Sandrino el etrusco

El primer aliado se presentó al amparo de la maleza, cauto y prudente, con el semblante arrebolado y la expresión bonachona de Sandrino.

—¡Ssss! —silbó el muchacho.

Tía Memi lo percibió, echó una ojeada en torno, y tendiéndose de bruces sobre la manta, se dispuso a escucharle.

—Pobre de mí si supieran que he sido yo quien ha arrancado los jalones y he venido a advertirla... —se apresuró a decir el muchacho.

—Roberta, vigila la retaguardia —ordenó tía Memi—. Que nadie se acerque mientras Sandrino esté aquí.

La niña se puso sobre su gorro de marinero el amplio sombrero cedido por Ambretta, y por debajo de las alas recorrió con ojo avizor la espesura. Nada se movía alrededor; sólo en la obra, entre las máquinas, los obreros trasteaban con las herramientas.

El diálogo en voz baja sostenido detrás de ella llegaba claramente a sus oídos.

—Los hombres están de su parte, señorita —decía el muchacho—. Han comenzado a coger las herramientas de excavar. Dentro de poco empezarán.

—Magnífico, Sandrino.

—Ahora que el señor Palli anda por aquí, muy poco cosa podré hacer yo. Usted sabe que cuando Palli compró «Los Jabalíes» al conde Guidotti, núestro antiguo amo prometió a mis padres que les confiaría el puesto de guardianes. Les está construyendo un pabellón a la entrada del camino de Roccapineta, y así mis viejos están colocados... ¿Entiende?

—¡Claro, hijo! No puedo arriesgarme a enfurecer a Palli. Están de por medio tus padres...

—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?

La voz de Sandrino era enternecedora, a tal punto el deseo de ser útil trascendía de su tono y de sus palabras. Tía Memi se quedó silenciosa un momento, reflexionando.

—¿Puedes acercarte a los obreros que excavan? —preguntó.

—¡Eso sí, claro! Cuando no trabajo puedo circular como quiera.

—En ese caso debieras dejar de caer alguna observación, alguna referencia acerca de otras excavaciones...

—¡Pero si yo no sé ni jota de excavaciones! ¡Antes de venir usted aquí, yo no sabía siquiera que existieran arqueólogos!

—Préstame atención: te lo explico y lo entenderás en seguida. ¡Eres un chico despierto!

Roberta no pudo por menos que volver los ojos hacia Sandrino; el rostro del muchacho estaba volviéndose de un vivo color de zanahoria.

—Por tanto, primeramente algunas explicaciones de tipo legal. Todos los hallazgos arqueológicos son propiedad del Estado, pero hay una recompensa para el propietario del terreno. Por un espléndido monumento formado por dos caballos y una figura humana, en bronce dorado, hallado por un campesino de Las Marcas mientras araba, le tocaron al propietario, que era el propio campesino, muy bien siete millones. Advierte que el inteligente labrador, apenas notó que la reja del arado topaba con un cuerpo sólido, y vio relucir la superficie dorada entre las glebas, se apresuró a llamar a los carabineros. No se entregó a la fiebre de excavar por su cuenta, ni a la curiosidad de ver si había encontrado un tesoro... Se dirigió a quienes sabían más que él, el monumento fue extraído intacto y él embolsó un importante premio.

—¡Marisma amarga! —exclamó Sandrino metiéndose en la piel del honrado y afortunado labrador.

—En cambio, por los hallazgos en malas condiciones, desmenuzados por los picos o por las excavadoras mecánicas se paga poco, naturalmente. Por una magnífica crátera griega reducida a cien pedazos se pagaron ciento cincuenta mil liras. Hoy, restaurada por los especialistas, vale cuarenta millones. Una parte del premio, como es lógico, va también a parar a los autores materiales de la excavación. Por eso los obreros ponen el máximo empeño en trabajar con cuidado y en tener los ojos bien abiertos. Y que no se dejen tentar por el brillo, sobre todo. No es siempre oro lo que reluce, y muchas veces encierra más valor un ánfora de barro encontrada intacta, que una crátera colmada de monedas.

—¡Comprendo! —asintió Sandrino.

—En mis circunstancias no puedo ahora meterme entre ellos y empezar a instruirles... ya sabes como son estas buenas gentes. En principio recelan por instinto de las mujeres, y en segundo lugar no les agrada ser catequizados. Por eso hay que procurar que esa ideas lleguen a su mollera por vía indirecta...

—A través de mí —concluyó Sandrino.

—Exacto. Ahora ya sabes lo que debes decir, qué tecla tocar. Con todo, adórnalo un poco en lo tocante a los hechos esenciales. Procura suscitar interés, expectación; ¡procura, en suma, ser persuasivo!

—¡Descuide, señorita! ¡Marisma amarga! ¡Anda, que si nosotros también viéramos aparecer un par de caballos de debajo de tierra... nos daría al instante un ataque de la emoción!

Tía Memi se rió.

—Ahora vete; serás la «quinta columna» en el campo adversario, ¡el agente secreto de la arqueología!

Sandrino se llevó la mano a la frente en una imitación del saludo militar, y se alejó entre los matorrales caminando a gatas a fin de que no le avistaran desde las trincheras enemigas.

* * *

Roberta, aun sin quitar ojo de lo que sucedía en la obra, no había perdido una sílaba del coloquio entre su tía y el muchacho marismeño. Reflexionaba sobre aquella fascinante historia de hallazgos portentosos, de tesoros artísticos custodiados intactos en el regazo próvido y generoso de la madre tierra, y se sentía vagamente envidiosa de Sandrino.

¡Él sí que estaba bien metido en el asunto! Tía Memi confiaba plenamente en el muchacho, en su sentido común y en su astucia campesina; pero sobre todo contaba con su sincero deseo de ayudarla.

El muchacho se había declarado partidario de ella, en contra de sus propios intereses, desde la primera vez que la oyó hablar de su labor, de las excavaciones, de los etruscos. Hasta el día que tía Memi hizo acto de presencia en «Los Jabalíes» dispuesta a interrogar a los padres del chico acerca de posibles hallazgos de ciertas piedras de cobre o de bronce denominadas fíbulas, o de cacharros negruzcos fabricados con un material llamado «bucchero[3]», él se había tenido siempre por un muchacho de la marisma, hijo de campesinos que cuidaban de la crianza de los jabalíes destinados a las grandes cacerías de los señores toscanos, y que se podía considerar afortunado si había superado los exámenes de quinto grado elemental, y trabajando como peón albañil en una empresa de la construcción logró comprarse una motocicleta de segunda mano...

Mas desde aquel día cumbre sintió que era el descendiente de una estirpe gloriosa y guerrera, extremadamente civilizada. ¡Marisma amarga! Sus padres ni siquiera recordaban cuántas generaciones de su familia habitaron «Los Jabalíes»... Quizá desde siempre; quizá, anidados en lo alto de la colina, sus ascendientes pudieran desafiar la malaria que, invadiendo el litoral, había provocado el abandono de los centros costeros. Y ahora, su padre, su madre y él mismo guardaban la necrópolis sepultada, últimos descendientes y representantes de una gran civilización...

Todas estas reflexiones el muchacho las había participado a la señorita Noemi, y ahora ésta las repetía a la sobrina, para explicarle el fervor del joven campesino, su ingenuo entusiasmo y su voluntad de ayudarla.

Roberta inclinó la cabeza, pensativa, cuando su tía concluyó de hablar. Se atormentó la larga cola de cabello rubio que le descendía por la espalda, con el mismo gesto inconsciente y mecánico que había tenido aquella misma mañana. Memi ante la taza de café, y la tía sonrió reconociéndose en aquel ademán.

—¿Te da calor? —inquirió, refiriéndose a la cabellera de la sobrina.

—Un poco... Creo que debería recogérmela y sujetarla en lo alto de la cabeza, como tú.

Los ojitos oscuros de Roberta miraban a la tía con tan patente admiración, con tanto afecto, que Memi sintió algo extremadamente dulce palpitarle a la altura de la tercera costilla. Roberta no se le parecía mucho; quizá únicamente en la forma y color de los ojos; en cuanto al resto, la niña estaba destinada a perpetuar la luminosa y rubia belleza de su hermana Cecilia.

—«Corazón sencillo»... —susurró, sonriendo.

—¿Tú llamas así a mamá, verdad? ¿Por qué? —preguntó Roberta.

—Es un juego de cuando éramos jovencitas... Ella me llamaba «Caballo loco», porque decía que yo era rara y loca como un caballo; y yo la llamaba «Corazón sencillo» por el título de una novela de Flaubert, un escritor francés que creó un personaje, una sirvienta, un ser de corazón tan simple y generoso que se anula para servir a los demás...

—¿Piensas que mamá se ha anulado por cuidar de nosotros? ¿La llamas «burguesa» porque no posee otro interés fuera de su familia? —insistió Roberta.

Memi quedó sorprendida de la observación de la niña. Dios mío, sólo contaba doce años, cómo podría comprender... Con un ademán tierno, delicado, la mano morena de la tía acarició la mejilla rosada y aterciopelada de Roberta.

—Creo que Cecilia ha sido muy afortunada de tener una familia como la suya, un marido como tu padre y niños como tú y los gemelos. Pero no siempre se puede crear un destino... y el mío ha sido el de hacer hoyos en la tierra para recoger cacharros rotos. Pero tú debes tratar de parecerte a tu madre, ¿entiendes?

Roberta asió la mano de su tía y la presionó con firmeza contra su mejilla.

—Me parece forzosamente; ¡es la ley de la naturaleza! Pero ahora que me encuentro aquí, deseo ayudarte; también yo quiero ser agente secreto, la «quinta columna», ¡todo cuanto tú quieras!

—¿De veras te interesa mi trabajo?

—Es maravilloso, y tú también eres maravillosa, tía. Esta mañana has demostrado mucho valor al enfrentarte con aquel hombre, con las máquinas, con todo... Yo no habría sabido qué decir; ¡habría salido huyendo apenas Palli hubiera alzado la voz!

—¡No, si hubieras estado en mi lugar, Robi! Desde los diecisiete años que estudio y excavo, y trato de salvar los hallazgos de las manos de tipos como el contratista Palli. La fuerza nace de la conciencia del propio derecho. Y si tienes fe en tu justa causa, ¡tendrás valor tú también!

Robi asintió convencida. Sobre su mejilla suave la palma de tía Memi tenía la sensibilidad nerviosa de la mano de un cirujano y la compacta dureza de la de un campesino.