Plantados
Tía Memi descendió a la fosa de un ágil salto. Su menudo cuerpo era tan elástico y resistente como parecía.
A su alrededor los obreros se inclinaban llenos de curiosidad para ver a la mujer que, arrodillada, liberaba la piedra gris de los residuos terrosos, recorría los bordes en una especie de caricia lenta, palpaba una juntura apenas entrevista a causa de la mucha tierra amontonada todavía encima.
Nadie hizo el menor caso al ruido de un potente motor de automóvil, al golpe seco de una portezuela.
Tía Memi levantó finalmente el rostro; sus ojos castaños resplandecían.
—¡La tenemos! —dijo.
Pronunció las dos palabras sin énfasis alguno, sencillamente, pero un escalofrío hizo estremecer a todos los presentes.
—Desde este momento será necesario proceder con cautela, pero se irá bastante aprisa. Esta piedra es fuerte y bien ensamblada. Deberemos ensanchar primero el hoyo en torno...
—Deberemos... ¿quiénes, señorita? —dijo una voz en tono irónico.
El señor Palli se hallaba en el borde de la fosa, impecable dentro de un traje tropical gris perla y camisa azul eléctrico. Miraba a su alrededor con expresión tolerante. Antes de contestarle, tía Memi tendió una mano a Sandrino para que la ayudase a subir.
—¡Hable claro! —intimó luego el contratista.
—Hablaré clarísimo. Usted ha encontrado su tumba. Muy bien; ¡pues quédese usted con ella!
—¿Implica eso que usted retira sus obreros?
—Señorita, yo soy un contratista de obras, no un instituto de beneficencia para etruscos difuntos. ¿Que aquí no puedo construir mi Roccapineta? Bien. Iré a otra parte. Mañana este lugar quedará libre de máquinas y... ¡de obreros!
Roberta no perdía de vista el semblante de su tía; la mujer no dejaba traslucir su desilusión, pero había cerrado los puños y los nudillos aparecían blancos.
—¿No podría permitir a sus hombres que siguieran excavando hasta que averigüemos al menos la importancia del hallazgo?
El señor Palli, antes de responder, se volvió con ostentación hacia sus obreros.
—Muchachos, ¡dejad las herramientas! Y desde este instante estáis libres. Mañana evacuaremos el lugar y empezaremos los trabajos en la finca de la «Floresta».
Tras este discurso, pronunciado en tono casi de triunfo, el contratista se dignó dirigirse de nuevo a su interlocutora.
—Son obreros zafios e ineptos —dijo en tono fatuo—; no podrían hacer un trabajo tan delicado como el del arqueólogo...
Roberta pensó fulminantemente que si se hubiera encontrado ella en el lugar de tía Memi, hubiera demostrado cómo la mano de un arqueólogo es todo lo contrario de delicada, ¡estampándosela en la cara! Pero tía Memi era una señora. No miraba ya a Palli ni a su irritante rostro; miraba las espaldas de los obreros, los cuales se alejaban como de mala gana.
Si su pan cotidiano no hubiera dependido tanto del empresario que les procuraba el empleo, habrían ofrecido de mil amores trabajar media jornada para ella, Memi, la arqueóloga, la mujercita de los etruscos... Esto Memi lo había leído en los ojos de los obreros al marcharse, en un mudo mensaje de simpatía y de pesar.
—Consérvelos... —dijo por último con dulzura a su antagonista—. No son ni zafios ni ineptos. Vale más que aprenda a conocerlos mejor. Buenas tardes, señor Palli.
Y sin otra palabra se volvió de espaldas a él, se arrodilló en el suelo y se puso a contemplar fijamente la piedra que emergía con sus recortados bordes del fondo de la fosa.
Se habían marchado todos. Sobre aquello que había sido un promontorio de la finca «Los Jabalíes», ahora explanado y lleno de hoyos producidos por las azadas y los picos, no quedaban sino Memi y el grupito de los niños.
La arqueología no se había dejado abatir. Ignorando completamente a Palli y las maniobras que siguieron a su orden de «despejar el campo», Memi había continuado conversando con los jovencitos y con Sandrino, quien, estando en su casa, no temía disgustar al amo quedándose.
—Se presenta bien —observó la investigadora, indicando la piedra clara.
—¿Qué puede ser?
—Casi seguro que una tumba. La cuestión estriba en ver de qué época y de qué tipo.
—¿Las hay de varias clases?
—De muchísimas... De pozo, de cámara y de túmulo. Algunas imitan a la perfección la casa en que habitaba el difunto, y éstas, juntamente con los objetos que constituían el equipo funerario, nos dan hoy idea de cómo vivían, en determinadas épocas, los etruscos.
—¿Pero esto no se podría saber por sus escritos? —inquirió Roberta.
—Se podría, si existieran escritos. Lo malo es que esta espléndida civilización no ha dejado una literatura. No se poseen más que inscripciones funerarias y descripciones de ceremonias religiosas que todavía no hemos logrado traducir total y perfectamente.
—Así sólo pueden hablar las tumbas —observó Jorge, pensativo.
—Exactamente —confirmó Memi.
—¿Pero no dirán todas las mismas cosas? —intervino Sandrino—. Quiero decir: ¿nacido en tal día, muerto en tal otro, esposa ejemplar, padre afectuoso y todo eso?
—Tu observación rebosa sentido común, hijo —alabó Memi—. En efecto, las inscripciones funerarias etruscas dicen poco más o menos las mismas cosas que podemos leer sobre las lápidas mortuorias de nuestros días...
—¿Entonces?
—Pero las tumbas de nuestros antepasados no eran sólo un lugar de reposo para los cansados huesos de los difuntos, sino algo que debía servir también a la comodidad de su vida futura. Los etruscos, al igual que los egipcios, metían en los sepulcros todos los objetos que en vida había utilizado el hombre o la mujer: las armas, objetos de tocados, trajes, joyas.
—¡Joyas! —exclamó Roberta con expresión arrobada.
—¡Sí! Y en las paredes de la cámara funeraria se encuentran a menudo frescos estupendos, que nos ilustran acerca de sus costumbres de caza, de pesca, sus juegos, sus danzas, sus cantos.
—Pues si a los etruscos no les gustaba escribir —prosiguió Sandrino—, ¡encontraron la manera de hacerse comprender igualmente!
—¡Cierto! Y con una gran rapidez. Debieras ver un fresco representando unos espectadores de un concurso deportivo; comentan, disienten, y se comunican sus impresiones vueltos en sus asientos. Es una escena de tal vivacidad que se diría una secuencia cinematográfica.
—¿No podemos verla? —preguntó Sandrino.
—Desde luego. Si se te presenta la ocasión de ir a Tarquinia, pide visitar la Tumba de las Bigas. El fresco está en el interior. Pero ahora preciso concentrar mis ideas y reflexionar un poco sobre nuestra situación.
—¿No es halagüeña, verdad? —dijo Ada.
—Y que lo digas. La Administración no dispone de mucho dinero, y los obreros para las excavaciones exigen ser pagados regularmente. ¡Quién sabe cuándo podremos ver qué cosa encierra la piedra descubierta allá abajo!
Tía Memi lanzó un suspiro, luego se miró las manos sucias de tierra.
—¿Puedo ir a tu casa a lavarme? —preguntó a Sandrino.
—¡No faltaría más! ¡Venga, venga! —se apresuró a exclamar el muchacho.
Ada y Jorge siguieron a la señorita que se encaminaba rápidamente hacia la casa de los colonos de «Los Jabalíes», y Roberta se quedó sola junto al borde de la excavación. Le invadía una impaciencia ardiente, una sorda rabia. ¡Cómo, después de haber esperado con tanto temor aquel instante, ahora no quedaba otro remedio que cruzarse de brazos, confiar en las autoridades y aguardar pacientemente!
Tía Memi era admirable, no cabía duda... Se ve que para ser arqueólogo se requiere ejercitarse en la práctica de la paciencia Pero ella, Robi, no tenía tiempo que perder. Pronto finalizarían sus vacaciones en Castiglione; pronto volvería con su familia, alejada de la zona de las excavaciones, y no le alcanzaría sino el eco de los descubrimientos, quizá extraordinarios, que se realizarían... ¡Ah, no!
—Antes de marcharme sabré lo que hay allí abajo, ¡marisma amarga! —exclamó la niña en tono de certera determinación.
Y agarrando la pala de Sandrino, que yacía olvidada sobre el terreno, descendió a la fosa y empezó a extraer paladas de tierra, que arrojaba fuera del hoyo.
No era un ejercicio para una muchachita. Muy pronto Roberta descubrió que le faltaba el aliento y que le ardían las manos. Mientras se preparaba para enfrentarse con una gleba rojiza, pesante y compacta, una mano, junto a la suya, asió el mango de la pala y una voz dijo con acento de grave seriedad:
—Puis-je vous aider?