… y los primeros resultados
Hacia el mediodía se reunieron todos en la hermosa sala de la villa. Eran tantas las cosas de que hablar que resultaba inimaginable no aprovechar la hora del almuerzo para cambiar impresiones, motivo por el cual los dos grupos habían acordado hacer la cocina en común.
Ambretta había preparado una fabulosa ensalada de arroz, pollo, pepinos, tomates y huevos duros aderezada con aceite y limón, y los muchachos, a quienes el lebeche y el fresco habían si cabe aumentado el apetito, ponían con entusiasmo la mesa.
Alejandra, arrancada directamente de Roselle, los ayudaba con mucho garbo, y Roberta experimentaba un asombro cada vez mayor ante los exponentes de la raza de los arqueólogos.
Siempre se los había imaginado como tipos barbudos y con antiparras, y se figuraba que su tía Memi constituía la única excepción en un gremio de viejecitos temblorosos. En vez de lo cual he aquí a esta Alejandra, una criatura radiante, de ojos verdes y dos largas trenzas castañas que le caían sobre la espalda. Era una graduada reciente, pero Roberta había notado que Ambretta la trataba con mucha simpatía y consideración. No obstante su juventud, debía ser muy notable y valiosa...
Tía Memi se retrasaba. No existía peligro de que el almuerzo se enfriase, pues era ya frío de por sí, pero la espera les producía cierto nerviosismo.
—Esas cosas van para largo... —dijo Ambretta, tratando de distraer a los muchachos—. ¿Queréis beber algo? Unos sorbos de naranjada no os quitará el apetito y os mantendrá tranquilos un rato.
—¿Cree usted que conseguirá su propósito? —preguntó Alejandra, fijando sus ojos verdes en los de Ambretta.
—No puedo asegurárselo... pero me inclino a creer que sí.
—¿ Cuánto dinero se necesitaría para empezar las excavaciones? —inquirió Jorge, siempre con miras a lo práctico.
—¡Pues no sé decirte!
—¿Una cifra con muchos ceros?
—¡Y tanto! Muchísimos.
Los muchachos se quedaron silenciosos, paladeando la naranjada.
Por fin se oyó el motor del «1.400». El coche avanzaba en segunda por el camino arenoso que unía la carretera general con la villa, produciendo un ruido considerable, pero nadie tuvo el valor de levantarse para ir al encuentro de Memi.
Se quedaron todos en la sala de estar: Ambretta a fin de dar la última vuelta a la ensalada de arroz, los muchachos a mirarse unos a otros, Alejandra a poner los vasos de naranjada encima de la mesita de servicio.
El intervalo entre extinguirse el ruido del motor y la aparición de tía Memi en el umbral de la sala fue mínimo.
—¿Has volado por las escaleras? —inquirió Ambretta con desenvoltura.
Memi no respondió; tenía una expresión extraña, transfigurada, y los ojos soñadores. Se dejó caer en un sillón de mimbre.
—Estoy cansada —declaró.
—¿Le apetece una naranjada? —se apresuró a ofrecerle Alejandra.
—Creo que un martini le caerá mejor, ¿verdad, querida? —interpuso Ambretta.
—Muy seco, por favor. Eres una amiga, Ambra.
—Gracias, hermana.
—Tía Memi... —comenzó a decir Roberta. Le parecía vivir una escena de película: ¡las gentes normales, en un momento como aquél, no se ponían a tomar aperitivos!
—¿Qué hay, cariño?
—Entonces... ¿qué pasa?
—¿Quieres saber lo que he hecho? Primero la sesión en el ayuntamiento con aquellos excelentes hombres llenos de buena voluntad... luego recorrí la marisma con Sandrino en busca de excavadores...
—¿Excavadores?
—¡Pues sí! Esa gente que trabaja con la pala, ¿sabes?
—¿Entonces se comienza a trabajar?
—¡No me digas que has tenido dudas sobre el buen éxito de mi misión!
—No, pero...
—Pero habrías hecho bien en tenerlas; , ha sido necesaria una especie de intervención divina para lograrlo. Afortunadamente la intervención se ha producido.
—¿Con muchos ceros? —dijo Jorge, remachando sobre el lado práctico de la suma necesaria.
—Muchos, sí.
—¿Así, pues, los comerciantes de Castiglione se han enternecido!
—En realidad los comerciantes han participado en una mínima parte, al menos hasta ahora. Haceros cargo: ¡la noticia casi no ha podido llegar a sus oídos!
—¿Y quién ha sido el donante?
Tía Memi entornó los párpados con aire de misterio.
—¿No lo adivináis?
—Yo sí —dijo Ambretta—, pero te privaría del placer de revelarlo. ¡Continúa haciéndote la esfinge si tanto te divierte!
—¿Vive aquí? —comenzó a preguntar Ada.
—Por el momento...
—¿Le conocemos?
—¡Vosotros, los muchachos, sí!
—¿Es extranjero? —inquirió Roberta, que se figuraba también haberlo adivinado.
Tía Memi asintió.
—Vais por buen camino... ¡sí, chicos! El noruego, el invitado del príncipe Accursi, se vio con el alcalde ayer tarde y ¡le firmó un cheque!
—¡No me imaginaba que en Noruega existiesen millonarios como en América! —observó Jorge.
—¡Eso es precisamente lo maravilloso! El señor Nordhal es armador, luego su situación es bastante próspera. ¡Pero no es ciertamente el tipo del millonario americano! Ayer me dijo que poseía una casa con jardín en Bergen y que su único lujo consiste en un pequeño yate... pero esto, en un país esencialmente marinero como Noruega, no se puede definir exactamente como un lujo...
—¿Y no obstante eso te ha entregado tanto dinero para nuestras tumbás? —preguntó Roberta, radiante.
Tía Memi deslizó la mano sobre las mejillas de su sobrinita.
—¿No recuerdas lo que ayer nos dijo Nordhal?
—Yo sí lo recuerdo —saltó Jorge—. Dijo que lo de la necrópolis era un problema que le atañía a él también.
—Entonces, visto que además de considerarlo como un problema suyo, ha ayudado a resolverlo, ¿no os parece que sería hora de sentarnos a la mesa? —preguntó Ambretta.
La invitación no podía ser acogida con más placer, y cada cual se sentó en su sitio de costumbre, sin cesar por ello de hablar, de preguntar, de reír y de augurarse los más extraordinarios hallazgos del mundo bajo la piedra de Roccapineta.
En la terraza, cuya puerta se hallaba cerrada a causa del lebeche, Teodora refunfuñaba irritada. No soportaba la idea de no poder meter el pico en la suculenta comida que vislumbraba a través de la vidriera.