Capítulo V
Es cierto que perdimos
el campo; mas, ¿qué importa? No está todo
perdido si concordes retuvimos,
el ánimo invencible,
y nos queda el ingenio necesario
para encontrar un modo,
por más que sea osado y temerario,
con que saciar el odio inextinguible,
la venganza, la ira
que ese fiero enemigo nos inspira.
JOHN MILTON,
El Paraíso Perdido, Libro I.
En la madrugada del 10 de mayo de 1940, fecha de la invasión nazi de los Países Bajos, tuve una pesadilla inquietante. Me encontraba en un túnel, enfangado por la cintura, y aunque avanzaba hacia una luz blanca que mostraba la salida, infames y viscosos engendros me lo impedían agarrándome de las piernas. Estaba dentro de un cuadro de Hieronymus.
—Eso crees, que solo estamos en los cuadros de El Bosco.
Una criatura híbrida, viscosa y ganchuda, con caparazón de tortuga y garras de águila, ojos de pescado y aguijón de raya, se había subido al hombro y desde allí me hablaba.
—Hieronymus consiguió que posáramos para él. No nos inventó su fértil imaginación. Vivimos en el mundo, entre vosotros, desde hace muchos siglos. Tenemos el mejor escondite del mundo. Nos ocultamos en vuestra cabeza.
Me subió una náusea a la garganta, angustia del encerrado, acorralamiento del alma. Estaba intentando luchar con aquello cuando me despertó Giselle, zarandeándome con fuerza. Desperté empapado en sudor y vi a una mujer agitada, en camisón, los pelos revueltos.
—Monsieur Díaz, los alemanes han invadido Holanda.
Acto seguido, y con voz excitada, me contó lo que decía la radio.
—Aviones alemanes cruzaron hace horas el cielo holandés hacia el oeste, pasando de largo hasta el Canal. El ejército creyó que los aviones se dirigían a Inglaterra, pero los escuadrones dieron media vuelta sobre el mar del Norte y regresaron a las bases holandesas, bombardeando en tierra los aviones de la Fuerza Aérea. Ha empezado la guerra.
Eso la entendí, en el francés nervioso que hablaba, mientras intentaba controlar su cuerpo y sus emociones. Cuando la abracé, me percaté de que un leve temblor la tomaba entera. Tenía treinta años, algunos más que yo, pero se abrazó a mí como si fuera su hermano mayor, alguien con fuerza varonil para dominar el miedo.
Fueron solo unos minutos, pero una chispa eléctrica me recorrió desde el cabello a los pies. Aquel cuerpo de mujer se pegaba al mío buscando cariño y protección. Si, en condiciones normales, lo que acababa de decirme hubiera hecho que me levantara como un resorte, su tibia y perfumada presencia me hacía dilatar cualquier acción, cualquier palabra. Comencé a acariciarle el pelo, lo que la tranquilizaba. Aquella hada nórdica, aquella valquiria, era de carne y hueso, sentía. Y me hacía sentir.
Nos besamos. No sé lo que duró aquello, el mundo volviéndose loco hasta el delirio y nosotros allí, abrazados en la cama, temiendo volver a la realidad y sabiendo que cuando lo hiciéramos se acabaría el hechizo. Al cabo tuvimos que hacerlo y acudí con Giselle a escuchar las noticias. La radio emitía música nacional, himnos, llamamientos al patriotismo que ella me traducía. Y sin embargo, a pesar de la gravedad que nos dominaba, pude ver en sus ojos un brillo distinto, el mismo que había provocado en mí el contacto con su cuerpo y sus labios. Sintonizamos la BBC, que en esos momentos comenzaba a hablar, escuetamente, de la invasión.
Santiago Mainger no estaba en casa. Una llamada de teléfono, sin duda comunicándole la noticia, le había hecho abandonar su mansión en plena noche. Había despertado a Bruno y a Giselle, que encendió el aparato de radio.
Aquel día iba a ser muy largo. El ama de llaves fue a hacer café, no sin antes mirarme de una manera especial, yo diría que amorosa. Le devolví esa mirada, que en aquel vendaval de sucesos, me serenaba. Por la ventana contemplé cómo amanecía, cómo llegaba la mañana de aquel día histórico, que en apariencia no se diferenciaba de los anteriores.
Serían las diez de la mañana cuando apareció Mainger. Se metió en el despacho y llamó a Giselle. Luego llegó mi turno.
—Monsieur Díaz, me temo que no podrá terminar su copia. Ya sabe lo que sucede. Fui a ver a mi amigo Jacques Goudstikker, que fue quien me alertó por teléfono. Teme por su fabulosa colección, pero no creo que pueda hacer mucho. Debería irse cuanto antes a Inglaterra. Ya sabemos cómo tratan los nazis a los judíos.
Me pregunté qué relación tenían aquellos hombres. En cualquier caso, era afectuosa, de colegas ilustrados.
—Yo me iré también y me llevaré los cuadros. En cualquier caso, monsieur Díaz, es mejor que haga su equipaje. Destruya la copia con las otras inconclusas. No podría secarse antes de que nos vayamos y además, desgraciadamente, ya no nos servirá de nada. Dado que soy responsable de su estancia en la ciudad, venga conmigo a Londres, donde tengo casa, hasta que usted decida qué hacer.
La verdad es que, una vez más, la guerra había trastocado mis planes. La estancia en Holanda llegaba a su fin. Acepté la oferta de mi anfitrión, aunque no pensaba quedarme en Londres. Gran Bretaña sería una escala en la lucha contra el nazismo. Hice mi escaso equipaje y ayudé en lo que pude en los preparativos de partida.
Desde que supimos la noticia de la invasión, el peso de la guerra parecía contagiar todos nuestros actos. Aunque yo estaba más habituado, veía el desconcierto en Bruno y Giselle, que pasaban de la actividad frenética al estatismo, frenados en una acción cualquiera por un oscuro impulso que venía desde dentro. Yo lo conocía ya, se llamaba miedo, incertidumbre, pérdida de mundo. A medida que progresaba el día, la angustia y la ansiedad avanzaban por todas las mentes y dotaban a los cuerpos de una urgencia casi cómica. Las llamadas telefónicas se sucedían y eran seguidas por períodos en los que el aparato permanecía en silencio y lo único que se oía, como un ruido de fondo machacón y cansino, era la radio, que seguía emitiendo música y proclamas, así como mensajes militares en clave.
Dentro de aquel terremoto que provocaba la llegaba de los alemanes, mis pensamientos volaban a Giselle, atareada embalando cosas, abriendo y cerrando estancias y muebles. Aquella noche nadie durmió en el caserón; los tres, Bruno, Giselle y yo, en el salón pegados a la radio, consultando mapas según se confirmaba el avance de los alemanes, elaborando conjeturas, deseando que el ejército holandés pudiera contenerlos hasta la llegada de los franceses y británicos que ya se habían movilizado. Las miradas del ama de llaves se cruzaban con las mías, pero ninguno de los dos realizamos ningún movimiento. Acabamos dormidos sobre los sofás, mientras Mainger, que parecía tener una energía ilimitada, a pesar de que nunca comía —solo lo veía beber agua mineral—, entraba y salía de la galería, manejaba archivos, quemaba papeles.
El día siguiente amaneció preñado de malos augurios. A media mañana recibimos la visita de Jacques Goudstikker, el amigo o socio de Mainger. Los dos fueron recorriendo las estancias, los cuadros de la galería descolgados ya en el suelo. Eran piezas importantes: de Hans Memling, Cranach el Viejo, Klimt, algunos impresionistas. Y, por supuesto, la tabla de El Bosco.
Me fijé en el semblante del judío. En las horas anteriores, entre los partes de guerra, Mainger me había contado su historia. Jacques Goudstikker era un experto anticuario y marchante, uno de los mayores coleccionistas de arte europeos de los años 20 y 30. Él mismo inspeccionaba, ayudado de una lupa, cada una de las piezas antes de comprarlas para formar parte de su galería. El negocio del arte era toda su vida. En 1919, con veintiún años, se había hecho cargo de la empresa familiar en un canal de Ámsterdam. Con su visión de lo que representaría el comercio de grandes obras y sus conocimientos en la materia, logró una fortuna inmensa. Se había casado con una elegante cantante de ópera de Viena, Desi Halban, con quien acababa de tener un hijo, Edward, Edo.
Era un hombre vestido con elegancia: corbata oscura, chaleco y pañuelo almidonado en la chaqueta; el rostro despejado, donde destacaba una nariz recta levemente levantada al final con un bigote fino y cuidado. El pelo, fijado con laca. Aunque tenía cuarenta y dos años, juraría que en aquel momento parecía mucho más viejo de lo que en realidad era. Se le notaba apesadumbrado, doblado, con la mirada en el suelo, desolado. Mainger le preguntó por sus preparativos de marcha.
—Todavía no puedo irme, tengo que contar con mi mujer y mi hijo y encargar el cuidado de mis propiedades, el castillo de Nijlerode, la casa, los cuadros... Me abrumo cuando pienso el peligro que corren esas obras maestras. Toda mi vida, mi colección, está aquí —decía Goudstikker señalando un cuaderno de tapas negras—. No solo voy a perder todos mis cuadros; voy a perder a mis criaturas en manos de esos salvajes, de esos asesinos.
—Pero al menos te salvarás, con tu familia. Tal y como querías, he sacado pasajes para los tres en el carguero SS Bodegraven, un buque de vapor, que saldrá mañana del puerto de Ijmuiden, en Ámsterdam. Hablé con el capitán, Huibrecht Regoort. Te esperará hasta el atardecer. Creo que el barco está ya lleno de soldados ingleses y refugiados de varios países. Quizá te puedas llevar algunas piezas de tu colección, o ponerlas en lugares seguros, conmigo. Yo saldré mañana hacia Róterdam.
—¿Mil ciento trece obras? Imposible elegir alguna. Ya no tengo tiempo. Y el caso es que no me fío de mis empleados, Arie ten Broek y Jan Dik. Les he dado instrucciones precisas sobre conservación y venta, pero nadie sabe lo que puede pasar con los tiempos que corren. Los vi hablar, a mis espaldas, con Alois Miedl, que vino a visitarme ayer para saber si quería vender mi colección. El muy canalla me ofrecía la décima parte de su valor. Sabe que voy a abandonar Holanda, aunque mi corazón se queda aquí, con mi galería.
A pesar de lo que contó Mainger, cuando Goudstikker regresó a su casa, yo no pensaba demasiado bien de aquel judío. Toda Europa en llamas, el desastre de una guerra mundial, y él solo pensaba en sus cuadros. Aunque yo mismo fuera pintor, era difícil que lo entendiera. Goudstikker pertenecía a esa clase de personas especiales, obsesionadas con el arte y el coleccionismo, para las cuales arrebatarles sus posesiones era darles una puñalada en el corazón. Sin que nadie aún lo supiera, la muerte ya había marcado y dibujado su rostro en la última pintura de la vida. Pero eso yo lo conocería años después. En ese momento había poco tiempo para disquisiciones filosóficas o artísticas. Teníamos que movernos con rapidez.
—Embalaremos los cuadros y saldremos en cuanto sea posible hacia Róterdam —comentaba Mainger—. Yo iré delante en un coche más grande, con la mayor parte de las obras, y usted y Bruno detrás en mi coche, con los equipajes.
Una sorpresa nos deparaba aún la tarde, antes del toque de queda. Un vehículo paró en la puerta y de él salió una figura corpulenta con un maletín de cuero en la mano. Aquel hombre era el marchante y hombre de negocios alemán Alois Miedl. Con treinta y siete años, algunos menos que Goudstikker, era también, como él, un hombre rico y enamorado del arte. Aunque nacido en Múnich, se había instalado desde 1932 en Holanda y se había casado con una holandesa de origen judío. Yo estaba con Mainger decidiendo, con algo de dolor, cómo destruiríamos las copias —el fuego de la chimenea encendido para tal fin— cuando Giselle le anunció la visita.
—Los buitres acuden al festín —dijo el magnate por todo comentario—. No salga usted de aquí, esconda ahora las copias. Bajo ningún concepto ese alemán debe asomarse a la galería y ver lo que estamos haciendo, ni oler a pintura quemada.
No supe nunca lo que Alois Miedl y Santiago Mainger hablaron durante cerca de media hora. Lo que luego él me relató fue que el alemán, aprovechando la situación, le había ofrecido comprar su colección a bajo precio. Deduje, por las precauciones que tomó con su visitante, que aquel era el contacto con el cual negociaba la venta de los cuadros —o sea, las réplicas— para que los judíos pudieran salir de Alemania. Por eso no debía ver ninguna obra de la colección, ni por supuesto las copias.
—Ese no es más que el heraldo de lo oscuro, el cuervo anunciador —me dijo cuando el negociante alemán abandonó la casa—. Uno de los agentes de Goering. Seguramente sabía lo que se estaba fraguando y ha querido adelantarse. Tengo que salir. Continúe usted y luego ayude a los operarios a embalar los cuadros.
Mientras la actividad se redoblaba en aquella casa, yo seguía allí, con la penosa tarea de destruir las copias, entre ellas la mía. Y sin embargo, a pesar de lo que le había dicho, a pesar del peligro que entrañaba que mi obra, ahora sin valor de cambio, fuera descubierta, algo me inducía a no destruir lo que trabajosamente había pintado con tanto ahínco en las semanas anteriores. Una voz interior me aconsejaba guardar aquella tentativa, e incluso terminarla, por si el original se perdía. Así que, con la complicidad de Giselle, subí la copia inconclusa a la buhardilla y la escondí de las miradas de todos mientras en el fuego se consumían las copias inacabadas de los otros cuadros.
Luego ayudé en la operación de embalaje de las obras que quería llevarse Mainger. En el caso de las tablas la preparación llevaba su tiempo. Primero había que envolverlas en telas impermeables, con sus marcos, y atarlas cuidadosamente con cuerdas que no rozaran su superficie. Después, envueltas en paja y virutas, se introducían en cajas de madera.
Trabajamos durante todo aquel día, como hormigas frenéticas, Mainger entrando y saliendo de la casa, evacuando sus archivos, disponiendo el orden de los cuadros y algunos baúles que irían en los vehículos. Giselle traía café y alimentos —nuestras miradas se cruzaban a cada momento del día— para hacer más llevaderas las horas y el trabajo. Bruno y yo embalamos una decena de cuadros.
Muy entrada la noche nos retiramos a descansar un poco; el sueño intranquilo, alterado por sonidos de aviones y lejanas explosiones, así como por las balas trazadoras de las ametralladoras antiaéreas que habían comenzado a funcionar. Aquella noche, la que podría ser la última en Ámsterdam, acudí a la habitación de Giselle. Estaba despierta, esperándome, sentada en la cama, con un camisón. No hablamos. Nos abrazamos, nos desnudamos e hicimos el amor, ebrios de deseo. No había tenido más que unas fugaces relaciones con una compañera, en la guerra, y mi experiencia amatoria era escasa. Pero eso, en aquel momento, no importaba. Alguna vez he pensado por qué es así la vida, o por qué los seres humanos, cuando estamos en situaciones tan adversas, rodeados de muerte y destrucción, las furias desatándose, recurren al amor y al sexo como valores de refugio o de afirmación. Debe de ser una ley universal. A más muerte fuera, más necesidad de piel y de amor tenemos, más necesitamos transitar los campos de la ternura.
No dormimos mucho esa noche, explorándonos sin una palabra, acariciándonos con los ojos, las manos y la boca, todo inútil si no lo decía el cuerpo, comunicación intensa y profunda, dándolo todo, sabedores de lo extraordinario de la situación, del momento irrepetible. Allí, en esa cama, vencimos al miedo y al Tercer Reich, a la guerra y a la muerte, a la sinrazón. Allí, en esa cama, triunfó el amor y yo creí en la vida y en la victoria. Volví a confiar en el ser humano.
Ya de madrugada acabamos los preparativos. Los alemanes bombardeaban y cuando las lejanas explosiones nos llegaban, atenuadas, se hacía un pequeño silencio que desembocaba en un redoblar furioso de la actividad. Era una lucha contra el tiempo. La radio seguía difundiendo llamamientos al deber patriótico de los ciudadanos ante la guerra y algunas informaciones destinadas sin duda a elevar la moral de los que combatían con dureza a las trece divisiones que los alemanes habían movilizado para la conquista de Holanda, paso previo al ataque a Francia e Inglaterra. Tras los primeros bombardeos de los aeródromos y de la capital, La Haya, los alemanes lanzaron fuerzas aerotransportadas desde Junkers 52. El fuego antiaéreo holandés se empleó a fondo y comenzó a derribar esos aparatos. Llegó a abatir doscientos setenta y cinco durante toda la batalla.
A media mañana se dio el zafarrancho de partida. Pretendíamos llegar en varias horas al puerto de Róterdam, donde nos esperaba un vapor de una compañía holandesa para zarpar de inmediato con destino a Inglaterra. Santiago Mainger decidió que uno de los cuadros que no cabía en el primer coche —justo la tabla de Jonás y la ballena, el último que habíamos embalado— viajara en el segundo vehículo de la expedición, en el que íbamos Bruno y yo.
—¿Y el señor Goudstikker? —pregunté por curiosidad.
—Seguramente ya estará camino de la libertad.
Dictó con Giselle las últimas disposiciones para la conservación de la casa y tomó la delantera en el primer coche. En un momento pensé en pedirle que se llevara también a Giselle. No sé, era absurdo, pero tenía la certeza o la intuición de que aquella historia no podía acabar antes de empezar. No articulé palabra, ni ella tampoco dijo nada, aunque sus ojos comenzaran a llenarse de lágrimas, emoción de la despedida que nos embargaba a todos, más a mí, que tenía que separarme del ser amado nada más haberlo conocido. Tantas caricias secretas, anheladas, cuántos deseos de pegarse a ese cuerpo, más cuando la vida y las circunstancias te separan de él, injusticia suprema, impotencia de los que saben que están sometidos a otras fuerzas contra las que no cabe luchar ni oponerse.
En el último momento, no pude resistirme. Bajé del vehículo y llegué donde Giselle. Los dos nos fundimos en un beso. Nos sacó de la ensoñación el claxon de Bruno, que veía que nos rezagábamos si no partíamos de inmediato.
Cuando monté de nuevo, no podía hablar. Estaba llorando y Bruno respetó mi silencio, cada uno con su runrún interior y sus historias. A pesar de mis temores, las carreteras no estaban atestadas de autos y de gente huyendo. Vimos coches y algunos transportes militares, con el síndrome de la prisa y la alarma.
En un pueblo, a las afueras de Ámsterdam, se nos unieron dos vehículos más de otros judíos que marchaban al exilio con sus familias. Todos nos encaminábamos hacia el puerto salvador de Róterdam.
—Mejor sería que nos internáramos, separados, por carreteras secundarias. Somos una inmejorable presa para la aviación —decía yo a Bruno.
Sabíamos que los alemanes habían fracasado al ocupar los aeropuertos de La Haya y que la lucha era encarnizada entre el ejército holandés, menor en cantidad y peor armado, y las divisiones alemanas, que empleaban paracaidistas, caballería, infantería, tanques, comandos y un armamento más moderno. Habían llegado noticias de que en Róterdam se combatía con dureza, y de que los barcos del puerto estaban zarpando hacia Inglaterra. Seguían aterrizando paracaidistas y varios puentes de las cercanías de la ciudad habían sido tomados por los alemanes. La táctica de los germanos era conquistar todos los pasos de los ríos, incluidos los del Nuevo Mosa. Los intentos de penetración germanos fueron difundidos por radio, con lo que se sembró también la inquietud entre los que huíamos, debido a los numerosos controles existentes en la carretera.
Habíamos visto a lo lejos aviones de transporte y brotar de ellos paracaidistas como semillas de milano en una tarde ventosa de estío. Así manchaban el cielo. Llegamos a un puente que los holandeses estaban a punto de volar. Los dos primeros coches y el camión pasaron, pero cuando íbamos a hacerlo los dos últimos, uno de los vehículos de las familias judías se paró en seco, bloqueado. Intentamos hacerlo arrancar, mientras los soldados holandeses nos urgían. Como última opción, entre todos intentamos empujarlo, descargándolo rápidamente de maletas y equipaje. En esas estábamos cuando aparecieron cazas alemanes ametrallando a baja altura. El pánico se desató a un lado y otro del puente. Los aviones enemigos buscaban neutralizar a los soldados holandeses antes de que lo volaran, y estos corrían hacia los refugios al tiempo que ordenaban: «¡Fuera, fuera, al suelo, al suelo! ¡Vamos a volar el puente!».
Los coches que habían logrado pasar comenzaron a moverse y los demás corríamos hacia nuestros coches cuando aquello explotó y un trozo del puente fue lanzado por los aires. La onda expansiva me alcanzó de lleno y me arrastró quince metros. Si no hubiera sido por unos fardos de paja a un lado de la carretera, me habría aplastado contra una fila de árboles.
* * *
1497
Llegó el revuelo al grupo de pobres que se arracimaba frente a la portada de la catedral, aún inconclusa, de s'Hertogenbosh. Habían reconocido a Jeroen, el maelder o pintor, avanzando por la calle con carpeta de infolios, donde plasmaba sus dibujos al carboncillo. Aunque lo veían con frecuencia, en cualquier lugar del Bosque Ducal, solo se alteraban cuando lo divisaban con sus útiles de trabajo. Más de una pelea se había desatado entre aquellos menesterosos, veteranos del lugar y recién llegados, por estar en primera fila, lo más horribles o harapientos que pudieran parecer. El pintor los dibujaba y siempre tenía para ellos una moneda. Y no tenían que hacer nada. Podían moverse si divisaban a cualquier dama piadosa que entrara a orar en el templo, o a cualquier acomodado burgués que pasara por la puerta. Muchas veces estos les hacían caridad cuando distinguían a maese Hieronymus en sus quehaceres, temerosos de ser vistos por aquel miembro de la poderosa Cofradía de Nuestra Señora. Y sin embargo Jeroen apenas levantaba sus ojos del papel o de la figura que estaba dibujando, incapaz de concentrarse en algo más que aquello, encajando la escena en el tríptico que estaba desarrollando o pensando el lugar del cuadro donde colocaría aquellas imágenes, que en su cabeza ya estaba mezclando y componiendo.
Jeroen era conocido de los pobres. Muchos de aquellos que se arropaban en las puertas de las iglesias o de la catedral, siguiendo un recorrido y una jerarquía, lo habían visto también en la capilla y el hospital de San Antonio, o en el geefhuis, el hospicio asilo para indigentes, enfermos, viejos y niños recogidos que existía en las afueras de la ciudad, allí donde todos acudían para comer y dormir. Encargado por la Mesa del Santo Espíritu, el maestro había decorado con un gran tapiz las paredes de la gran sala y había realizado los adornos de madera con cornamentas de ciervo del techo, como había hecho también, en años pretéritos, su padre.
Últimamente, la competencia había aumentado entre los necesitados en Balduque. Habían llegado pobres del pueblo de Oss y aldeas de alrededor, incendiadas por los Güeldres, las milicias del partido antiborgoñón del duque de Güeldres que se oponía al dominio de Felipe el Hermoso. Para vengarse, la milicia armada de s'Hertogenbosch y pueblos vecinos había atravesado el río Mosa y había destruido e incendiado Batenburg y otros pueblos enemigos. Eran malos tiempos aquellos para la ciudad, muy cerca de la frontera con los Güeldres y en el centro de las operaciones de castigo. A los desplazados por los ataques de las respectivas milicias se unía el peso económico sobre los ciudadanos, que tenían que sufragar la pólvora, los bastimentos, las espingardas, las corazas y escudos, los caballos y en general los gastos de guerra de los que salían, y el apresto y reforzamiento de las fortificaciones para los que se quedaban. Vieja guerra, que arrastraba muchos años sin resolverse ni decantarse la victoria para ningún lado.
El cojo y el tullido habían pasado de los insultos a los golpes, mientras el ciego, que tocaba la zanfona, preguntaba qué pasaba a un niño contrahecho, que le servía de lazarillo. Otro cojo con el pie cortado y vendado, víctima de los fuegos de San Antón, y un afectado por el mismo mal, sin piernas y con unas fundas de cuero gastadas en sus manos que le servían para apoyarlas en el suelo, se movían alrededor de los que peleaban. El barullo y la lucha cesaron cuando el pintor llegó a la altura del grupo de aquellos desheredados e hizo un gesto. Todos sabían que a Jeroen no le gustaban las luchas y desavenencias, y volvía sobre sus pasos si las peleas continuaban. Fue entonces cuando apareció aquel mendigo alto y se apoyó en una esquina del arco de entrada a la catedral. Su sombrero estaba raído y vestía con harapos, pero aún llevaba en su rostro impreso un rictus de orgullo. El pintor fijó en él su atención, ante el desengaño de los demás que, vista la elección, recularon hasta ocupar sus puestos anteriores rezongando algunas maldiciones.
Jeroen se aprestó a comenzar el dibujo de aquel mendigo. En sus ojos, el pintor descubrió el brillo de los viejos soldados que tan bien conocía. A su vez fue también reconocido.
—Os conozco, maester Jeroen. Yo fui uno de esos infortunados que luchó y fue herido en el asalto e incendio a Driel, en 1477. Allí os vi hace veinte años. Atravesamos el río Mosa para castigar a los malditos Güeldres, cuando asolaron e incendiaron Oss hace veinte años, como lo han hecho ahora. Nos vengamos. Destruimos el pueblo, matamos e incendiamos. Y en algún lugar dejamos reducidos a la miseria a gente como yo. Todo eso hicimos. Lo llevo grabado en mis pupilas, pero de ahí no saldrá, no podréis dibujarlo, igual que no pudisteis dibujar nada en aquella ocasión.
Aquel mendigo había sido testigo de los esfuerzos de Jeroen por plasmar en carboncillo algunas de aquellas acciones guerreras. Empezaba bien, pero cuando los sonidos, los olores y los colores de la guerra llegaban hasta él se quedaba paralizado, como si estuviera ante las puertas del infierno.
Fuego y muerte, los jinetes de la guerra. Reflejos lóbregos los que producían sus armaduras, bruñidos en sangre y aceite, negros de ascuas. Odio, pillaje y destrucción, herencias que acompañaban las incursiones. Guerra contra los Güeldres, saqueos de ciudades, ojo por ojo y diente por diente que se cumplían a rajatabla, incapaces los cristianos de moderarse en sus excesos, como si necesitaran derramar la vida de los otros, existencia que se torcía de repente, que se segaba, que se perdía en razias y golpes de mano, en audaces contragolpes, ejércitos de cuervos, de ratas, de fieras sin cara y sin nombre detrás de las armaduras, de los tabardos, capaces de arrancar las cabezas con las picas, de cortar brazos y piernas con espadas y arcabuces.
Era algo que jamás podría reflejar ninguna pintura, ningún cuadro: el sonido de los asedios, el crepitar del fuego, el choque de los aceros, el silbido ululante de las ballestas y las flechas, las canciones y los gritos, los aullidos de los que caían heridos mortalmente y los mutilados en sus miembros, abiertas sus carnes. Y sobre todo, el olor. El olor a batalla, el acre olor de la pólvora, el dulce y mareante de la sangre, el picante de la madera quemada, de los enseres, la grasa de los carros, el aceite y la pez que arrojaban desde las almenas los sitiados. Todo aquel maremágnum infernal.
Dos veces acompañó Jeroen a las tropas de s'Hertogenbosch en sus incursiones al condado de los Güeldres en aquel tiempo, con sus propias armas, comisionado por el gremio. Había sido elegido por su juventud, pero también porque estaba protegido por el comandante de armas, que lo mantenía en su entorno, sin dejarle participar directamente de los asedios ni del saqueo y el posterior incendio que inevitablemente se producía cuando la plaza era tomada. Todos aquellos recuerdos llegaban con aquel mendigo altivo con un pie quebrado y vendajes en las manos.
—¿Cómo os llamáis?
—Soy Maldrich, el soldado sin suerte. Perdí mi fortuna jugando a los dados, mi pie y mis dedos luchando, y aún tengo hierro en mi cuerpo. Sé que dais unas monedas a los pobres si posan para vos. Dádselas a este compañero de armas y os mostrará todas sus heridas. Al menos, las que se ven. Las que llevo en el alma se irán conmigo al infierno.
—No os recuerdo, Maldrich. Pero os diré una cosa que os sorprenderá: al final conseguí pintar aquellas escenas espantosas. Fue tiempo después, ya en el taller.
Jeroen no contaba que, aunque había conseguido pintar ejércitos, e incendios, asaltos a castillos y ciudades, lo hacía de lejos: masa de caballeros e infantes con armas donde no se distinguía ningún rostro.
—He visto vuestros cuadros, maelder Jeroen, y no quisiera estar en vuestro pellejo. Yo no llevo en mi cabeza los demonios que vos lleváis. Dicen que pintas disparates. Cada uno hace lo que puede en esta vida. Yo maté, incendié, jugué, amé, pero de mí no quedará memoria. Seré una de las figuras lejanas de vuestros cuadros. Pero a vos os dirán pintor de disparates y acertarán. ¿Por qué en vez de hacer lo que los otros, pintar a Dios, a los santos, cuadros con escenas piadosas o de milagros, os obstináis en pintar los abismos y los demonios, las furias y las fieras? ¿Por qué pintáis a seres como nosotros, poseídos ya por el mal, criaturas podridas, envilecidas?
—Porque de todo ello está hecho el hombre, Maldrich. Lo comprendí en la guerra. Llevamos la muerte y el horror dentro, lo veo como veo vuestros harapos o vuestras heridas. En esta vida vivimos también parte del infierno. Vuestro destino fue ser soldado, ahora mendigo. El mío, pintor, y nuestro destino se cumplirá. Os pintaré y os pondré en uno de mis cuadros. Dejarás recuerdo, aunque nadie sepa ni vuestro nombre ni vuestra historia.
—Sea, maelder. Pero sed también generoso y dadme alguna moneda para que hoy pueda comer caliente y beber una jarra de vino a vuestra salud. ¡Y a la salud de los infiernos, de los diablos y de vuestras criaturas en esta ciudad de beatos, de frailes y de curas!
* * *
Cuando abrí los ojos, varios días después, en la casa de Mainger, empecé a comprender lo que había pasado. No estaba muerto, ni dentro de un sueño. Ante mí estaba Giselle, sonriendo y celebrando mi vuelta a la vida.
Giselle me contó lo ocurrido después de la explosión. Inconsciente, Bruno, con ayuda, me arrastró hasta el coche —afortunadamente, él se había arrojado al suelo y se libró— y después había vuelto a Ámsterdam transportándome con gran riesgo. El resto de los expedicionarios —salvo dos personas que habían fallecido, no se sabía muy bien si de la voladura o del ametrallamiento aéreo— habían cruzado en una pequeña lancha y fueron recogidos por los otros vehículos.
A veces pienso cómo en un instante puede cambiar la historia de una vida. Si el coche de delante no se hubiera averiado, nada de lo que me pasó después, en lo bueno y en lo malo, habría sucedido. No recuerdo nada de aquel viaje de vuelta, con Bruno al volante y yo al lado, más muerto que vivo. En el trayecto, alrededor de cruces de caminos y carreteras, el chófer asistió a escaramuzas entre los paracaidistas alemanes y el ejército holandés, pero afortunadamente estaban demasiado enfrascados en el tiroteo. Treinta horas después de haber salido para hacer ochenta kilómetros, estábamos de vuelta, yo casi exánime.
Aunque Bruno dijo que en aquel viaje había abierto los ojos en ocasiones y que musitaba frases, no recuerdo nada de nada. Un velo piadoso nubló siempre este punto de mi memoria. Me dejó en la casa —imagino la cara de Giselle cuando volví a aparecer— y buscó a un médico. El doctor confirmó que no había reventado por dentro y que solo tenía rotas dos costillas y un dedo del pie izquierdo. No existían hemorragias internas, sino un fuerte traumatismo; vendó e inmovilizó las piernas y decretó reposo absoluto, lento restablecimiento con buenos alimentos y cuidados.
Como la cosa iba para largo, Bruno, de acuerdo con Giselle, resolvió viajar a su país en cuanto acabaran las operaciones militares en Bélgica y Francia, donde se había desplazado la guerra cuando capituló Holanda.
Los holandeses se habían defendido bravamente, ocasionando grandes pérdidas al ejército alemán, que nunca pensó encontrar tan fuerte resistencia. Si bien los alemanes avanzaron a gran velocidad y ocuparon la mayoría del territorio, las ciudades principales permanecían en manos holandesas. Los invasores fueron detenidos en una línea de puestos avanzados y la mayoría de los paracaidistas, eliminados o capturados. El alto mando alemán estaba preocupado. En cuatro días, su posición no había obtenido el resultado esperado y demandado por Hitler. Entonces vino la amenaza de la destrucción de Róterdam. Se envió un ultimátum a sus defensores: o capitulaban de inmediato o serían bombardeados hasta que no quedara un edificio en pie. Cuando el oficial holandés regresaba de firmar la rendición, un enorme grupo de bombarderos alemanes apareció en el cielo. Cerca de novecientas personas murieron y la ciudad sufrió un enorme castigo, con cuantiosos daños, sobre todo debido a los incendios.
Un nuevo ultimátum alemán amenazó con la destrucción de Utrecht y de Ámsterdam. El general Winkelman, el comandante en jefe holandés, consciente de que los británicos y los franceses no podrían acudir en su ayuda y abatido por la destrucción de Róterdam, que aún ardía, decidió salvar las vidas de la población civil. Holanda se rindió con la excepción de la provincia de Zeeland, donde los combates continuaron para dar a las tropas francesas e inglesas tiempo para su retirada hacia Dunquerque.
Detrás quedaban miles de holandeses muertos y prisioneros. Un desastre del que afortunadamente yo no me enteré, luchando por sobrevivir con el cuerpo maltrecho, agitado entre delirios febriles. Todo lo sucedido en aquellos días me lo contó después Giselle, cuando debido a sus cuidados renací a la vida. Fue su amor el que me salvó. Cuando desperté, estaba en mi habitación, en la mansión de Mainger. Giselle no sabía nada de su dueño e imaginaba que había conseguido embarcar en uno de los últimos barcos en salir de Holanda. Las comunicaciones telefónicas estaban cortadas, así que era imposible saber qué había ocurrido ni recibir instrucciones. Cuando pude hablar, en seguida le pregunté por el cuadro.
—Bruno decidió que era mejor no llevárselo a Francia. Lo escondí, al lado de donde puso usted la copia.
No había manera. A pesar de nuestra intimidad, Giselle seguía sin tutearme, fuerza de la costumbre. En dos semanas más me levanté y tuve la fuerza suficiente para andar por la habitación. Pero me mareaba mucho. Llevaba demasiado tiempo en la cama. Necesitaba ejercitar mis débiles piernas, las costillas ya soldadas en las fracturas.
No fueron fáciles los siguientes movimientos, con una ciudad, un país sumergido en un estado de shock producido por la derrota de la guerra y la ocupación alemana. Los alimentos comenzaron a ser acaparados, reacción natural que yo conocía desde la guerra de España. El combustible pronto escaseó, y andaba la gente como enloquecida, yendo de acá para allá, con una mueca de miedo en la mirada. Parecía que los hechos les dejaban perplejos, invadidos por el estupor. Había que ponerse en su lugar. Holanda era un país en el que las autoridades eran respetadas: el padre en la familia, el profesor en su clase, el jefe en la empresa, el alcalde en su ciudad, los oficiales en el ejército, la reina sobre el trono.
Y ahora, ninguna autoridad parecía ejercer su oficio, desconcierto que los minaba y los paralizaba; rostros en mudo pasmo preguntándose qué hacer, a dónde acudir, quién era el que podía dar órdenes. Solo quedaba su orgullo como pueblo.
Las brumas que poblaban mi cabeza fueron poco a poco disipándose, ahuyentadas por el vendaval de la guerra, que seguía su curso inexorable. De la misma manera que muchos de mis compañeros, sorprendidos en Francia, yo pensaba que había que seguir luchando, y ni siquiera la derrota aliada supuso ningún cambio en esa determinación.
La marina alemana y la Gestapo controlaban el puerto de Ámsterdam y hacían difícil el embarque en cualquier carguero el tráfico marítimo, prácticamente suspendido. Mientras buscaba la manera de conseguir documentación, ayudado por un conocido de Giselle, comencé yo mismo a falsificarla. Afortunadamente tenía más recursos que en el sur de Francia: buen papel y tintas, cauchos de calidad y herramientas de precisión de relojero. Todo ello heredado de los talleres de la casa de Mainger. Desde ese momento me convertí en Jean Etienne Brousse, pintor francés, contratado en Ámsterdam para trabajos de restauración.
¡Qué a tiempo lo hice! No había pasado ni un mes de la invasión, cuando una mañana trajo una sorpresa. Saliendo de la niebla, una tropa de choque mandada por un SS rodeó el edificio y llamó enérgicamente a la puerta. Cuando Giselle la abrió, un tropel de SS alemanes y miembros del NSB, el partido nazi holandés, colaboracionista con los alemanes, entraron y revisaron el inmueble. Afortunadamente las tablas estaban bien escondidas en el techo del desván. Yo estaba en mi habitación, leyendo. Junto con mi documentación me llevaron en presencia del oficial de las SS, que contemplaba los huecos de los cuadros de la galería.
El oficial tenía la misión de requisar una buena cantidad de piezas de arte y de archivos procedentes de los países conquistados. Uno de sus hombres se acercó y le dijo algo al oído al darle mis papeles.
—Monsieur Etienne, estudiante francés de Bellas Artes... ¿Qué hace usted aquí, tan lejos de su casa? —Afortunadamente, su francés no era demasiado bueno.
—Vine para hacer unos trabajos para el señor Mainger. Pero me sorprendió la guerra. Estoy esperando un dinero para regresar a París.
—Ya. ¿Qué clase de trabajos?
—Ayudarlo en los trabajos de restauración de los cuadros.
—¿De qué cuadros? ¿Por qué no me dice qué ha sido de la colección? El señor Mainger es un hombre conocido en los altos círculos por el comercio de diamantes, donde hace negocios con los judíos, y también por el valor de sus colecciones artísticas.
—Se los llevó, creo que a Inglaterra.
—¿Y cómo lo dejó a usted aquí? ¿De guardián de la casa? —Se reía.
—Como ya le he dicho, estoy esperando poder regresar a Francia, más desde que se acabó la guerra.
—¿Sabe que tiene que renovar su documentación? Vaya mañana mismo a la prefectura.
Aquello precipitó todo y decidió mi destino en los siguientes años. Ya no podía seguir en aquel caserón, custodiado desde ese momento por los nazis.
Decidí que no me separaría ni de la tabla ni de aquella copia, pasase lo que pasase, y seguiría su suerte. Si la vida me había llevado allí, sería por alguna razón. Protegería aquellos cuadros, me acompañarían en la guerra, desde la clandestinidad; la resistencia a la ocupación se tendría que formar tarde o temprano. Mis conocimientos en la falsificación serían necesarios y me permitirían sentirme útil.
Giselle me procuró un contacto con los comunistas holandeses, los primeros con los que pudo enlazar. Y no se quedó ahí. Ella misma se convirtió en resistente. Llevaba y traía papeles y documentos, desde cartillas de racionamiento hasta cédulas de raza aria, salvoconductos y tarjetas de identidad. La labor era ingente. Con grandes dificultades se había creado una raquítica red de resistencia con socialistas, católicos, protestantes, comunistas, y se trabajaba en la manera de comunicarse con rapidez y discreción. Sencilla e ingeniosa —planeada por Giselle, mi ángel, que distrajo a los guardianes con una buena comida y unas botellas de vino— fue la manera en la que salí de la casa de Mainger, vestido con un uniforme de barrendero, las dos tablas disimuladas en un carro de maderas y leña, hasta llegar a una casa segura en el este de la ciudad, donde me instalé en la buhardilla.
Al principio la ocupación no parecía tener tanta trascendencia. La vida continuaba y los alemanes, ya una potencia en Europa, se comportaban con corrección: querían conquistar con buenas maneras las simpatías de un pueblo que sentían como hermano. Se liberó pronto a los prisioneros de guerra. Aunque hubo medidas como el oscurecimiento nocturno y se usaba el alemán en las calles para las señales de tráfico, pocas cosas parecían haber cambiado. Seyss-Inquart, un nazi austriaco, fue designado como gobernador de los Países Bajos con una pequeña fuerza de ocupación.
Así pasó todo el año 40 y el comienzo del 41. Se creó un movimiento, la Unión Holandesa, dispuesto a cooperar con los ocupantes. Esto, que a muchos nos parecía colaboracionismo sin más, tenía sus matices. Para cientos de miles de personas la Unión Holandesa se convertía en una alternativa al NSB, al partido nazi holandés, al que no querían dejar en solitario al frente de la Administración del Estado. Resultaba curiosa esa identificación con el Estado, al menos para mí, que siempre había combatido esas estructuras de poder y organización como nefastas.
Poco a poco comenzaron pequeñas formas, muy simbólicas, de resistencia: la burla a los invasores como cabezas cuadradas, con cientos de chistes. La gente llevaba flores o prendas de ropa con el color naranja, expresando así la lealtad hacia los Orange, la familia real. Aunque los alemanes dificultaban y a veces lograban interferir la recepción, todo el mundo escuchaba Radio Orange, emitida desde Londres en holandés. Mientras, los alemanes y sus aliados locales preparaban las posteriores acciones contra los judíos. Ahí los holandeses se encontraron divididos. Tan fieles al poder como sus vecinos, muchos no se resistieron a colaborar en lo que les decían las nuevas autoridades. Los empleados públicos firmaron la Declaración Aria. Lo sorprendente era que casi todos los judíos se registraran, obedientes, en enero de 1941, tal y como les pedían las autoridades. Quizá, como decían algunos, era miedo a las represalias, o lo más probable, que desconocían lo que seguiría a continuación.
Los que hasta entonces estábamos en la resistencia íbamos tejiendo también nuestras redes, preparándonos para lo peor, que sin duda llegaría. Yo tenía bastante trabajo con las falsificaciones. A pesar de que socialistas, comunistas y anarquistas se habían unido con grupos católicos y de opositores a los alemanes, aún andaba formándose la organización clandestina, con suspicacias entre los grupos. Los pilares de la sociedad aún desconfiaban entre sí; no los había unido el yugo de la represión. Por eso la huelga de febrero de 1941 representó un momento decisivo.
Ese mes, los miembros del NSB de Ámsterdam desarrollaron una actitud agresiva contra los judíos. Los comandos de uniforme patrullaron las calles de Ámsterdam, poniendo carteles en cafés y establecimientos que prohibían su uso a los judíos. Comenzaron a destruir propiedades en el viejo barrio hebreo. Los jóvenes judíos y no judíos formaron grupos de autodefensa y en la lucha contra los nazis holandeses, un miembro del NSB fue gravemente herido y murió poco después.
En respuesta, los alemanes cerraron temporalmente el barrio hebreo y utilizaron los incidentes creados como una excusa para realizar las primeras deportaciones: el 22 y el 23 de febrero de 1941, cuatrocientos veinticinco jóvenes judíos fueron detenidos, golpeados y encarcelados. Fue como un electroshock para la sociedad de Ámsterdam. El partido comunista clandestino llamó a una huelga de protesta. El martes 25 de febrero, todos, desde primeras horas de la mañana, estábamos pendientes de lo que ocurriría. Los tranvías no circularon, y a partir de ese momento, todos supimos que algunas cosas iban a cambiar. La huelga fue un éxito, todo el mundo paró, el puerto, las fábricas, los comercios. Las calles estaban desiertas. El día siguiente el paro se extendió a las ciudades periféricas. Los alemanes habían sido cogidos por sorpresa.
A partir de ese momento abandonaron su actitud cortés, se quitaron la careta y enseñaron su verdadero rostro. Comenzaron a disparar sobre los grupos de huelguistas: nueve murieron y centenares fueron heridos y arrestados. El 13 de marzo, tres de los huelguistas de febrero y quince miembros de la resistencia fueron fusilados, primeras sentencias de muerte que provocaron una honda emoción en la población holandesa. A partir de ese instante, los que colaboraban con la ocupación se lo pensaron y muchos holandeses entraron en las redes de resistencia contra el invasor, aluvión de incorporaciones que sin duda escondían también a algunos traidores. Tuvimos que esmerar las medidas de seguridad, pero a pesar de los filtros, de vez en cuando caían algunas de las células creadas.
Esa cara brutal comenzó a golpear a la sociedad holandesa a medida que se producía la detención del avance alemán en Rusia, ya bien entrado 1942. En los Países Bajos, el ejército ocupante dejó sentir con más fuerza sus garras y sus botas, dominando instituciones y organismos sociales, intensificando su propaganda e introduciendo medidas de control, como un documento de identificación personal. En seguida nos pusimos a falsificar esas cartas que debía llevar cada ciudadano holandés de más de catorce años, con una fotografía y una huella digital. No era fácil esconderse en un país tan poblado, donde no había muchos todavía que ofrecieran ayuda para ocultar a los resistentes. Era necesario tener una documentación que superara los controles y de la que nadie pudiera sospechar.
Tras perder Stalingrado en el 43, las dificultades que atravesaban los alemanes en Rusia, junto con la supremacía aliada del aire —las ciudades alemanas sufrían ya fuertes bombardeos—, hicieron a los nazis buscar trabajadores forzados de los países ocupados para sustituir a todos los hombres útiles, que fueron movilizados para combatir en el este. Cualquier hombre entre dieciocho y treinta y cinco años podía ser parado en plena calle y no volver ya a su casa. Miles de hombres en esta situación se escondieron o entraron en las redes de resistencia. Los alemanes tuvieron que recurrir cada vez más a la violencia. Era una escalada macabra y terrible que trajo más dolor y sufrimiento, más desde que se anunció que los trescientos mil soldados holandeses que habían sido liberados en 1940 serían enviados a Alemania como trabajadores. Las huelgas, que comenzaron en la región oeste, se propagaron rápidamente a través del país.
En un primer momento solo salieron cincuenta y cuatro mil trabajadores en lugar de los ciento setenta mil esperados. En 1944, se anunció una medida radical: podían ser deportados los hombres entre dieciséis y sesenta años. En total quinientos mil holandeses, un tercio de todos los aptos, acabaron trabajando en Alemania bajo diferentes condiciones.
Los alemanes habían imaginado toda suerte de documentos oficiales para tener a los holandeses controlados y temerosos, hasta el punto de que no debían olvidarse ninguno antes de salir a la calle: el documento de identidad, las exenciones de trabajo forzado, los permisos para circular en bicicleta, el racionamiento... papeles que eran indispensables para los que trabajaban en la clandestinidad y los resistentes. En los primeros años de guerra habían tenido lugar las primeras tentativas de fabricar documentos falsos de identidad, simplemente blanqueando los nombres y modificando la «J» de los judíos con una pluma del mismo color. Tuvimos que mejorar las técnicas poco a poco. Organizados y eficaces, los holandeses de la resistencia crearon una oficina central para los documentos de identidad en 1942, una organización formidable, la más grande del país, para la fabricación de papeles falsos. Tenía nombre rimbombante, la Organización Nacional para la Ayuda a las Personas de la Clandestinidad.
El brazo de madera con bisagra y cobertura de cobre fue uno de los mejores inventos para falsificar que perfeccionamos a lo largo de los meses. Sobre cada documento, que llevaba una foto y una huella digital, se imprimía un sello de la municipalidad estampado sobre la mitad de la fotografía. La cubierta de cobre se empleaba para desprender el sello con el vapor de la acetona sin deteriorarlo. Un brazo con una bisagra permitía reemplazar el sello exactamente en el mismo sitio, con la fotografía sustituida sobre la cual se ponía un sello transparente con una cola especial.
Pero por más que nuestros documentos falsos fueran muy buenos, no ofrecían una protección fiable si la información que llevaban no coincidía con la que figuraba en los archivos de la Administración. Así que planeamos un golpe contra los registros, una de las primeras acciones de la resistencia, y ahí impuse mi experiencia militar para participar. En la noche del 27 de marzo de 1943, entramos en los registros centrales de Ámsterdam tras deshacernos de la vigilancia. Después de apoderarnos de sellos y placas, de papeles y membretes, prendimos fuego a los archivos en una acción llevada a cabo con rapidez y limpieza.
Fue la antesala de la creación de grupos armados de la clandestinidad. Se daban pequeños golpes que mantenían en alto nuestra moral y combatividad. Los alemanes tomaron nota del daño y de la ampliación de tácticas. Con ayuda de holandeses infiltrados intentaron desmantelar nuestras redes, utilizando a menudo para ello a los resistentes que habían sido detenidos. Éramos conscientes de lo que significaba una caída: tarde o temprano, la muerte, y había que estar preparado para ella. El considerado traidor era liquidado de inmediato y sin contemplaciones.
A pesar de las objeciones morales, la mayoría de los resistentes consideraban estos ajusticiamientos como una necesidad absoluta. La guerra total llamaba a la resistencia total. Esa fragilidad de la vida, que en cualquier momento podía perderse, convertía mi amor por Giselle en el más fuerte asidero, la única manera de soportar las tensiones en aquellos tiempos de resistencia y desesperación. Nos amábamos cuando podíamos, sobre todo de día. Giselle temía por la familia de su hermana, que vivía en un pequeño pueblo del sur, pero no se había decidido a salir de Ámsterdam por mí. La vida se convertía en incierta cuando nos separábamos, los dos lo sentíamos. Por eso quizá nuestros encuentros eran insuperables, sabedores los dos de que cualquiera podría ser el último.
Miles de holandeses habían sido detenidos por su actividad en la resistencia: una décima parte ejecutada y el resto, enviada a los campos de concentración. Eso, aunque siempre estaba flotando encima de nuestra cabeza, amenaza casi tangible, ni se pensaba ni se decía nunca. Además de participar en asaltos y acciones armadas, mi labor consistía, junto con otros miembros de la resistencia —impresores, grabadores, escultores, artistas— en las falsificaciones que necesitábamos y que necesitaban sobre todo muchos judíos amenazados.
Radio Orange seguía vertebrando la resistencia al invasor, a pesar de que el ocupante había prohibido y decomisado los aparatos. Era igual, se oía clandestinamente gracias a los que se habían podido ocultar. Y no solo eso: la guerra de propaganda entre los aliados y los invasores subió de tono. En ambos casos, la «V» de la victoria se convirtió en un símbolo. Todos los grupos de la resistencia llamamos a boicotear los cines, con sus películas políticas y propagandísticas, así como los intentos de propagar el nacionalsocialismo en las escuelas, los sindicatos y las iglesias. Eso hacía que tanto los alemanes como sus aliados del NSB perdieran a veces los nervios.
Su siguiente jugada estuvo dirigida, una vez más, contra los judíos. Intentaron, y en gran medida consiguieron, aislar a los hebreos del resto de la población. Por último, comenzaron las deportaciones a los campos de exterminio, que no conocíamos, aunque no augurábamos nada bueno a los miles de evacuados. Más de cien mil de los ciento cuarenta mil judíos holandeses no sobrevivieron. La falta de alimentos aumentaba y cada vez más productos se entregaban a cambio de bonos. Las ruedas de madera y las de los patinetes se convirtieron en alternativas a las ruedas de caucho inflables de las bicicletas.
Mientras se desgranaban los días, yo intentaba combatir el mayor peligro de la resistencia clandestina, sobre todo en la ciudad: la rutina y el aburrimiento. Para pasar el tiempo y además sentirse útiles, muchos fabricaban objetos que estaban destinados a ser vendidos y cuyo beneficio se destinaba a ayudar a la resistencia. Además, estos objetos tenían una función propagandística, como unos alfileres con la efigie de varios miembros de la familia real. Eso me repugnaba.
Así que el tiempo que no dedicaba a la falsificación de documentos o a escuchar la radio británica, lo empleaba dedicándome a mi vieja pasión, la pintura. Primero pinté paisajes de Ámsterdam sobre viejas tablas, algunas no muy adecuadas. Luego me preparé yo mismo los lienzos con viejas arpilleras y telas a las que daba una capa de albayalde. Fue Giselle el modelo que más reproduje. Tomaba apuntes con lápiz cuando iba a verme. En ocasiones se quedaba la noche conmigo, pasado el toque de queda, y entonces yo, a la luz de las velas y con las contraventanas cerradas, la dibujaba mientras ella me dejaba hacer, divertida y cómplice. No hablaba mucho, pero aprendí a quererla como se hace en esas ocasiones en las que la muerte puede estar esperando al día siguiente, apurando los minutos, los momentos, gozando no solo de su cuerpo, sino de su mirada, del roce de sus dedos, de sus silencios, de sus ausencias.
Más tarde, comencé a sacar cada noche la tabla de El Bosco, que por un misterioso azar —aún creía en las casualidades— había caído en mis manos. Yo era su guardián y me dedicaba a su conservación y a mantenerla fuera del alcance del enemigo. Pero también había un íntimo deleite en tener aquella tabla cerca, en desplegar ante mí el fascinante cuadro. Allí me quedaba extasiado, dejando vagar la vista por sus detalles, aprendiéndomelos de memoria. Aunque conservaba el espejo negro que me había regalado Mainger, no veía entonces la necesidad de usarlo. Mi mente estaba ocupada en otras cosas y no ansiaba liberación, ni mitigación de angustia. Otra razón existía además, y no era otra que, pasara lo que pasara, pudiera recordar con certeza todos los detalles, no solo la disposición del conjunto, sino cada uno de los centímetros cuadrados de la tabla, y utilizar el espejo negro iba sin duda a socavar esos recuerdos, esas impresiones, nítidas y exactas, que yo guardaba, como delicadas gemas, en el interior de mi cerebro.
Poco a poco, en las horas muertas, sacaba mi copia aún inacabada y la comparaba con el original. Por fin, un día lo intenté. Bien pensado, aquello no tenía sentido. El que los alemanes me capturaran y se apropiaran de la tabla y de la copia podía acarrear una desgracia de contornos indefinidos. Pero había algo más fuerte que me incitaba, que borraba la idea de los posibles peligros que aquello pudiera ocasionarme. Así que abrí las cajas de pintura, la paleta y reanudé el trabajo con meticulosidad. Paciencia y tiempo me sobraban. Reproduje todo, sin atender los consejos de Mainger de obviar ciertos detalles. Por momentos, en el vientre de aquella ballena de la buhardilla me sentí el propio maestro en su gabinete de trabajo en s'Hertogenbosch. En el atardecer y la penumbra, las criaturas del cuadro se animaban con fuerza interna. Yo solo tenía que mirar. Y miraba.
* * *
Pintar al hombre en movimiento, pintar a los seres en alguna actividad, en su actividad perpetua; interceptar una mirada, inmovilizar un gesto, para dejarlos animados para siempre, como en un carrusel constante, siempre repitiendo una acción. Multiplicación es igual a imperfección, es preciso llegar a la inmovilidad absoluta, parar la respiración del mundo, grado de iniciación, cuando toda la actividad frenética de nuestra vida se concentra en un punto; la aspiración de los eremitas, de los ermitaños, la armonía con la creación y sus criaturas, el vestir el papel reservado para cada uno en el ciclo de la evolución universal y permanente. Hay que pasar para ello por todos los estratos, por todos los animales que nos pueblan y habitan.
Por eso, representar los motivos centrales del cuadro con los arcanos mayores, y sobre estos, moviéndose alrededor, sobre el mundo, los arcanos menores, símbolos del hombre y su actividad cotidiana. Recorrer un camino, el propio, siempre el propio, desde el primer loco hasta el mundo final, peregrino ritual, siempre caminando y en movimiento hacia la conciencia superior, hacia la conciencia profunda. Utilizar para ello los símbolos, las imágenes, para que el sendero recorrido y señalado perdure. Símbolos en sí de todo y de nada; símbolos de sí mismos. Metáforas reconocidas por quien realmente haya bajado a los infiernos y visto esos demonios interiores, por quien haya recorrido un camino que desde la angustia lleva al sutil sarcasmo sobre las ataduras materiales que fijan al hombre a la tierra, los suaves y a la vez tenaces hilos que enredan y dificultan la elevación espiritual. Símbolos que pasaron por mi sangre, se formaron no solo en mi mente, sino con los latidos de todas mis células; fue en realidad mi cuerpo quien los alumbró, quien me proporcionó una información sin igual sobre ese mundo inferior en el que el deseo es el peor tirano y el ego un inevitable compañero de viaje, aventura vital de todos los humanos. Símbolos ambiguos, como la naturaleza humana. El sentido último del cuadro es uno mismo, soy el mismo que todos los hombres: un símbolo de la humanidad, con sus pasiones, con sus angustias, con sus creencias, con sus necesidades.
Conocerse, reconocerse, para superarse: el único mensaje.
* * *
Una semana antes de mi detención, como si obedeciera a un oscuro presagio —había soñado con un rebaño de ovejas perseguidas por extraños perros pastores que se convertían en sanguinarios lobos—, escondí los dos cuadros en un baúl, perfectamente protegidos, y junto al espejo negro y algunas pertenencias, lo oculté en la buhardilla de la casa donde me alojaba. Pensaba en la manera de sacarlos de allí y depositarlos en un sitio seguro cuando ocurrió lo que mi sueño anunciaba.
Nos sorprendieron trabajando en las falsificaciones, en uno de los pequeños y clandestinos talleres que teníamos en el barrio del Jordaan. Un tropel de SS y miembros holandeses del NSB habían rodeado el edificio. Sabían bien lo que hacían, estaban bien informados. Cuando nos percatamos de la situación, empezamos a destruir las fotos y los documentos auténticos, pero no tuvimos mucho tiempo. No habían pasado ni cinco minutos cuando derribaron la puerta. Yo quise enfrentarme a ellos con la pistola, temiendo la tortura, pero un culatazo me dejó por tierra. A rastras, golpeándonos en el trayecto, nos llevaron al cuartel general. Éramos tres hombres y una mujer, a los que afortunadamente yo solo conocía por el nombre de guerra, precauciones inherentes a lo clandestino. Me hubiera suicidado con una cápsula de veneno de haber podido, pero ya estaba en sus garras. Mi pensamiento se centró en Giselle. No podía delatarla y su amor me blindaba frente a los suplicios que me aplicaron. Aquellos monstruos se empleaban a fondo. Primero fueron brutales palizas, en las que afortunadamente mi cuerpo se desmayaba para evitarme sufrimiento. El recuerdo de anteriores shocks hacía que mi cerebro hubiera encontrado la forma de desconectarme, no sin riesgo, pues cada vez que me volvía la conciencia, además de sentir los impactos de los golpes en mi cuerpo machacado, sentía cómo la vida me abandonaba.
En uno de aquellos interrogatorios ya no volvería a mi ser, solución última, liberación que anhelaba, pensando que ya no vería más a Giselle, pero feliz por haber conocido el amor; siempre hay que morir con alguna esperanza. Ya veía el final, la manera de salir de aquellos infiernos, el cielo donde escaparía de esos demonios que torturaban mi cuerpo. Cuando quedara inerte, me fundiría en la nada o ascendería hacia comarcas celestiales, sin dolor ni angustia, sereno para siempre.
Fue una de mis primeras experiencias místicas, lo cual no estaba nada mal para un libertario que no creía en Dios ni en el más allá. Pero Dios, o la vida, no me tenían reservado en aquel momento el ingreso en las regiones etéreas, sino en su espejo negro aquí en la tierra.