•        37

 

 

 

 

 

Regreso caminando hacia el hotel.

Necesito meditar.

Mis sentimientos son un remolino de emociones, no sabría expresar cuál es mi estado de ánimo ahora mismo, si predomina el rencor, la sorpresa, la vergüenza, el enfado, el desaliento, la impotencia…

—¡Keira!

Esa voz me hace salir al instante de mis reflexiones, me giro, descubriendo un Mercedes rojo Clase A Red&Black Edition parado en medio de la carretera, junto a mí.

—¿Te vienes?

La madre de Ares me sonríe, angelicalmente, desde el interior del vehículo. No lo dudo ni un solo instante y me subo al coche con ella.

—Cariño, he venido a buscarte para decirte que mi hijo es un imbécil por no darse cuenta de lo que se va a perder si te deje escapar —murmura, mientras conduce.

—Mañana vuelvo a España, ya no puedo hacer nada más… —me detengo al percatarme de que no sé su nombre, entonces muy hábilmente continúo— señora Hunter.

Ella parece adivinar mis pensamientos.

—Me llamo María, querida.

—¡Encantada!

Reímos por mi espontaneidad.

Detiene el coche delante de la puerta de un local donde pone «Cantina», pero me parece demasiado lujoso para el concepto que yo tengo de este tipo de bares.

—¡Ándale, damita, vamos a olvidar las penas! —imita exageradamente el dulce acento mexicano, lo que me provoca la risa, porque ella en realidad tiene un castizo acento madrileño.

Posa su mano en mi espalda y entramos en La No. 20, en Polanco.

Nada más plantar nuestros tacones en el suelo de la cantina, un señor muy elegante se apresura a recibirnos, enseguida, al escuchar la conversación entre ambos, deduzco que se trata del dueño y que están coqueteando descaradamente.

María me presenta como «su nuera», lo cual provoca una inmensa alegría en el caballero. Nos acompaña personalmente hasta una de las mesas, donde nosotras tomamos asiento y él desaparece.

Los camareros acuden sin llamarlos y María pide sin consultarme.

—Tomaremos escamoles, arrachera y tacos de chamorro, con dos margaritas. Gracias. —El camarero se retira cuando ella le entrega la carta, entonces ella me mira y musita—. ¿Te gusta el margarita, verdad?

—Sí, sí, gracias. —Esta mujer es irrebatible, por lo que, aunque no me gustase, me lo bebería.

Mientras esperamos a que traigan la comida, me cuenta la historia de las cantinas en México y que ésta es una de las más lujosas del país, ya que aquí vienen los personajes más famosos a cenar y tomar copas. Miro a mi alrededor, no me extraña que venga aquí la clase alta de la sociedad mexicana, porque esto es precioso.

Cuando nos han traído toda la comida, brindamos y me bebo la copa de un trago. ¡Qué sed tenía!

María hace un gesto al camarero levantando su mano, y en menos de un minuto tengo otro margarita a mi lado.

Entre comida y bebida, charlamos amigablemente sobre nuestras vidas. Ella está interesadísima en la mía, y viceversa. Hace que me sienta relajada, porque me habla con total confianza. Es fascinante todo lo que ha vivido esta mujer, sus ojos brillan al recordar ciertas cosas, la escucho ensimismada.

Cuando terminamos la cena, llama de nuevo al camarero.

—Tráiganos pan de elote, cazuela de almendra y esferas de guayaba, todo para compartir. Gracias. —El camarero se retira y ella se dirige a mí—: ¡Los postres son lo mejor de México! —Me guiña un ojo sonriente, siento que los margaritas comienzan a hacer efecto.

«Casi tengo un orgasmo con esta comida, en serio, lo mejor que he probado nunca» pienso.

—Exquisito —me limito a decirle.

—Creo que esta fue la razón por la que nunca regresé a España, ¡los dulces! —Nos reímos las dos por su confesión.

Cuando hemos terminado, el camarero pone sobre nuestra mesa una botella muy bonita. Me llama la atención que la coloque con tanta ceremonia y además con guantes. También deja una bandejita con sal y varios vasos, todo de cristal.

—Invita la casa, señora —le informa el camarero a mi suegra, que asiente tranquilamente.

—Esta botella está formada por dos piezas, hechas a mano: una mitad es de platino puro y la otra es de oro blanco. Se mantienen unidas por el mítico emblema, también de platino —me explica, mostrándomela con sumo cuidado.

Es realmente preciosa, observo que en dicho emblema reza «Ley 925. Pasión Azteca Ultra Premium». María unta delicadamente el borde de dos vasitos en la bandeja con sal, para después servir el líquido. Me entrega uno.

—¡Brindo por ti, Keira, porque seas capaz de agarrar a mi hijo por los huevos!

Chocamos los vasitos y lo bebemos de un trago.

—Es una auténtica delicia. —Cierro los ojos, degustando todavía este sabor en el paladar.

—Lo llamamos eSanto Grial» del tequila, cariño, cuesta más de tres millones de dólares. —Sonríe.

—¡¿Tres millones?! —No he podido evitarlo, soy de pueblo.

—Pero merece cada moneda, ¿no crees?

Me he quedado muda, observando atónita cómo repite la misma operación, llenando los vasitos de nuevo. Por Dios, cada trago debe costar doscientos mil dólares…

—¿Y te invitan a esto? —Después de terminar la frase, me arrepiento por mi intromisión.

—Eduardo y yo somos viejos amigos. —Sonríe de una manera que me hace sospechar que fueron algo más que amigos.

—Ya…

—Keira, Cicerón decía que los hombres son como los vinos: la edad agria los malos y mejora los buenos.

No entiendo demasiado bien qué pretende decir con eso, pero brindo de nuevo y bebemos.

—Bien, ya hemos hablado bastante de mí, quiero que me cuentes cómo os conocisteis Ares y tú.

—Yo trabajaba en el hotel donde él se hospedaba. —Es una manera de verlo, bastante más aceptable para una madre que la versión de «el cabrón de tu hijo vino a buscarme para acostarse conmigo y ganar así una apuesta con sus amigotes y, ya de paso, hablando un poco de todo, también fue el fundador y el líder de un club donde se dedicaban expresamente a eso…».

—Imagino que en cuanto te vio se quedó prendado de ti —añade.

—Sí, más o menos. —Siento cómo me ruborizo al recordar su mirada cuando me miró por primera vez.

—Lo que no entiendo es qué viste tú en él —suelta, tan pancha.

—¡¿Estás de broma?! —Me río.

—Perdóname, Keira, es evidente que el dinero y el físico son características que nos atraen a todas, pero me refiero a qué más has visto en mi hijo, qué le hace diferente para hacer este acto tan bonito de venir a por él, atravesando el mundo —suena cariñosa, por eso dudo un instante si protestar porque me está llamando interesada, o agradecer que haya valorado mi esfuerzo de venir a buscarlo.

—María, tu hijo y yo no empezamos bien, porque tiene mucho… carácter.

—¡Oh! Si lo quieres llamar así… —me interrumpe, indignada—. ¡Yo diría más bien que es un auténtico gilipollas! —Se parte de la risa sola.

—¡A veces!

—Cuando era pequeño, de repente le daban ataques de ira y necesitaba romper cosas. —El recuerdo de Ares destrozando su casa con aquella lanza revolotea en mi memoria—. No sabíamos qué hacer con él, estábamos desesperados, nuestros allegados hasta creían que tenía el mal en su interior. Pero un buen día, su padre le compró una cinta andadora y le puso a correr una hora, sin parar. Siempre lo recordaré, ¡volvió como un cordero manso al corral! Tenía demasiada energía y no sabía cómo canalizarla. Nosotros lo enfocamos con el deporte. Imagino que él lo habrá aprovechado para otras cosas. —Vuelve a reírse cuando descubre mi cara completamente roja.

—Creo que esto me ayudará bastante de ahora en adelante —confieso.

Recuerdo que siempre está buscando cosas inquietantes que hacer, para descargar lo que él llama «adrenalina».

—Solo le pedí que no mintiese a las mujeres, que no jugase con ellas, que siempre les dijese la verdad, por muy dura que fuese. Y espero que en eso no me haya fallado. —Su madre parece afligida.

—No sé qué decir al respecto. —¿Cómo contarle a una madre orgullosa que su hijito del alma es un embaucador profesional?

—Cuando un hombre es sincero, no hay nada que reprocharle. Lo que mata una relación son las mentiras, Keira, eso grábatelo a fuego en la mente, hija.

—Tienes razón.

—Pero sigues sin contestarme, ¿por qué mi hijo ha perdido la cabeza por ti? ¿Qué has visto en él que te pueda gustar? —vuelve a la carga.

Esta mujer no deja de rellenar los vasitos, empiezo a ver doble.

—Ares tiene una coraza que le impide mostrarse tal y como es. Le da miedo entregarse porque teme que le hagan daño, como a todos, imagino. La diferencia es que él nunca lo ha sentido antes, por eso se protege así mismo de lo desconocido, mostrando indiferencia. Pero la realidad es que tu hijo es cariñoso, protector, dulce, posesivo, seguro de sí mismo, valiente, sincero, bondadoso, generoso… ¡Y millones de cosas más!

—¡Vaya, lo amas más de lo que yo imaginaba! —Me observa, atentamente—. Ese brillo en tus ojos, al hablar de él, te delata, Keira.

—María, no sé nada de esta vida, pero si una cosa tengo clara es que amo a Ares por encima de todo.

Ella coge mis manos entre las suyas y me mira emocionada.

—¡Pues entonces no tienes nada que temer, querida, ese cabezón tarde o temprano se dará cuenta de todo!

—Pero temo que sea demasiado tarde.

—¡Nunca es demasiado tarde, y menos para ti, con lo joven que eres, por el amor de Dios! ¡Venga, vamos a bailar!

Antes de que me dé tiempo a negarme, me ha cogido del brazo y me ha llevado a bailar allí en medio del local, donde no hay nadie más bailando. Ella comienza a moverse como se hacía hace cuarenta años, a lo yeyé, claro. Por no dejarla sola, le sigo el ritmo y acabamos partiéndonos de risa las dos. No tardan en sumarse a nuestra fiesta particular algunos señores, a los que no prestamos ninguna atención.

Cantamos todos a voz en grito la canción de Paulina Rubio Ni rosas ni juguetes

 

Te puedes ir, no me importa tus billetes

No hay rosas ni juguetes que paguen por mi amor

Te puedes ir a la China en un cohete

Ve y búscate una tonta que te haga el favor

 

Una de las veces que estoy «toda» emocionada, berreando la letra de la canción, giro sobre mí misma, con los brazos en alto dándolo todo, veo un hombre observándome, con los brazos cruzados, muy serio, entonces me detengo para enfocarlo, pero su figura se sigue moviendo sin parar. ¡Vaya mareo que tengo!

—¡Ares, cariño! —le saluda María, pizpireta.

Se acerca hasta nosotras lentamente, mirándonos con reproche.

—¡Mamá, sabes que papá no quiere que vengas aquí! —la regaña. Imagino que el dueño tiene bastante que ver con dicha prohibición.

—¿Está él aquí para prohibírmelo? ¡Pues entonces voy donde me da la gana! —Su voz suena gangosa y no deja de partirse de la risa, y yo intento por todos los medios no sumarme a sus carcajadas.

Entonces su mirada reprobatoria se clava en mí.

—¿Te parece bonito emborrachar así a mi madre? —brama.

—¡¿Qué?! ¡Tu madre ha sido la que me ha obligado a terminar la botella del Grial ese! —protesto, enojada por su acusación, mientras él abre los ojos espantado por tal información.

—¡Ares, hijo, no me extraña que sigas soltero a tu edad! —María se apoya en su hombro, tambaleándose, para interrumpir nuestra discusión—. ¿Te parece apropiado tratar así a una dama? Yo ya te hubiera cruzado la cara, unas cuantas veces además, ¡qué paciencia tienes, Keira, hija! —Ahora le ha entrado el hipo, así que no me aguanto más y se me escapa una carcajada.

Ares nos mira a las dos, anonadado, no se lo puede creer. Pero ya para terminar de rematar todo, María le apunta con un dedo acusador.

—Hijo, esta mujer vale más de lo que te piensas, se ha tomado la molestia de conocerte y mirar más allá de lo que tú estás dispuesto a ofrecer, yo desde luego le doy mucho más que el visto bueno. Contáis con mi bendición… —Y acto seguido se desploma contra el suelo.

Ares corre a cogerla en brazos, se ha desmayado y creo que yo no tardaré mucho más en hacerlo.