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Don Fuco se da fricciones de pomada china en la planta de los pies. Dice que así alivia las tensiones de cuerpo y alma, que son lo mismo, cuerpo y alma son lo mismo. Salma pule el busto en bronce de José Martí, porque el bronce limpio reluce como el oro. Victorio, que ha permanecido acostado en el escenario, se pone de pie. Se le ve avanzar hasta el fondo del escenario, donde se proyecta una luz débil, lejana, que crea un decorado siniestro en el raído telón de fondo. Victorio alza los brazos y declama con voz potente y hermosa
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Hace una pausa que supone inteligente y teatral para continuar el poema, cuando escucha las carcajadas de sus dos compañeros. Salma se deja caer sobre las maderas del escenario con los hombros temblorosos. Don Fuco ríe, nunca se le ha visto reír tanto, las manos unidas delante de la cara y sin dejar de mirar a Victorio, agigantados los ojos por la sorpresa. En Victorio se produce una serie de reacciones confusas que lo llevan de la perplejidad a la decepción y de ésta al júbilo. Durante breves segundos, se ve a sí mismo en medio de la afectada y natural decoración del teatro. Ha declamado los alejandrinos pesimistas de Rubén Darío para comenzar a reír, él también, divirtiéndose a costa de sí mismo. ¿Cuál es la razón de esta risa incontenible a propósito de versos tan graves? La comicidad no está, sin duda, en los alejandrinos magníficos. Tampoco hay nada en Victorio, en la gravedad de Victorio, en el patetismo de su imagen medio perdida entre las sombras, que mueva a la risotada. La clave tal vez se encuentre en las dos gravedades unidas. Acaso sea la severidad de los alejandrinos, unida a la adustez del declamador, la que provoque, como dos piedras que chocan, la chispa de la humorada. Quizá se deba hablar de la fuerza provocada por la desilusión de los versos, que, sumada a la fuerza implícita en el modo doloroso de la declamación, han logrado crear una fuerza de signo contrario. Lo único cierto es aquella risa franca, enaltecedora, encantada, que distendió los músculos de los cuerpos, las tensiones de las almas, las durezas de los espíritus.
Es usted un genuino payaso, apunta Don Fuco, payaso, payaso total, amigo mío. La mirada de Salma se clava con mezcla de ternura, admiración y envidia en este Victorio, empequeñecido por elogio de tamaña magnitud. Las ruinas parecen deshabitadas. Imprevisibles, como todo en esta Isla, los días se presentan con lluvias y con cielos despejados. Hay días en que llueve con sol. Este, al parecer, será un año lluvioso, deduce Victorio al cabo de un tiempo. Opino todo lo contrario, tú, dice Salma. Sin ver otro paisaje que el mar enfurecido y gris que puede vislumbrarse a través de la ventana del camerino de Ana Pavlova, la Eximia, Don Fuco decide que se dedicará a trasmitir sus conocimientos. Cada amanecer estarán en pie frente al maestro, en largas horas de arduo aprendizaje.
Salma conoce el misterio de hacer desaparecer rosas y conejos y palomas en sombreros, bolsos y cajas de regalo. Baila con pelotas, abanicos, paraguas, y aprende a mover en el aire barajas españolas. Monta un número en el que es Mata Hari, vestida al modo de Greta Garbo. Victorio no sólo perfecciona el arte de los-poemas-serios-que-dan-risa, sino que aprende la técnica de la danza japonesa, y es capaz de imitar a Don Fuco, de realizar los mismos movimientos como samurái, como geisha, como niño y como anciano. Puede también entrar al pequeño cesto de mimbre con aquel refinadísimo arte que Don Fuco debe haber aprendido del mismísimo Kazuo Ono. Don Fuco les habla largo de Pailock y del Gran Baro. Les muestra el arte de la mímica, aprendido por él en un París imaginario, nada menos que de la mano de un no menos imaginario Marcel Marceau. Cómo sacar el mayor partido a las expresiones faciales, a las miradas, a los movimientos de las manos, a la sutileza de los dedos. Desvela secretos y matices de la voz. Alecciona sobre los insondables enigmas de las cadenas de acciones, el arte de reír y llorar con autenticidad. El espectador no se puede percatar del trabajo que nos cuesta cualquier acto. Como siempre dice Alicia Alonso, es necesario dominar la técnica para extender luego sobre ella la ilusión de la facilidad, así en la literatura, la música, la actuación o el baile, es fatal que quien lee, escucha u observa se percate del trabajo que hemos pasado para lograr lo logrado. Salma y Victorio ya son capaces de decir versos de Shakespeare, así como los más ordinarios parlamentos; intentan entender los enigmas del cuerpo. Don Fuco habla de Stanislavski, Meyerhold, Grotowsky, Peter Brook. Les enseña a recibir aplausos, disciplina bastante más difícil de lo que cree la mayoría de los actores: convertir los aplausos en un segundo acting que provoque el deseo de regresar a la función. Ensayan durante amplias y provechosas jomadas, a lo largo de días gloriosos, divertidos, de regocijo. El propio Victorio ha diseñado su vestimenta. Quiere un traje de Pierrot exacto al de Gilíes, el famoso cuadro de Watteau, holgado, abundante de cuello, redondo, mangas demasiado largas para ser recogidas, seda con una blancura de nácar, sombrero de alas anchas y zapatillas también blancas adornadas con lazos de cintas rosadas. Victorio-Pierrot se dibuja una lágrima roja, de sangre, en la mejilla izquierda. Salma adora la alegría, el sobresalto de los ensayos por venir, y se ofrece, insiste ante Don Fuco para que los incluya a partir de ahora en los espectáculos. Sus razones son crueles y por tanto contundentes. A ver, ¿quién va a cuidar de esta ruina cuando usted no esté?, y dígame ¿quién irá a los cementerios cuando la gente llore y quién aliviará la vida de los que no tienen otra vida que esperar la tarde en que aparezca un payaso, de los de verdad, no de esos que hacen sufrir, usted, viejito, ¿se cree eterno? Don Fuco ríe, levanta las manos, mueve la cabeza y acepta. Y es así como Salma se puede ver con oscuro antifaz, leotardo carmesí que ha decidido adornar con ramilletes de lentejuelas amarillas, azules, anaranjadas y malvas en los senos y la pelvis y un sombrero de fieltro con flores de raso que, revela el viejo payaso, perteneció a Miriam Acevedo, la actriz más grande de la Isla.
A solas, sin embargo, y ante la inminencia de las presentaciones, Victorio se inquieta, se desespera, dice que no, confiesa a Salma que él no es un clown, que no lo será nunca, no tiene madera de bufón, no sabe si podrá hacer payasadas frente a un público cuya reacción desconoce. Yo siempre he huido de la mirada de los otros, Salma, siempre me ocultaba, desde niño, cuando en la escuela se daban cuenta de que era lánguido o torpe o mariquita, como ellos decían, nunca soporté que se burlaran de mí, la mirada mordaz y la risa burlona me herían, como si me clavaran punzones, siempre quise que me tomaran en serio, que la gente me mirara sin reír, sin guasa, ¿cómo crees que voy a pararme, vestido de payaso, delante de los otros?, ¿cómo voy a seguir arrastrando a esta edad lo que ya no soportaba de niño? Como si envejeciera en esos segundos, como si se convirtiera en una anciana muy sabia, Salma nada replica, se limita a mirarlo con ojos que iluminan la oscuridad del escenario devastado del Liceo. Parece entender sus razones y más: parece entender lo que él oculta o no sabe. Sus manos acarician la cara de Victorio. Se sienta junto a él. Lo abraza como una madre y como una madre dice Salma al cabo de un largo silencio Niño mío eres un niño y eres mío, y lo aprieta entre sus brazos, contra su pecho, como si de verdad fuera alguien con mucho frío bajo la lluvia. Victorio recuerda aquel encuentro entre ambos, bajo el arco de la antigua muralla. Vuelve a ver, incluso, al perro vagabundo que andaba bajo la lluvia. ¿Quién te dijo que hacer payasadas te hace ridiculo?, ¿te has puesto a pensar en cuánta gente hace el ridículo sin vestirse nunca de payaso? Lo aprieta aún más, como si quisiera transmitirle su fe, Ay, angelito mío, ¿no has caído en la cuenta de que a esta pobre ciudad nuestra le sobra ridiculez y le falta payasada?, ¿no te has percatado de que nos sobra guasa, engaño, picardía y nos falta risa y lucidez?, mi niño, mi pobre niño de cuarenta y seis años, ¿recuerdas aquella historia que te hice de mi adolescencia, cuando descubrí que provocar placer en los otros era mayor placer que el mío propio? Victorio afirma con los ojos cerrados. Podrás, intenta persuadirlo ella con la mejor de sus voces, casi en un susurro, podrás, muchachito, angelito, Victorio, estoy segura de que tendrás el dominio y el demonio de tu cuerpo y de tus palabras y ¿sabes por qué? Pero él, tan confundido con que ella lo haya llamado Victorio por primera vez, no escucha la pregunta. Mucho menos la respuesta.
Un día tienen ya un número ensayado que no presenta demasiadas complicaciones y que deberán mostrar, a modo de prueba, en un asilo de ancianos del Palmar, barrio alejado de Marianao, llegando ya hacia el final de las últimas casitas y el comienzo de los potreros. Sobre el fondo alegre de la música de Vieuxtemps, creado en su origen para piano y violín, adaptado para flauta, sale a escena Don Fuco y hace la pantomima de un hombre alrededor de su mesa. El sombrero de copa sirve de imaginario tocador, escritorio, banco, tablero, mostrador, consola, y resulta admirable cómo Don Fuco lo deja allí, inmóvil en el aire, fijo en el aire, y sobre él escribe, come, se sienta, se apoya, lo utiliza de tablado sobre el que contorsiona el cuerpo en extraña danza, que puede tener elementos indios, chinos, japoneses, así como movimientos de la grandiosa Martha Graham. Al finalizar, cae como muerto luego de un virtuoso tour-en-Vair con caída allonge. Momento en que entra Salma con el traje floreado de lentejuelas y cubre el cuerpo inerte del payaso con paño de negra pana. Aparece Victorio y declama los alejandrinos inigualables de Rubén Darío. Victorio ha logrado olvidarse de los ancianos y sus enfermeros, y dice el texto con los ojos cerrados y los brazos levantados. Algunos ancianos ríen y aplauden con timidez. Otros ni ríen ni aplauden. Todos, sin embargo, dejan que Salma se siente en sus piernas y cante una canción de cuna sobre un palacio destruido y un rey sin súbditos.
No salen todos los días. Acaso una vez por semana. A veces ni eso. No se pueden lanzar, así, de pronto: hay muchas cosas que aprender y mucho miedo que perder. Es más difícil hacer reír que hacer llorar, dice Fuco. Y ellos aprueban, se desaniman, se animan, se envalentonan, se llenan de pavor. Ahora opinan que nada tiene sentido y un instante después adoptan la opinión contraria. Llegará un momento en que asaltaremos La Habana, dice Salma, que resulta siempre la más fantasiosa. Victorio y Don Fuco saben que, cuando se halla inspirada, es preciso dejarla. Iremos los tres, dice, los tres vestidos iguales, tú, por tres sitios diferentes y haremos lo mismo, desconcertaremos a los habaneros, no sabrán cómo el mismo payaso puede estar en los tres sitios a la vez, y poco a poco se nos unirán, tú, vendrán otros, muchos más querrán descubrir el lado gracioso, la payasada y al final seremos muchos, cientos, miles, ¿qué les parece?, todo un ejército de payasos.
Hay que comenzar por la periferia, dispone Don Fuco. Se pierden, pues, en los callejones pedregosos del reparto Zamora, en las marismas de El Fanguito, en los insalubres recovecos del Husillo, en las peligrosas tenebrosidades de La Jata, en los angostillos del Diezmero, en las lejanías de El Cotorro, en las desagraciadas callejuelas del barrio de Pogollotti. Logran infiltrarse, a la hora de la visita, en hospitales tan grandes como el Hospital Militar, La Covadonga, Emergencias, Naval, Calixto García, la Quinta Balear, Oncológico, el Hospital de Enfermos Mentales (Mazorra) y el sanatorio de Santiago de las Vegas para infectados con la Epidemia del Siglo. En todos ven reír a enfermos al borde de la muerte, y a aquellos somnolientos desesperados que acompañan a enfermos al borde de la muerte. En Mazorra las actuaciones no resultan difíciles, pues su director, hombre sensible, da la bienvenida a cuanto distraiga a sus atormentados enfermos. Recorren el mayor número posible de funerarias municipales, así como provinciales y nacionales. Asisten a entierros en el cementerio de Colón, en el de la Lisa, en el cementerio chino, en el cementerio judío, en los dos cementerios de Guanabacoa. Visitan asilos de ancianos. Entran a los albergues donde los damnificados de ciclones y catástrofes deben esperar, por años y años inútiles, la reconstrucción de sus casas. Como Don Fuco considera que la desgracia no siempre resulta evidente, a veces se acercan a la ciudad y recorren el Malecón, las playas del Este, el portalón del cine Yara donde se agrupan los muchachos más bellos del mundo, y los parques de la avenida de los Presidentes (el bar de la Fiat, más conocido por El Taller de Reparaciones, ha sido cerrado por ucase militar). Se aventuran en iglesias católicas, protestantes, adventistas, templos masónicos y salones de la Christian Science. Dan funciones en paradas de guaguas donde los pasajeros suelen pasar horas enteras de sus fugaces vidas a la espera de un largo ómnibus llamado Camello. Van a infinidad de bares, sobre todo a aquellos feos, tristones, enrejados, bares de barrio, donde se vende, en peso cubano, un alcohol conocido por «chispetrén». Viajan a los campos donde se chapea o recolectan viandas y donde se corta la caña de azúcar con el mismo método de hace dos siglos. «Bajo el reverberante sol», como diría el Cucalambé. En las rojas, ardientes guardarrayas monta Don Fuco sus espectáculos, a la hora del almuerzo, cuando los campesinos se destocan los sombreros de yarey, secan sudores de frentes y pechos, y dejan las faenas con suspiros de alivio por una sola hora de descanso. Conocen que el sudor del campo en nada se asemeja al sudor de la ciudad. Conocen asimismo el sabor del polvo y el mal sabor de las aguas. Maldicen a los poetas románticos cubanos que convirtieron en idilio cualquier horror, que cantaron a aquellos infiernos como si se tratara de bucólicos paraísos. Irónico, Victorio suele declamar:
¡Qué lindo brillan los campos
de mi Cuba idolatrada...!
No cabe duda, los románticos fueron ciegos a las moscas, al barro, a las auras tiñosas, al sol, a los mosquitos y a la mierda. Don Fuco señala A ninguno de nuestros románticos del XIX se le ocurrió detenerse a preguntarle a cualquiera de los esclavos que cortaban la caña, qué le parecían «los campos de su Cuba idolatrada». ¿Nunca tuvimos un Baudelaire que nos enseñara la terrible belleza de la carroña?
Regresan a las carreteras y batallan el transporte en el que intentan regresar a la ciudad, al refugio de su liceo en ruinas. Se les oye cantar contagiados los tres con la ironía de Victorio:
¡Qué linda la alborada,
qué primor,
cuando asoma en las montañas!
¡Qué linda se ve la sabana
con los rayitos del sol...!
Cada día visitan un sitio nuevo. Van de un lado a otro. Por caminos, calles, carreteras y atajos. Sin descanso, en coches y camiones y bicicletas y carretas tiradas por bueyes. Salma y Victorio conocen la ventura de dormir en apartadas arboledas, sobre romerillos húmedos, bajo la turbadora abundancia de estrellas. Tantas estrellas no permiten un buen sueño, ya lo dijo Martí. Beben el agua de ríos aún sin contaminar. Comen las frutas que ofrecen los árboles. Despiertan en albas cuyas tonalidades nunca hubieran sospechado. Arrancan los panales sin peligro y saborean la miel. Beben la leche que acaban de ordeñar. No les importa que las innumerables variedades de mariposas y de insectos ya tengan nombres, vuelven a calificarlos con nombres que les divierten o les parecen más justos. Así con las plantas y las flores. Con los caminos. Los recodos. Esteros. Saos. Ensenadas. Ríos. Zanjas. Palmares. Entran al mar siempre que pueden. Gustan del peligro.
La Habana, como el mar y como los campos, puede presentar a veces su lado piadoso. Sí, tiene un lado piadoso y se trata de buscarlo bien, ésa es la insistencia de Don Fuco. Están contentos de apreciar la personalidad de cada calle, el diálogo de los edificios, la belleza escondida en lo nuevo y en lo destruido. Comienzan a apreciar el lado humano de aquellos habaneros agresivos y ansiosos. En largas, interminables jomadas, recorren las contradicciones de aquella ciudad odiosa y entrañable. La Habana posee muchas caras. Los seres que la habitan, también.
Con muchos días y mayor paciencia han logrado aprender a bailar sin música en los aleros de los antiguos palacios. Don Fuco los ha adiestrado a bailar la música que recuerdan. Y, por otra parte, se han preparado largamente en las barandas de los primitivos palcos de las ruinas del teatro. Pero ahora ya tienen su estreno en las calles de La Habana, en las viejas edificaciones donde antaño vivían con esplendor las acaudaladas familias habaneras. No han querido ser demasiado estrafalarios y se han limitado a vestir de negro, con los únicos detalles de un maquillaje muy blanco y dos sombreritos de fieltro rojo. Bailan recordando una melodía de Debussy, para que los movimientos sean suaves, y no incurrir por el momento en riesgos que podrían ser fatales. La danza tiende, pues, a la delicadeza, con el añadido de la imprescindible voluptuosidad que tanto agrada al público. Salma levanta a veces su larga falda y muestra los muslos delgados, blancos y bien formados. La multitud que se agolpa poco a poco en las calles grita, aplaude o silba. Lo mismo alaba que insulta. Como han aprendido a estar pendientes del público en la misma medida en que lo olvidan, ellos continúan en silencio la danza que es un remedo del amor. La Habana para ellos es entonces la danza, el equilibrio precario y el gozoso peligro de saber que pueden caer en cualquier paso de baile, en cualquier distracción. La Habana también es saltar de un alero a otro con la elegancia de dos bailarines y la ridiculez de dos payasos. Compaginar la elegancia con la ridiculez ha sido tarea ardua. Compaginar ambas cosas sobre los aleros de un palacio ruinoso ha sido una temeridad. Lo verdaderamente mágico radica, sin embargo, en aprender a huir de las piedras que el público lanza desde las calles, y a escapar de la policía sin que parezca una huida. Transformar la fuga en desaparición. El miedo en valentía.
Y los números del trío comienzan a variar según ganan en seguridad y virtuosismo Salma y Victorio. Don Fuco hace aparecer conejos del sombrero de Victorio y pañuelos de las orejas de Salma. Victorio aprende poemas de Amado Nervo, Salvatore Quasimodo, T.S. Eliot, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Luis Cernuda, Cesare Pavese... Luego de múltiples y agotadores ensayos, Salma logra bailar como una marioneta que imitara a María Taglioni. Como una muñeca también, como un ser inanimado surgido de las manos y la imaginación prodigiosas del Doctor Coppelius, representa Victorio a Josephine Baker o a Fred Astaire, al son de la música que Salma arranca a la flauta de Belisario López.
Cierta noche llevan su espectáculo al parque de los Filósofos, junto a una feria de carruseles y montañas rusas que han abierto a un lado del Anfiteatro de La Habana. Colocan entre los árboles los telones negros de una cámara oscura. Por luces, poseen sólo unos cuantos velones antiguos aferrados para siempre a enrevesadas palmatorias de bronce. Atraídos por lo extraño del tinglado, los paseantes comienzan a acercarse, hasta que se crea un nutrido grupo de curiosos frente a los feos telones. Se escucha la música de una flauta. Es una melodía que repite una y otra vez, con insistencia inquietante, el motivo central. Un Pierrot aparece entre los telones. Una lágrima de sangre fulgura en su mejilla. Es una lágrima que parece compuesta de pequeños rubíes. La actitud del Pierrot es de tristeza, desánimo y desamparo. Ha sido lo suficientemente sutil este Pierrot para comprender que la exageración de la tragedia puede convertirse en comedia. Levanta una mano y la música cesa al tiempo que se escucha una rara voz que dice:
No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido...
El público sufre la primera confusión. El público no sabe si debe reír. Hasta que felizmente alguien, el audaz de siempre, rompe el silencio con la primera carcajada. Envalentonado, el resto del público lo sigue. El poema finaliza entre un magnífico coro de risotadas. Entra entonces una figura ambigua envuelta en larguísima capa de plumas blancas. Las plumas brillan débiles a las luces insuficientes de los velones. El silencio ahora es impresionante. La capa cae. De debajo surge una copia entre tierna y grotesca del Ángel Azul, es decir una Marlene Dietrich que entona Lily Marleen, Del sombrero de esta Dietrich que provoca lástima y por lo mismo risa, escapan gorriones. Avanza por el aire ahora una joven imagen de la Muerte, a cuyo sombrerito de satén acuden los gorriones de la Dietrich. La Muerte lleva la cara blanca y huesos fosforescentes pintados en su negro leotardo. La Dietrich comienza a ascender, va hacia el encuentro con la Muerte y, cuando la canción termina, están unidos en un solo cuerpo. El cuerpo resultante no es ni el de la Dietrich ni el de la Muerte. En el escenario, en el improvisado espacio que sirve de escenario, hay ahora una silla. Nadie sabe cómo apareció allí. Las escasas luces de las velas se mitigan más. La silla alcanza otras proporciones como si hubiera cambiado de dimensión. El largo silencio continúa en el parque de los Filósofos. Un silencio útil. El cuerpo en el que se han mezclado la Dietrich y la Muerte se ilumina de azul. Cuerpo adolescente únicamente cubierto por un calzón blanco. Los pasos con los que se acerca a la silla son lentos, lentos, lentísimos. Este cuerpo iluminado de azul tiene conciencia de su propia belleza. Este cuerpo iluminado de azul no tiene conciencia de su propia belleza. Es un cuerpo orgulloso y humilde. Se acerca a la silla como si se tratara de un cuerpo sagrado. Se sienta. La hermosa espalda, así como el lado posterior del cuello, se perciben con fulgurante nitidez. El hipotético escenario también se ilumina, acaso porque el adolescente levanta el brazo derecho con la palma abierta, vuelta hacia arriba. De la mano escapa humo blanco. De entre el humo, que se disipa en lo alto, aparecen cúpulas, almenas, torres, atalayas, arcos, columnas, ventanas y balcones.
Una parte del público aplaude; la otra silba molesta y grita improperios. Apostados en los árboles, un grupo de niños tira piedras. Se escuchan las sirenas de las perseguidoras policiales. Los policías corren hacia la pequeña multitud, que al verlos huye despavorida. Los policías arrancan los viejos telones negros y apagan los velones. Y ustedes, ¿dónde coño se creen que están? El Pierrot, la Dietrich y la Muerte deben subir a una perseguidora. Los llevan a la estación de Zanja, un sitio donde la fealdad es voluntad de estilo. Allí, en los ásperos bancos de un granito espantoso, pasan las sofocantes horas de la alta noche. A pesar de ser policía, la Teniente no parece bruta. Tiene poco más de veinte años y la caprichosa belleza de todas las mulatas con ojos amarillos. A las cinco de la mañana les ordena que se vayan, con la recomendación de que, para disfraces, esperen a los carnavales.
Lo propio de cualquier camino son los obstáculos, dice Don Fuco, lo propio de cualquier obstáculo es que se vaya agigantando más y más. A partir de aquella noche todo se hace más difícil. Entrar a los hospitales, por ejemplo, se convierte en odisea. Deben usar batas de médicos y de enfermeros para entrar inadvertidos por las puertas custodiadas. Muchas tardes, en cementerios y funerarias, se ven obligados a interrumpir las actuaciones para huir de la policía. No siempre logran hacer reír. Son apedreados en muchos centros de trabajo. Expulsados de gasolineras y comercios. Insultados, espantados como enemigos. Tratados como leprosos. Como siempre ocurre, la fama incipiente crea problemas. Mucho más en una ciudad tan roñosa como La Habana, donde no se perdona la fama y mucho menos el éxito.
Una mañana no se les permite entrar al cementerio de Colón. Son llamados por dos custodios uniformados de azul y conducidos a una oficina de grandes ventanales abiertos a un mar relampagueante de panteones y mausoleos. El mobiliario de la oficina es de un tremebundo renacimiento español. La oficina huele a polvo, a cajones sucios, a cucarachas, a archivos, a papel guardado, a tabaco y café. La secretaria, reproducción en cera de una habanera de los años treinta, sin dejar de teclear en una Remignton, les señala una puerta. Los recibe el administrador del cementerio, hombrecito pequeño, delgado, calvo, con larga barba blanca que la nicotina mancha de amarillo. Se mueve como el funcionario que imita al sacerdote que se dispone a dar la absolución. Compañeros, dice, y la voz, horrísona, no parece escapar del cuerpecito: es la voz de Tito Gobbi reanimada, después de tantos años, en el cuerpo menos apropiado. Compañeros, no sé si ustedes sabrán que esto es un cementerio, cementerio, necrópolis, camposanto, y no una sucursal del carnaval de Río de Janeiro. Golpea con el índice de la mano izquierda la palma de la mano derecha. No sólo un cementerio, sino uno de los cementerios más lujosos del mundo, comparado a Montparnasse y al Pére Lachaise. Pestañea como si tuviera tierra en los ojos. Los magos y los payasos, ¡al circo!, que es su lugar natural. Hacemos reír, se atreve a decir Salma. El administrador no parece escucharla. Hemos recibido numerosas quejas, la próxima vez que vuelva a verlos aparecer, llamaré a la policía. Abre la puerta. Mira por fin a Salma con ojos irritados y fijos. Aquí la gente viene a llorar, señorita, aquí la gente viene a mostrar que tiene un lado sensible y trágico, ¿por qué quieren ustedes privarlos de ese placer?