo con Dios. El confesor, como todos los que penetraban en aquella oscura y recargada estancia, tuvo que soportar el hedor intenso de putrefacción. Al pie de su cama, de donde no se movía su hija Isabel Clara Eugenia, se formó un improvisado altar de reliquias y pellejos santos.

La llegada de los huesos de mártires y santos a la alcoba había tenido lugar en una tétrica, más que solemne procesión, iluminada por candelabros, recorriendo los umbríos pasillos del monasterio, procesión en la que también figuraba el príncipe Felipe, en breve Felipe III. Lejanos estaban los tiempos en que aquel recinto recibía sorpresas, como aquel esqueleto de una ballena varada en Valencia que el rey —curioso, enciclopédico— mandó traer y colocar en uno de los corredores.

El tétrico espectáculo sobrecogía a los presentes, los dejaba mudos. Cuando llegaron sus reliquias favoritas, el moribundo se incorporó con esfuerzo, las besó «con boca y ojos» y pidió que se las pusieran sobre la rodilla purulenta. En seguida sintió alivio, de tal modo que no quiso separarse, y temía incluso que los criados las tocaran para limpiarlas.

La muerte se toma su tiempo, como si quisiera dar la oportunidad a Felipe de ponerse en paz con todos. «Mandó hacer muchas y notables limosnas en estos días que duró su enfermedad», escribe Sigüenza. Sus dineros sirvieron para que se casaran huérfanos, para socorrer a viudas y gente humilde. Ordenó treinta mil misas, y un buen número de novenas.

Una obsesión: pagar sus deudas. Y en caso de duda «actuar antes contra la hacienda que contra la conciencia, de manera que mi alma sea descargada y no pene...».

Si su padecimiento físico era atroz, lo hacía más cruel la imposibilidad de lavarse, higiene personal que amaba y practicaba con meticulosidad. A pesar de su gloria, el monarca de medio orbe, «uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo», en palabras de Jean l'Hermite, no podía controlar los esfínteres.

Sufría de incontinencia, tormentos para su pulcritud, penando por el mal olor que emanaba de su cuerpo. Hacía sus necesidades en el propio lecho, para lo que se abrió un agujero en la cama.

Sintiendo próxima la hora final, el rey había mandado pedir un crucifijo, el mismo que había sido de su padre y que pasaría después a su hijo Felipe III. Mandó colgarlo dentro de las recargadas cortinas de la cama, frontero con sus ojos. Y la cama, oblicua, para poder asistir por la ventana que daba a la basílica, a cantos y rezos, oficios y rituales.

Fueron cincuenta y tres días de suplicio. Alimentado por oraciones y rodeado de clérigos que se turnaban a su lado, Felipe II, cuerpo yacente que se pudría en vida, siguió ordenando. Su cerebro, acostumbrado a planificar los más mínimos detalles, pretendía disponer la muerte en todo su formulismo y ceremonia, gravedad del que sabe que va a rendir cuentas.

«Mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes», según cuenta Sigüenza en su crónica. Entre los cuadros, todos los que poseía de un famoso y extraño pintor flamenco, un abridor de mundos profundos, guardián de diablos e infiernos, crítico caricato de la moral humana: Hieronymus van Aeken, El Bosco. El monarca dispuso las nueve obras en cruz. Algunas se las había comprado a los herederos de Felipe de Guevara y otras las había obtenido de botín de guerra, como El jardín de las delicias. Toda su vida tuvo debilidad por el viejo Hieronymus. Hubo un tiempo en que sus agentes recorrían Europa buscando obras del maestro.

Cave, cave, dominus videt (Cuidado, cuidado, el Señor observa), decía la leyenda de la Mesa de los siete pecados capitales, Ojo de Dios con los vicios y pecados danzando alrededor, que mandó colocar enfrente, con sus cinco círculos. El del centro y más grande estaba dividido en tres anillos concéntricos. En el del exterior estaban representados los siete pecados: ira, soberbia, lujuria, avaricia, gula, acidia y envidia. Finalmente, en los cuatro ángulos de la tabla, enmarcadas en círculos, aparecían los temas favoritos de El Bosco: muerte, Juicio Final, infierno y gloria.

La escena misma de la muerte de Felipe II podría haber sido pintada por el maestro holandés, que lo habría matizado el dramatismo, introduciendo diablillos subiendo por la cama y ropas del lecho, colgándose de las cortinas y empujando contrariados las reliquias. Seguramente hubiera acentuado la contradicción de lo absurdo de la muerte del ser más poderoso del mundo buscando una clave final en los cuadros del pintor enigmático.

—Estuve en su pueblo, en Bolduque, aunque ya hacía años que él había muerto. Yo era muy joven, iba con mi padre Carlos, el emperador. Me hubiera gustado conocerlo, quizá así habría entendido más cosas de sus cuadros. El que sí que lo conoció fue mi abuelo, Felipe el Hermoso, que le encargó un tríptico.

Sigüenza recordaba aquella conversación con el rey, años atrás, hablando del autor de aquellos cuadros que algunos en la corte se atrevían a considerar heréticos. Sigüenza los había defendido ante Felipe, que era de su misma opinión. El monarca le contó que había comisionado a uno de sus agentes para que investigara la vida del extraño pintor.

—El informe es preciso, fray José. No era descendiente de judíos, no pertenecía a ninguna secta herética. Lo único interesante es la mención que hace de que en una de sus tablas se afirma que está pintado el secreto de cómo lograr la piedra filosofal. No era alquimista, pero conocía el lenguaje hermético. Dicen que esa tabla salió para Italia y se perdió, aunque parece que se hizo con ella Rodolfo II, mi sobrino. Lástima, me gustaría conseguirla por ver si es verdad ese secreto. Naturalmente, no creo una palabra, pero daría cualquier cosa por contemplarla. Os ruego que, cuando yo muera, os cercioréis de que los pliegos de correspondencia con los embajadores del reino que tiene mi secretario en este sentido, sean debidamente destruidos.

Fray Sigüenza asintió y calló. Sabía que el rey, a pesar de confesarse nada crédulo en estas cuestiones, disponía de un gran laboratorio donde sus alquimistas o destiladores habían intentado obtener oro del plomo después de complicadas operaciones que duraban semanas. Había mandado construir un laboratorio de destilación en el monasterio, que se había convertido en el más importante de Europa. No solo era el oro. El objetivo del monarca se centraba en la preparación de nuevos medicamentos químicos —le interesaba las nuevas teorías de Paracelso— y en alargar la vida y alejar sus dolencias, cosa que no le había dado mucho resultado, a tenor de los hechos presentes.

Pero algo salió mal en aquel laboratorio. En el mes de julio de 1577 se registró un gran estallido, con grandes destrozos, en la torre de la Botica donde fundió sus campanas y quemó toda la madera de vigas, puertas y alacenas. Aunque se habló de un rayo, Sigüenza sabía, como todos en el monasterio, que la detonación había surgido desde el interior de la estancia. El fraile que cuidaba el reloj, cuya celda se encontraba próxima, aquejado de una gran melancolía debido a los gases inhalados, se quedó sin apetito y murió a las pocas semanas, sin que galeno o profano acertaran a saber cuál era el origen de su mal.

Aquel año fue año sonado por la aparición del perro negro, un animal que según los frailes franciscanos daba grandes saltos en plenilunio, cabriolas infernales acompañadas de aullidos de ultratumba que se escuchaban bajo los aposentos de Felipe II. El padre Villacastín, con la ayuda de tres monjes, comprobó que en realidad se trataba de un perro negro, sujeto con collar y que pertenecía a un noble de la corte. Entonces, el monarca, ante la extrañeza de sus súbditos, mandó ahorcarlo en una ventana del monasterio. Allí permaneció colgado hasta pudrirse, para acabar con las consejas que afirmaban que aquel perro era el can Cerbero, el mitológico monstruo que protegía el acceso al averno, una de cuyas entradas estaba, según se decía, debajo de El Escorial.

Sigüenza disculpaba las veleidades alquímicas de su soberano por la necesidad que tenía de obtener dinero para el Imperio y mantener unida la cristiandad. Pero ahora Felipe II no podía decirle nada a Sigüenza, los ojos mortecinos, rojos, salidos de las órbitas, en algún momento perdidos en los cuadros, luego en las reliquias y el crucifijo, los labios resecos de tanto mascullar plegarias y besar reliquias santas, las llagas supurando pus y dolor. Desde la pared de su alcoba, los peores sueños de El Bosco eran testigos mudos del drama real.

En su agonía, a pesar de arrepentimientos y caridades, de confesiones y cruces, de lecturas y oraciones, en los ojos de Felipe II asoma el miedo, sintiéndose quizá sopesado en la balanza, buscando alguna respuesta en aquellas pinturas, en aquellos personajes, su cuerpo y su alma resistiéndose a la partida, calculando virtudes y defectos, juicios sesgados del doliente. Quizá, en el otro lado, conocería a Hieronymus y podría hablar con él de sus tablas crípticas, de sus vericuetos infernales, de las criaturas que nos poblaban, de las verdades profundas. El cuerpo, cárcel de la conciencia.

Entumecimiento, seguido de fuertes convulsiones y vahídos, alternando sueño, pesadez profunda y desveladas vigilias. Temiendo no salir de aquellos comas que le llevaban a ratos el ser, el 1 de septiembre el monarca solicitó la extremaunción. Para recibir los santos óleos, en un último esfuerzo, esmeró su higiene: le cortaron las uñas y le lavaron las manos. Purificada su alma por la confesión, manifestó «no tener conciencia de haber hecho injusticia a nadie, sino engañado; y para no ser engañado lo estudié todo por mí mismo».

Sabiendo de las pestilencias de su cuerpo, había dispuesto que se fabricase una caja de plomo para que, una vez muerto, metieran en ella el ataúd y evitar así los hedores. Como en todo fue tan rey y «de tan alto ánimo este príncipe, parece que aun quiso reinar y enseñorearse sobre la muerte», nos dice el Jerónimo. Sin querer dejar ningún hilo atrás, dispuso los últimos movimientos de su féretro y trazó el recorrido que lo llevaría hasta su tumba.

Diligencias de quien encara lo postrero, el rey se cercioró de que ya estaba dispuesto el ataúd y lo hizo traer a la cámara real, aquel tétrico aposento, preñado ya de muerte. Era féretro con historia, madera de un buque que había encallado en la arena, cerca de Lisboa. Cinco años antes, cuando paseaba por el lugar, Felipe había visto los restos del navío, que se llamaba Cinco Llagas, y al verlos tuvo el pálpito de que aquella madera debía envolverlo en su tránsito hacia la eternidad.

Después, con voz trémula, dictó su última carta al príncipe Felipe, al que aleccionó:

«Yo os ahorro esta escena, pero quisiera que vieseis en lo que paran las monarquías deste mundo. Vea vuesa merced cómo Dios me ha desnudado de toda la gloria y majestad de un monarca para dársela a vuesa merced. Dentro de muy pocas horas yo estaré cubierto nada más con una pobre mortaja y atado con una ruda cuerda... Vos sois joven como un día yo lo fui. Mis días están contados y próximos a su fin; la cuenta de los vuestros solo Dios la sabe, pero tendrán que concluir».

Los tiempos del último acto se van consumiendo. El 11 de septiembre el rey se despide de la corte y de los suyos, a los que les exhorta a perseverar en la fe. Luego pierde la palabra, que ya apenas volverá. Había advertido a los médicos que le informaran de cuándo llegaba el fin, y cuando los cirujanos Vargas y Medrano se lo hicieron saber al día siguiente, el monarca pidió auxilio espiritual. Mandó al arzobispo de Toledo que le leyese la Pasión de San Juan. Hacia la una de la noche fue a hablarle su confesor, y él dijo a los Jerónimos que lo rodeaban que cuanto más se allegaba a la fuente, tanto crecía más la sed. Cuando fueron a darle una de las velas de Nuestra Señora de Montserrat, el rey dijo: «Guardadla, que aún no es tiempo», y a las tres de la mañana, al presentársela de nuevo, se rio y tomándola de la mano, dijo: «Dadla acá, que ya es hora».

Obsesión final, hubo oración y palabras para el tránsito, para que descansara en la presencia de Dios Padre, que compensaría ese doloroso final. El rey pedía más y más oraciones; reflejos de terror. Una hora y media antes de expirar, «tuvo un paroxismo tan grande que todos creyeron que había acabado», dice Sigüenza. Era la mejoría de la muerte, el último despertar de un organismo que inevitablemente se extinguía. Tuvo suerte y pudo darse cuenta de su final, muriendo con serenidad tras una larga agonía, que en aquel último momento, fue dulce. Felipe abrió los ojos, sus órbitas ya desmedidas, y asió el viejo crucifijo de Carlos V con un súbito destello de fuerza, impropia de un moribundo. Aquella mejoría duró un buen rato, y pasó en medio de jaculatorias, letanías, interminables oraciones, miradas al Jardín de las delicias, que tenía enfrente del lecho, besos al crucifijo y palabras para la historia, repetidas hasta el delirio: «Muero como católico en la fe y obediencia de la Santa Iglesia romana». Afirmación sospechosa, o cabezonería del que no las tiene todas consigo, aunque tal vez esas palabras fueran escritas por otro como si fueran suyas.

El reloj candil de la cámara dio las cinco de la madrugada. Entonces, en aquel instante fronterizo, las primeras luces anunciándose en el horizonte, «con un pequeño movimiento, dando dos o tres boqueadas, salió aquella santa alma y se fue, según lo dicen tantas pruebas, a gozar del reino soberano», según relató Sigüenza. Sucedió «cuando el alba rompía por el oriente trayendo el sol la luz del domingo, día de luz y del señor de la luz, y estando cantando la misa del alba los niños del seminario, la postrera que se dijo por su vida y la primera de su muerte». Tras intentar sentir los latidos de su corazón y después de ponerle un espejo en la boca que no se empañó, el cirujano regio Victoriano Morgado firmó el acta de defunción. La muerte del rey había llegado el 13 de septiembre del año 1598, en el mismo día que catorce años antes había puesto la última piedra de todo el cuadro y fábrica del monasterio de San Lorenzo del Escorial.

Alguien apagó entonces la luz del reloj candil, como se había apagado la del dueño del mundo. A esa misma hora, en Inglaterra, el espejo negro de obsidiana del mago John Dee sufrió una contracción, crujido que dejó en su pulida superficie una arista, un arañazo, tal y como hoy se puede ver en el Museo Británico, donde está expuesto.

Los cuadros de El Bosco, testigos de la muerte y el tránsito de Felipe II, volvieron a las habitaciones de los aposentos reales y durante un tiempo se eclipsaron. En el fuego del Alcázar de Madrid, en la Nochebuena de 1734, originado en las dependencias de un criado del pintor Jean Ranc, se quemaron, entre otros muchos de la colección real, cuatro cuadros de El Bosco: dos ciegos con una mujer ciega, una danza a modo de Flandes, unos ciegos que andan a la caza de un puerco jabalí y una bruja.

* * *

A todos les sorprendió la aparición de aquella figura, aunque algunos lo conocían. Era un hombre maduro, de edad indefinida, alto y elegante, vestido de negro. Imponía. Había algo en su mirada, en sus gestos, que no eran de este mundo, o al menos, de esta época. Nadie osaba decir palabra, tan extraña era aquella súbita presencia, llena de autoridad, que por un momento Javier creyó haber entrado en un sueño. Pero las escenas tienen que tener un desenlace. Este venía de la mano de German Blank, el hombre que había aparecido en la puerta, a pesar de estar aparentemente cerrada.

—Llame, llame a una ambulancia, señor Carreño. Mientras llega tendremos el tiempo suficiente para acabar este asunto —dijo el recién llegado hablando primero para Jerónimo e Himiko y luego para el marqués—. Hubiera preferido que me entregara la tabla entera. Y sin violencia. Al menos, hablamos de eso. Así que es mejor que me quede con la tabla quemada. Quizás pueda recuperarla y en cualquier caso, a usted ya no le pertenece. Pero como sé que todos han trabajado en la restitución, he querido compensarlos.

Dicho esto, arrojó una bolsa de terciopelo negra sobre la mesa. El marqués la recogió y abrió. Era un puñado de diamantes.

—Supongo que eso será suficiente.

El marqués cogió uno de ellos y rayó un cristal de la ventana. Mandó al guardaespaldas que le trajera el mazo de una armadura medieval del fondo de la tienda y probó a romper las piedras, sin éxito.

German le alargó un detector digital de piedras falsas, un aparato digital parecido a un gran termómetro con marcador de colores. Al aplicarlo a las piedras, una luz verde llenó la pequeña pantalla. Pareció convencerse.

—Creo que son buenos —exclamó el marqués.

—Desaparezcan. Ya han hecho demasiado daño —dijo Blank.

—Así que este era el gran capitalista —se le escapó a Raquel—. Pensar que cuando lo conocí en la subasta no le di ninguna importancia.

—Raquel, ¿vienes?

—No, querido. Ya he tenido bastante. Pediré el divorcio. Intentaré sacarte lo máximo posible.

—Mujeres... —dijo con desprecio.

—Hombres —respondió ella—, solo algunos merecen la pena y tú no eres uno de ellos.

Cuando el marqués y su esbirro abandonaron la sala, se escuchó la voz de Jerónimo.

—Perdone que no me levante a saludarlo. Apenas veo. Y este fogonazo me ha dejado completamente a oscuras. ¿Pero por qué les ha dado esos brillantes? ¡Ese canalla no se lo merece!

—No se preocupe, Jerónimo. Pero podían haberles hecho daño con la rabia de haber perdido lo que consideraban la tabla. Aunque todos sabemos que no es así, sino que era su copia. ¿Dónde está la tabla original?

—En la trastienda. Himiko, tráela.

—Ah, ¿pero esa era una copia? ¿Por la que han estado a punto de quemarse dos personas? Tiene gracia el asunto... —exclamaba ácida Raquel.

El desconocido alargó otras pequeñas bolsas de diamantes.

—Me importa un rábano ya el dinero, señor Mainger, pero me gustaría saber cuál es el secreto de la tabla.

—Podría decirle que es un secreto científico, el principio para poder realizar lo que ahora llaman la fusión fría, o reacción nuclear de baja energía. Algo que la humanidad busca afanosamente como la alternativa limpia a la energía nuclear de fisión, que los buenos alquimistas habían descubierto desde el siglo XVI, y que en realidad no es más que una función secundaria de lo más importante, una manera de transformar la materia. El mundo, que tanto lo necesita, no está aun preparado para ello. Aunque se vean joyas en el cuadro, los metales, las piedras, son elementos de la clave. Fue un maestro el que pintó aquello, y lo recibió de otro maestro, un alquimista que nunca ha aparecido en la historia de los grandes alquimistas. Pero era bueno y modesto. Y resolvió un enigma.

—Eso sí que no hubiera podido imaginarlo nunca. Me deja de piedra. —Raquel era la única que era capaz de articular palabras, mientras que el resto permanecía callado. Nadie era capaz de decir nada a pesar de las muchas preguntas que se agolpaban en todas las cabezas. Himiko trajo la tabla original y el desconocido desplegó una bolsa de tela que tenía preparada.

—Este secreto, en manos inadecuadas, podría acarrear grandes males.

—Déjeme verla al menos unos segundos. Tanto trajín para esto y me voy a marchar sin ver siquiera esa maravilla —protestaba la marquesa.

Un minuto después de que todos la contemplaran con un silencio reverencial, German Blank introdujo la tabla en la bolsa.

—Tengo que irme. La ambulancia está a punto de llegar.

—¿No se aburre de los humanos, señor conde? —preguntó por sorpresa Javier.

—¿Conde? No sabía que pertenecía a la aristocracia —repuso Raquel—, ni que lo conocieras tanto.

—Sí, tuve el gusto de conocerlo, aunque entonces no sabía quién era en realidad, señor German Blank, señor Santiago Mainger, conde de Saint Germain... Debería haber sospechado, pero no me dejé llevar por mi intuición.

—Sí, tiene que hacerle usted más caso, señor Carreño. Contestando a su pregunta, la verdad es que el mundo sigue siendo un lugar interesante a pesar de los destrozos del ser humano, ese ser previsible y mediocre que tanto aburre con sus reiteradas equivocaciones. Es posible que estemos a punto de un cambio sustancial en las conciencias, este es un tiempo turbulento que puede alumbrar otros mejores, o, como otras veces, irse al traste. No hay que perder la cabeza. Hay que resistirse a creer que nuestra aventura en el planeta y en la historia acabe en ignominia y destrucción sin sentido. El amor triunfará. Algún día.

—¿Le volveré a ver? ¿Y al cuadro?

—No pierda nunca la esperanza. Es la mejor forma de vivir. La piedra filosofal está dentro de cada uno, es pura potencia. Es el «Yo soy», que esos que se dicen mis discípulos interpretan a su manera.

—Se quema un cuadro que es una copia de una obra maestra. Emerge entonces el original y se esfuma, lo que no tiene gracia. Me perdí —dijo Raquel—. ¿Quién es usted en realidad? ¿Y de qué lo conoces, Javier?

—Es una larga historia. Le autorizo a que la cuente cuando me haya ido.

El visitante enfiló la puerta con decisión. En su última mirada al grupo, antes de desaparecer, se podía decir que asomaba una sonrisa.

No hubo tiempo para más. Javier detectó las miradas que se lanzaban Himiko y Raquel, pero la situación estaba tan distorsionada que lo que podría haber supuesto un duelo femenino de alto voltaje, ahora no tenía sentido. Herbert, muy agitado, preguntaba a su compañero cómo se encontraba.

—No es para tanto. He perdido un poco de práctica en lo de lanzar cócteles molotov —bromeaba Jerónimo, a pesar del intenso dolor que debía de sufrir.

—No quiero pensar qué habría pasado si no aparece Mainger con los diamantes —le decía Javier a Raquel—. Solo había un sicario, pero puede que lo hubiéramos pasado mal. ¡Qué inconscientes! Seguramente pensaron que contigo delante no haría ninguna barbaridad.

La conversación acabó con la sirena de una ambulancia que avanzó por la calle hasta detenerse en la puerta.

* * *

Vida enredada, vida barroca, extraña y sorprendente, nadie se hace responsable de la trama, y el destino no es más que un truco de mal escritor. Historias sin finales, o con muchos, posibilidades hay para todos los gustos. A menudo las expectativas son siempre mejores que lo que en realidad sucede. Lo mismo pasa con la vida, esa obra interminable. Solo tiene puntos seguidos, a veces un salto a otro párrafo, perdidos ya del encabezamiento de nuestro periplo, olvidados de objetivos y frases, sin saber cómo va el negocio, el meollo del asunto, la sustancia.

Novela de desarrollo laberíntico, el camino está sembrado de pistas, todas verdaderas o todas falsas, como la vida, imposible juzgar. Se mezcla el presente, el pasado, quién sabe si el próximo futuro. Todo se ha desmadrado un poco, se ha salido de los moldes, intentando imitar al insigne pintor y sus equívocos mensajes, místico con la atracción del abismo del infierno, hombre desconocido que reconocemos en nuestro interior. Todos somos Hieronymus. Todos estamos en sus cuadros, todos los hemos pintado. Somos objeto y sujeto, materia y la mano que la forma, idea y la mente que la piensa, espejo negro que nos devuelve lo que queremos ver, nuestra esencia profunda difuminada en la nada, nuestro destino, una superficie oscura donde se dibujará lo que fuimos, donde nos diluiremos cuando la muerte nos fije en esos espacios.

Palabra alquímica, cabalística, álgebra de emociones y gestos, geometría de los aspectos vitales que nos atañen, misterios que solo desvelaremos cuando atravesemos la puerta, las puertas, cuando ya nuestro cuerpo se asome a las ventanas de otra dimensión y las traspase.

Pero eso sí, con cuidado. Las palabras no deben ser utilizadas en vano, economía del universo, ni servir para adorno o embellecimiento, para alimento del ego. Las palabras son flechas. Y flores. Son plumas y piedras, vuelan al espacio y están enterradas en minas en lo más profundo de la tierra. Al fin y al cabo, ellas son la materia prima de la que se forma el Opus nigrum, el huevo filosofal.

En resumidas cuentas, la historia de la tabla había llegado a su fin, se había consumado. El fuego, más que purificador, destructor de sueños, implacable ejecutor de la sentencia. Había un final, y este era el fuego. El fuego de San Antón, el fuego de la fiebre. Y en ese, de una u otra manera, nos habíamos consumido todos.

En este punto me introduzco en la narración, quizá por necesidad de aclarar mi papel en ella, no para justificarlo. Yo, Javier Carreño, era consciente de haber vivido la aventura de mi vida, pero en realidad, lo que había sucedido era la novela de otra persona: la historia de Jerónimo Díaz. Así lo sentí en aquel momento. Un final como pudo serlo cualquier otro, la vida, ya se sabe, tiene a veces varios finales, o diversas interpretaciones del mismo final. No conocí a nadie cuya identificación con El Bosco fuera más completa, lo cual es tal vez paradójico tratándose de un anarquista. O no tanto, tratándose, en el fondo, de un pintor. Y de un pintor que había utilizado el espejo negro que, como una puerta a otra dimensión, cruzaba de vez en cuando. Pero puede que fuese el propio Hieronymus Bosch el que se valía de aquella superficie y aquella mirada para volver a este mundo, para reflejar ese universo sombrío, esos personajes que surgían desde lo más profundo del corazón del ser humano, allí donde habita y reina el miedo, y los hacía aparecer tras los ojos de Díaz, que acababa escribiéndolos, como si en realidad aquellos monólogos no le pertenecieran. Historia de desenlace esotérico, o al menos brumoso, casi legendario.

Pero aunque este fuera el final de una trama, no es el último. Habrá quien lo prefiera, y entonces debiera detenerse aquí, aun a riesgo de no completar la visión del tríptico. Aunque si la curiosidad ha hecho al lector llegar hasta este punto, lo más normal es que continúe, a pesar de la advertencia ante posibles desilusiones. Es fuerte la tentación de acabar de esa forma, un tríptico incompleto imita a la vida, siempre descuadrada, y no a la ficción, que exige cierre, así sea este abierto y problemático, con las dos alas de la obra.

La vida, el arte, son también reflejos de un espejo oscuro: el de nuestra sombra.

* * *

Los preparativos de vuelta, una semana después, cuando Jerónimo se había recuperado de sus heridas, se truncaron con el infarto que acabó con Herbert. Desde la muerte de su hijo adoptivo, y a pesar de su venganza, la tristeza le había dejado mudo. Les avisaron del hospital, cuando ya no había nada que hacer. Para Jerónimo fue una sensación extraña. A pesar de todo, lo sentía. Una parte de su vida se iba también con aquel hombre.

Javier e Himiko ayudaron al entierro, dado que no se le conocía familia. No habían salido de un funeral y se veían obligados a repetir el rito. También ayudó la asociación de los veteranos de los campos. Para ellos, cualquier pérdida era importantísima. Otro testigo del horror que se iba. Herbert fue enterrado junto con su hijo, en una tarde de sol frío que los dejó sin palabras. Volvieron a aquel cementerio, ante aquella proa de barco de madera y aquel lema de los argonautas. «Buena navegación, viejo», pensó el comisario español, que a pesar de todo, lo había cogido cariño al holandés.

—Dentro de tres horas nos volvemos a España. Parece que a Jerónimo se le ha agravado la degeneración macular con todo lo que ha pasado. Está casi ciego —decía Himiko a Carreño.

—Ya ves, Javier, tanto hablar del espejo negro y es lo que me ha tocado vivir en el final de la vida. Tendré que resignarme a perder poco a poco la luz. Aunque, desde luego, ya he visto mucho. Demasiado.

—No debes atormentarte por lo que pasó —terciaba Carreño—. Nunca se sabe lo que nos depara la vida. Si vamos a las últimas causas, Herbert tuvo mucha responsabilidad en lo ocurrido. Por proteger a su hijo, lo puso en peligro, nos puso a todos.

—Es una sensación amarga. No creo que el ser humano cambie. No debería importarnos a los que estamos ya con un pie en la tumba, pero uno tiene su corazoncito. El mío se llama Himiko. De alguna manera, comprendo a Herbert. Por un hijo se puede hacer cualquier cosa.

—¿Javier? Hola, soy Gonzalo. Espero que estés recuperado desde lo de Ámsterdam... Verás, ya que estás con el tema de los cuadros para la exposición... Me acaba de llegar una información de que se va a poner un nuevo Bosco en el mercado, una tabla que se creía desaparecida. ¿No sabes nada del tema?

—¿Cómo dices?

—Te digo esto, por supuesto, de manera absolutamente confidencial. Atento, amigo. Nuestro querido Abuelo anda detrás. No es tan invisible que no deje rastro de su presencia. Parece que está utilizando una partida de joyas en sus operaciones, sobre todo diamantes. Anótate mentalmente estos nombres, que utiliza como alias: German, Blank, Kowalesky. Su nieta trabaja como abogada en la recuperación de los cuadros robados por los nazis. Está vigilada y tarde o temprano nos llevará hasta su abuelo. No sabemos hasta qué punto está implicada, pero lo averiguaremos pronto. Así que, ya lo sabes, si te llega un rumor o un soplo, llámame de inmediato. Me debes una.

—Descuida. Si alguna vez veo a ese personaje, será lo primero que haga.

—A menos que ya te hayas encontrado con él y no me hayas dicho nada. Si es así, ten cuidado. Los diamantes que hace circular son falsos. Se trata de moissanite, un material utilizado en la industria electrotécnica, obtenido a partir del siliciuro de carbono. Originalmente tenía un matiz amarillo, pero desde hace varios años existen sofisticadas tecnologías que permiten fabricar moissanites diáfanas que apenas se pueden distinguir de los diamantes auténticos, y son tan duros como ellos. Están muy bien trabajados y tienen un brillo especial, son muy difíciles de detectar incluso por joyeros expertos. Pero eso sí, las piedras valen diez veces menos.