2

Tumba de Giselle. Laberínticos corredores. Aberturas disimuladas. Puertas medio escondidas. Huecos practicados por el payaso Don Fuco. Victorio sale a la tarde de La Habana. En realidad siente que ha hecho la operación contraria, que ha abandonado la tarde de La Habana para acceder a la falsa tarde de un teatro de variedades. Tarde nublada. No llueve. El calor, por tanto, se multiplica como en una caldera. Todo, hasta la vida misma, parece interrumpida a la espera del aguacero. Asediadas por el calor, húmedo, bochornoso, y por las moscas relacionadas al sofoco, las ancianas sacan taburetes o cajones a las aceras y allí se sientan, se abanican con el periódico Granma, que no han leído, en busca de alguna extraviada brisa del norte, una brisa equivocada de rumbo; en las caras de las ancianas puede notarse la perplejidad, el fastidio: a este calor húmedo, a este muro de agua sucia que es el calor, nadie se acostumbra, ni el paso de los años convierte en hábito este infierno. La verdad sea dicha, uno puede morir de ciento diez años con la esperanza de que la ventana se agite con un soplo de viento fresco, como aquellos que Dios manda a regiones mejor miradas, más amadas por Él. Victorio ha decidido que el teatro es su lugar. Dicho así, con toda solemnidad, como si pudiera escucharse retumbar de percusiones al pronunciar frase tan categórica El teatro es mi lugar. Claro, como todo el que decide «trazarse un destino», al modo de los sacerdotes, los marinos, los ascetas, los enfermeros, los artistas o los suicidas, Victorio siente que antes debe anudar bien algunos de los cabos sueltos que ha dejado por allá fuera, por donde la vida se desenvuelve (si es que se desenvuelve) con perfecto y habitual aburrimiento.

Ha ido a caminar por La Habana. Ha recorrido sus queridos palacios: el caserón hermoso y blanco, de principios de siglo, clásico, convencional, si bien con la osadía de los elementos modernistas en balcones y ventanas; la Casa de la Araucaria, con la robusta Araucaria excelsa del jardín, construida por el italianista Aurelio Boza Masvidal; la maravillosa casa con que Juan Pedro Baró quiso demostrar su amor a Catalina Lasa, primera casa art déco de La Habana, con jardines de Forestier (nunca mejor utilizado semejante apellido), y construida con mármoles de Carrara, adornos de Lalique, arenas del Nilo. Recorre los queridos palacios de modo hasta entonces desconocido. No observa ansiedad en sí. No observa deseo de posesión. Esos inusitados palacios habaneros no despiertan su codicia ni su autolástima. Su admiración, en efecto, se halla intacta, sólo que ya no sufre ante ellos como el espacio que desea y no puede alcanzar. Como si de algún modo los palacios ya fueran suyos.

Vuelve a la calle Galiano, a la esquina donde estuvo el edificio en que fue tan desafortunado. El edificio ha sido demolido. Ahora han comenzado a recoger los escombros. Cordones de seguridad impiden el paso. Varias grúas levantan las piedras y las dejan caer, con estrépitos y columnas de polvo, en los camiones de volteo. Victorio se detiene, finge ser uno más. Se abre paso por entre el grupo de curiosos que se amontona delante de las vallas. Sin emoción, ve los escalones de las viejas escaleras. Marcos de ventanas. Cristales deshechos. Restos de lucetas y medio puntos. Antiguas puertas de visillos. Una Santa Bárbara sin brazos. Piezas de mesas y sillones. Varios lavamanos. La Venus descabezada del descanso de la escalera. Una cama de hierro. Fogones y relojes. Bañeras cubiertas de tierra. En algunos sitios crecen ya flores silvestres. Victorio puede ver a Mema Turné sentada en una primitiva silla de pino, vestida de negro, aspecto de cuáquera-marxista, con muchos cuellos y mangas largas. El traje la hace sudar con desesperación. Sobre las mangas del vestido lleva un brazalete rojo que dice ORDEN PÚBLICO. En la cabeza calva, sombrero de yarey atado a la barbilla con un pañuelo, también rojo. Victorio vuelve a odiar el bigote ralo y las ventosas de los ojos. La inaudita voz de barítono de Martín, repite monótona y autoritaria Circulen, circulen, aquí nadie puede estacionarse. A pesar del tono intimidatorio de Mema, los curiosos se detienen delante de las vallas de protección como si no la escucharan. Victorio no puede evitar la tentación: toma una piedra no muy grande y la lanza a la anciana. Logra golpearla en una pierna. La vieja se yergue de un salto, saca varias veces la lengua con las manchas, y grita Ataquen, gusanos, ataquen, cobardes, sobre ustedes caerá el peso de la Historia, el pueblo unido jamás será vencido. Los curiosos aplauden.

Victorio deambula por las calles Reina y Carlos III. Pasa (sin mirar) por la Escuela de Letras y Arte. Baja por Zapata. Bordea el cementerio de Colón. Se sienta en el hermoso parque donde antes de la revolución estuvo el buró de investigaciones. Se acoda en el puente sobre el Almendares, «... ese río de nombre musical», y piensa en Milanés, en Dulce María Loynaz, en Juana Borrero y en Julián del Casal.

El barrio de Santa Felisa, el barrio de su infancia, está bastante transformado, aunque no pueda explicar la razón. Todo permanece idéntico, extrañamente semejante, detenido en un tiempo que nada tiene que ver con el tiempo de la realidad. No obstante, nada se ve igual, el barrio se ha transformado de modo escandaloso. Muchas veces ha experimentado Victorio en La Habana la sensación de que el paisaje se ha modificado, justo por la obstinación con que el paisaje ha permanecido sin renovarse. El paso del tiempo ha envejecido muros, columnas, techos, calles, árboles, personas, dejándolas singularmente inmóviles, como piezas del museo-de-las-cosas-inservibles. Allí, en la perenne puerta del pasillo, en cuyo interior viven tres familias, se halla la vieja Ricarda. Sentada en el taburete que Victorio conoce, tiene, como de costumbre, los pies sumergidos en la palangana de peltre con agua caliente para contrarrestar los dolores del reuma y de los espolones calcáneos. Como de costumbre, está dormida. Igual, la misma vieja Ricarda, el mismo taburete, la misma palangana, la misma agua, los mismos pies, los mismos problemas. Como si no hubieran pasado diez años. De cualquier manera, no se trata de la misma vieja Ricarda, ni de la misma palangana ni, por supuesto, de la misma agua.

Está abierta la puerta del que fuera el humilde apartamento de la familia de Victorio. El hombre que regresa luego de diez años de ausencia se detiene a acariciar las viejas maderas que han perdido sucesivas capas de pintura, y ahora muestran el color de las maderas desgastadas, carcomidas, mojadas tal vez. El sol, los ciclones, los aguaceros, las ventoleras supone que son, entre otras, las más encarnizadas manifestaciones del tiempo. Los remolinos del tiempo. Victorio se atreve a entrar a la salita-comedor donde se extiende un silencio de iglesia. Dentro, persiste aquella paradoja del barrio: cada cosa idéntica y diversa. El suelo, como tablero de ajedrez, losas negras y blancas. Los sillones de rejilla, faltos de barniz, cojines de retazos marchitos. La mesa de centro lleva el mismo cristal rajado. El búcaro alto, azul, con bouquet de flores de papel crepé, que La Pucha, Hortensia, la madre, se ocupaba de arreglar en sus tiempos libres, se ve ahora cubierto de polvo y cagadas de moscas. El mismo cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, único símbolo religioso que Papá Robespierre no pudo desterrar cuando le dio por quemar santos y vírgenes al lloro de la Pucha. Justo al lado del Sagrado Corazón, otra foto, a su manera también religiosa, de un joven y esperanzador Fidel Castro en aquel famoso discurso en que una paloma se posó en su hombro. Elefantes, budas, doncellas con quitasoles, donceles con laúdes, chinas, perros, palomas, majas con peinetas, mantillas, piezas de espanto, falsas porcelanas compradas por muy poco en La Quincallera, en Sears, en el Ten Cents, en Los Precios Fijos. El estante con las obras completas de Lenin. El libro rojo de Mao. La fotografía de Papá Robespierre en la Plaza Roja, Moscú, gabardina, gorro de pieles, invierno bajo cero, por allá, por los años sesenta y cinco, sesenta y seis, Victorio no recuerda, época en que debieron darle un viaje de estímulo por haberle sido entregada la Orden de Vanguardia Nacional. Un viaje cuyo principal objetivo era contemplar la momia de Lenin. La fotografía iluminada de La Pucha, Hortensia, la madre, sorprendida mientras caminaba por la calle Monte, vestido rojizo, el pelo recogido con una flor blanca, la sonrisa tímida de siempre. Las fotografías de Victoria, la hermana, y de Victorio en La Concha, junto a la gigantesca botella de cerveza, en la playa de Marianao, han sido quitadas: persisten las huellas en la pared. Victorio reflexiona insistente, cada cosa está en el lugar de siempre, pero ya nada es lo mismo. Continúa sin saber, sin poderse aclarar en qué viene a fundamentarse la disensión entre presente y pasado si cada pared, cada mueble, cada objeto se obstina en eternizar, en mantener fija, permanente, aquella realidad que no resulta idéntica y que sí lo es. La realidad toma venganza y se transforma en ella misma. La puerta del cuarto, del único cuarto de la casita mínima del barrio de Santa Felisa, muestra la cortina de siempre, la de su niñez, con motivos geométricos, triángulos rojos, rombos azules, círculos verdes, cuadrados negros. Escucha una tos. Papá Robespierre, nadie más puede ser, se limpia la garganta. Con insólita tranquilidad, Victorio avanza. Intenta no hacer ruido, no por él sino por el viejo. No, esta vez no lo posee el miedo que su padre siempre provocó en él. Enfrentarse al hombre a quien más ha temido en la vida, a estas alturas carece de importancia. Incluso le da gracia pensar que alguna vez le resultara temible. Descorre la cortina. En la silla de ruedas, Papá Robespierre tiene la cabeza baja y un libro entre las piernas. La puerta que da al pequeño patio está abierta. Victorio ve al inválido a contraluz en una sombra carente de detalles. Papá, dice. El viejo no se mueve. Papá, repite con el temor de que la sordera se le haya agudizado. Con gran esfuerzo, el anciano levanta entonces la cabeza. Soy Victorio. Papá Robespierre pega la barbilla al pecho, como si le costara un esfuerzo mantener la cabeza levantada. Victorio entra al cuarto. Lo sorprende el mal olor, el hedor rancio, a sudores acumulados, a ropa sucia, a orines, a cuerpo sin lavar. Nota Victorio que falta la fotografía del alemán Walter Ulbricht. Se sienta en la cama sin tender. A lo lejos se escucha una orquesta de salsa. Papá Robespierre se ha convertido en un hombre viejísimo, tan viejo, que Victorio casi no puede reconocer en él a aquel padre todopoderoso. Tiene los ojos hundidos, pequeños, sin color; las pupilas borradas, como si en su lugar hubieran colocado sendos trozos de cristal. Al hijo le da la impresión de que los ojos no miran hacia ningún lugar preciso. Lleva la boina con la bandera. Aun así, el pelo sobresale como pelusa de un blanco grasicnto. La barba amarillenta, crecida, que en un tiempo lo hacía parecer patriarca bíblico (Job antes de la apuesta entre Yhavé y Satán), lo convierte ahora en la imagen de un homeless (Job después de la apuesta). Imagen favorecida por la camisa que alguna vez ostentara un verdeoliva glorioso, y que ahora se ve amarillenta, descosida y sucia. Lleva puestas las medallas ganadas en tantas zafras, en tantas movilizaciones militares, en tantas jornadas laborales, y de las que también ha desaparecido el brillo dorado de otros tiempos en que Victorio creía que eran de oro. Tiemblan las manos de Papá Robespierre. De la nariz corre un agua insistente que debe secarse a cada momento con el dorso de las manos temblorosas. Con gran trabajo alza la cabeza hacia el techo. Un instante. Vuelve a dejarla caer con pesadez. La orquesta se detiene. El silencio se hace largo y pesado como un gran animal muerto. La alegría lejana de la orquesta de salsa puede hacer más lúgubre la sordidez del cuarto. Sin dejar de temblar, las manos del anciano intentan aferrarse a los brazos de la silla de ruedas. El libro se desliza de las piernas inútiles y cae al suelo. También pretende secar el agua que sale de la nariz. Victorio lo ayuda. De las cocinas cercanas viene un fuerte olor a café recién colado. Se escucha una discusión, una violencia sin antecedentes: alguien no quiere visitar a no se sabe quién. La orquesta vuelve ahora a la carga:

El cuarto de Tula le cogió candela,

se quedó dormida y no apagó la vela...

Papá Robespierre mira a Victorio con ojos enrojecidos. El cuarto de la casita mínima del barrio de Santa Felisa se oscurece aún más, como si la tarde se hubiera convertido en noche. Una de las venas que salen de las sienes del padre hacia la frente se abulta, palpita. La nariz continúa goteando. Termina la discusión de los vecinos. Otra vecina, tal vez la misma, acompaña a una cantante de moda, de esas cantantes que no son de ningún país, y cantan baladas sin nacionalidades, sobre amores de una intensidad sobrecogedora, sobre encuentros y desencuentros desesperados. No quiere decir que se haya dejado de escuchar la orquesta de salsa: ambos estruendos, la cantante y la orquesta, se asocian de un modo raro. Papá Robespierre vuelve a toser. La tos saca de la caverna de su cuerpo un sonido de fuelle. Se mira la muñeca como si quisiera saber la hora, sólo que no tiene reloj. El anciano pega otra vez la barbilla al pecho, y parece haber quedado dormido. Una mosca comienza a molestarlo. Victorio la espanta. En alguna casa cercana se escuchan las campanadas de un reloj, sonido desusado, que no parece que se ande por el año 2000. Siempre que escucha las campanadas de un reloj, Victorio experimenta una inexplicable incomodidad, como si fuera víctima de una confusión o de una impostura. Por otro lado, las campanadas vienen a recordarle cuánto lo divertía, de niño, escuchar los sonidos de las casas vecinas, aquella promiscuidad auditiva, que le permitía reconstruir, a su manera, la vida de los demás. Papá Robespierre suda. Victorio toma una toalla que está colgada de un clavo y seca el sudor que corre por la frente, por el cuello. El anciano levanta un brazo. En la pared sobre la cama, la Pucha, Hortensia, la madre, colocó una madonna con el niño en brazos. Es una madonna mestiza de tosco barro y vivos colores. Cubierta de polvo. Vacíos los ojos que han perdido la pintura. Como los de Papá Robespierre, los ojos de la madonna no miran hacia ninguna parte. Victorio enciende la lámpara con base de porcelana, especie de ninfa huidiza, a lo Lladró, que tan elegante le había parecido de niño, y que ahora descubre en toda su pretenciosa vulgaridad.

No, no llueve. No se ha nublado. La tarde está bellísima, despejada y fresca. Así puede Victorio comprobar que a veces la vida. La vida, ¿qué?

Vuelve a perderse por aceras resplandecientes como arenas de un desierto. Los árboles carecen de sombras. Ambiente de carnaval en las calles rotas. Toma por toda la calle 51, pasa la antigua Quinta San José, donde viviera Lidia Cabrera, la fábrica de maní de Bilacciao. Se detiene a descansar en Puentes Grandes, donde inevitablemente vuelve a evocar a Juana Borrero y a Julián del Casal que llega en el trencito de Carlos III. Al llegar a la arboleda que rodea el hospital Clínico Quirúrgico de 26, recuerda a Salomé, aquel efebo deslumbrante que en las noches gustaba de pasearse desnudo por entre los árboles que ocultan la línea del tren, y que amaneció muerto un día, con la cabeza rota a pedradas y un palo del monte metido en el culo, sin que hasta la fecha se haya dado con los asesinos. Victorio bordea el recinto deportivo, la Fuente Luminosa, que el choteo cubano ha bautizado en alguna ocasión con el sobrenombre de «el bidé de Paulina». Otra vez anda lento durante mucho tiempo. Caminar, andar, deambular son los tres sinónimos sobre los que alguna vez ha parecido ubicarse su destino. Deja atrás la plaza de la Revolución, la Biblioteca Nacional, en cuya sala de música pasó las horas de una adolescencia mágica.

Llega a la Estación Terminal de ómnibus. Ahora sí ha comenzado a llover. Lluvia fina, paciente, inapropiada en una ciudad que no se caracteriza por su delicadeza ni su paciencia. La noche comienza a tener una agradable frescura cargada. La ciudad se halla extrañamente vacía. Al contrario de la ciudad, sin embargo, la estación terminal está llena hasta los topes. Sobre todo en el segundo piso, donde persisten los de la lista de espera. Mujeres, hombres, ancianos, niños, echados por los suelos, recostados en maletas, maletines, cajones, baúles, con la expresión de desaliento de quien tiene la certeza de que lo aguarda una noche de espera, es decir, una noche inacabable e inútil. Pululan vendedores de maní, velas, café, bisuterías, pizzas heladas, oraciones milagrosas, panes con croquetas, zapatos de cuero, cadenas para perros, lápices y libretas, endiablados santos de plástico, dulces de coco, toallas, almohadas, presillas para el pelo y hornillas para el fogón. Una mujer cuarentona y vestida de negro, maquillada sin espejo, tiene conectada, en una radio portátil, la música meliflua de Radio Enciclopedia (¿Paul Mauriac y su orquesta?, ¿Richard Clayderman?, ¿Barry White?). Un viejo feísimo, seboso, casposo, que apesta a sudor, con iracunda halitosis, asexuado, por supuesto, y a quien llaman Coridón, vende banderitas olímpicas, sellos de algún congreso, casetes de himnos latinoamericanos, carteles de cine y poemas mimeografiados de un mediopoeta uruguayo, de izquierdas, y por tanto necesariamente cursi. Victorio se dirige al servicio. Se muere de ganas de orinar. Esa y no otra razón lo ha hecho recalar en el horror de la Estación Terminal. Siempre que entra a aquella sala de espera, donde parece que nada sucederá nunca, lo domina una tristeza de espanto. Por suerte, piensa, carece de familiares a quienes visitar en el interior de la Isla. Un famélico viejecito cabecea, dormita, sentado en un taburete, junto a la mesa donde hay un plato con monedas de veinte centavos y un loro enjaulado y, por lo mismo, inquieto que revolotea desesperado. No hay nadie en el urinario. Otra fortuna. Poder orinar tranquilo, sin la vigilancia oblicua de locas-desahuciadas-de-urinarios. ¡Qué placer descargar la vejiga repleta! ¡Qué placer escuchar la orina percutir sobre la losa del urinario! ¡Qué delicia sacudirse, desprender las últimas gotas de orina, subir el calzoncillo, ajustarse el rabo como quien ha cumplido una tarea ardua, meticulosa e higiénica! Alguien cruza por detrás de Victorio, y va a pararse dos urinarios más allá. Casi por instinto, Victorio demora la acción de cerrar el pantalón. Es él, ahora, el de la mirada torva, el oblicuo vigilante, la-loca-desahuciada-de-urinario. Vale la pena bajar los párpados, torcer los ojos. Una opulenta pinga vigorosa, fornida, sanguínea, pletórica, generosa, se abre paso por entre dos dedos no menos opulentos. Translúcido, el salutífero y benéfico chorro de orines da fe de un par de riñones intachables. Victorio lanza una mirada rápida hacia la cara del hombre, medio oculta por las sombras y la visera de una gorra de los Marlins de la Florida. En realidad no le importa, no puede importarle quién es el dueño de semejante portento, qué aspecto tiene y ni falta le hace. No mira hacia otro lugar que no sea la pinga. Hay pingas que no son pingas, sino el aleph, yin-yan, alpha y omega, estrellas en cuya energía se centran sistemas de astros. El hombre termina de orinar, sacude con desenfado su orgullo viril. Sacude bien, no sólo con desenfado, sino meticuloso, afectivo, con mucho cuidado, que ni una sola gota de orines pueda mancharle el calzoncillo. Después, la deja quieta, abandonada a su propia vida. Vuelve a sacudirla sin necesidad, con mayor afecto. Victorio nota el modo triunfal con que aquel pedazo de bonita carne comienza a convertirse en un divino mástil ligeramente inclinado hacia la izquierda. Alargado y opulento, rosado y limpio, el glande resulta la conclusión de un tronco portentoso, surcado por una hidrografía de venas caudalosas.

Semejante imagen no puede bastar, así debe pensar el hombre que, con gestos grandilocuentes, teatrales, ha introducido la mano derecha en el interior del pantalón, para sacar un par de frondosos cojones, como quien extrae dos panes. Corona de híspidos y oscuros vellos, miembro grueso y nervudo, suculentos cojones. Victorio da un valiente paso, se detiene en el urinario que está justo al lado del desconocido. El desconocido a su vez no toca su masculinidad; intenta acaso demostrar que ella es capaz de agitarse y moverse por sí sola. En efecto, se mueve hacia arriba y hacia abajo. Y semejante movimiento parece ser su modo de invitar. Victorio lleva la mano lenta y presurosa; empuña semejante arma con suave violencia. La pinga del desconocido posee una dureza blanda. Muy sólida y muy dura: tiene al mismo tiempo y en el fondo una seductora morbidez, una áspera delicadeza. Victorio nota que hierve, la siente latir en sus manos como un animal al propio tiempo confiado y violento. Comprueba cómo corre la sangre por los vastos ríos de aquellas venas. La mueve hacia delante y hacia detrás. La piel es una envoltura sutil. El glande se oculta y se revela, se oculta y se revela de modo perturbador. Una de las manos del desconocido va a la cabeza de Victorio y la presiona para que baje. La otra mano le presiona la nuca. Victorio se inclina obediente. Intenta que su boca se llene de saliva, él sabe muy bien (cualquiera sabe muy bien) cuánto gusta a los machos que sus hombrías entren en las tibiezas de bocas bien húmedas de otros hombres arrodillados. Sólo que cuando está a punto de dejar que aquel esplendor entre en su boca, el desconocido da un paso hacia atrás. Victorio escucha por primera vez la voz cariñosa, casi triste, que advierte No, Victorio, antes de darte gusto tienes que decirme dónde escondiste a Salma. Aun sin erguirse, Victorio levanta los ojos. Encuentra la cara perfecta y sonriente de la Sábanasagrada.

Asciende por Rancho Boyeros. Dobla por la calle Bruzón, se pierde por entre aceras rotas, albañales desbordados, casitas espantosas, hasta que cree hallarse a salvo en la avenida de Ayestarán. Va a paso forzado, corre sin correr, claro, cosa de no llamar la atención; agitado, sudoroso, el corazón en la boca, mira siempre hacia atrás. Sube por Ayestarán, y llega a la avenida Carlos III. En la primera parada de guaguas, hay, por milagro, una guagua que recoge pasaje. No sabe cómo, puede subir. Con vergüenza, dice al conductor Perdóneme, no tengo dinero con qué pagar. El conductor, un negro alto, de bigote espeso, largas patillas, vestido con un uniforme agobiado de tanta limpieza, lo mira sin desconfianza. Se percata, al parecer, de la veracidad de la vergüenza que siente Victorio, y responde con sonrisa de bondad que desmiente el aspecto fiero No hay problema, parroquiano, dale pa’trás. En la guagua, Victorio recobra la serenidad. Está repleta de gente exhausta. El calor puede ser infernal, sólo que Victorio experimenta la alegría de haberse salvado de un gran peligro. No le importan los empujones, el terrible olor a sudor, el vaho de tantas bocas, el silencio inquietante, violento de todos los que viajan allí, asidos a los tubos de metal como si se aferraran a la única y remota esperanza de sus vidas. No le importa que junto al ómnibus pase una furgoneta con altoparlantes de la que escapa una voz atronadora:

En cada cuadra un Comité,

en cada barrio revolución...

Una señora cercana a los cincuenta años, baja y gorda, que suda a mares y lleva un viejísimo ventilador General Electric en la mano libre, mantiene a duras penas el equilibrio y mira a Victorio con ojos en los que hay una mezcla de complicidad, odio, autocompasión, tristeza, rabia, ternura, resignación, y resume con una frase lo que quizá todos allí piensan Coño, no es fácil.

«No, no es fácil.» He ahí una frase, razona Victorio, que se repite en Cuba con la misma frecuencia con la que suele porfiarse ¡Cojones, qué calor! Frases que, por otra parte, van asociadas en muchas ocasiones No es fácil, socio, este calor no es fácil. «No es fácil.» Frase que se pronuncia a cualquier hora, en cualquier circunstancia. No es fácil, si decides ir al cine, a la iglesia, a la fiesta, al juzgado, a la farmacia, a la bodega, al toque de santos, al hospital, al parque Almendares, al bar, al estudio fotográfico, al Mercado Agropecuario, a caminar por la calle, a la orilla del mar, bajo el planazo encarnizado del sol, y tratas de calmar el ardor de la piel. No es fácil, Dios mío, no es fácil, si decides esperar eternamente algo: la guagua (el camello), el aviso, la luz, el aguacero, la carta, el barco, la noticia, el amigo, el trueno, la nostalgia, el soborno, la caricia, el avión, la primavera (que nunca ha existido), el invierno (que tampoco ha existido), la ventaja, el recuerdo, el amante, la sonrisa, el golpe bajo, la paloma mensajera, la envidia, el secreto, la calumnia, el dardo, la delación, la muerte. «No es fácil.» Si esperas algo que no sabes bien en qué consiste. «No es fácil.» Esperar por esperar, es decir, esperar sin esperanzas, es decir, esperar sin esperar, nada de nada, nada que esperar.

No se dirige directo al teatro. Tiene miedo de que lo sigan. De modo que baja hacia el mar. Hay un momento en que da largos rodeos, se sienta en un parque. Es un parque improvisado en el sitio donde hubo una famosa librería. Lo sabe, es peligroso. Está demasiado cansado. A pesar de que es bastante tarde, hay un grupo de niños que juega. Uno de los niños es un traidor y debe ser fusilado. Lo ponen contra la pared del edificio contiguo, y disparan con las metralletas de madera, ¡pum pum pum!; el niño cae mientras los otros saltan de alegría.

Victorio no sabe qué tiempo permanece en el parque. Los niños se han ido. El silencio es tan preciso que se ve venir, se toca, frío como la piel de un muerto. Es la hora de las lascivas y desesperadas parejas, los bebedores de ron, los policías.

La calle ostenta algo chapucero, de cartón. Las paredes carcomidas, deshechas por los años, el salitre de tantas brisas y mareas, con las herrumbrosas estructuras a la vista, vigas enmohecidas, respetables baldosas (pulvis es et in pulverem reverteris), tienen la gracia y el descaro de las paredes pintadas que usaban, o usan, en puestas de teatro comerciales, pésimas y zarzueleras. Igualmente artificial, la luz es sólo la que proviene de la luna: artificial: reflejo de otra luz. Una metáfora lícita, piensa Victorio, puede ser «el espejo de la luna alumbra la calle como las candilejas de un teatro pobre». El calor adormece y sabe prestarse para confundir. El calor de este lado del mundo es el mejor alucinógeno. Incluso la piel, el algodón de la camisa, brillan al contacto con la mala luz, la luz sainetera de la luna. Victorio suda y aspira el olor que escapa de sus axilas. A cada momento intenta secar las palmas de las manos en los pantalones, y sólo logra que se humedezcan con mayor rapidez. Se inclina, toma una piedra, la lanza a lo lejos, hacia el herbazal donde años atrás debió levantarse un edificio. Lanza la piedra con los movimientos afectados de un pitcher de las grandes ligas. Eso son los recuerdos, piensa o dice, piedras que se lanzan lo más lejos posible. La vida debe ser convertir cada recuerdo en poderoso home-run. Bien, manía de las frases, somos muy ridículos los seres humanos, ¿y qué se puede hacer?

Se escuchan violines. A veces, un solo; a veces un conjunto de violines. ¿Qué interpretan? Victorio no sabe, no puede identificar. Se oyen, asimismo, voces, cantos. La calle está vacía. Es alta noche. Ni siquiera aparecen los acostumbrados policías. Violines y cantos refuerzan la soledad de la calle, mientras la soledad de la calle destaca el sonido de los violines y los cantos. A los ojos de Victorio se hace visible, como en acto de magia de Don Fuco, un ecléctico edificio, nunca visto, blanco-gris-azul-amarillento, adornado, atiborrado de peligrosos balcones y ventanas infructuosas. Sucio. Adornado. Habanero. Sumamente habanero el edificio sucio y adornado. Aire París-Barcelona-Cádiz, o sea, habanero. Altas columnas y soportales para defender al infeliz transeúnte de las asperezas y desmesuras de soles y lluvias y calinas desalmadas. La fachada ostenta varias puertas, algunas, la mayoría, no son originales. ¿Qué es original y qué no en esta ciudad? Cuatro, cinco puertas cerradas. Sólo la sexta se halla abierta y conduce a una escalera. Como cualquiera de las escaleras de La Habana, también ésta es angosta, tenebrosa, empinada, ideal para películas de asesinatos y misterios. Húmeda y sofocante, con los diversos olores asociados a las comidas, las secreciones, al gas de la calle, a la humedad, al sueño, al sebo, al orine, al tiempo. A pesar de la oscuridad, Victorio puede notar las paredes despintadas, las manchas húmedas, los escalones sucios de viejos mármoles blancos. Del sobado pasamano de madera preciosa, hasta los escalones, se aprecia una suntuosa franja de lozas sevillanas que parecen acabadas de desembalar. Sucia, vencida, despintada, hastiada, cansada, La Habana intenta erguirse. La cabeza alta, bien alta, la mirada firme, segura; desalentada y segura. No importa si el cuerpo se desploma. La Habana simula una vieja emperatriz, sin bienes y sin imperio, que aún se aferra a la majestad y al valor de los antiguos recuerdos, del antiguo poder. Con rapidez, los pies adquieren la costumbre de calcular la distancia a la que deben subir los escalones de mármoles blancos. Las manos sólo sirven para no perder demasiado el equilibrio. Una mano, la izquierda, acaricia la pared; la otra, la derecha, se sujeta al pasamano. El olfato anuncia que cada vez más cerca hay comunidad de mujeres y hombres. El oído escucha más precisos, segundo a segundo, violines y cantos. Llega al primer descanso: la calle ha quedado atrás y la oscuridad logra una consistencia total. El segundo tramo de la escalera comienza a oler a yerbas y flores. Agua de colonia, Sietepotencias, mezclada con yerbas y flores. Victorio suda más y más. Es el calor. También el ascenso. La posición de la escalera parece vertical. De lo oscuro hacia lo oscuro. En cada piso, puertas y ventanas se ven trancadas. ¿No hay nadie? Tampoco en el último, donde, a diferencia del resto de los pisos, una fresca galería se abre a un patio central en el que crecen palmas reales. Por primera vez, Victorio cree encontrarse a la altura de los penachos de las palmas reales. Hacia el final del corredor que se abre hacia la derecha, una escalera de caracol. De la mejor madera, con torneados primorosos, atrevidos, inverosímiles, elaborados por maestros ebanistas que no han logrado sobrevivir a sus propias delicadezas. La escalera debe de tener más de cien años. Y está ahí, intacta, como si con ella el tiempo careciera de autoridad. En un determinado punto, la escalera se abre hacia una balconada, también de madera, también torneada y adornada en exceso. Hay un gran salón iluminado. Quince o veinte mujeres cantan, vestidas todas de blanco, con mantillas blancas, encajes blancos, sedas blancas, guarandol blanco, turbantes blancos, pañuelos blancos, zapatos blancos, medias blancas, sentadas en comadritas de rejilla. Perfumadas. Se abanican con abanicos blancos. El perfume se agita, se intensifica y debilita con cada movimiento de los abanicos. El salón está lleno. Un poco más allá, un grupo de hombres. Todos con impecables trajes de dril, de lino o hilo blanco, blanco. Trajes de muchos años atrás que se han conservado con perseverancia en escaparates en cuyos interiores se han colgado ramitas de lavanda. Las camisas también son blancas y mantienen el cuerpo que antaño les diera el almidón. Fuman. No sólo los hombres; también las mujeres, las más ancianas saborean enormes habanos de un humo de calidad azul que no parece real. Fuman y degustan. Fuman como si ninguna otra cosa fuera importante en el mundo. Observan el tabaco entre los dedos; de igual modo se observaría una reliquia. Le dan vueltas. Lo miran bien como si guardara algún extraordinario secreto. Luego lo llevan a los labios con experta lentitud. Saborean el humo. Las cabezas alzadas. Cierran los ojos. ¡Qué delicia! Sólo un cubano verdadero, piensa Victorio, saborea un tabaco con semejante voluptuosidad. En el centro se puede ver una mesa repleta de dulces. Y más allá, grandioso altar, vestido de blanquísimos manteles de encajes, manteles bordados al richelieu, dobladillos de ojo, manteles terminados al festón. El altar se ve repleto de velas prendidas, flores blancas, nardos, mariposas, gardenias, extraña-rosas, jazmines, así como platos con dulces, exvotos, campanitas, fotografías de color sepia en marcos que alguna vez debieron de ser dorados. En el centro, alta, de tamaño natural, inmaculada, escoltada por querubines negros y dos pencas de palma, Obbatalá, la Virgen de la Merced, largo el traje, las manos recogidas y sereno el rostro bondadoso que no parece de madera. A los pies de Ella, la Piísima, la Magnánima, están los violinistas. Victorio vence los últimos tramos de la escalera de caracol. Los presentes se vuelven. Las mujeres se levantan de las comadritas, que continúan el balanceo. Los violinistas dejan de tocar. Como si fueran dardos, Victorio siente en la piel la fijeza de tantas miradas. Los violinistas son los primeros en reaccionar, y regresan a sus instrumentos, se vuelven a escuchar las melodías a Obbatalá al tiempo que se reanudan los cantos, y el resto de los presentes prenden velas y caen de rodillas. Sólo un negro nonagenario de ojos azules y lacio pelo blanco, largo, caído sobre los hombros, vestido de guayabera, pantalón de dril y zapatos de dos tonos, que se apoya en un bastón que no es bastón, sino la rama de un palo de monte, se acerca a Victorio y con mano temblorosa le hace gesto para que lo siga. El anciano se detiene delante del altar. Toma a Victorio por la mano derecha y la levanta. Una joven casi niña con la cabeza cubierta por una mantilla y mejillas tan blancas como la mantilla y el traje, cargados de pulsos los brazos, trae una palangana de peltre en la que han puesto agua, cascarilla, perfume y pétalos de flores. Moja un ramo de jazmín del cabo en el agua perfumada. Pasan el ramo mojado por el torso ahora desnudo de Victorio. Le agrada que la niña humedezca su torso. Sonríe a la Virgen de la Merced, la piropea Bellísima, tú, bendita seas, Obbatalá, madre de todos.

Es la alta noche. Al son de violines y violines, las mujeres cantan

Bendito el que viene

en nombre del Señor...