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Por las tardes, Victorio se echa en el tablado del escenario y cierra los ojos. Suele experimentar una rara sensación No es alegría aunque con ella tenga que ver. Piensa que la felicidad es como los hombres, caprichosa, y, como ellos, posee muchas caras y no tiene una sola manera de presentarse. Por las tardes, sobre las tablas del viejo escenario, cierra los ojos sin la intención de dormir. Este es el modo más seguro de atraer esa materia mórbida de que se hacen los recuerdos. Y logra serenarse y evoca su infancia en la casita de Marianao, barrio de Santa Felisa.

Le han dicho que, luego de la muerte de la Pucha, su padre anda en silla de ruedas. Él lo recuerda como un hombre alto, expresivo, imponente, voluntarioso, de rara elocuencia, que lograba armar discursos con el más imprevisible de los temas y para quien las palabras «vida» y «revolución» designaban idéntica certeza. Victorio se sintió siempre inadecuado frente a aquel hombre de potente olor a tabaco, que parecía más viejo de lo que era, y que en cierta época de su vida lo abrazaba con fuerza, le dejaba saliva en las mejillas, y a quien debía aquel nombre, Victorio, que tantas burlas provocaba entre sus compañeros de clase. Papá Robespierre (así llegaron a llamarlo la hermana y él en venganza años más tarde) había luchado «por la justicia social, porque el hombre no fuera el lobo del hombre». Por suerte, cuando Victorio era niño, Papá Robespierre nunca estaba con ellos. Era el primero en sacrificarse. Trabajaba mucho como administrador y pasaba la mayor parte del tiempo en los hangares de la Fumigación Agrícola. Como buen comunista, carecía de sentido del humor. No soportaba reírse de sí mismo. De todos los temas buscaba el lado serio y solemne. En casa, sin embargo, esmeraba el cariño, y hasta jugaba con la Pucha, y llevaba a los hijos a que patinaran al parque, y les compraba refrescos, helados Guarina, caramelos, rehiletes y algodón de azúcar. Victorio lo recuerda vestido con traje verdeoliva de miliciano, boina negra con la pequeña y ondulante bandera cubana. Ahora el hijo no sabe si continuará vestido así, si permanecerá afincado en su vieja esperanza. Hace años que no se ven. Victorio es capaz de recordarlo en el parque, o dondequiera, leyendo en voz alta, una y otra vez, los mismos discursos de Lenin, y algunos párrafos subrayados por él de los manuales de texto de marxismo-leninismo (Konstantinov y Afanasiev). Papá Robespierre había pertenecido al Partido Socialista Popular, pero había sido un comunista rebelde, de los que nunca estuvieron de acuerdo con el pacto con Batista, y que en cambio sentían gran admiración por el joven abogado doctor Fidel Castro (el Jefe, como él decía) y aquellos «alzados» de la sierra Maestra. Durante el asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, padecía dos estremecimientos: la noticia del asalto y el nacimiento de su hijo, Victorio, quien por milagrosa coincidencia había nacido aquella mañana de Santa Ana de 1953. Por esos años, después del asalto al cuartel y del nacimiento de Victorio, Papá Robespierre dejó (o fue sancionado, nunca se supo) el Partido Socialista Popular, y se dedicó a vender bonos para el Movimiento 26 de Julio. Pocos años después, no pudo subir a la sierra Maestra a reunirse con los alzados, como hubiera sido su deseo, ya que la Pucha, Hortensia, su mujer, no sólo tenía a Victorio pequeño, sino que había quedado embarazada y malogrado una niña. Esa desgracia la dejó con un fuerte desequilibrio de los nervios. Papá Robespierre creía tener un deber cívico que cumplir con la patria desdichada; su fanatismo, sin embargo, no le hacía perder de vista que también tenía un deber que cumplir con la desdichada mujer. Se comportó con sensatez; resolvió no descuidar a la patria ni a la esposa: no subió a la sierra, se dedicó a la pelea ciudadana. No sólo vendió bonos del 26 de Julio, sino que compró armas y preparó y despachó mensajes junto con las armas; envió combatientes a las montañas y a los llanos adonde iba extendiéndose la batalla. La segunda hija lograda nació (otro milagro) el 9 de enero de 1959, apenas veinticuatro horas después de que los triunfales rebeldes entraran en La Habana. Por esa razón, Papá Robespierre decidió llamarla Victoria (nombre completo: Victoria Patria, sólo que eso, gracias a Dios, lo supo poca gente). El mismo nombre para ambos hijos, el nombre que tanto los disgustó y que tantas burlas les hizo soportar en los colegios. Según la Pucha, fueron órdenes de Papá Robespierre, sin discusión, a despecho del llanto de ella. La Pucha, tan supersticiosa, lo consideraba un nombre fatal. Según intentaba explicarle al marido El nombre, si significa algo, significa lo contrario de lo que significa. ¡Pamplinas!, respondía Papá Robespierre, quien no creía en Dios ni en supersticiones, y mucho menos en llantos de mujeres o juegos de palabras. Y recalcaba Mi hijo, mi macho, nacido con ocho libras el día de un acto heroico; mi hija, mi hembra, la niña de mis ojos, nacida en los primeros días de la Libertad, oriunda de la ciudad libre de un país libre, no de cualquier país libre, sino del más libre entre los libres, Primer-Territorio-Libre-de-América, en el corazón mismo del Reino-de-la-utopía. Y sobre todo a Victorio, al macho, quiso prepararlo para los rigores de la vida y de la historia. Aunque el adulto que ha sido aquel niño nada recuerda de aquellos días, sabe, le han dicho, que había acompañado al padre a vender bonos del 26 de Julio; por eso suele insistir, socarrón e inexorable, medio en broma medio en serio, que él ha nacido para clandestino. Suele repetir Desde niño he sido un ilegal. Después del triunfo, al fervoroso padre le dio por vestirlo con trajes de miliciano que mantenían al niño bañado en sudor y cubrían de sarpullido su tierna piel. En cuanto Victorio fue capaz de hablar, Papá Robespierre lo obligó a aprender poemas antimperialistas sobre la zafra (Agustín Acosta), poemas a la bandera (Agustín Acosta, Bonifacio Byrne), y le enseñó himnos invasores, cantos de guerra, décimas de niñas carboneras y sin zapaticos blancos, odas donde se celebraban las valentías patrias, y más décimas sobre la libertad, la nueva era y sobre el nacimiento de un Hombre Nuevo, Inmaculado, Perfecto, Albo, Impoluto, Puro, Purísimo como los tiempos. Le regalaba rifles de juguete, y tiros al blanco que tenían, como efigies vulnerables, la estatua de la Libertad (alegoría hipócrita), el pato Donald, el presidente Eisenhower, el Tío Sam (monstruosas aberraciones). Es preciso acabar con el imperio, exclamaba, con tono teatral, salpicaba de saliva cada palabra, con excesivos movimientos de brazos que casi siempre destrozaban alguno de los baratos adornos de porcelana, que tanto gustaban a la Pucha, comprados en la Quincallera o en el Ten Cents. Papá Robespierre llevaba a Victorio a los estadios donde se celebraban mítines revolucionarios, juegos de pelota o ambas cosas. Lo hacía subir a los caballos de los inspectores de campos y a las avionetas Fokker con las que fumigaban los cultivos. Quería enseñarlo a ser valiente. Uno de los métodos que empleó Papá Robespierre para fortalecer el coraje de Victorio fue apagar las luces de la casa, y dejarlo solo en aquella oscuridad durante diez minutos. El viejo comunista, grave y circunspecto, admirador de Stalin (nunca creyó los horrores que sobre él se contaban), se sentía orgulloso de su método pedagógico, sacado, explicaba, de un texto de Anton Makarenko. Ignoraba Papá Robespierre lo que era poco menos que inevitable: durante los diez minutos de apagón, Victorio sentía un terror más grande cada noche; un terror que lo paralizaba y dejaba a punto del desmayo en la esquina del cuarto. Tan absorto y fascinado andaba con la creación del Hombre Nuevo que no se percataba del joven triste, taciturno y melancólico que formaba. Tampoco se daba cuenta (nunca se daba cuenta de los hechos cercanos y reales) de la única razón por la que Victorio lo acompañaba tan gustoso a los hangares de la Fumigación Agrícola.

El Moro debía de andar cerca de los dieciocho años. Tenía la piel oscura, los ojos árabes y el pelo endrino, duro y fijo. Se decía que era hijo de un revolucionario argelino, experto en economía, graduado en la Sorbonne y hombre de confianza de Ahmed Ben Bella. En realidad, no importa de dónde venían aquellos rasgos, que la belleza, piensa ahora Victorio, no tiene patria. A Victorio lo impresionaba la estatura del Moro, su andar, sus movimientos de bailarín (jamás parecía pisar la tierra), la voz profunda y leve, el castellano perfecto y con lejanas erres francesas, la sonrisa más blanca que uno pudiera imaginarse. Vamos, muchacho, vamos a volar, decía siempre a Victorio-niño, a modo de saludo. El Moro subía a una de aquellas antiquísimas avionetas Fokker y podía llegar a ser el hombre más audaz que uno hubiera imaginado. Jugaba en el cielo, daba vueltas como un ave demasiado temeraria, y hacía que Papá Robespierre, y el resto de los que allí trabajaban, maldijeran una y otra vez Este moro degenerado el día menos pensado se va a matar, y lo peor: nos va a joder la mejor avioneta del plan, el hijoeputa-moro-maricón. Así decían. La verdad era otra: las palabras de reprobación nada tenían que ver con las sonrisas de aprobación, con las expresiones de complacencia, el orgullo que escapaba de las frases de censura; lo llamaban maricón, hijoeputa, mientras sonreían y aprobaban las vueltas que daba en el aire con tanta facilidad. Vueltas y vueltas y vueltas, misteriosas eses; se perdía entre nubes y reaparecía como un pájaro jubiloso. El Moro significaba contento, despreocupación, intrepidez, generosidad, belleza. A Victorio ni siquiera le hace falta cerrar los ojos para volver a verlo como la primera vez, aquella tarde en que él y su padre habían llegado al plan. Era la hora del almuerzo. Los trabajadores aprovechaban el escaso tiempo libre para organizar partidos de pelota. El Moro llevaba el pecho descubierto y pantalón militar de camuflaje. Se hallaba en el centro del campo, en medio de un salto, detenido (en todo salto hay un segundo de eternidad), con la expresión concentrada y los brazos alzados. Esperaba una pelota demasiado alta. Victorio no vio ninguna pelota. Sólo lo vio a él, al Moro, y eso bastaba. Y eso basta y bastará, piensa. Vio, ve, verá a un joven inmóvil en el aire que no pudo alcanzar la pelota y que no tuvo que caer a tierra para echarse a correr. Tanto tiempo después, puede Victorio divisar al Moro que utiliza el apoyo de uno de sus brazos para que el resto del cuerpo pueda elevarse por encima de una cerca y cruce al otro lado. No se trata en realidad de un recuerdo. Es algo más: una escena obsesiva e inmóvil, una foto fija. Segundo de eternidad. El tiempo no logra, nunca ha logrado, deshacer la escena. Victorio recuerda que el juego terminó y que el Moro se acercó sudoroso, sonriente, saludó con respeto a Papá Robespierre y reparó en el niño. Preguntó al padre Qué, ¿su lugarteniente?, y acarició la cabeza del niño con gesto tan rudo que resultó tierno.

Echado en las tablas, con los ojos cerrados, en las ruinas del teatro que se confunde con La Habana, cree Victorio reconocer que siempre, desde niño, ha sabido de cuántos modos puede encontrarse el encanto de las cosas. Se trataba entonces del cuerpo de un hombre. Manos crecidas y oscuras, sucias, con las uñas ennegrecidas por la grasa de los motores Fokker. Nariz grande, quebrada, como de boxeador. Labios amoratados, argelinos, húmedos, sonrientes, divididos por delicada cicatriz (de niño, decía él mismo, había sido de labio leporino: lo operaron en París). Tetillas sombrías, también turgentes, rodeadas por la rebeldía de los vellos escasos y de negrura azulosa. Modo de marcarse un músculo que mucho después supo Victorio se llama «serrato». Gesto con el que apartaba un insecto o secaba la gota de sudor que bajaba del pelo hacia las sienes. El ombligo redondo, algo chapucero (es decir, clásico). La axila hirsuta, negra. Manera de volverse contra un árbol, abrir las piernas, desabotonarse la portañuela, orinar. Rascarse los dedos de los pies. Decir adiós. Cantar canciones de moda. Escupir con la lengua apretada contra los dientes. Limpiarse los oídos con la uña del dedo meñique. Mala palabra o tan sólo simple gesto que nada quiere decir. ¡Vamos, muchacho, vamos a volar!

Victorio se pregunta si las cosas son como son o como las recomponen los múltiples caprichos de la memoria. En el teatro que según el payaso conoció la agonía de Pavlova y escuchó la voz única de Callas y supo del baile encantado de la Alonso y advirtió el modo en que Nijinsky se preparaba para El espectro de la rosa, vuelve Victorio a tener la certeza de que el Moro está ahí, sin decir nada, recostado al árbol. El árbol también es el de siempre. El argelino pela y chupa una caña de azúcar; el guarapo corre por las comisuras de los labios, llega a la barbilla, moja el pecho, la barriga y el pantalón del Moro. Victorio vuelve a ver el pantalón mojado. No sólo por el guarapo de caña. El sudor forma una banda oscura alrededor de la cintura. Ahí está el olor del guarapo. Y el olor fuerte del sudor del argelino. Y el aroma de la tierra húmeda. Como en la pulcra cama de su infancia, Victorio se hace un ovillo. Mantiene cerrados los ojos y se siente amparado.

Ahora es un montón de huesos encerrados en el osario del panteón familiar, pero antes La Pucha, Hortensia, la madre de Victorio, era una mujer silenciosa, discreta. Tenía los ojos grandes, sutilmente rasgados como si alguna imposible sangre china anduviera por las venas cantábricas. Su piel era blanca, de hija de emigrado de La Montaña, y el cuerpo, como ella, comedido y hermoso. Victorio recuerda las manos delgadas, gráciles, de princesa y no de la costurera que en realidad fue. Todo el santo día cosía vestidos de quinceañeras y trajes de boda. A diferencia de Papá Robespierre, para la Pucha, Hortensia, la madre, la única política válida era el cariño y la única patria la familia. Victorio piensa que alguna vez su madre debió amar los ojos resueltos y el vigor de cuerpo y de espíritu de Papá Robespierre. Tenía que haberlo amado, de eso a Victorio no le cabe la menor duda. Sólo que aquella pasión de juventud debió convertirse, con los años, en pura condescendencia, en nostalgia, y, claro está, en lástima mucho mayor que la que ella se permitía experimentar hacia su propia persona.

Victorio-niño se aleja del bullicio, del fiesteo de la familia reunida. Anda por la orilla del mar, sucio de sargazos. La brisa, el cielo y él forman la misma materia. Algo se toma vasto, perenne, es decir, indestructible y eterno. Su cuerpo se agiganta y logra abarcar cuanto ve y no ve, cuanto escucha y no escucha, cuanto toca y no toca, cuanto saborea y no saborea. En la playa, se halla en cualquier sitio, en el mundo. Si dice una palabra, las diría todas. La canción que entona son todas las canciones. A su recuerdo acuden otros olvidados momentos de bonanza. No de lo que habitualmente se entiende por bonanza. Nada de grandes ocasiones. Nada de eso. La sencilla dicha. Correr por las calles bajo los aguaceros de mayo. Comer plátanos manzanos. Meter las manos en el fango y sentir el contacto con la tierra mojada. Ensuciarse los dientes con hilachas de mango. Dejarse caer en yaguas por la colina. Escuchar al abuelo Don Inés cantar décimas en el taburete del portal, después del baño, al bajar el sol y refrescarse el camino. Robar frituras de malanga que la abuela Emilia escondía en la fiambrera. Meter el dedo en el merengue del pastel. Rascarse la espalda con el borde tosco de la puerta. Bañarse desnudo en el río. Pasar la mano por una piel que se estremece. Beber agua de coco. Pelar mandarinas con los dientes. Asistir a la puesta de sol sentado en la arena. Saltar como si la posibilidad de vuelo resultara posible.

Abre los ojos. Mutismo total sobre las ruinas del Pequeño Liceo de La Habana. Las ruinas parecen suspendidas sobre la faz del abismo y aletean sobre la superficie de las aguas.

Victorio piensa en su padre. Papá Robespierre siempre pensó que los hijos que traicionan no son hijos. ¿Traidores a qué?, se pregunta. Victorio no cree haber traicionado a nadie. Hace tiempo que hubiera querido decirle al incorruptible Robespierre que él no traicionó a nadie. Le hubiera gustado preguntarle si no podía pensar, jacobino entre los jacobinos, que su hijo tenía deseos y necesidades diferentes, que pensaba diferente, que era (¡que es!) diferente, ¿por qué en ese mundo de disciplinas y soldados nunca han podido entender la diversidad?, ¿por qué todos tienen que vestir las mismas ropas, cantar la misma canción y adorar los mismos ídolos?

En el callado escenario juegan otra vez las luces persistentes del sol que se abren paso por las rendijas del techo. Tiene ante sí el ruinoso patio de butacas y siente deseos de declamar unos famosos versos de Gastón Baquero:

La mañana pregona que no existe la nada.

Sal con el pie derecho a saborear el día.

¡Vive y nada más! Este día es tan bello,

que nos olvidamos de que tenemos huesos.

Entra al baño. Se desnuda. Despierta al contacto con el agua. Como en sueños, siente la comunión de su cuerpo con el agua. Frota la piel con una esponja marina que aviva sensaciones olvidadas. Recibe la ducha con gratitud que se traduce en mezcla de dinamismo y adormecimiento. Vuelve a experimentar el modo exaltado en que el cuerpo se complace y retribuye el contacto con el agua y el jabón. Cada músculo conoce segundos de gloria. Su piel se deja recorrer por la embriaguez del agua tibia.

Yo tengo ya la casita

que tanto te prometí...

Encuentra un kimono de seda azul con manzanos y Fujiyamas de varios colores pastel, muy japoneses. A Victorio se le ocurre que debe ser el vestuario de alguna representación de Madame Butterfly. El kimono le recuerda la bata de casa que solía usar, a despecho de calores y costumbres, en su cuartico de la calle Galiano. ¿Y dónde está el payaso? Hace rato que no se escucha música de oboe ni de flauta. A diferencia de otras soledades, esta sensación de que no hay nadie más en las ruinas es un descubrimiento y un gozo. Ignora la hora del día en que se halla, pero el sol pasa a través de los cristales azules del camerino. Sube a un mueble y abre la ventana. El mar. El Malecón vacío se pierde a lo lejos. Debe de ser temprano. El demasiado sol y el calor exagerado convierten al muro en piedra ardiente y consagrada. Ningún bote pesca a esta hora imposible; no hay pescador que se arriesgue a tanto. Tampoco están los niños nadadores. No hay bañista lo suficientemente suicida. Si acaso, algún alemán, de los del norte, o algún noruego o algún sueco se han echado en el muro a tomar este sol que, con semejante insolencia, nunca tendrán en Hamburgo, Molde o Estocolmo. Es la hora precisa en que el mar, de tan tranquilo, permite que el sol se multiplique en infinitos soles y forme multitudes de espejos. Entrar en el mar es andar entre destellos: la lumbre del sol y la lumbre de los reflejos. Por el horizonte le parece ver pasar un barco arenero, con los largos brazos de las grúas ahora inertes. También es posible que no haya ningún barco, ni arenero ni de carga: todos conocen la falsedad que crea la complicidad entre horizonte y luz. Hasta la ancha avenida que bordea el Malecón, construida sobre terrenos ganados al mar, está vacía. Ni las máquinas pasan a esta hora. Victorio experimenta la sensación de que esa ciudad no es la suya. La Habana se convierte en una ciudad extraña, malévola, reticente, remota. Entre La Habana y Victorio parecen establecerse demasiadas soledades, desencuentros, destierros, incomprensiones, abdicaciones, cóleras e injusticias. El sabe que está en La Habana y no está en La Habana. Semejante sentimiento de desterrado en la propia ciudad no es nuevo. Son muchos los años en que se ha sentido ajeno, observado y observador, extraño, excluido, incomunicado, fuera de lugar. Hace demasiado tiempo que Victorio anda por La Habana sin reconocerla como suya, y algo aún más grave, sin que La Habana parezca reconocerlo como propio. Así, este sentimiento que ahora lo asalta en la ventana no viene a ser aquel del exiliado-que-continúa-en-el-mismo-sitio, se trata de algo más sutil: en las ventanas azules del camerino de Nijinsky, en las ruinas de un teatro hasta ahora desconocido, presiente que entre La Habana y él no sólo existe una insondable distancia espiritual, sino que también ha llegado a establecerse una distancia física, como si las ruinas del teatro no estuvieran en La Habana, sino en un punto más lejano, mucho más lejano, en territorio salvado de los límites de geografías y de historias.

Termina de borrarse la ciudad, desaparece sin desaparecer, huidiza, fantasmal, como la catedral de Rouen en los famosos lienzos de Monet. Intenta abrir los otros camerinos. No puede. Cadenas y candados los cierran con firmeza. Regresa al escenario donde se ha mitigado el juego de luces y sombras. ¿Por dónde se entrará y se saldrá de este teatro? Por el momento no quiere ir a otro lugar, aunque siempre es bueno conocer las salidas, es útil tener localizada hasta la salida de los Campos Elíseos, dejar bien delimitadas las puertas de evacuación. Hasta de edenes y de empíreos, de nirvanas y vergeles (como escribirían los hermanos Quintero) tiene a veces uno necesidad de escapar. Cualquiera sabe que sin puertas que señalen SALIDA, EXIT, SORTIE en luminosas luces rojas, las glorias del Paraíso pueden transformarse en los tormentos del Infierno. Y de aquí, al parecer, no se sale. Por más que Victorio recorre las ruinas, no descubre puerta hacia La Habana. Va de un lado a otro, toca paredes, murales, y como no sean las puertas de toiletes y camerinos, las otras resultan decorativas, puertas que se abren hacia muros de adobe. Victorio no siente miedo. A diferencia de otros encierros experimentados en tantos años de clausura, las ruinas del teatro no le provocan claustrofobia. Estas ruinas tapiadas son lo menos tapiado de lo que haya conocido hasta el presente.