Capítulo diez
Las palabras se quedaron flotando en el silencio de la noche. ¿A ella no le importaría?
El cuerpo de Luke reaccionó antes de que él pudiera pensar en algo que decir. Pues claro que reaccionó: llevaba preparándose toda la tarde.
Durante unos momentos Luke batalló consigo mismo. ¿Por qué no? Después de todo, estaban casados. ¿Por qué privarse, si a ella no le importaba? Su cuerpo ardía por ella. Lo único que tenía que hacer era darse la vuelta. Allí estaba ella, cálida, hermosa y dispuesta, si la quería.
Reprimió un gemido. ¿Podría ponerse más duro?
Pero más valía ser consecuente desde el principio. Se acordó de sus anteriores propósitos.
El tibio cuerpo de Isabel se encontraba muy cerca. Luke olía su tentadora, su embriagadora fragancia en el cuarto, en la cama.
A ella no le importaría.
Cerró los ojos tratando de apartar de la mente su tierna llamada de sirena.
No volvería a ser esclavo de una mujer.
—No —soltó Luke con gran esfuerzo—. Duérmete.
—Oh —dijo ella con un hilo de voz—. Buenas noches, pues —añadió al cabo de un momento.
Parecía... ¿decepcionada? Las mantas se desplazaron cuando ella se volvió de costado, de espaldas a él.
Él no se movió. No podía moverse.
—Buenas noches.
Consciente de lo secas que habían sonado sus palabras, sintió una punzada de reparo al tiempo que la parte de su cerebro que se esforzaba por conseguir el control aplaudía.
Con lo sencillo que parecía el matrimonio desde fuera.
Cerró los ojos de nuevo e intentó dormirse. Junto a él Isabel se removía y se revolvía. Y volvía a removerse.
Estaban tan apartados uno de otro en el lecho que ni siquiera se tocaban, aunque Luke era dolorosamente consciente de cada movimiento.
Ella hacía ruiditos con la garganta y no paraba de mover los pies. Pero ¿qué diablos...?
Al cabo de uno o dos minutos, Luke ya se había hartado.
—Duérmete —le ordenó.
—Eso intento.
—Tal vez resultaría más fácil si dejaras de moverte.
—No puedo evitarlo —contestó ella—. Creo que... ¡Ay! Algo está picándome. Me pica en las piernas.
¿Chinches? Pero si a él no lo había picado nada... Aquello era un truco, pensó Luke. Un truco femenino para llamar la atención, para castigarlo, para torturarlo más. Aunque tenía que reconocer que era culpa suya si se sentía torturado.
Salió de la cama y subió la luz del farol.
—Déjame ver.
Echó atrás la ropa de cama y se inclinó sobre las piernas de Isabel. En efecto, vio media docena de pequeñas marcas rojas. Y un lunar negro que saltaba.
—¡Pulgas! —exclamó—. ¡Maldita sea, hay pulgas en la cama!
—Ya le dije que algo estaba picándome. —Isabel salió de la cama de un salto y escudriñó las sábanas por encima del hombro de Luke—. ¿Qué hacemos?
—¡Decirle al condenado posadero que cambie la condenada cama!
Dando grandes zancadas, Luke fue hasta la puerta, la abrió de golpe y llamó a gritos al posadero. Isabel cogió el gabán, se lo puso y esperó en la esterilla junto a la estufa.
Al cabo de un instante el posadero acudió a toda prisa, con unos pantalones puestos apresuradamente sobre una camisa de dormir de rayas. Lo seguía la improbable pelirroja, vestida con un camisón de dormir de franela color rosa vivo y un mantón. Baja, rolliza y con el pelo carmesí recogido de cualquier modo, se cruzó de brazos y miró a Luke con gesto de desaprobación.
—¿Señor?
Luke le echó una mirada asesina a su marido.
—¡Hay pulgas en la cama, maldita sea!
La mujer dio un resoplido desdeñoso.
—¡Nada de eso! En mi posada no.
—Señor, ésta es una posada muy limpia —le aseguró el posadero.
—¡La posada más limpia de todo Aragón! —concretó su esposa, con los negros ojos hirviendo de ira.
—Nada de pulgas, nada de chinches —remató el posadero.
—¡Tonterías! —Luke estaba indignado—. Le han picado a mi esposa y yo mismo he visto una. ¡Miren! —agarró al posadero por el brazo, lo arrastró hasta el lecho y señaló—. ¡Pulgas! —Luego miró a la mujer—. ¡Y usted, mire los pies de mi esposa!
La mujer volvió a dar un desdeñoso resoplido y, enfadada, fue con paso resuelto adonde estaba Isabel, irradiando incredulidad por cada poro de su pequeña persona. Se agachó, soltó una exclamación y se inclinó más.
—Pulgas, Carlos —dijo con voz irritada—. ¡Pulgas, y en mi posada! —De pronto dio un salto, se llevó un dedo al tobillo y estrujó una pulga entre las uñas de los pulgares. Escudriñó los pies descalzos de Isabel, luego los suyos calzados con zapatillas y por último la alfombrilla de trapos—. ¡Están en esta alfombrilla! —exclamó de repente—. Carlos, ven a ver.
—Carlos, abra la ventana —le espetó Luke en tono áspero.
El posadero, atrapado entre su mujer y Luke, optó por obedecer a Luke.
En un momento Luke hizo una pelota con la alfombrilla de trapos llena de pulgas y la tiró por la ventana a la calle de abajo.
Isabel aplaudió mientras bailoteaba, nerviosa, de puntillas, brincando de un pie al otro.
La feroz posadera se volvió contra su marido.
—Mira que te dije que no dejaras que ese hombre metiera sus perros dentro la otra noche, pero no, claro: te dejaste impresionar por su título, te mostraste servil y aceptaste sus sobornos... ¡Y mira las consecuencias! ¡Pulgas en mi posada! ¡Mira los pobrecitos pies de la señora!
El hombre se inclinó a mirar, y ella le dio un tortazo en la cabeza.
—¡A ver si tenemos recato! —susurró con enfado—. ¡No se mira a los pies descalzos de una dama! ¿Pero es que no sabes nada? Comida de picaduras está, pobre señora, ¿y qué pensará de esta posada?
De pronto Luke se dio cuenta de por qué su esposa se movía de una manera tan rara. Aún estaban picándole, maldita sea... La tomó en brazos y la abrazó contra su pecho.
—¿Qué hace?
—Como estabas dando saltos, imaginé que aún te atacaban.
Ella sonrió.
—Tenía frío en los pies, nada más.
—Ah.
Pero él no hizo el menor ademán de bajarla. El suelo aún estaba frío, después de todo. E Isabel no podía esperar en una cama llena de pulgas.
—¿No peso demasiado?
Luke dio un resoplido. Su esposa era un peso pluma.
—Quiero otro cuarto —le comunicó al posadero—. Con sábanas limpias y ropa de cama nueva. Y nada de alfombrillas. ¡Vamos!
La esposa del hombre habló por él.
—Mil perdones, señor, pero ésta es una posada pequeña y no hay más alcobas particulares, sólo el cuarto común, que no es adecuado para un caballero y una dama como ustedes. Pero yo lo arreglaré, no lo dude.
Fue a la entrada, se metió dos dedos en la boca y dio un ensordecedor silbido. En cuestión de segundos los criados acudieron corriendo.
—Deshaceos de este colchón y esta ropa de cama —ordenó—. A las caballerizas con todo. Tú, tráele al caballero un colchón nuevo. Y tú —le hincó un dedo a una criada de aspecto soñoliento—, friega el suelo. Agua hirviendo, pon en remojo un puñado de salvia, dos de lavanda y uno de menta, déjalos cinco minutos, luego escúrrelos y friega el suelo con ella.
Mientras ellos iban a toda prisa a cumplir sus órdenes, la posadera se volvió hacia Luke e Isabel.
—Mis más sinceras disculpas por las molestias, señor y señora, pero la semana pasada el imbécil de mi esposo permitió que un caballero metiese sus perros aquí dentro. —Le lanzó una rápida mirada asesina a su marido—. Desoyendo todas mis normas. ¡Eso es lo que pasa cuando voy a visitar a mi hermana!
—Me aseguró que no tenían pulgas... —afirmó el hombre corpulento casi con lágrimas en los ojos.
—¡Bah! ¿Alguna vez has visto algún perro sin pulgas? —contestó ella en tono desdeñoso, y de nuevo miró a Luke—. Los perros debieron de dormir en esa alfombrilla y las pulgas se han multiplicado con el calor. No importa, todo estará otra vez bien limpio dentro de cinco minutos, y Carlos le traerá a usted el mejor aguardiente, señor, y quizá una taza de chocolate para su dama.
Carlos desapareció y los criados se llevaron el colchón y la ropa de cama viejos y metieron uno nuevo.
—Relleno de lana —les dijo la posadera a Luke e Isabel—. Recién lavado y secado al sol. Y lo mismo para las sábanas y las mantas. —Sonrió a Isabel—. Y ahora, señora, deje usted que su buen marido la cuide mientras yo traigo un poco de bálsamo para quitar el picor.
—A lo mejor espero en la silla —sugirió Isabel.
Luke la puso en la silla. Tal vez siguiera habiendo pulgas en el suelo.
Bela se sentó, subió las rodillas hasta la barbilla y esperó envuelta en el gabán. Parecía un pilluelo callejero con el gabán demasiado grande de Luke, del que asomaban los dedos de los pies, llenos de picaduras.
La criada llegó con un trapo y un cubo humeante. Bajo la supervisión de su ama, fregó a conciencia el suelo mientras los demás criados sacudían las sábanas y las mantas limpias.
En cuestión de minutos la cama estaba hecha, el suelo relucía y el cuarto olía a lavanda y a menta. La posadera le pasó a Isabel un tarrito de pomada, diciendo:
—Esto servirá para el picor. Que duerma bien, señora. Una vez más, acepte mis disculpas, señor. Vamos, fuera los demás, el caballero y su señora desean dormir.
Hizo salir enérgicamente a todo el mundo del cuarto. Después, cuando la puerta se cerraba tras ella, Bela y Luke oyeron:
—Y tú, Carlos, ¿puedes explicarme por qué no te hago dormir en la cuadra, en ese colchón lleno de pulgas?
A Isabel le dio la risa.
—Pobre Carlos; ¿cree usted que ella llevará a cabo su amenaza?
—Le estará bien empleado si lo hace —refunfuñó Luke.
Bela destapó el tarro y olió el contenido con aire cauteloso.
—No está mal.
Empezó a aplicarse la pomada para las picaduras y después se dio la vuelta con dificultad para llegar a la parte de atrás de los muslos.
—¿Te echo una mano? —le preguntó Luke.
—Sí, por favor.
Ella le pasó el tarro, se volvió de espaldas y levantó el bajo del camisón de dormir, dejando al descubierto unas finas extremidades de porcelana que hicieron que a él se le secase la boca.
—Detrás de la rodilla —dijo Bela.
Luke metió un dedo en la mezcla y la untó ligeramente en la marquita roja que había en la corva de Isabel. Allí la carne era sedosa y delicada, y con el pretexto de aplicar la pomada la acarició.
—¿Ve alguna más? —preguntó ella, y se levantó más el camisón de dormir, casi hasta el trasero.
Luke sentía ganas de subir las manos por su pierna, de acariciar su suavidad, pero se había hecho un propósito y estaba decidido a cumplirlo.
—Ya está —dijo. La voz le sonó ronca. Volvió a poner el tapón y dejó el tarro en el lavamanos—. Ahora a lo mejor podemos dormir un poco por fin.
Aunque, antes de que ella diese la vuelta siquiera en la silla para mirarlo, antes de que dijese «gracias» con aquella dulce voz, sabía que había perdido la batalla.
Bela se volvió y y se acercó a él. ¿O fue él quien se acercó a ella? No lo sabía. Lo único que supo es que sus brazos la rodearon casi espontáneamente, como si no tuvieran nada que ver con su voluntad.
La abrazó durante un largo instante, con el rostro pegado a su vientre, aspirando su aroma a través del camisón de dormir de algodón. Sintió sus dedos en el pelo, acariciándolo, y la llevó en brazos a la cama, donde la acostó entre las bienolientes sábanas. Su cabello se extendió sobre la almohada, una maraña de retorcida oscuridad como los sentimientos que hervían en el interior de Luke.
Entonces la besó; al principio apenas fue un roce de labios, como si estuviera probando (era una inocente muchacha, tenía que recordarse que debía ir despacio), pero Isabel respondió con un gemido ronco de su garganta, lo abrazó por el cuello y lo atrajo hacia sí.
Una oleada de calor lo invadió. Luke hundió los dedos en la magnífica mata de su cabello y cautivó su boca con lentos y suaves besos, mientras ella se los devolvía uno a uno, como entusiasmados picotazos de pajarillo.
La dulce torpeza de aquellos besos lo obligó a refrenar su desenfrenado deseo. Su esposa no era virgen, pero aun así era una inocente muchacha. No sabía nada sobre hacer el amor.
Jugueteó con sus labios hasta abrírselos y mientras sus lenguas se enredaban, ella le agarró los hombros y, pegada a él, se estremeció. Luke hizo más intenso el beso. El sabor de ella oscilaba como una llama por sus venas.
Isabel devolvía caricia por caricia, como una alumna entusiasta y generosa.
Él le chupó el carnoso labio inferior, y ella se retorció y le apretó el brazo con urgentes dedos. Bajo la tela de algodón, sus pezones eran dos duras y pequeñas puntas. Luke los rozó con suavidad y ella se arqueó y emitió un sonido gutural. Volvió a rozarlos otra vez, y una vez más, pasando los nudillos por ellos, y ella se estremeció y ahogó un grito.
Luke se abrió paso con besos y mordisquitos más allá del fragante hueco de su cuello, hasta el valle en sombra que había entre sus pechos. Una docena de pequeños botones de hueso le impedían avanzar más. Sus dedos eran torpes, pero ella lo ayudó a desabrocharlos.
Él alargó la mano para coger el bajo del camisón de dormir y, con total ausencia de recatada timidez, Isabel lo ayudó a subírselo y a tirar de él por la cabeza. En un instante quedó completamente descubierta a su mirada.
La visión de ella, desnuda, como una esbelta y marfileña llama sobre las arrugadas sábanas blancas, lo dejó sin aliento. Sus ojos aparecían grandes, oscuros y excitados, oro bruñido a la luz de las velas, viéndolo mirarla. Luke debió de clavar la vista en ella demasiado tiempo o con demasiada intensidad, porque pareció sentirse un poco inquieta y poco a poco se le subieron los colores hasta oscurecerle la piel. Entonces alzó las manos para proteger su desnudez.
—No, no hagas eso —le dijo él en voz baja mientras se lo impedía—. Eres preciosa.
Durante un segundo pareció que ella fuera a echarse a llorar; luego desvió la cabeza y sus ojos se cerraron con un parpadeo. Estaba tan hermosa que Luke tuvo que besarla otra vez. Y otra.
El breve instante de frialdad se deshizo cuando se fundió en su abrazo de nuevo, respondiendo con una sinceridad y un entusiasmo que a él le llegó hasta el corazón. No había ni rastro de malicia en ella... aunque pensándolo bien, teniendo en cuenta el día que le había hecho pasar, malicia tenía, pero no en ese momento. Lo que Isabel sentía, lo mostraba.
Luke pasó las palmas de sus manos por su cálida y sedosa piel, rozando apenas el oscuro triángulo de rizos que asomaban en la base de su vientre, por su estómago, dibujando las líneas de las costillas; estaba delgada, tanto que a Luke se le partió el alma al pensar en las privaciones que la habían dejado así. Ella se estremecía bajo sus caricias. Tan cálida, tan receptiva.
Tomó en las manos sus dulces y pequeños pechos y, con el pulgar, jugueteó con los pezones. Ella dio un grito ahogado y entonces él bajó la boca hasta un pecho, lo acarició con labios y lengua y luego chupó, al tiempo que lo mordía muy suavemente. Isabel dio una sacudida y un agudo grito de placer, y se echó atrás, jadeando, con los ojos oscuros y semicerrados de deseo.
Luke se desabrochó los calzoncillos y se los quitó de dos patadas. Ella alargó la mano para cogerle la camisa interior. «No», dijo él, y detuvo sus inquietas manos apoderándose de ellas y echándolas hacia atrás por encima de la cabeza de Bela, en la almohada, donde las sujetó con una de las suyas. Antes de que ella pudiese pedirle explicaciones, Luke le cubrió los labios con su boca, saqueándolos, devorándolos.
Con suavidad le abrió un poco las piernas, y con la mano libre le acarició la satinada piel del interior de los muslos, subiendo las mano hasta su cálido centro, rozándola levemente y luego apartándose... provocando, incitando.
La acarició entre las piernas y la halló caliente, húmeda y dispuesta. Introdujo un dedo. Con cada embate de su boca en el pecho de Isabel sentía responder el pulso en lo hondo de ella. Entonces encontró la diminuta y satinada protuberancia en los pliegues de su sexo y la acarició. Ella dio un gritito entrecortado y los ojos le brillaron de sorpresa. Sus temblorosas extremidades se abrieron en muda exigencia.
El aroma de su excitación estimuló los sentidos de Luke. Debería tomarse tiempo para llevarla al orgasmo primero, solía hacerlo con las mujeres, pero ya la urgencia, candente y explosiva, lo arrastraba. No podía esperar ni un instante más. Se situó entre sus muslos. Ella lo rodeó con las piernas y se le agarró bien mientras le besaba la mandíbula y el cuello, mientras deslizaba las palmas de las manos por su espalda, bajo la camisa interior, y luego las bajaba hasta sus nalgas, impaciente, excitada. Su novia recién casada. Su esposa.
Estaba duro y ansioso, y la tensión empezaba a afectarlo.
Menos mal que Isabel no era virgen, pensó, mientras se colocaba ante su entrada y embestía hasta el fondo.
Ella se puso tensa y gritó. Y no de placer precisamente.
Luke había ido demasiado lejos como para detenerse. Su cuerpo empujó de manera espontánea, bombeando una, dos veces, en el agarrotado cuerpecillo de Isabel, y entonces el mundo estalló.
Cuando recuperó su ser Luke se retiró, consciente de que ella se estremecía con cada uno de sus movimientos. Bajó la mirada y, como esperaba, vio una mancha de sangre. Isabel tenía la cara pálida, los ojos oscuros y afligidos. Oro empañado.
—¡Eres virgen! —exclamó él en tono acusador.
—No... no puedo serlo.
Bela se estremeció. ¿Cómo podía acabar todo aquello de una forma tan horrible? Estaba viviendo el momento más dichoso de su vida, y de buenas a primeras se veía metida en la cama con un extraño de expresión dura. Y además desnuda. Reunió las mantas a su alrededor para tapar su desnudez, para esconderse lejos de su mirada acusadora.
—Es evidente que ya no eres virgen. Pero lo eras.
Su voz era mordaz. Sus serios y oscuros ojos la apuñalaban.
Aquello no tenía sentido. Ella nunca había puesto en duda que no fuera... Pero la prueba estaba allí, la roja mancha de sangre en las sábanas. Tendría que quitarla antes de que la posadera la viese. Sería muy humillante después del alboroto que habían montado para conseguir sábanas limpias.
—¿Y bien?
La áspera voz se le metió en los pensamientos.
—¿Y bien qué?
—¿De qué?
—Me habían dicho que no eras virgen. Y sin embargo...
Con un gesto Luke señaló la sábana.
—¡Yo no lo sabía! Yo no tengo la culpa. —Bela le lanzó una herida mirada de enfado—. Y de todos modos, ¿qué clase de esposo se queja de la virginidad de su esposa?
Luke apretó la mandíbula y apartó la vista, de modo que ella contestó por él.
—Uno que cree que le han tendido una trampa para que se case.
—¿Que cree? —respondió Luke con un gesto desdeñoso.
Bela le dio un puñetazo en el hombro.
—A mí me tendieron una trampa, también, ¿sabes?
—¿A ti? —Él soltó un resoplido.
—Sí, a mí. Y yo soy la que tiene que aguantar a un inglés de mal carácter que me va a llevar a un país extranjero donde llueve todo el tiempo y donde no conozco a un alma.
Luke se quedó boquiabierto.
—Tú no eres un premio tan grande, ¿sabes? —continuó Bela furiosa, tuteándolo por primera vez, con lágrimas en los ojos... lágrimas de ira, que le enturbiaban la vista—. ¡Yo era una heredera antes de que te casaras conmigo! Podría haber tenido casi a cualquier hombre de España.
Él frunció el ceño, con una expresión contenida.
—¡No me mires así, no te atrevas a mirarme así! Sé que no soy bonita, pero con la fortuna de mi madre habría hecho una buena boda. No necesitaba cazar a nadie para casarme, y mucho menos a un inglés antipático y desconfiado. ¡Y además, fue idea tuya el casarte conmigo! Yo sólo tenía trece años, ¿qué sabía yo?
La boca de Luke se tensó.
—Sí, de acuerdo, sé que yo consentí, que incluso estaba contenta con ello, válgame Dios por ingenua y tonta. Salvar mi fortuna de Ramón... ¡qué generosidad por tu parte! Además, yo no soy a quien le han denegado la anulación. Ni siquiera estaba enterada de eso.
Él soltó un bufido exasperado, y a Bela le entraron ganas de pegarle otra vez.
—Sé que no me crees, pero no lo sabía.
—Pero debiste de contarle a alguien...
—¿Que no era virgen? ¡Te equivocas! Me lo dijo la madre superiora.
—¿Que ella te lo dijo?
—Sí. —Bela se restregó los ojos con los puños en un gesto enfadado—. Cuando llegué al convento siempre tenía malos sueños, pesadillas sobre... ya sabes, aquel día. No dejaba de despertarme gritando y eso molestaba a las demás chicas, de manera que me trasladaron a un cuarto sola.
—Prosigue.
—La madre superiora... bueno, entonces no era la madre superiora, sólo mi tía Serafina, me preguntó por mis sueños y por lo que ocurrió aquel día, y yo se lo conté. —Empezó a temblarle la boca, y durante un horrible instante Bela creyó que a lo mejor se echaba a llorar; ni en broma le daría esa satisfacción a Luke—. Y entonces ella dijo que menos mal que estaba casada, porque yo ya no era virgen. Que aquel hombre que me había atacado me había conocido en el sentido bíblico, y que por lo tanto...
Él le lanzó una de aquellas largas y enigmáticas miradas que Bela estaba empezando a aborrecer.
Ella hizo un gesto de frustración.
—¿Y cómo iba yo a saberlo? ¡Nunca nos cuentan nada! Yo sabía cómo lo hacían los caballos y los perros y los pollos, pero cuando le pregunté a mamá por ello, se escandalizó y me dijo que nosotros no éramos animales y que entre un hombre y una mujer no era así en absoluto... —Bela dejó la frase sin terminar y frunció el ceño—. Pero sí que es así, ¿verdad? Sólo que cara a cara y acostados.
Él no dijo nada.
—Pero yo no sabía lo que significaba ser virgen hasta que me has hecho daño ahora mismo. Quiero decir que sabía que eso tenía que doler, pero aquel hombre del bosque me hizo daño también. Nunca me dijeron qué clase de dolor debería ser.
Luke siguió sin decir nada; se limitó a mirarla con aquella mirada fija y desconcertante.
—Así que yo no he mentido. Ni he intentado engañarte.
Se produjo un largo silencio; Bela esperó que él dijera que no pasaba nada, que lo comprendía y que todo iba a salir bien. Pero lo único que dijo fue:
—Es tarde y tenemos por delante otra larga jornada de viaje. Más vale que nos vayamos a dormir.
Y luego, como si nada hubiera ocurrido, como si el mundo de Bela no acabara de quedar hecho añicos, se puso los calzoncillos, le pasó el camisón de dormir, apagó de un soplo las velas, fue hasta el otro lado de la cama y se acostó.
Y todo quedó en silencio.
Bela no podía creérselo.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó al cabo de unos minutos de estar tendida, tensa y expectante en la oscuridad.
—Buenas noches —contestó él en tono cortés como si ella fuese cualquiera, no la esposa a quien acababa de acusar de engañarlo.
Furiosa, le dio un puñetazo en la espalda. Y ni siquiera entonces él dijo una palabra.
Bela se apartó de él. Se hizo un ovillo en el borde mismo de la cama, sin querer tocarlo. Y entonces llegaron las lágrimas, lentas y silenciosas, que le cayeron por el rostro y calaron en la arrugada almohada.
Bela luchó contra ellas y se negó a hacer el más mínimo ruido. No le daría a Luke esa satisfacción.
Luke se quedó tendido en la oscuridad; su cuerpo estaba saciado, pero sus emociones no dejaban de agitarse.
Le importaba un comino que ella fuera virgen o no. Lo que le importaban eran las mentiras. Aborrecía las mentiras, en particular en una mujer. Y en particular en su esposa.
¡Y además, qué diantre, no se había casado con ella por su fortuna!
¿Le había mentido Isabel o no? Era lo único que no perdonaba en una mujer, un engaño de aquella clase. Algunas mujeres lo hacían, se enroscaban y enroscaban sus cuerpos en torno al corazón de un hombre, y cuando él estaba desprotegido, vulnerable y confiado, mentían, atrayéndolo, engañándolo, haciéndolo quedar por imbécil...
Si Isabel había hecho eso...
Empezó a darle vueltas en la cabeza a todo cuanto ella le había dicho.
Supuso que si alguien ignoraba las relaciones entre hombres y mujeres, ésas eran una monja y una niña. ¿Por qué mantenían a las mujeres en aquella ignorancia? No lo entendía. Los chicos hablaban de ello todo el rato, y él había creído que las chicas también. Pero quizá la ignorancia de las muchachas pretendía evitar la preocupación por los peligros del parto. Aunque eso no tenía sentido: todo el mundo sabía que las mujeres podían morir en el alumbramiento. Las mujeres siempre cargaban con todas las consecuencias graves...
Isabel tal vez hubiera concebido el hijo de ambos aquella noche.
Fuera cual fuese la complicada telaraña que conducía hasta su matrimonio, ahora sí que estaba consumado de verdad. Ya no podía desentenderse de él... ni de ella. Y, sorprendido, se dio cuenta de que, aunque pudiese, no lo habría hecho. Con independencia del papel que Isabel hubiera desempeñado en todo aquello, y Luke se inclinaba a creer que era tan inocente como manifestaba, era suya.
Una vez tomada aquella decisión, cerró los ojos y se dispuso a dormir.
Era muy consciente de la presencia de ella en la cama, del sonido de su respiración, de su aroma, que le envolvía los sentidos. De pronto frunció el ceño. ¿Aquello era un sorbetón? Escuchó atentamente.
La respiración de Isabel era entrecortada, irregular, temblorosa.
Estaba llorando; su esposa lloraba en silencio en la oscuridad.
Sintió ganas de darse la vuelta, de alargar la mano para cogerla, de estrecharla entre sus brazos, de murmurar que no pasaba nada, que la perdonaba. Sin embargo, no se movió.
—¿Estás llorando?
—No.
Luke se volvió para mirarla.
—Estás disgustada, lo sé, pero...
—¿Disgustada? —Bela se incorporó en la cama y se enfrentó a él—. La mayoría de los maridos se alegrarían mucho de descubrir que la esposa con quien acaban de casarse es virgen. No sé cómo será en Inglaterra, pero en España una novia aporta su virginidad al matrimonio como una prenda de honor, una muestra de pu... pu... pureza.
A la luz cada vez más débil del fuego Luke vio un par de lágrimas que le caían por la mejilla. Ella se las retiró bruscamente con un gesto de enfado y prosiguió:
—¡En España las esposas no ven cómo sus antipáticos, estúpidos y desconfiados maridos las acusan de ser vír... vírgenes como si eso fuera algo de lo que avergonzarse!
—Yo no te he acusado.
Pero sí que lo había hecho, y lo sabía.
Ella lo apartó de un empujón.
—Duérmete. ¡Venga, duérmete! No quiero hablar contigo.
Eso mismo había pensado hacer Luke, pero ahora al verla llorar, luchando contra las lágrimas en lugar de emplearlas como arma contra él... No sólo la había disgustado: la había herido. Y había ofendido gravemente su sentido del honor.
Nunca se había planteado que las mujeres tuvieran sentido del honor. No se había planteado muchas cosas, por lo visto. Pero aunque las circunstancias de su matrimonio no eran nada satisfactorias, no podía mantener su enfado con ella, y menos viéndola así.
—Te pido perdón —dijo con frialdad.
No estaba acostumbrado a disculparse. Pero tenía que reconocer que ella había llegado al matrimonio virgen, y que él no lo había valorado como tal vez debería haberlo hecho. De repente se dijo que nada de «tal vez»: se alegraba de haber sido el primero. Sólo que hubiera deseado haberlo sabido antes.
—Perdóname. No pretendía cuestionar tu honra. Claro que me alegra encontrarte intacta. En Inglaterra es igual que aquí, y lo agradezco mucho, y me enorgullece que...
Bela soltó un gemido de frustración.
—¡Oh, no me mientas! No estás orgulloso en absoluto. Todavía estás molesto y crees que te he engañado. Pues bien, lord Ripton, yo no le he mentido y usted se ha llevado a una esposa sin mácula en la honra, y además, para colmo, una fortuna, de modo que puede coger su terca y desganada disculpa y... y... ¡y a ver si se atraganta con ella!
Dicho esto, Bela volvió a acostarse, con la espalda completamente rígida.
La mañana llegó por fin; si él no había dormido bien, no podía decirse lo mismo de su esposa, pensó Luke. En algún momento, a altas horas de la madrugada, la respiración de Isabel se había vuelto más regular y él supo que por fin dormía. Sólo entonces se relajó.
En este momento no podía decirse que estuviera precisamente relajado; había amanecido completamente excitado. En circunstancias normales la habría despertado despacio y de forma erótica, y habrían vuelto a hacer el amor. Pero ahora... Luke meneó la cabeza y le ordenó a su erección que desapareciera. Su matrimonio... sólo al cabo de un par de días, todo lo que podía salir mal había salido mal. Sabría Dios lo que su esposa le soltaría después.
Salió con sigilo de la cama y se puso los calzones, la camisa y las botas. Con un poco de suerte estaría fuera de la habitación cuando ella despertase.
—¿Adónde vas?
Luke se dio la vuelta. Isabel estaba incorporada, con aspecto soñoliento y de lo más tentador, con el cabello en torno a los hombros y los botones del camisón de dormir a medio desabrochar. Bajo su mirada, o quizá sólo fuera por el frío matinal, le apuntaban los pezones, y Luke sintió que su miembro reaccionaba agitándose.
Bela vio la trayectoria de su mirada y se subió la ropa de cama hasta la barbilla.
—¿Vas a abandonarme?
—No, sólo iba a mandar que trajeran agua caliente y a encargar el desayuno. Quiero un desayuno copioso, no un poco de pan o un pastel.
—¿Y nosotros?
—Ahora reconozco que aquello fue un error sin malicia, nacido de la ignorancia —contestó él.
Bela lo miró fijamente durante un instante, y a continuación asintió con una pequeña y enérgica inclinación de cabeza.
—Muy bien, te perdono.
Salió de la cama y con paso resuelto se dirigió hacia el lavamanos, mientras las duras y pequeñas puntas de sus pezones se bamboleaban bajo el camisón de algodón.
—¿Tú me perdonas?
Su actitud imperiosa le hizo gracia. Debería de ser él quien la perdonara, ¿no? Pero entonces vio aquellos pezones cruzar el cuarto y se dio cuenta de que ya la había perdonado.
—Sí. Y ahora ve a pedir ese copioso y grasiento desayuno inglés. Yo tomaré churros con chocolate.
Al cabo de un rato Isabel bajó con la larga falda de su traje de montar perfectamente colocada sobre el brazo. Parecía descansada y bien arreglada, y andaba con un ágil brío que desmentía las largas jornadas de viaje que llevaba encima. Y la larga noche.
La posadera salió a toda prisa para preguntarle cómo estaba, y Luke oyó a Isabel tranquilizar a la mujer diciéndole que las picaduras ya no le molestaban, que el ungüento era muy eficaz y que, por supuesto, todo estaba perdonado.
La cuestión era si ese «todo» le incluía a él también. El tiempo lo diría.
Bela se sentó con él a la mesa con una tímida sonrisa.
—¿Me has pedido mis churros?
—Desde luego que sí, y chocolate, como deseabas. —Luke decidió tantear el terreno—. Nuestra posadera está tan avergonzada por el contratiempo de anoche que te daría cualquier cosa que le pidieras, incluida la cabeza de su marido en una bandeja.
Isabel se echó a reír; una deliciosa risa cantarina.
—Yo diría que en particular la cabeza de su marido en una bandeja. Pobre Carlos. Pero ella lo perdonará. —Alisó la servilleta—. Él la adora, por supuesto.
—¿Ah, sí?
Bela asintió.
—Huy, sí, es evidente.
El posadero (con la cabeza intacta) llegó con el desayuno de Luke: jamón, huevos, salchichas y café. Su mujer lo seguía con un cestillo de churros, bien calientes y dorados, revestido con una servilleta, y una taza de chocolate espeso, oscuro y muy dulce.
El posadero se quedó rondando por allí, al parecer dispuesto a rezagarse para hablar, pero su esposa se lo llevó al tiempo que le decía suavemente:
—Desean desayunar, Carlos, no conversación.
Isabel sólo tenía ojos para el desayuno. Miraba los churros con un placer tan goloso que Luke no pudo reprimir una sonrisa.
Ella se dio cuenta.
—¿Qué?
—¿Años de gachas en el convento?
Bela se rió.
—Sólo pan, por lo general correoso. Y jamás con chocolate.
Mojó el extremo del churro y le chupó el chocolate con tal expresión de dicha en el rostro que Luke casi gimió en voz alta. Aquella noche le mostraría todos los placeres del lecho matrimonial. Y esta vez la cosa acabaría de modo muy distinto.
Luke se centró en su desayuno. Isabel no era rencorosa, eso tenía que concedérselo. Era una luchadora, y eso también le gustaba de ella; le gustaba que le hubiera plantado cara cuando creyó que no había sido justo con ella. Estaba enfadada y le dijo por qué. Nada de tener que adivinar. Nada de malhumorados disgustos y mudos enfurruñamientos femeninos. Le había echado una bronca y le había dado un par de enfadados porrazos. Franca y sincera.
Y ahora ya se le había pasado el enfado. Menos mal.
Observó a Isabel lamerse el azúcar de los dedos. No era en absoluto la esposa callada y sumisa que él había esperado. Se alegraba mucho de ello. Una cosa era segura: no iba a aburrirse. Ella le daría más de un quebradero de cabeza... de pronto a Luke se le escapó un resoplido de risa: ya se lo había dado.
Bela lo miró con expresión de duda.
—¿Algo gracioso?
—Sólo me preguntaba si sabrías bailar.
Ella hizo un gesto negativo.
—Sólo bailes tradicionales de cuando era niña. En el convento no se enseñaba a bailar. ¿Es importante?
—No, yo te enseñaré.
—Estoy deseándolo —respondió ella en voz baja.
Y la expresión de sus ojos le dijo a Luke que de veras lo había perdonado por acusarla de engaño. Algo se le desató en el pecho.
Dejó la servilleta y echó atrás la silla.
—Si ya has terminado, más vale que nos pongamos en marcha.
Luke descubrió que también era muy agradable viajar con su esposa. Sus frecuentes comentarios eran siempre interesantes. Isabel no era como algunas mujeres que él conocía, que pensaban que su papel era rellenar el silencio, cualquier silencio, con una cháchara sin objeto. Ni tampoco de las que esperaban que un hombre las entretuviera.
Con Isabel unas veces cabalgaban en silencio, otras hablaban. Era algo fácil, natural. Se parecía un poco a viajar con sus amigos, sólo que resultaba más interesante porque nunca sabía lo que ella iba a decir.
Le preguntó por su familia, y él le habló de su madre y de Molly, y de la presentación de ésta en sociedad, tantas veces retrasada.
—Te gustará Molly —terminó—. Es divertida y muy dulce. Le agrada a todo el mundo, y tú le gustarás a ella, lo sé.
Isabel torció el gesto.
—Quién sabe.
—¿Lo dudas?
—Probablemente preferiría que te hubieras casado con alguna de sus amigas. No le hará ninguna gracia que le lleves a casa a una esposa extranjera que ni siquiera es bonita.
Luke negó con la cabeza.
—Molly no es así. Mientras yo esté contento contigo, ella también lo estará.
—Así que de eso se trata, ¿no?
Antes de que él pudiera responder, Bela se puso a medio galope y se le adelantó. Él corrió tras ella, la alcanzó y fue a medio galope a su lado hasta que los caballos empezaron a cansarse. Cuando redujeron la marcha hasta ponerse al paso, se inclinó y le agarró la brida para detenerse los dos.
Bela le lanzó una mirada irónica.
—¿Aunque sea difícil, desobediente y peleona?
No estaba hablando de la hermana de Luke. Él sonrió.
—Yo tampoco es que sea muy divertido.
—Lo eras —repuso ella en voz baja—. Cuando te conocí.
Él se encogió de hombros y apartó la mirada.
—La gente cambia.
Volvió a echar a andar el caballo y continuaron al paso, en silencio, unos minutos. Luego ella preguntó:
—¿Así que no crees que a Molly le importe que yo sea difícil a veces?
Él no contestó. ¿Pensaba Isabel que era tan insensato como para darle carta blanca?
—La madre superiora siempre decía que yo le daba más problemas que todas las demás chicas del convento juntas.
—A mí me dijo que eras un tesoro que había que apreciar.
Isabel volvió un sorprendido rostro hacia él.
—¿De verdad? ¿La madre superiora dijo eso? —Se quedó pensando un instante—. ¿La madre superiora? ¿Mi tía Serafina? ¿De mí? ¿Un tesoro? ¿Estás seguro?
Luke se sorprendió sonriendo de nuevo.
—Sí. Me dijo que te cuidara mucho.
—¡Vaya! —Era evidente que Bela se había quedado pasmada. Una sonrisilla pugnaba por dibujarse en su rostro, y al instante meneó la cabeza—. ¿Por qué será que la gente sólo te dice lo malo a la cara, nunca las cosas buenas? Ella no me llamó ni una sola vez «tesoro». Una plaga, sí, una peste, un diablillo de Satanás...
Dejó la frase sin terminar; estaba claro que creía haber dicho demasiado. Él se echó a reír.
—Acaso pensó que los elogios te echarían a perder el carácter.
Ella hizo un gesto negativo.
—No, he recibido muy pocos elogios en mi vida y sigo metiéndome en líos todo el tiempo.
Luke se rió de nuevo.
—¿Por qué será que no me sorprende?
Bela le dirigió una rápida sonrisa.
—En mi defensa, y echando la vista atrás, a papá no había manera de complacerlo. —Una melancólica expresión se pintó por un momento en su rostro—. Hiciera lo que hiciese, nunca era lo bastante buena.
Ella hizo una mueca.
—Debería haber nacido niño.
Luke pensó en el aspecto que Isabel tenía con aquellos calzones, en su belleza desnuda en la cama, en el entusiasmo con que le había hecho el amor, y en tono firme dijo:
—Pues en eso tengo que mostrar mi absoluto desacuerdo.
Ella le lanzó una media sonrisa.
—Muy galante, señor mío. Pero papá prefería a Perlita. Ella es muy bonita, muy femenina.
Hablaba en tono ligero, pero por debajo había un dolor auténtico.
Luke frunció el ceño. De nuevo aquel comentario de que no era bonita. En parte era cierto; Isabel no respondía al prototipo de belleza femenina. Sus facciones eran muy marcadas y tenían demasiada personalidad como para considerarse simplemente «bonitas», pero poseía ese tipo de belleza de la que un hombre no puede apartar la mirada.
—En cuanto a lo que se considere bonito... —empezó a decir él.
Bela lo interrumpió.
—Por favor, no me hagas vanos halagos —le dijo con energía—. Sé muy bien el aspecto que tengo, y no puedo cambiarlo.
—Pero si...
—No —repuso ella, tajante, y le lanzó una fiera mirada.
Luke percibió que era una mirada defensiva. Se trataba de un tema delicado. Vaya, él comprendía los temas delicados: también tenía unos cuantos. Pero había más de una forma de asaltar una almena. Aunque aquél no era el momento.
—Así que, ¿de niña eras muy traviesa?
Bela soltó una carcajada.
—Ay, me gusta lo de «de niña». Te lo agradezco, aunque probablemente hayas puesto en peligro tu alma. Pero lo cierto es que de niña yo era tan buena que daba pena. Anhelaba tanto la aprobación de papá... Pero nunca me sirvió de nada. Creo que no me veía. Sólo veía lo que había de mamá en mí, y él no amaba a mi madre. —De nuevo aquella expresión melancólica, hasta que movió la cabeza, como para despejársela de recuerdos desagradables, y prosiguió—: Y allí en el convento todas intentaban agradar a Dios de todas las maneras, y él tampoco mostraba ninguna aprobación. De modo que al final decidí no tratar de agradar a nadie, sino hacer lo que yo creyera que estaba bien... Y eso es lo que has conseguido por dejarme allí durante ocho años —añadió con gesto travieso.
Luke se rió.
—Vaya... De modo que si me haces sudar tinta, ¿es por mi culpa?
—Exactamente. —Bela sonrió—. Es una delicia oírte reír, Luke. Llevaba un tiempo pensando que se te había olvidado cómo reírte.